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     He aquí un delicioso platillo que seguramente degustarán los lectores de paladar exquisito. Se trata de fragmentos de uno de los tantos libros de viajes, prácticamente desconocidos para el lector de hoy, sobre La Habana. Pero hagamos antes una aclaración: éste que presentamos es sobre La Habana... y otros lugares exóticos como Argelia, Venecia y Roma. El título es ya como abrirle el apetito al más desganado: Under de Sun. Essays mainly written in hot countries. Su autor es Georges Augustus Sala, y fue publicado en Londres en 1886. Alertamos, no obstante, a nuestros simpáticos lectores - y en particular a nuestras damas, famosas por su filantropía en todo el orbe - sobre los desplantes racistas del autor. Otro dato de interés es que, para quienes estén familiarizados con otros relatos de viajeros sobre Cuba, no les pasará indavertido que Sala encuentra realmente muy poco que encomiar de La Habana, y sí mucho que criticar: el transporte, el hospedaje, la limpieza. Al mismo tiempo, y dentro de lo que podríamos considerar una constante en cierta narrativa de exilio - no, no oyeron, o leyeron mal - es precisamente la distancia, hasta que llega a Venecia, que empieza la añoranza del autor por La Habana. Y con una Cuba que elusiva y misteriosa parece orientalizarse aún más en la Serenísima, Sala regresa para llevarnos de paseo a la fábrica de cigarrillos - o cigaritos, como él dice - de La Honradez. La ocasión la aprovecha de paso para hacer una larga digresión con el solo propósito de denigrar a los culíes. Pero nuestro trabajo - y bastante nos dio la traducción de los pasajes que siguen - no estaría completa si antes no presentamos al distinguidísimo viajero.
     George Augustus Henry Sala (24 November 1828 – 8 December 1895), periodista inglés, nació en Londres; su padre (1792–1828) fue el hijo de un italiano que viajó a Londres a montar ballets en teatros, y su madre (1789–1860) una actriz y maestra de canto.
     Sala estudió en una escuela de París desde 1839 hasta 1842, y aprendió dibujo en Londres, y a una temprana edad realizó extraños trabajos en pintura de escenografía e ilustración de libros. Las conexiones de su madre y hermano mayor (Charles Kerrison Sala) con el teatro le facilitaron el contacto con escritores y artistas. Muy joven, intentó escribir, y en 1851 atrajo la atención de Charles Dickens, quien publicó artículos y narraciones de Sala en Household Words y subsecuentemente en All the Year Round, enviándolo a Rusia en 1856 como corresponsal especial. Por la misma época, conoció a Edmund Yates, con quien, en sus primeros años, estuvo constantemente conectado en sus aventuras periodísticas. En 1860, bajo sus propias iniciales  "G.A.S.," empezó a escribir "Echoes of the Week" para el Illustrated London News, [...]. William Makepeace Thackeray, cuando era editor del Cornhill, publicó artículos de Salas en Hogarth en 1860, los cuales empezaron a salir en forma de columnas en 1866; y fue también en 1860 que ocupó la jefatura editorial del Temple Bar, que desempeñó hasta 1863.
     Mientras tanto, Sala se había convertido hacia 1857 en contribuidor del Daily Telegraph, y fue en su capacidad de tal que realizó su trabajo más característico, ya fuese como corresponsal extranjero en todas partes del mundo, o como escritor de "líderes" o de artículos especiales. Su estilo literario, muy colorido, bombástico, egocéntrico, y lleno de túrgidas perífrasis, fue asociado gradualmente por las gentes público con la concepción se hicieron del Daily Telegraph; y aunque blancos del mundo literario más académico, sus artículos estaban llenos invariablemente de asuntos interesantes y ayudaron al periódico a hacerse de una reputación. [...]
     Sala public'o muchos libros de ficción, de viajes y de ensayos [...], pero su habilidad fue la del periodismo efímero; y su nombre llega a la posteridad como quizá el más popular y voluble de los periodistas del período.
     Finalmente, una aclaración al lector: las notas que aparecen en el texto las hemos incluido nosotros para facilitar la comprensión del mismo, o para suministrar información adicional.


Under the Sun

Essays mainly written in hot countries

Georges Augustus Sala

London: Vizetelli & Co., 42, Catherine Street, Strand

1887


Bajo el Sol

I

Bajo los cañones del Morro

[…] Empaqué mis bultos y crucé el Atlántico, pero no más con la idea de visitar La Habana que la que tengo ahora, mientras escribo, de visitar Afganistán. No me avergüenza confesar de que, en efecto, no tenía sino una muy remota noción respecto a la relación topográfica de Nueva York con relación a la Isla de Cuba. Pienso que debe haber algún error en la manera en que los niños aprendían geografía en nuestra época: era demasidado fragmentada; tenías que tragar el mapa de Mercator en aislados pedazos de rompecabezas; y si tus ojos vagabundeaban por el Golfo de México cuando debían dirigirse a la Bahía de Fundy, te golpeaban las orejas. Aprendíamos todo sobre las Indias Occidentales, y Wilberforce, y Clarkson, y Granville Sharpe; pero no se enfatizaba el hecho de que Cuba, y Santo Domingo, y Santo Tomás, eran también islas de las Indias Occidentales; y nunca se las mencionaba en conexión con Norte América. Pienso que el Almirante Cristóbal Colón, o el Consejo de Indias, tienen alguna culpa en este asunto. ¿Qué pudo haberlos llevado a nombrar americanas o columbinas, a las islas indias? Nunca me he sobrepuesto a la temprana perplejidad con que me acosaba este asunto, y hasta hoy me resulta incomprensible por qué el paso de Halifax a Bermuda tiene que ser tan corto y fácil; uno seguramente debería rodear el Cabo, hacia las Indias.
    Otra vuelta del teettotum (1), y la punta de su pequeño bastón señaló el Atlántico sur.  En la faceta más alta estaba inscrito “Havana.” Empaqué otra vez mis bultos, y tomando un pasaje en un vapor del correo de los Estados Unidos, dejé rápidamente atrás Charleston, la desafortunada ciudad en que el General Gillmore (2) estaba entonces activamente ocupado en calentar con el fuego griego, y que los predicadores norteños, alegre y caritativamente, cada domingo,  comparaban con Sodoma y Gomorra.
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    Estábamos a muchas millas de la Habana, pero con la ayuda de fuertes binoculares de ópera, de una vibrante conversación, y de un glorioso crepúsculo tropical, esas fueron las millas más cortas que yo haya conocido, en mar o en tierra. Bordeando la costa norte de Cuba desde el occidente de Matanzas, desde las altas colinas y las blancas casas que, sin intervención alguna de la playa o la arena, descendían hasta el borde mismo del agua como las colinas de enredaderas coronadas de castillos del Rhin, vimos aparecer, justo antes de la puesta del sol, al Castillo del Morro mismo: una gran masa de roca color pardo, y una torre, almenas y empalizadas, de las cuales algunas partes parecían crecido en otras, como el convento rocoso del Sagrado San Miguel, de modo que apenas podías decir dónde terminaba el castillo y comenzaba el risco. En su cumbre flota la bandera de la reina más católica, rojo-sangre y oro; y al frente, en el mar, como un alto granadero de guardia, se eleva el faro del Morro. Ningún confederado ha eliminado eso.
    Pasamos entre el Morro y un promontorio llamado La Punta, y pudimos ver el puerto, arbolado de mástiles, y una ciudad toda mirada y centelleando con luces. Nos deleitamos en los pensamientos del desembarque; de dejarles nuestras llaves a un comisario, y dejar la inspección de nuestro equipaje hasta la mañana siguiente; de correr hacia un hotel; de bañarnos y cenar e irnos al Teatro Tacón, o tomar helados en La Dominica, después que la banda tocara en la Plaza de Armas. Bendito tú; todos conocemos la Habana a estas alturas. Tengo la impresión de que estoy en un lugar que me ha sido familiar por años. ¿Acaso Estilete y Agujeta y un suplemento de Cuchillo de talla me lo dijeron? Pero el Capitán del Puerto de San Cristóbal de la Habana es un gran hombre – un muy gran hombre, bajo el correctivo del Capitán Dulce (3), sea dicho – y sus leyes son rigurosas. Ya había hecho fuego el cañón del atardecer; las últimas notas de las trompetas de aviso de las murallas se habían apagado. Solo teníamos permiso para acurrucarnos en el exterior del puerto, pero no habría desembarque para nosotros hasta las 6 de la mañana, y teníamos que permanecer toda la noche bajo los cañones del Morro. Pocos años antes ni siquiera habríamos tenido este privilegio, y nos habrían obligado a volver la cabeza en dirección al mar y a anclar en el fondeadero.
    Era tentador, en verdad; pero todavía era sumamente placentero, y nadie se sintió inclinado a gruñir. Al menos, ya era algo saber que las enormes máquinas estaban descansando, y que no escucharíamos más su agitación y chirridos, sus jadeos y estertores, hasta que como Poor Jack en la canción de Dibdin, “regresáramos otra vez al mar” (4). Por lo tanto, las únicas llamadas fueron las del café y el cigarro; y holgazaneamos en la cubierta y especulamos sobre lo que estaría ocurriendo en innumerables casas de vecindad donde las luces, unas veces tenues, brillantes otras, eran chispeantes. Entonces salió la luna, como un gran fantasma de blanco verdoso, y abrió sus brazos sobre la ciudad de la Habana. Podíamos entrever las vetustas torres de la Catedral, y la iglesia donde está la tumba de Cristóbal Colón; podíamos ver las largas sombras inclinadas que arrojaban los macizos cañones del Morro sobre las murallas en ruinas. Los botes iban y venían sobre las espejeantes aguas del puerto. También había luces en los ojos de buey de los barcos. ¿Qué estaría pasando allí?, me pregunto. El patrón bebiendo ron y agua fríos. El primer oficial jugando quedamente un partido de naipes con el médico, el sobrecargo, y el tonto. El sobrecargo inventando sus argumentos; los hombres del trinquete bebiendo “Cariños y Esposas,” en el round-house (5). Todos estaban encantados de que el viaje había llegado a su fin, excepto quizás esa pobre dama norteña en el camarote del capitán, apoyada en las almohadas, atendida afectuosamente por esa pequeña banda de Hermanas de la Caridad que van a Nueva Orleáns, y que está muriendo de consunción. Incluso ella, tal vez, agradece que las máquinas incansables ya no gimen ni trabajan, y que mañana tal vez pueda desembarcar y morir en paz.            
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II

Los humores de la Habana

    La mañana no me sorprendió, puedo asegurárselo, hecho un haragán en mi sofá en el salón. Nunca se levantó la alondra o el pintor de paisajes en su primer viaje para bocetear en Gales, con más presteza que yo del sofá de terciopelo gastado del barco. Madrugador como soy, había habido aún dormilones más ligeros que yo; y el barco, arriba y abajo, rebosaba de vida y alegría. Durante las pocas horas de oscuridad, ese proceso de Transformación de que hablé últimamente, había estado progresando rápidamente. Me había dormido, es cierto, en aguas españolas, pero en compañía anglo-sajona, pero desperté a bordo de una carabela que petenecía a la Armada Española. El castellano grave, sonoro y circunspecto – la más noble y romanesca de las lenguas – resonaba por todas partes; y aunque el día pedía varias horas para dedicarle al desayuno, el azul vaporoso de los gases de los cigarrillos flotaban por la cabina como una aromática telaraña.
    El consumo de chocolate era inmenso. Solo ayer nos contentábamos con una taza de café temprano en la mañana; pero el chocolate es el único desayuno o breakfast español reconocido como tal; tampoco, con un vaso de agua fría y un cigarrillo después, te hace sentir descompuesto. ¿O es que tu hígado se vuelve, al entrar en estos tórridos climas, tan completamente desorganizado que nada puede descomponerte más, excepto la fiebre amarilla, que te mata? “Si tienes dudas, bebe algo,” dice el proverbio americano.  Harías mejor en concederle al chocolate el beneficio de la duda, y bebe eso; porque aunque es tan espeso que una cuchara podría mantenerse verticalmente en la taza, es la bebida más deliciosa y refrescante. Noté, también, que varios de nuestros compañeros pasajeros trasatlánticos, para halagar el clima y la bandera española, habían sustituido su habitual “morning glory” o cocktail por el chocolate […].
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    Ahora estaba en libertad de proseguir hacia un hotel; pero esto fue dicho mucho más fácil que hecho. En primer lugar, no había transporte público por ningún lado con excepción de las volantas, que son vehículos demasiado etéreos para llevar equipaje pesado; a continuación, encontrar algún hotel tolerablemente cómodo en la Habana es una labor que, de habérsele impuesto a Hércules, habría hecho que ese hombre fuerte fuera un poco menos engreído acerca de su triunfo sobre el jabalí de Erimanto y las otras once dificultades. La rica y espléndida ciudad de la Habana es la peor en hoteles que cualquier otra en el mundo civilizado. Las Antillas, quizás, no pueden considerarse completamente como parte de la civilización; pero, como la “Reina” de las Antillas, pienso que la Habana debería mantener cuando menos un hostal decente.
    Hay un hotel en la Plaza Isabel la Segunda, cerca del Teatro Tacón, mantenido por M. Legrand, un francés; pero he escuchado sombríos relatos en lo que respecta a la limpieza, y estaba situado, además, más allá de las murallas, mientras que yo quería estar cerca de la Plaza de Armas y del mar. Hay una excelente casa de huéspedes, limpia, cómoda, y bien amueblada, mantenida por Mrs. Almé, una dama americana; pero el hospedaje es limitado, y su establecimiento está casi siempre tan “completo” como un ómnibus parisiense en un día lluvioso. También me han dicho que hay una ligera desventaja en la comodidad de que disfrutas en la casa de Mrs. Almé en el hecho de que es el lugar escogido por los tuberculosos de los Estados Unidos que escapan de las asperezas del invierno norteño al cielo más cálido de Cuba. Pero están a menudo en el penúltimo estado de la enfermedad cuando desembarcan; ellos no mejoran; y esto es propenso a echarte a perder la cena – me dijeron – cuando, al preguntar por tu vecino cercano del día anterior, que habló tan encantadoramente de la última ópera y tan esperanzadoramente de la próxima corrida de toros, te informan que ha estado muerto por algunas horas, y será enterrado este atardecer en el campo de Potters. Al final, te acostumbras a esto, porque pudiera decirse, sin exageración, que la vida en estas regiones de “vómito” y fiebre se parece a la vida en un barco de guerra en tiempo de guerra. Por la noche estás muy alegre y despreocupado con Jack y Tom; y al amanecer Jack está “atropellado” y Tom “está muerto,” y tú dices “¡Pobre Jack!” “¡Pobre Tom!” Se subastan sus ropas, y te olvidas del triste suceso.
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    Los negociantes raras veces, si es que alguna, ponen sus nombres arriba a la entrada de las tiendas. En lugar de esto, adoptan signos – no pintados o plásticos como hacen los americanos y los alemanes – sino simplemente inscripciones escritas, usualmente implicando alguna alusión ética. “La Rectitud,” […], es muy patrocinada por los mercaderes, pero ese tendero en la Calle O’Reilly debe haber tenido extrañas ideas de rectitud cuando me cobró 75 dólares por un atuendo hecho profesionalmente de piña o de fibra de piña, pero que subsecuentemente resultó ser una granadina de seda de Lyons, que no valía 3 guineas. Tienes entonces “La Providad,” “La Integridad,” “La Buena Fé,” “La Consciencia” – todas favoritas especiales del caballero de estrecha anchura y  bastón de una vara. Sus signos son muy bonitos, pero a mi parecer, demasiado pretenciosos. Algunos son simplemente arrogantes, “Todos me elogian;” “Mi fama por el orbe vuela:” éstos están sobre las tiendas de cigarros. El fotógrafo tiene una rúbrica sobre “El sol de Madrid” y “El Rayo de Luz;” y nunca pude contener la risa ante el lema adoptado por el propietario de una tienda para la venta de fósforos lúcifer: “La Explosión.”
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V

Havana cigaritos

    Por aquí y por allá, me pregunto, ¿acaso esos maravillosos caballeros escritores de los siglos XVII y XVIII, habituados a escribir poesía épica – y lo que es todavía más asombroso, a persuadir a la gente de leerla – preservaron la musa que tan frecuentemente invocaron? ¿Vivía ella rodeada de Pegaso, el pájaro de Jove, los pavorreales de Juno, y los fieros corceles de Febo, y otras curiosidades de la historia natural, siempres listas a ser expulsadas cada vez que a un caballero escritor se le ocurría que algúnalgo en Doce Cantos sería precisamente lo ideal para apoderarse de la ciudad, hacer la fortuna del Sr. Osborn o del Sr. Tonson, o para apuntarse un tanto de piezas de oro del Par del Reino y Patrón de las Musas, al que ese algúnalgo estaría dedicado?
    Me gustaría saber lo que hacía la Musa cuando no estaba sujeta al proceso  de la invocación. En mi opinión era una Musa perezosa, puesto que con frecuencia encontramos al caballero escritor pidiéndole, con alguna agudeza, Presentarse, o Despertarse, o Hablar, o Decir algo que, según los poderes de adivinación de aquél, ésta tenía que comunicar. Ella también parece haber sido una musa que tenía algo que dar, y a la que valía la pena cortejar, puesto que los caballeros escritores a menudo se dirigían a ella con tales atractivos epítetos como Gentil, Celestial, Benigna y Discreta. Pero nunca le dijeron a nadie donde vivía la Musa, ni como “alcanzarla.” […].
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    Es muy humillante y doloroso confesar de buen agrado que, en el umbral de un artículo que no tendrá ni una línea de poesía, sino que estará por el contrario en la prosa más plana y versará sobre el más plano de los asuntos, prestaré oídos para encontrar una Musa que, considerándolo razonablemente, me permita invocarla e Inspire mi Inexperiencia para permitirme llegar al final sin cometer quinientos errores garrafales. ¿Hay una Musa de la Memoria? Me temo que no: pero es una musa de ese tipo la que deseo apostrofar. Y si me dirigiera a ella como Inhalación, o como Humareda, o como Nublada, debería considerárseme, o estúpido, o irreverente. No obstante, no deseo sino una Musa aficionada al tabaco, una Musa que fume en pipa, una Musa que líe un cigarito; pero principalmente una Musa que me ayude a recordar las cosas. Es mi ardiente deseo regresar una vez más a la isla de Cuba, y contar tanto como pueda recordarlo sobre los famosos cigarros de la Habana. Mencioné recientemente que era un teetotum. He girado más violentamente alrededor desde la última vez que me tomé esa libertad. ¡Querido! ¿Dondé están la Habana y toda mi sabiduría popular sobre los cigarros? Mi cuaderno de notas está en el fondo del Lago de Garda; y sé que empecé un artículo sobre cigarros una mañana en Trieste, escribí el párrafo siguiente en Milán, taché los dos, por sus muchas digresiones, en Samaden, en el Cantón de los Grisons.
    Justo ahora, me siento desanimadamente, deseando haber asistido a las clases del profesor que diserta sobre la memoria en la Institución Politécnica Real. Las campanadas de Santa María della Salute en Venencia anuncian la medianoche, y mi Musa, hasta ahora evasiva, aparece y me concede todo lo que deseo. Ella es una Musa morena – más aún, más oscura que la caoba: tan oscura como el chocolate. Es redonda, suave, y graciosa, y deliciosamente fragante. La tomo muy suavemente entre mi dedo y el pulgar, y presionándola entre mis labios, le muerdo la nariz. Le aplico entonces a sus pies la llama de una astilla encerada, y empiezo a fumarme mi Musa. Enseguida, en la espiral de los remolinos de incienso azul, rizándose de mi último cigarro, la inspiración que necesitaba desciende deslizándose suavemente hasta mí. Cuba regresa. Los fantasmas de cientos de memorias surgen y tamborilean alegremente sobre las tapas de féretros rosados. Las guerras y los rumores de las guerras, los campamentos, las ciudades, los mares, las tormentas y los lechos de los enfermos, todo se desvanece, y estoy aquí, en la Calle del Teniente Rey, negociando con el conductor de la volanta para que nos lleve a mí y a mi compañero a la gran fábrica de tabacos de La Honradez.
    Lo recuerdo todo. Fui al establecimiento, digamos que solo ayer. Primero, encontramos una oscura contaduría y una calle más oscura en el centro de la ciudad – ambas hechas artificialmente sombrías por pantallas y cortinas, porque el sol salamandreaba afuera con su habitual ferocidad – y preguntamos por Don Domingo. Él fue más cortés que los dependientes de un banco cubano. Un hombre pelirojo, con una cabeza pequeña, plateada, como una naranja demasiado madura ligeramente mohosa en su parte superior; sus fuertes músculos y tendones todos secos por el sol como la carne seca sudamericana, pero dado, como lo que está bajo la acción del agua cálida, a suavizarse bastante y volverse tierno cuando te admite en su intimidad. Don Domingo era un íntimo conocido de los propietarios de La Honradez. A juzgar por el olor tan seco que continuamente lo rodeaba, podría pensarse que él mismo habría gastado una buena cantidad de sus ingresos en rapé y cigarros. Nos obsequió una pieza de Regalía para mantenernos en buen espíritu hasta nuestra llegada a la fábrica, y entonces seleccionamos un mazo de cajas de embalaje y de duras cajas, y alcanzando la Calle del Teniente Rey, negociamos, como he dicho, con el conductor de la volanta, y pronto estuvimos frente al portal de lo que buscábamos.
    Pienso que el lugar había sido, antes de la supresión de las órdenes monásticas, un convento. Era suficientemente grande como para haber sido eso, o una barraca, o una penitenciaría. Las paredes eran asombrosamente gruesas; pero las ventanas, pocas como eran ni tan raras ni tan gruesas, sino que el olor del tabaco recién cortado salía efusivamente a través de ellas, como mensajes telegráficos del Estado de Virginia y de Vuelta de Abajo. ¿Has conducido alguna vez a través de los bulevares de París muy temprano en la mañana? ¿Has notado alguna vez la fragancia que se escapa de los cafés en tu línea de ruta – el olor del café moliéndose y tostándose para el consumo del día? Los garzones sacan sus molinillos hasta el pavimento, y de seis a siete de la mañana los bulevares huelen como Mincing Lane (6). Sustituid tabaco por café, y tendréis el sabor de la calle de La Honradez.
    Al penetrar en el gran patio, el aroma se vuelve quizás una nimiedad demasiado contundente. Fue como si, digamos, como si el más delicado polvo del diablo hubiese sido lanzado por el más dulce de los molinos más mezquinos. Es como si estuvieras lejos de las islas de guano, la caza solo de los pájaros del paraíso. Es, sin embargo, cierto, que el aire estaba cargado de un polvo impalpable; que un siroco de pequeño tamaño rápidamente llenara vuestra boca, oídos y nariz, y los poros de vuestra piel; y que vuestro primer saludo a La Honradez fuera un violento puñetazo de estornudo. El patio estaba lleno de cajas rotas y de hojas de plátano, o de envolturas de paja de maíz para fardos de tabaco – tabaco picado hacía ya tiempo, y enrollado, y fumado. Había una inmensa cantidad de basura y residuos, porque hay que admitir que la pulcritud no es algo que vos esperáis encontrar en los trópicos.
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    En La Honradez sólo se manufacturan cigarettes, cigaritos, papelitos, o lo que elijáis llamar a esos pequeños rollitos de papel de seda que contienen tabaco de fumar finamente picado. El proceso es muy simple; y tomamos el lugar solo como estímulo o guarnición antes del más serio banquete de tabaco de Cabaña.
    Pasamos a través de numerosas habitaciones parecidas a graneros, vastas y oscuras, donde, de cuclillas sobre el piso en grupos, hombres, mujeres y niños negros estaban ordenando el tabaco, separando las hojas de los tallos, y poniéndolos en cestas para los molinos. Existe la noción de que cualquier tipo de tabaco es bueno para hacer cigaritos, y que, según el principio que se dice han adoptado en algunos establecimientos donde se hacen salchichas, cualquier cosa que caiga cerca de la máquina, sea carne de vaca, de puerco, de perro, de gato, o de hombre es inmediatamente arrastrada al vórtice y convertida en polonies o saveloys (7). Esta noción, en lo que concierne a los cigaritos, es, creo felizmente, que infundada.
    Al parecer se ponía mucho cuidado en la selección de las hojas y de las partes principales; y me aseguraron que el papel de tabaco de La Honradez del tabaco más escogido que era posible obtener en la Habana. Era ciertamente delicioso fumarlos. La Honradez misma es modestamente consciente de sus méritos, y sobre las pequeñas envolturas cromo-litografiadas que envuelven cada mazo de veinticinco cigaritos, podéis leer este lema: “Mis hechos me justificarán.” Otras fábricas se elogian más a sí mismas y son menos modestas. “Todos me elogian,” dice una, en sus envolturas. Podría ser verdad; sólo que el establecimiento no debería decirlo. “Mi fama por el orbe vuela,” exclama una tercera. Esto, otra vez, es un poco demasiado auto-afirmativo; porque apostaría un razonable número de onzas de oro que mi respetado lector nunca ha oído de ese particular establecimiento para la producción de cigaritos.
    Los cigarros de papel de la Habana no son cilindros perfectos, cerrados en un extremo con un diestro giro, y provistos en el otro con una boquilla de cartulina torcida y un bocado de lana de algodón para absorber el aceite esencial. Esos son los famosos cigarrillos rusos, hechos en San Petersburgo o en Moscú, los tabacos de Turquía, Siria y Besarabia (8). Los cigaritos de la Habana consisten mayormente de tabaco muy finamente picado colocado en el medio de un pequeño cuadrado de papel muy fino, perfectamente enrrollados en bastones de cerca de una pulgada y media de largo, y de un grueso de una octava y media pulgada, y sellado en cada extremo. Si el rollo está demasiado apretado, o si, por otra parte, el tabaco no está parejamente distribuido, y se abulta en una parte y está suelto en otra, el cigarito no sirve. En verdad, tiene que hacerse con una casi perfecta sutileza para satisfacer a los consumidores: porque cada español tiene en sus dedos un talento innato para el torcido y enrollado de sus propios cigaritos.
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[…] Por otra parte, en Cuba, los cigarrillos no son sino un pasatiempo. La verdadera comida [del criollo], está en los Puros, o Havanas del tabaco mismo; mientras que en la Vieja España los genuinos Havanas son, debido a la estúpida política financiera del gobierno, tan difíciles de obtener, y los cigarros de  manufactura nativa son tan excecrables, que los castellanos fuman cigaritos como auto-defensa.
    La selección, clasificación, picado del tabaco y su empaque en pequeños cuadrados de papel de seda, constituyen solo una sección del arte cultivado en La Honradez. Algunos cientos de mujeres jóvenes y niños, de negros, mulatos y cuarterones, están empleados para el corte y doblado del papel, en el empaque de los cigarrillos en mazos y sellado de las envolturas. Estas mismas envolturas necesitan el mantenimiento de un establecimiento de litografías cromadas muy grande; y en un estudio bien ventilado – los rayos del sol suavizados por pantallas de gasa blanca – encontramos un número de españoles criollos trabajando, ocupados diseñando artefactos fantásticos y bellas y pequeñas viñetas, y envueltos en los cuales los afamados cigaritos de La Honradez salen al mundo.
    Los trabajadores que imprimen estos diseños en colores, y manejan una prensa litográfica de vapor muy compleja (hecha de, como lo he descrifrado en una inscripción en hierro fundido, en Pittsburg, Pensilvania, los Estados Unidos) son en verdad un tipo de gente muy extraña. No son negros, ni mulatos, ni cuarterones; mucho menos criollos, o criollos cubanos, o peninsulares, es decir, españoles europeos. No son precisamente esclavos, y sin embargo tampoco se les puede considerar exactamente libres. Uno de estos extraños trabajadores subido sobre una alta banqueta a un lado de la máquina que intenta ajustar las agujas de acuerdo con el debido y apropiado registro de una de los envolturas coloreadas. Es un joven de miembros flexibles, muy delgado, con dedos muy largos y finos, los cuales, por su patente destreza, sabe muy bien como usar. Su piel es de un uniforme pálido azafrán, y es perfectamente lampiño. El pelo, muy negro y lustroso, le cae sobre los hombros. En el centro de su semblante, que en suavidad amarilla apenas se asemeja a un pudín rebozado, muestra, como frutas secas en el mencionado pudín, un par de ojos negros pequeños y agudos. Tiene la frente muy baja, muy elevados los huesos de las mejillas, y en sus labios persiste una apenas definible y no obstante inefable tonta sonrisa de complaciente beatitud, debido quizá a una conciencia interna de su mérito, o al opio, o a una absoluta innata imbecilidad.
    ¿Dónde has visto antes esa cara de pergamino, esos ojos, esa sonrisita calmada, vuelta hacia arriba y engreída? ¿En una bandeja de té? ¿En una caja de té? ¿En un abanico? ¿En una vista de papel de arroz de la pagoda de porcelana en Nankin? ¿A quién deberían pertenecerles esos rasgos y esa piel, sino a un hermano del Sol y de la Luna, a un nativo de la Tierra Florida, a un nativo del Celeste Imperio? Tienen que ver, en verdad, aquí, con un chino culí. ¿Dónde están, podrías preguntar, su cabeza afeitada y su trenza? Es fácil responder a esa pregunta. Los culíes en la Habana se dejan crecer el pelo, y pronto se les persuade de que renuncien a sus sombreros de sombrilla, sus zapatillas de bambú, nankeen y knickerbockers por la ropa ordinaria de lino blanco de las Indias Occidentales. Más extraño todavía, y ya es bastante decirlo, es que frecuentemente se dejan que bautizar, cambian sus nombres celestiales por otros tomados de la hagiología cristiana, y se vuelven, en toda su apariencia externa, en muy decentes católicos romanos.
    Entre los protestantes, en California y Australia, los chinos se aferran más tenazmente a su idolatría nativa, y a sus costumbres originales, que son muy repugnantes. Mantiene su trenza, planta su casa de incienso, quema papel perfumado a “los dioses de refinada moral,” come con palillos, y hasta importan para alimentarse patos curados, y otras basuras culinarias, de Cantón o Chusán. Pero en Cuba, tan pronto como somete su trenza a las tijeras del barbero, y le permite al sacerdote cambiarle su nombre de Kuang-Liu-Fung al de José María, se vuelve al menos tan buen cristiano como el negro: lo que no dice mucho. Hasta el final, no obstante, sigue siendo un pescado extraño.
    Es un trabajador de la capital, paciente, alegre, taimado, y suficientemente industrioso cuando decide serlo; pero no siempre escoge, y queda sujeto a caprichosos intervalos de pereza simiesca, y a una disposición al amotinamiento; siempre de una manera incansable, maliciosa y simiesca. Es bastante inútil intentar razonar con él, porque tiene sus propias nociones de lógica y su propio código de ética. La ley no permite que lo azoten; pero a veces sus amos toman la ley en sus propias manos. Si es maltrado, se va y se suicida. Él, cuyos ancestros pueden haber sido supercivilizados miles de años atrás, y el negro, que no parece haberlo sido nunca desde los comienzos del mundo, son los seres más desahuaciados e imposibles de educar que, para maldición de filántropos y misionarios, se hayan creado nunca. El mayor honor es, quizá, del coraje y devoción de misioneros y filántropos que mueren tratando de redimir lo irredimible, de lavar la piel oscura para volverla blanca, y para eliminar las manchas del leopardo. ¡Bravos corazones! ¡Que sigan intentándolo, y sin rendirse nunca!
    Se dice que en Cuba hay doscientos mil de estos culíes. En su vasta mayoría están “en el campo,” en las plantaciones de azúcar y tabaco. Son los sustitutos de la esclavitud como el plateado es el sustituto de la plata. Son tan difíciles de mantener en buen orden como lo son generalmente de insatisfactorios como sustitutos de cualquier cosa que uno decida poner a prueba. En los pueblos son empleados en gran medida como mecánicos y cocineros. En más de una casa privada he encontrado sirvientes y lacayos chinos. Se dice que no difieren de los gatos en cuanto a carácter: necesarios, inofensivos – hasta que se cruzan – agudos, quietos, silenciosos, contemplativos y muy engañosos.
    Hay un tipo de cárcel o de mercado para los culíes en un lugar llamado El Corro, cerca de la Habana, y allí son vendidos – quiero decir que allí se puede hacer “contratos” con sus “fideicomisarios” para emplearlos por término acordado. En El Corro puedes verlos con sus indumentarias nativas, y con las coronillas afeitadas con excepción de un mechón en la parte superior de la cabeza – el muñón de sus trenzas perdidas. Un culí puede comprarse o “contratarse” por un precio que varía entre trescientos y cuatrocientos dólares. Estás obligado a pagarle cuatro dólares por mes al culí que compraste, a avituallarlo y a proveerlo con dos mudas de ropa por año. A cambio, él debe servirte por ocho años. El contrato se hace por escrito ante un “juez de paz,” y se redactan dos copias, una en chino y la otra en español, que deben guardar el comprador y el vendido. La garantía más fuerte para el chino de que será bien tratado por su amo es la certeza casi absoluta de que cometerá suicidio si es golpeado. Por qué el celeste, que en su propio país ha sido destetado con una tanda de bambú, y ha “comido palo,” como dicen los árabes, cada día de su vida, tendría que resentir tan amargamente el castigo corporal a manos de un extraño, es algo que no puedo explicar. Esto, sin embargo, es un hecho.
    En cuanto a mí, pensé que el chino había hecho bien en cambiar su nombre de Kuang Liu-Fung a José María, y dejarse crecer el pelo, y sentarse en una banqueta alta a imprimir etiquetas en color. La cromo-litografía es una de los más bellas actividades que puedan imaginarse; y seguramente era mejor hacer aquí en paz, y con algo como un empleo por el trabajo de uno, que estar salir a pescar patos en una barcaza en el río Cantón, o pintando miniaturas en el ataúd de tu abuela, contra el deceso de esa respetable persona, o dirigiendo halagadores jeroglíficos en tinta de la India a “los dioses de refinada moral.” Después de todo, es preferible el Alcalde al mandarín local con su incesante bambú.
    Fuimos a ver el lugar donde estaban alojados los culíes trabajadores de La Honradez. Los dormitorios, tratándose de Cuba, estaban maravillosamente limpios y ventilados; y bajo la disciplina apropiada – me explicaron – era posible lograr que el chino observara una extraordinaria pulcritud y decoro. Las camas, o literas, estaban en hileras unas sobre otras, como en un barco de vapor, pero estaban mucho más espaciadas. Cada culí tenía su armario para su ropa, y un estante para su plato, cacerola y taza para beber. Encima de cada litera estaba impreso el nombre de su ocupante. Leí el más ortodoxo catálogo de José Marías, Andrés, Agustins, Basilios, Benitos, Beltrans, Cristóbals, Manuels, Eustaquios, Gils, Enriques, Jacobos, Pepes, Jaymes, Juans, Domingos, Lázaros, Mauricios, Pablos, Felipes, Rafaels, Estebans, Tadeos, Tomases, Vicentes y Guillermos. Había un Eusquilo, o Esquilo, y un Napoleón, quien – el último – me describieron como el mayor granuja de la partida completa: lo cual me recordó que raramente los nombres se acomodan a sus poseedores, y que el único hombre que yo haya conocido alguna vez que fue bautizado Virgilio, fue el más egregio burro.
    No nos permitieron abandonar La Honradez sin un “obsequio” o halagüeño regalo, y, de acuerdo con la etiqueta de la cortesía española, esta muestra de homenaje fue administrada de la manera más artística y delicada. Nos pidieron estampar nuestros nombres y dejar nuestras direcciones en el libro de visitantes, y entonces, con uno u otro pretexto, nos llevaron a un apartamento remoto. Cuando dejábamos el establecimiento y agradecíamos al superintendente por su gran amabilidad y cortesía con que nos había obsequiado, un culí se adelantó, y, con una baja reverencia e inimitable sonrisa tonta, nos presentó, a cada uno de nosotros, con un paquete de cigaritos, en cuyos anillos, en una litografía florida, estaban impresos nuestros nombres y apellidos en toda su extensión. La operación se había efectuado en alrededor de seis minutos. Es cierto que tienen una manera muy amable de hacer las cosas en la Habana.





Notas

1. De T-totum. Originalmente un teetotum era un tipo de dado usado en juegos de azar. Tenía una vara que atravesaba un dado de seis lados, de modo que sólo cuatro de estos podían usarse. En uno de los lados estaba inscrita la letra T representando la voz latina totum (todos), lo que implicaba que el jugador había ganado y podía llevarse todo lo que había sido apostado por otros jugadores. Otros lados tenían la letra A aufer (toma una sola cantidad de lo apostado), D depone (te toca apostar), y N nihil (no hagas ninguna jugada).

2. Quincy Adams Gillmore (1825 – 1888) fue un ingeniero civil, y un autor norteamericano, y un general del Ejército de la Unión durante la Guerra Civil Norteamericana. Ganó notoriedad por sus acciones en la victoria de la Unión durante el asalto al Fuerte Pulaski, donde su moderna artillería fácilmente machacó las murallas exteriores del fuerte, una acción que esencialmente volvió obsoletas las fortificaciones de piedra. Se hizo de una reputación internacional como organizador de operaciones de sitio y como revolucionador de la artillería naval. Estuvo al mando de las fuerzas que ocuparon Morris Island, Fort Wagner, y Fort Gregg, y participó también en la destrucción de Fort Sumter. El 18 de julio, de 1863, durante el asedio de Charleston, Carolina del Sur, Gillmore lanzó un asalto masivo sobre Fort Wagner.

3. Capitán General Domingo Dulce (La Rioja, 1808 – Francia, 1869). Desempeñó la Capitanía General de Cuba en dos ocasiones: en los años de dominio político de la Unión Liberal y en el Sexenio revolucionario. El general Dulce estaba casado con una criolla "de imponente riqueza azucarera" -en palabras de Moreno Fraginals-, Elena Martín, condesa viuda de Santovenia, y llevado al matrimonio varios "ingenios azucareros" cubanos, lo que hace evidente sus intereses en la Isla. Esto hizo que durante su primer mandato apoyara los intereses reformistas criollos de los azucareros de occidente. Su influencia hizo que se creara la llamada "Junta de Información" controlada por un grupo con fuertes intereses económicos en Madrid. Esta actividad "juntera" fue rechazada por la juventud habanera más preparada y sobre todo por la élite financiera y comercial peninsular con grandes intereses en Cuba, que temían que la economía isleña pasara a la influencia estadounidense.
La segunda vez que Dulce fue capitán general de Cuba fue en el Sexenio Revolucionario, cuando Serrano y Prim llegaron al gobierno. Fue nombrado precipitadamente, cuando el general estaba enfermo de gravedad, para que intentara solucionar el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes en "La Demajagua" del 10 de octubre de 1868, que los métodos "de tierra quemada" del Conde de Valmaseda y su ayudante Valeriano Weyler no habían podido sofocar. Pero en este segundo mandato, además de con los independentistas, Dulce, se encontró con un enemigo más serio: la oposición de la élite financiero-comercial de la Isla que había lanzado contra las instituciones del gobierno revolucionario del sexenio en la Isla, a los llamados "batallones de voluntarios". Sus acciones, primero trajeron el terror, y más tarde terminaron por hacer preso a Dulce y los demás cargos nombrados por los gobernates del Sexenio en la Isla. E l breve segundo gobierno de Dulce en Cuba no fue extremoso para los sublevados, limitándonse a deportar a la isla de Fernando Poo a los criollos considerados como revolucionarios y a decretar el embargo de los bienes de los insurrectos. Poco después de ser expulsado de Cuba por los "peninsulares", Domingo Dulce muere de cáncer. Fuente: http://www.bermemar.com/personaj/dulcecu.htm

4. Charles Dibdin nació en Southampton el 15 de marzo de 1745. Antes de su muerte, en 1814, se convirtió en uno de los compositores de canciones más celebrados en Inglaterra. Aunque su música no es ahora altamente apreciada, el patriotismo y el sentimiento de sus canciones refleja su época, tan bien al menos como los libros de historia.

5. Round-house: un roundhouse es un edificio usado por los ferrocarriles para el servicio de las locomotoras. Son estructurass grandes, circulares o semicirculares que estaban tradicionalmente situadas rodeando o adyacentes a plataformas giratorias. Su rasgo definitivo es la plataforma giratoria, que facilita el acceso cuando se usa el edificio para reparar facilidades o para almacenar las locomotoras a vapor.

6. Mincing Lane es una calle de Londres que se extiende desde el sur de la calle Fenchurch hasta la calle Great Tower. Fue durante muchos años el centro mundial del comercio de té y de especias, después que la British East India Company conquistara exitosamente todos los puertos comerciales de la Dutch East India Company in 1799. Se menciona en el capítulo 16 de Nuestro mutuo amigo, de Charles Dickens, donde es brevemente descrita: "[Bella] arribó a la región con sabor a estupefacientes de Mincing Lane, con la sensación de quien acaba de abrir la gaveta de la tienda de un químico."

7. Saveloys: es un tipo de salchicha de puerco, muy sasonada, usualmente de color rojo brillante, que suele servirse con pescado en Inglaterra. La palabra viene del francés cervelas, una salchicha de puerco, a hecha a veces sesos.

8. Bessarabia: es un término histórico para la entidad geográfica en Europa del Este delimitada por el río Dniester, en el Este, y el río Prut, por el oeste. Este fue el nombre con el que la Rusia imperial designó la parte oriental de la principalidad de Moldovia, cedida por el Imperio Otomano (del cual Moldavia era vasallo) a Rusia en el período subsiguiente a la guerra ruso-turca, 1806-1812. 

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