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El
rostro Giorgio Agamben ![]() El rostro es el estar irremediablemente expuesto del hombre y, a la vez, su permanecer oculto precisamente en esta apertura. Y el rostro es el único lugar de la comunidad, la fónica ciudad posible. Porque lo que, en cada uno, abre a lo político es la tragicomedia de la verdad en que cae permanentemente y que tiene que resolver. Lo que el rostro expone y revela no es algo que pueda formularse en una u otra proposición significativa y no es tampoco un secreto destinado a permanecer incomunicable para siempre. La revelación del rostro es revelación del lenguaje mismo. Precisamente por eso no tiene ningún contenido real, no dice la verdad sobre tal o cual aspecto del hombre o del mundo: es sólo apertura, sólo comunicabilidad. Caminar en la luz del rostro significa ser esta apertura, padecerla. Así el rostro es sobre todo pasión de la revelación, pasión del lenguaje. La naturaleza adquiere un rostro en el momento en que se siente revelada por el lenguaje. Y, en el rostro, el hecho de estar expuesta a la palabra y traicionada por la palabra, de velarse en la imposibilidad de tener un secreto, aflora como castidad o turbación, descaro o pudor. El rostro no coincicie con la cara. En cualquier parte en que algo llega a la exposición y trata de ![]() Miro a alguien a los ojos, y estos me evitan – es el pudor, pudor del vacío que hay detrás de la miracla – o me miran a su vez. Y pueden mirarme con descaro, exhibiendo su vacío como si hubiera detrás otro ojo abisal que conoce ese vacío y lo usa como un escondrijo impenetrable; o con un impudor casto y sin reservas, dejando que en el vacío de nuestras miradas afluyan amor y palabra. La exposición es el lugar de la política. Si no hay, probablemente, una política animal, es sólo porque los animales, que viven permanentemente en lo abierto, no tratan de apropiarse de su exposición, moran sencillamente en ella sin preocuparse. Por eso no les interesan los espejos, las imágenes en cuanto imágenes. El hombre, por el contrario, al querer reconocerse – es decir apropiarse de su propia apariencia – separa las imágenes de las cosas, les da un nombre. Así transforma lo abierto en un mundo, en el campo de una lucha política sin cuartel. Esta lucha, cuyo objeto es la verdad, se llama Historia. ![]() Llamamos tragicomedia de la apariencia al hecho de que el rostro sólo descubre en la medida en que oculta y oculta en la medida misma en que descubre. De este modo, el aparecer, que debería constituir su revelación, se convierte para el hombre en una apariencia que le traiciona y en la que ya no puede reconocerse. Precisamente porque el rostro es sólo el lugar de la verdad, también es inmediatamente el lugar de una simulación y de una impropiedad irreductibles. Esto no significa que la apariencia disimule lo que descubre y que lo haga aparecer como no es verdaderamente; antes bien lo que el hombre es verdaderamente no es otra cosa que esta disimulación y esta inquietud en la apariencia. Puesto que el hombre no es ni tiene por qué ser ninguna esencia o naturaleza, ni destino específico alguno, su condición es la más vacía y la más insustancial: la verdad. Lo que queda escondido no es, para él, algo que está tras la apariencia, sino el mismo aparecer, el hecho de no ser otra cosa que rostro. Elevar a apariencia la apariencia misma es la tarea de la política. La verdad, el rostro, la exposición son hoy objetos de una guerra civil planetaria, cuyo campo de ![]() Si los hombres tuvieran que comunicarse siempre y sólo alguna cosa, no habría nunca, propiamente hablando, política, sino únicamente intercambio y conflicto, señales y respuestas; pero puesto que los hombres tienen que comunicarse sobre todo una pura comunicabilidad (o sea el lenguaje), la política se manifiesta entonces como el vacío comunicativo en que el rostro humano emerge como tal. Políticos y mediócratas tratan de asegurarse el control de este espacio vacío, manteniéndolo separado en una esfera que garantiza el que sea inaprensihle, e impidiendo que la propia comunicabilidad salga a la luz. Y esto significa que el análisis marxiano debe ser completado en el sentido de que el capitalismo (o cualquier otro nombre que darse quiera al proceso que domina hoy la historia mundial) no se encaminaba sólo a la expropiación de la actividad productiva, sino también, y sobre todo, a la alienación del propio lenguaje, de la propia naturaleza comunicativa del hombre. En la medida en que no es más que pura comunicabilidad, todo rostro humano, hasta el más noble y más bello, está siempre suspendido sobre un abismo. Y por eso mismo hasta los rostros más delicados y llenos de gracia parecen a veces deshacerse de improviso, y dejan aflorar el fondo informe que los amenaza. Pero este fondo amorfo no es más que la propia apertura, la propia comunicabilidad, en tanto que se presuponen a sí mismas como cosas. Indemne queda sólo el rostro que asume el abismo de la propia incomunicabilidad y logra exponerlo sin temor ni complacencia. ![]() Puesto que el hombre es y tiene que ser sólo rostro, todo se divide para él en propio e impropio, verdadero y falso, posible y real. Toda apariencia que le manifieste se le convierte en impropia y facticia y le sitúa frente a la tarea de hacer propia la verdad. Pero ésta es ella misma algo de lo que no es posible apropiarse nunca y no tiene, con respecto a la apariencia y a lo impropio, otro objeto: es sólo la aprehensión, la exposición de estos. La política totalitaria moderna es, por el contrario, voluntad de autoapropiación ![]() El rostro humano reproduce en su misma estructura la dualidad de propio e impropio, de comunicación y de comunicabilidad, de potencia y de acto que lo constituye. Está formado por un fondo pasivo sobre el que se destacan los rasgos activos expresivos. Igual que la estrella – escribe Rosenzweig – refleja en los dos triángulos superpuestos sus elementos y la composición de los elementos formando una trayectoria una, también los órganos del rostro se reparten en dos niveles. Los puntos vitales del rostro son, por cierto, aquellos por los que se vincula al entorno, y son o bien receptivos, o bien activos. El nivel fundamental se ordena conforme a los órganos receptivos, que son, por así decir, los sillares de que se compone la cara, la máscara: la frente y las mejillas. A las mejillas pertenecen las orejas, y a la frente la nariz. Orejas y nariz son los órganos de la pura recepción... Sobre este primer triángulo elemental, que es el construido tomando como punto dominante de toda la cara y lugar del que se parte, el centro de la frente, para ir desde ahí a los puntos medios de las mejillas, se superpone un segundo triángulo, compuesto por lor órganos cuyo juego da vida a la máscara rígida del primer triángulo: los ojos y la boca.* ![]() De la raíz indoeuropea que significa “uno”, proceden en latín dos formas: similis, que expresa la semejanza, y simul, que significa “al mismo tiempo”. Así junto a similitudo (semejanza) tenemos simultas, el hecho de estar juntos (de donde, también, rivalidad, enemistad), y al lado de similare (asemejarse) se tiene simulare (copiar, imitar, y de ahí igualmente fingir, simular). El rostro no es simulacro, en el sentido de algo que disimula y encubre la verdad: es simultas, el estar-juntas las múltiples caras que lo constituyen, sin que ninguna de ellas sea más verdadera que las demás. Captar la verdad del rostro significa aprehender no la semejanza, sino la simultaneidad de las caras, la inquieta potencia que las mantiene juntas y las une. Así el rostro de Dios es la simultas de los rostros humanos, “nuestra efigie” que Dante vio en la “viva luz” del paraíso. Mi rostro es mi afuera: un punto de indiferencia respecto a todas mis propiedades, respecto a lo ![]() Sed sólo vuestro rostro. Id al umbral. No sigáis siendo los sujetos de vuestras facultades o propiedades, no permanezcáis por debajo de ellas, sino id con ellas, en ellas, más allá de ellas. * Seguimos aquí la traducción castellana de Miguel García-Baró (Franz Rosenzweig, La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 1957, p. 494). Tomado de: Giorgio Agamben. Medios sin fin. Notas sobre La política. Valencia: Pre-Textos, 2001, pp. 79 – 86. |
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