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Plácido
«en sí menor»:
apuntes sobre un poeta de coloratura Francisco Morán, Southern Methodist University I. Hay baile, vamos a ver… En el capítulo XVII de Cecilia Valdés, Cirilo Villaverde describe un baile de “la gente de color” al que acuden algunas de las figuras más conocidas de la sociedad habanera de 1830: Brindis [de Salas], músico, elegante y bien criado […]; a Vargas y a Dodge, ambos de Matanzas, barbero el uno, carpintero el otro, que fueron comprendidos en la supuesta conspiración de la gente de color en 1844 y fusilados en el Paseo de Versalles de la misma ciudad; a José de la Concepción Valdés, alias Plácido, el poeta de más estro que ha visto Cuba, y que tuvo la misma suerte desastrada de los precedentes; a Tomás Vuelta y Flores, insigne violinista y compositor de notables contradanzas, el cual en dicho año pereció en La Escalera, tormento a que le sometieron sus jueces para arrancarle la confesión de complicidad en un delito cuya existencia jamás se ha probado lo suficiente; al propio Francisco de Paula Uribe, sastre habilísimo, que por no correr la suerte del anterior, se quitó la vida con una navaja de barbear en los momentos en que le encerraban en uno de los calabozos de la ciudadela de la Cabaña; a Juan Francisco Manzano, tierno poeta que acababa de recibir la libertad, gracias a la filantropía de algunos literatos habaneros; a José Dolores Pimienta, sastre y diestro tocador de clarinete, tan agraciado de rostro como modesto y atildado en su persona.1 La presentación que hace Villaverde reviste un carácter singular. Las vidas de Brindis de Salas, Plácido, Manzano – para no mencionar más que tres figuras emblemáticas – oscilan, parpadean como la llama de las velas que iluminan el baile, entre el registro de «lo real», la biografía, y la existencia letrada, es decir, figurada en la letra, o teatral, traspuesta a la máscara del personaje. Todas estas representaciones se confunden, se traspapelan, se dan cita, articulan y desarticulan en el cuarto de espejos de la escritura. En medio del baile, de los cumplidos y gestos de rigor, mientras se conversa animada y despreocupadamente, Villaverde nos fuerza a escuchar, a ver el fusilamento, el suicidio, la tortura. Se refieren la habilidad del sastre, la del compositor de contradanzas, la del poeta, pero se les contrapone a la descarga de fusilería por venir, la sangre vertiéndose y derramándose en las copas, en cada brindis, en los espejos que reflejaban el lugar abarrotado por la concurrencia de la «gente de color». El baile, que había sido designado con el nombre “de etiqueta o de corte” (Cecilia Valdés, 377) es, pues, una prefiguración macabra e irónica de los fusilamientos de la Escalera en el «Paseo de Versalles». Al mismo tiempo, el narrador sugiere que son esas peligrosas habilidades de las que se estaba apropiando la «gente de color» las que llevan a su ascenso, esto es, a La Escalera, a otro de los tantos actos monstruosos cometidos por el orden colonial español en Cuba. II. Un «poeta ¿en sí? menor» La escena del baile descrita por Villaverde nos permite reflexionar sobre eso que es, sin dudas, el problema de mayor importancia: el cruce transgresor de las fronteras sociales, políticas y culturales. No es casual que la individuación de la «gente de color» en la fiesta tome forma en aquellos sujetos que ya desbordaban las limitaciones que – por razones de raza – se les había impuesto. “Elegante y bien criado,” dice Villaverde de Brindis; “el poeta de más estro que ha dado Cuba,” así caracteriza a Plácido, y a Tomás Vuelta y Flores, de “insigne violinista y compositor de notables contradanzas” (énfasis nuestro). En todos estos casos se trata de negros que tienen ya un pie – o los dos –, podría decirse, en el mundo de los blancos. Pero es el baile mismo lo que mejor emblematiza esas peligrosas intervenciones culturales. No olvidemos que si hay una manifestación cultural por antonomasia donde todo está sujeto a los flujos y la hibridez, ésa es la música, el baile.2 Villaverde menciona, de manera específica, la danza, el minué y la contradanza. Así, Cecilia baila una danza con Vargas, un “minué de corte con Brindis, otro con Dodge,” y “habló de contradanzas con Vuelta y Flores” (Cecilia Valdés, 382). En este sentido tales piezas de baile reflejan a su vez los procesos de hibridación que estaban teniendo lugar en la sociedad cubana en la primera mitad del siglo XIX. En la Historia de la literatura cubana publicada en 2002, se afirma que entre 1820 y 1844, “los negros y mulatos están en franca mayoría en el sector de la música profesional, aunque hagan «música blanca» - depurada de toda raíz africana pura – a la cual, sin embargo, le aportaban su peculiar sentido del ritmo.”3 El mencionado aporte sugiere una intervención, justamente la imposibilidad de llevar a cabo esa depuración, fenómeno característico de las culturas criollas, como ocurre con el llamado - significativamente, por cierto - «barroco de indias» (énfasis nuestro). Según los editores de la Historia de la literatura cubana antes mencionada, tanto Heredia como Plácido “fueron grandes inspiradores de romanzas,” mencionándose, del primero, “La lágrima de piedad” y, del segundo, “La Atala” (101). Los pasos de Plácido, pues, en el ambiente cultural – musical, literario – están marcados por una mulatez que, como sabemos, ya estaba inscrita en su piel. Moviéndose entre la poesía vernácula, popular y un tardío neoclasicismo y el romanticismo, las oscilaciones de la escritura de Plácido habrían de expresarse a su vez en la recepción crítica de su obra. El adjetivo que mejor podría definirlo marca también el espesor de la máscara y de la pose: casi. Sólo que ese casi quedó atrapado en la telaraña del incipiente nacionalismo cubano: “Casi blanco, fuera de Cuba el color de su piel no hubiese sido el obstáculo insalvable que aquí era” (Historia, 158) (énfasis nuestro). Muchos lo consideraron casi popular – considerado a veces despectivamente un «coplero» - y casi refinado en composiciones celebradas precisamente, no sólo por su vecindad con los clásicos – como sucede con su poema “Jicotencal” – sino también, sugiero, porque en ellos la escritura se europeizaba, se blanqueaba. De manera semejante, los comentarios políticos, sin duda audaces, que introduce en los textos en que celebra a las autoridades coloniales, lo celebraron y denigraron simultáneamente por «patriota» y por «servil». Un ejemplo de esta ambigüedad la encontramos en José Salas y Quiroga, quien lo caracteriza como “hombre de genio por cuyas venas corre mezclada sangre europea y africana, un peinetero de Matanzas, un ser humilde por el pecado de su color.” No obstante, continúa Salas y Quiroga, “en sus cantos medio salvajes [Plácido], tiene los arranques más sublimes y generosos, hay chispas que deslumbran,” y esto, hasta el punto que no cree que que ningún poeta americano, ni siquiera Heredia, se le acerca “en genio, en inspiración, en hidalguía y en dignidad.”4 El comentario revuelve, en la misma escritura una dicotomía importada por la Conquista y que ha desempeñado un rol de primera importancia en la articulación del discurso de «lo americano»: civilización vs. barbarie. Los cantos “medio salvajes” sugieren lo que Salas y Quiroga llama “el pecado del color,” y emblematizan la barbarie, mientras que la la civilización es capturada por los atributos de hidalguía y dignidad, entonces reservados para el hombre blanco. Es precisamente debido a esto que Plácido y Manzano – el mulato y el negro respectivamente – emergen de estas lecturas que no fallan en mostrar, aún si inconscientemente, la posición incómoda del crítico, como excepciones. En tanto figuras de excepción, el criterio racista lejos de desvanecerse, se consolida. Urbano Martínez, autor de una excelente biografía sobre Domingo del Monte, expresa acertadamente que si bien el círculo delmontino contribuyó a la liberación de Manzano, demostrando así una actitud progresista, tampoco “se libraban[sic] de los escrúpulos reinantes en su tiempo,” es decir, de la «negrofobia». “Repelían la esclavitud,” comenta Martínez,” porque la consideraban un vicio que contaminaba con su hedor a los propios descendientes de europeos; un mal que envenenaba su civilización, inficionándola por el contacto con una cultura inferior, de costumbres despreciables.”5 El interés con que Domingo del Monte y los de su círculo se acercan a Plácido y a Manzano – sin negar por ello posiciones humanitarias y avanzadas – estuvo mediado, desde mi punto de vista, por dos factores que no pueden obviarse. La escritura letrada en que se insertan ambos, así como el hecho de que puedan escribir – con mayores o menores “imperfecciones” – como europeos, los volvía a ambos, si se quiere, menos negros. La otredad racial parecía licuarse un tanto al asumir la cultura blanca. Por eso mencioné antes el carácter verdaderamente excepcional que, para algunos miembros de la élite criolla, significaban el mulato «peinetero», artesano, de un lado, y el esclavo negro, del otro. Lo segundo es que esto los proveía al mismo tiempo con un argumento para la eliminación de la trata y de la esclavitud, desde un punto de vista humanista. Pero el reconocimiento de esa humanidad estaba fuertemente condicionado por intereses de clase. En este caso debemos recordar eso que el propio Del Monte le expresa a José Jacinto Milanés en 1837: “hoy no somos los cubanos más que un ingerto (sic) de español y mandinga, es decir, de los dos últimos eslabones de la raza humana en civilización y moralidad.”6 La colecta hecha por el círculo delmontino para emancipar a Manzano no fue un gesto absolutamente humanitario o incluso antirracista. Manzano era parte de ese injerto de mandinga, de esa supuesta extrañeza que obstaculizaba la formación de una nacionalidad blanca. Cuando el 1ro de mayo de 1843, Domingo del Monte se ve obligado a embarcar de prisa con su familia hacia los Estados Unidos debido a los rumores que ya circulaban ampliamente, vinculándolo al abolicionismo y a una rebelión de esclavos que estaría fraguándose, su salida de Cuba da lugar a nuevas sospechas y a “la calumnia” (Martínez, 347). En una carta dirigida a su amigo norteamericano Alexander H. Everett, refuta tales acusaciones y deja en claro que si se había opuesto a la trata y luchado por acabarla no era por ser un abolicionista, sino porque “como el Sr. Luz, y el Sr. Saco, y todo el que piensa en la Isla de Cuba, […] no quiere verla convertida en república de africanos, sino en nación de blancos civilizados.”7 Si, como afirma Fina García Marruz – y en esto estamos de acuerdo con ella – “las posiciones [de Del Monte] son estratégicas, nunca finales,” es también así como debemos leer su «antiesclavismo».8 Por lo que hemos visto hasta aquí, la recepción crítica de Plácido está inevitablemente atravesada tanto por consideraciones de índole estética, como racial. En Lo cubano en la poesía, Cintio Vitier – tan dado a las ceremonias nupciales entre poetas – dedica su «tercera lección» a Heredia y a Plácido. No hay ni que decir que esa lección se concentra mayormente en Heredia, de quien dice Vitier que es “nuestro primer poeta cabal […], el primer lírico de la patria, el primer vivificador poético de la nación como necesidad del alma.”9 Pero ya sabemos que en Vitier las nupcias van aparejadas a los divorcios, a las rupturas: “Si la voz de Heredia es altiva y ardiente, la de Plácido es la más humilde que ha tenido nuestra poesía,”expresa (77). Mas no se trata sólo de esto, sino de que Plácido tampoco tiene “canto propio,” puesto que el suyo “está hecho de otras voces,” aunque “resulta a la postre inconfundible.” Esto cuenta incluso para los que se consideran sus mejores poemas – “A una ingrata,” “La muerte de Gessler,” “Jicotencal” – y también “para toda su desigual producción.” A diferencia de lo que sucede con Heredia – en quien ya se anuncia Martí – la poesía de Plácido “no se inserta en el proceso histórico de la iluminación de lo cubano que venimos estudiando,” es estéril; por “personalísima,” nos dice Vitier, “nace y muere con él, no continúa ni anuncia nada, no pertenece al devenir histórico” (78). La alienación de la poesía de Plácido de «lo cubano», sea o no ésta la intención de Vitier, contribuye o se presta al blanqueamiento y a la compulsiva heterosexualidad en que se ha apoyado la construcción del canon cubano.10 Esa “esterilidad” de Plácido, su desnacionalización – perpetrada a partir de una lectura teleológica de «lo cubano», resulta particularmente irónica si leemos el título de la lección tres del libro de Vitier: «La interiorización de la naturaleza; paisaje, patria, alma. Cubanía de Plácido». Engañosamente, el título hace pensar al lector que, también en lo que atañe al poeta matancero, se trata de afirmar su cubanía, cuando lo que sucede es justamente lo contrario. Sí; hay cubanía, pero esta consiste “en no anunciar ni continuar nada,” en “esa misma ausencia de sentido histórico” (Lo cubano, 81). ¿Cómo es posible, nos preguntamos, que si la búsqueda de Vitier se orienta hacia una poesía que “es el espejo fiel de la integración de la patria en el siglo XIX y de la integración de la República, después,” – poesía que, insiste, “va iluminando al país” (28 – 29) – pueda llegar a ser la “ausencia de sentido histórico” nada menos que un marcador de esa cubanidad? La esterilización crítica de Plácido va más allá de razones meramente estéticas. Después de todo, hay otros ejemplos que nos recuerdan los caprichos del canon. He aquí uno de ellos. Bonifacio Byrne escribió – por los pocos poemas que conocemos de ese libro que nunca ha vuelto a ser reeditado – uno de los títulos importantes del modernismo cubano: Excéntricas (1893). No obstante, lo que lo ha hecho famoso y, hasta cierto punto un autor canónico, es un pésimo poema patriótico: “Mi bandera.” Este es un ejemplo claro en el que valores extraliterarios han sobrepasado a los estéticos – o incluso los han dejado de lado – en lo concerniente a la apreciación de un poeta. Plácido es, efecto, un «poeta menor». Pero si su producción es “desigual,” como afirma Vitier – y conste que le damos la razón – no menos desigual es la de Heredia, un poeta al que difícilmente regresaríamos hoy por el puro placer de la lectura, y a quien más bien leeríamos como «objeto de estudio, de investigación». Hay un estudio que – hasta donde sé – no se ha hecho, y pienso que sería fructífero llevar a cabo. Vitier es, sin dudas, quien más eficazmente ha articulado el canon de la poesía cubana. Una lectura – sugiero o meramente especulo – de Lo cubano en la poesía, hecha desde la cuestión racial podría explicar la descalificación de Plácido independientemente de sus valores literarios, insertarlo en una mirada que busca homogenizar «lo cubano» sacrificando las diferencias. Así, lo que parece preocuparle a Vitier en Guillén es el protagonismo de la negritud. Por esto le reprocha no conservar “el bello equilibrio” entre lo blanco y lo negro de “La balada de los dos abuelos.” Para Vitier, en el soneto “El abuelo” pasamos de esa reconciliación a la afirmación de la diferencia. En el soneto, afirma, “[s]e trata entonces de uno solo, el abuelo negro” (énfasis en el original). Luego, continúa Vitier, en “El apellido,” Guillén “se decide violentamente por el abuelo negro” (Lo cubano, 301). Nótese el sentido de horror asociado a la violencia que se le atribuye a la afirmación de una identidad otra. Ante este “desvío,” Vitier empuña la crítica como si se tratase de un aparato ortopédico: “Pero no, su nombre no existe en mandinga, ni en congo, ni en dahomeyano. Su nombre tampoco es aire. Su nombre es, para gracia y gloria de nuestra poesía cubana, Nicolás Guillén” (énfasis en el original) (302). He aquí un ejemplo de lo que podríamos llamar crítica evangelizadora, esa que viene armada con la espada y la cruz. Primero la tachadura violenta biblia nacional en mano – “su nombre no es” – seguido de la fiesta bautismal: “para gracia y gloria de nuestra poesía cubana.” En oposición a la afirmación de la negritud, cubano es la identidad fuerte en la que todas las diferencias se disuelven, principalmente aquélla que ha sido un fantasma permanente desde los inicios mismos de la gestación de la nacionalidad: la del negro. Para Vitier, Guillén traza el itinerario del camino “cubanísimo, no africano, del son” (302). En esa disolvencia – que borra a África – desaparece, fusilado por segunda vez, Plácido. Notas 1. Cirilo Villaverde. Cecilia Valdés. Madrid: Cátedra, 1992. 381 – 82. 2. Un ejemplo de lo que decimos lo encontramos en los conocidos Versos Sencillos de Martí sobre la bailarina española. Como sin duda recordarán los lectores, para acceder – pasar a, entrar a – el lugar de la representación, el sujeto lírico tiene primero que superar la primera frontera que le impediría la entrada: la bandera española. Eliminada esta frontera – recalcamos su eliminación porque el yo martiano refuta obviarla: “Porque si está la bandera, / No sé, yo no puedo entrar” – aparece otro borde más difícil de negar: la bailarina es española. El yo intenta resolver el dilema al simplemente negarlo: “¿Cómo dicen que es gallega? / Pues dicen mal: es divina?” José Martí. Obra poética. Miami: La Moderna Poesía, 1983. 125 – 27. Primero, Martí transforma el origen nacional de la bailarina, no en un hecho, en algo que puede ser constatado, sino en un rumor: dicen. En segundo lugar, reemplaza la especificidad del origen – gallega/española – por una cualidad no marcada por la identidad: divina; o lo que es más importante, una cualidad que Martí nos ofrece como esencialmente contradictoria a lo español. No obstante, y a pesar de estas maniobras, Martí nos invita a ver, desde los primeros versos, a la bailarina española. Se trata de que, mientras nos invita a todos a acompañarlo al baile, él mismo desaparece, y reaparece "vestido de bata y mantón," puesto que su lugar es completamente ocupado por la bailarina bailando un baile español. Lo curioso de esta sustitución reside entonces en que, al recrear el baile y a la propia bailarina, la escritura busca capturarlos, se deja fascinar por ambos y, finalmente, termina travistiéndose en las tres cosas: en baile, en lo español y en la bailarina. De hecho, el "alma trémula y sola" que abre y cierra los versos no es sino el espacio parentético, el camerino en que tiene lugar el cambio de trajes, de estado de ánimo, y de identidades. Esto demuestra el desafío que productos culturales como la música, la comida – recuérdese el concepto del ajiaco en Fernando Ortiz – presenta a aquellas identidades que se sueñan fuertes y completas. 3. Varios. Historia de la literatura cubana. La Habana: Instituto de Literatura y Lingüística, 2002. 101. 4. Jacinto Salas y Quiroga. Viajes. La Habana: Editora del Consejo Nacional de Cultura, 126 – 127. 5. Urbano Martínez. Domingo del Monte y su tiempo. La Habana: Ediciones Unión, 1997, 336. 6. Ob. cit., 337. 7. Ob. cit., 348. 8. García Marruz alude a “esa forma indirecta típica suya [con que] decide la libertad del poeta Juan Francisco Manzano y la publicación de sus poesías en el extranjero, dando los materiales necesarios a Richard A. Madden para su libro en favor de la abolición de la esclavitud.” A la luz de lo que ella misma afirma – y de lo que le hemos oído decir al propio Del Monte – uno no puede menos que concluir que estas posiciones eran estratégicas, y en modo alguno finales. Por otra parte, llama la atención que la lectura de García Marruz no hace sino reforzar la imagen de Manzano como víctima que, así como sufre a manos de sus amos blancos, se muestra “tímido y cohibido” frente al blanco benefactor. Ver: Fina García Marruz. “Del Monte y Manzano” en: Hablar de poesía. La Habana: Letras Cubanas, 1986. 326 – 56. 9. Cintio Vitier. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras Cubanas, 1998. 65. 10. Para comprobar esto sólo hay que considerar las precarias posiciones que dentro del canon les ha correspondido a las mujeres – Gertrudis Gómez de Avellaneda y Juana Borrero, para no ir más lejos – o a aquéllos poetas de los que se sospecha o se sabe un desvío de la norma heterosexual: Julián del Casal, José Manuel Poveda, Emilio Ballagas, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas. Debo aclarar que no estoy afirmando que no se les tiene por figuras importantes de la literatura nacional, sino de que – a diferencia de lo que sucede con Heredia o con Martí – el lugar que ocupan, cualquiera que éste sea, ha estado por lo general sujeto a debate. Selección de poemas de Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) JICOTENCAL Dispersas van por los campos Las tropas de Moctezuma, De sus dioses lamentando El poco favor y ayuda: Mientras ceñida la frente De azules y blancas plumas, Sobre un palanquín de oro Que finas perlas dibujan, Tan brillantes que la vista, Heridas del sol, dislumbran, Entra glorioso en Tlascala El joven que de ellas triunfa; Himnos le dan de victoria, Y de aromas le perfuman Guerreros que le rodean, Y el pueblo que le circunda, A que contestan alegres Trescientas vírgenes puras: «Baldón y afrenta al vencido, Loor y gloria al que triunfa.» Hasta la espaciosa plaza Llega, donde le saludan Los ancianos Senadores, Y gracias mil le tributan. Mas ¿por qué veloz el héroe, Atropellando la turba, Del palanquín salta y vuela, Cual rayo que el éter surca? Es que ya del caracol, Que por los valles retumba, A los prisioneros muerte En eco sonante anuncia. Suspende a lo lejos hórrida La hoguera su llama fúlgida, De humana víctima ávida Que bajan sus frentes mustias, Llega; los suyos al verle Cambian en placer la furia, Y de las enhiestas picas Vuelven al suelo las puntas. Perdón, exclama, y arroja Su collar: los brazos cruzan Aquellos míseros seres Que vida por él disfrutan. “Tornad a México, esclavos; Nadie vuestra marcha turba, Decid a vuestro señor, Rendido ya veces muchas, Que el joven Jicotencal Crueldades como él no usa, Ni con sangre de cautivos Asesino el suelo inunda; Que el cacique de Tlascala Ni batir ni quemar gusta Tropas dispersas e inermes, Sino con armas, y juntas. Que armen flecheros más bravos, Y me encontrará en la lucha Con sola una pica mía Por cada trascientas suyas; Que tema el funesto día Que mi enojo a punto suba; Entonces, ni sobre el trono Su vida estará segura; Y que si los puentes corta Porque no vaya en su busca, Con cráneos de sus guerreros Calzada haré en la laguna”. Dijo y marchose al banquete Do está la nobleza junta, Y el néctar de las palmeras Entre víctores apura. Siempre vencedor después Vivió lleno de fortuna; Mas como sobre la tierra No hay dicha estable y segura Vinieron atrás los tiempos Que eclipsaron su ventura, Y fue tan triste su muerte Que aun hoy se ignora la tumba De aquel ante cuya clava, Barreada de áureas puntas, Huyeron despavoridas Las tropas de Moctezuma. A UNA INGRATA Basta de amor: si un tiempo te quería Ya se acabó mi juvenil locura, Porque es, Celia, tu cándida hermosura Como la nieve, deslumbrante y fría. No encuentro en ti la extrema simpatía Que mi alma ardiente contemplar procura, Ni entre las sombras de la noche obscura, Ni a la espléndida faz del claro día. Amor no quiero como tu me amas, Sorda a los ayes, insensible al ruego; Quiero de mirtos adornar con ramas Un corazón que me idolatre ciego, Quiero besar a una deidad de llamas, Quiero abrazar a una mujer de fuego. INVOCACIÓN Fuente Castalia, donde solamente Basta probar tus aguas cristalinas, Para ser de las musas peregrinas Siempre acogido con amor ardiente: Dame tus aguas ¡oh Castalia fuente! Y verás que pinturas tan divinas, Tan sencillas, tan claras, y tan finas, Hace mi fácil numen elocuente. Pero si acaso a la plegaria mía De tus aguas el curso has enfrenado, No por eso acibaras mi alegría, Y así, mundo, si estoy equivocado, Bien puedes perdonar, pues todavía De Castalia las aguas no he probado. LA FLOR DE LA CAÑA Yo vi una veguera Trigueña tostada, Que el sol envidioso De sus lindas gracias, O quizá bajando De su esfera sacra Prendado de ella, Le quemó la cara. Y es tierna y modesta, Como cuando saca Sus primeros tilos «La flor de la caña.» La ocasión primera Que la vide, estaba De blanco vestida, Con cintas rosadas. Llevaba una gorra De brillante paja, Que tejió ella misma Con sus manos castas, Y una hermosa pluma Tendida, canaria, Que el viento mecía «Como la flor de la caña.» Su acento divino, Sus labios de grana, Su cuerpo gracioso, Ligera su planta: Y las rubias hebras Que a la merced vagan Del céfiro, brillan De perlas ornada, Como con las gotas Que destila el alba Candorosa ríe «La flor de la caña.» El domingo antes De Semana Santa, Al salir la misa Le entregue una carta, Y en ella unos versos Donde le juraba, Mientras existiera Sin doblez amarla. Temblando tomola De pudor velada, Como con la niebla «La flor de la caña.» Hallela en el baile La noche de Pascua, Púsose encendida, Descogió su manta, Y sacó del seno Confusa y turbada, Una petaquilla De colores varias. Diómela al descuido, Y al examinarla, He visto que es hecha «Con flores de caña.» En ella hay un rizo Que no lo trocara Por todos los tronos Que en el mundo haya: Un tabaco puro De Manicaragua, Con una sortija Que ajusta la Capa, Y en lugar de Tripa, Le encontré una carta, Para mí más bella «Que la flor de la caña.» No hay ficción en ella, Sino estas palabras: «Yo te quiero tanto Como tú me amas.» En una reliquia De rasete blanca, Al cuello conmigo La traigo colgada; Y su tacto quema Como el sol que abrasa En julio y agosto «La flor de la caña.» Ya no me es posible Dormir sin besarla, Y mientras que viva No pienso dejarla. Veguera preciosa De la tez tostada, Ten piedad del triste Que tanto te ama; Mira que no puedo Vivir de esperanzas, Sufriendo vaivenes «Como flor de caña.» Juro que en mi pecho Con toda eficacia, Guardaré el secreto De nuestras dos almas; No diré a ninguno Que es tu nombre Idalia, Y si me preguntan Los que saber ansían Quién es mi veguera, Diré que te llamas Por dulce y honesta «La flor de la caña.» FATALIDAD Negra deidad que sin clemencia alguna De espinas al nacer me circuiste, Cual fuente clara cuya margen viste Maguey silvestre y punzadora tuna; Entre el materno tálamo y la cuna El férreo muro del honor pusiste; Y acaso hasta las nubes me subiste, Por verme descender desde la luna. Sal de los antros del averno oscuros, Sigue oprimiendo mi existir cuitado, Que si sucumbo a tus decretos duros, Diré como el ejército cruzado Exclamó al divisar los rojos muros De la santa Salem... “¡Dios lo ha mandado!” RECUERDOS Cual suele aparecer en noche umbría Meteoro de luz resplandeciente, Que brilla, parte, vuela, y de repente Queda disuelto en la región vacía; Así por mi turbada fantasía Cruzaron cual relámpago luciente Los años de mi infancia velozmente, Y con ellos mi plácida alegría. Ya el corazón a los placeres muerto Parécese a un volcán, cuya abrasada Lava tornó a los pueblos en desierto; Más el tiempo le holló con planta airada Dejando solo entre su cráter yerto Negros escombros y ceniza helada. |
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