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Concluimos con esta entrega la publicación de la
novela El ángel de Sodoma,
de Alfonso Hernández Catá![]() ![]() En la tienda su diestra palpaba con delectación los hilos frescos, las sedas tibias y crujientes, ![]() Sus trajes le parecieron indignos de lo adquirido y, seguro de hallar buena ropa hecha para su cuerpo, entró en una sastrería y compró de todo, sin que apenas hubieran de reformar las prendas. Luego volvió al hotel y abrió la mampara que separaba su alcoba del baño. EI agua tibia, borboteante, subía en la bañadera de porcelana, y un rayo de sol se refrescaba en ella abriéndose de ![]() Bajó a comer y, antojándosele angosto el comedor del hotel, echóse a la calle. EI vaivén de la muchedumbre, las terrazas, los guiños luminosos de los anuncios, multiplicaban la sensación concreta que desde la subida al tren experimentase: ¡El mundo era grande, grande! Cada uno de aquellos seres quizás, muchos de seguro, tendrían sobre su conciencia no sólo pasiones inevitables, sino crímenes, ¡y vivían! Comió con apetito, bebió, y a los postres sintió la impaciencia de ir a ver si sus compras habían ya llegado. La ropa interior, sí; pero hubo de telefonar al sastre y, no obstante los apremios, tardaron cerca de dos horas. Cuando los sastres llegaron subió a su cuarto y se transformó, maravillándose de la propia magia. ¡Era otro! Pero no sólo por las obras: era otro ya cuando, al despojarse de la bata de felpa, sin atreverse a mirar cara a cara la inmensa luna del armario, se vió íntegro, terso y túrgido el cuerpo de que tantas veces se había avergonzado, la cara iluminada por la sonrisa... Salió de nuevo, de continuo alegre y atónito de que nadie le preguntase nada, de que nadie se fijase en él; y fué a un teatro frívolo. Ya tarde se acostó aturdido y feliz. Casi lo mismo hizo al otro día y al siguiente. No tenía impaciencia. Estaba seguro de que su ![]() Tenía la certeza de que le habría abastado un gesto en cualquier espectáculo, en cualquier bulevar, para acelerar su destino. Pero no quería. Sin duda muchos de aquellos hombres solos y bien vestidos pertenecían a la funesta secta de las víctimas del error de Dios, y un solo ademán, un solo relumbre de ojos hubiera bastado. Si en su ciudad – de la que pasaba días enteros sin acordarse – lo identificó uno, allí, en el inmenso París, ¡cuán fácil hallar cien! No quiso. Estaba seguro de que al aproximarse el instante decisivo sentiría la emoción de las anunciaciones. Y ésta hízole palpitar las sienes una tarde, de vuelta del Bosque de Bolonia, en donde él creía hallar siempre un poco de primavera rezagada. Iba en automóvil, echado con indolencia en el respaldo, y de pronto una figura destacóse en la muchedumbre de la acera. Al pronto José-María no advirtió que no iba sola porque primero sus ojos y ![]() José-María despidió el automóvil y siguió a pie. El mozo era alto, hercúleo, con una extraña fatiga en el rostro – que a él le recordaba otro rostro visto sólo dos veces en la existencia –. Un anciano iba a su lado. De soslayo, cada vez que el oleaje de gente amenazaba separarlos, el joven se cercioraba de que José-María le iba a la zaga. Tras lenta caminata se detuvieron ante el escaparate de una librería y entraron. José-María penetró también, impelido por extraña audacia. Mientras el anciano – «Su padre», pensó José-María al comparar las facciones – husmeaba en la mesa de los libros recién publicados, el hijo sacó una hoja de papel y escribió con lápiz en ella. Cual si tuviera larga práctica, José-María comprendió la maniobra y, en el apelotonamiento de la salida, el billetito estuvo en su mano. Los desconocidos tomaron un coche y él se quedó en la acera, con el papel quemante. Lo puso en el bolsillo del chaleco, y tomó otro auto, hacia el hotel. Un rubor tardío subióle de todo el ser, sofocándolo, y desabrochóse la chaqueta que, a pesar del bolsillo interior hinchado de billetes y documentos, expandióse hacia atrás sin que él se ocupase de repetir el gesto desconfiado de rústico ![]() Al subir al hotel el portero le dijo que habían venido a procurarlo y tuvo la idea disparatada de que el mancebo hubiera podido adelantársele. Imposible – se dijo en seguida – : No sabe quién soy. Y sin curiosidad, atribuyéndolo a un error, para darse en seguida por entero a sus emociones, se acostó y estuvo hasta muy tarde insomne, con una impresión de miedo dulcísimo en toda la carne y en toda el alma. En vez de pensar en «aquello», cien ideas fútiles salpicaban su inquietud. Se durmió, y despertó cuando mediaba el día. Su baño fué lento, con minuciosidades de rito. No quería pensar en nada. Cuantas ideas intermediarias entre el presente y las cinco de la tarde acudían a su mente, eran rechazadas por una euforia azorada, vagamente temerosa de quedarse quieta. Iba y venía, tarareaba canciones, cosa rara en él. En el fondo tenía miedo, y cantaba cual si estuviera en senda oscura. Bajó a comer, y luego fué a una peluquería donde entregó las manos a los cuidados dolorosos de una manicura. ¡Qué despacio avanzaba el tiempo! Volvió al hotel a mudarse de ropa, y, al bajar, halló, en el casillero donde colgaba su llave, una carta. La puso en un bolsillo exterior, desentendido de cuanto no era su aventura, y salió para estudiar en la estación subterránea de la Ópera el mapa ![]() Era cual si la ciudad entera le hubiese escrito para sacarlo del olvido... ¡No, no podía ser! ¿Adónde iba? ¿A qué precipicio lo llevaba aquella sierpe de luces oradando sombras? Un reflujo moral destruyó toda su voluptuosidad, toda su manumisión; y comprendió que ya no ![]() La idea de volver al hotel, de recibir la visita del corresponsal – sin duda el visitante del día anterior – también le horripilaba. ¡La muerte, sólo la muerte, le abría una puerta pura! Pero tampoco podía suicidarse sin un motivo, dejando la menor pista de sospecha hacia el verdadero. Era preciso proceder con cautela. Su padre mismo habíale dado ejemplo... La imagen de su cabeza destrozada por una bala llevaría a la ciudad, a Claudio, a las hermanas por quienes se había sacrificado tantos años, una incomprensión dolorosa y, tal vez, a Cecilia, una comprensión que era necesario evitar. La estirpe de Los Vélez-Gomara acababa en él y no podíale poner broche sucio. La muerte, sí; mas no en cita declarada, sino en encuentro casual. ¿No había en toda casualidad un cabo voluntario sujeto por la mano de Dios? Ahora ese cabo lo tendría él. EI convoy se detuvo. «JaveI» decían las grandes placas de esmalte; y la carne obedeció al conjuro del nombre. ¡Ay, ya no mandaba ella, sino la conciencia! Quedó en el andén, sólo, como indeciso, mientras muchos subían y llegaban otros para aguardar al tren siguiente. Todos los días la torpeza de los no habituados al tráfico de la gran urbe originaba accidentes. Habría uno más. Cuando, poco después, dos ojos amarillos, miraron a la estación desde lo profundo del túnel, él se acercó al borde de la plataforma, despacio, con una cautela femenina, que ni a los más próximos infundió sospechas, y en el instante justo dió un traspiés. Un largo estrépito de hierros y de gritos pasó sobre su carne virgen e impura. FIN ![]() ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EL DÍA XVII DE OCTU- BRE DE MCMXXVIII, EN LOS TALLERES TIPOGRÁFICOS DE G. HERNÁNDEZ Y GALO SÁEZ, SITUADOS EN MADRID, EN LA CALLE DEL MESÓN DE PAÑOS, -- NÚMERO VIII, BAJO --- |
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