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La crisis de la imagen nacional en la pintura
cubana (década de los 50)
El
tema de esta charla no es un recorrido histórico por el panorama
de la pintura cubana contempóranea. El tema, más bien,
estriba en la crisis de identidad que la pintura cubana sufriera en la
década de los 50. Dicho así, sin otros
preámbulos, esto nos llevaría a hacernos varias
interrogantes. La primera y, quizás, la más
apremiante sería la siguiente: ¿De qué identidad
se trata? Lo cual nos haría entrar, de lleno, en el meollo
de la cuestión. Para ello, hagamos entonces un poco de
historia. Sabemos que cuando la vanguardia comenzó a
surgir en Cuba, una vanguardia --habría que añadir--
bastante tímida, la república recién se despertaba
de un letargo de casi dos
décadas. Ese letargo, producto entre tantas cosas, de lo
que Alberto Lamar Schweyer llamó la "crisis del patriotismo",
pero que era en realidad una crisis de la nacionalidad, tuvo su primera
inyección vital cuando la famosa Protesta de los 13 en
1923. Los manifiestos que se sucedieron proclamaban la necesidad
de buscar en las raíces nacionales una fuerza que aunáse
todas las formas de expresión cultural en una iconografía
(escrita, pintada o musicalizada) que nos ayudase a reconocernos como
nación. Ese fue, entonces, el primer esfuerzo de la vanguardia, esfuerzo
que por lo demás no fue ajeno al que otras naciones de la
América (incluyendo a los Estados Unidos) estaban
realizando. Representó, por lo tanto, un acopio de materia
prima, de fuentes naturales para encontrar los signos de una
identidad. Los pintores de aquella vanguardia: Victor Manuel,
Gattorno, Carlos Enríquez, Abela, Amelia Peláez etc.,
miraron, primero, al campo y a sus pobladores, y, después, al
negro, como signos que a la larga se convirtieran en íconos
representativos de la nación.
Mientras tanto, la vanguardia europea iba
quemando etapas, buscando (en lo onírico con el surrealismo, en
las formas puras con el arte abstracto o en la distorsión de la
figura con el expresionismo) un asidero donde también poder
establecer una estructura. Pero si los europeos no estaban
interesados en brindarle a su arte un matiz nacional, los americanos,
en cambio, necesitaban reafirmar los valores de una cultura que en
parte les pertenecía autoctónamente, pero que, en parte
también, era el producto de la imposición colonial. En
Cuba, donde no existían las tradiciones de Méjico o del
Perú, las cosas se resumieron en interpretar de la mejor manera
posible los productos de una presencia que aun mantenía fuertes
vínculos con la España tradicional, presencia que
también iba aclimatándose, bajo el peso de la negritud,
hacia un cultura "criolla" o mejor dicho, mulata. En ese sentido
la Gitana Tropical de Victor Manuel fue un extraño ícono
que intentó imponer un modelo de belleza algo equívoco.
Todavía esa imagen no nos pertenecía, había algo
en la misma que aludía a otra escala de valores, valores que
querían idealizar más que representar las manifestaciones
de una realidad que parecía escurrirse tras su aparente belleza
e inocencia. A partir de entonces muchos de los pintores cubanos
significativos (con las excepciones de rigor: Carlos Enríquez,
Ponce, Roberto Blanco Arístides
Fernández o Marcelo Pogolotti, ) emprendieron la tarea de
reproducirnos una faceta de la realidad cubana desprovista de poco
sentido crítico. Con esto quiero decir que, ni las figuras
de Portocarrero, de Cundo Bermúdez, de Mario Carreño, (en
ciertas épocas de su carrera) de Víctor Manuel o de
Felipe Orlando, ni los enrejados barrocos de Amelia, ni los campesinos
de Mariano, entre otros, estaban destinados a provocar un
cuestionamiento de lo cubano. Más bien, intentaban
mantener como vivas unas imágenes que acomodaran la mirada del
cubano hacia un bien-estar que, en el fondo, siempre estuvo presente
desde las primeras interpretaciones que hicieran los grabadores
franceses durante sus visitas a la isla en los siglos XVIII y
XIX. Los códigos de ese bien-estar pasaron a ser parte
integrante de una poesía que, a la larga, estimuló la concepción de
la realidad que Orígenes trató de imponer. Pero
mientras tanto, el reverso de esa mirada también iba imponiendo
la suya aunque no con el mismo éxito. Ni Carlos
Enríquez, ni Ponce o Roberto Blanco formaron parte del
panteón origenista. Arístides Fernández
logró entrar en el mismo gracias a la mirada sagaz de Lezama,
aunque su corta vida truncó una carrera llena de promesas, como
también sucediera con Diago. Cuando al fin se deslindaron
entonces ambas tendencias, la penetración en lo cubano que un
Carlos Enríquez había hecho a través de la
violencia y de la sensualidad, que un Roberto Blanco había
logrado en sus caústicas y tristes aguadas, o un Ponce en su
ensimismadas visiones, no habían logrado conseguir un medio de
expresión como el que Orígenes le ofreció
a los intérpretes de ese bien-estar. Orígenes
(y sus antecesores Espuela de Plata, Nadie Parecía ) fijaron,
pues, la identidad de lo cubano en una interpretación bastante
idílica, y con ello se articuló un discurso que nos
sedujo a través de sus recursos barrocos, y que condujo a la
realización de una hermeneútica encaminada a borrar todos
esos elementos que podrían alterar la utopía
poética origenista. La temática ornamental de
Amelia, o de Portocarrero, se traducía en una
reafirmación de valores nacionales que iban siendo aceptados a
medida que Lezama Lima o Cintio Vitier teorizaban, el uno sobre un mito
insular, y el otro sobre un Martí rayano en la
hagiografía.
Pero si Cintio Vitier trazaba a ratos con
agudeza, en sus lecciones sobre lo Cubano en la poesía, los
rasgos que iban dejando una expresión poética en el mapa
espiritual de la isla, otros personajes comezaban a dudar de todo
aquello. Ya desde temprana fecha Virgilio Piñera
había señalado a la isla como un encierro,
pintándola con los mismos colores frenéticos que Carlos
Enríquez utilizara en sus telas. La Isla en Peso
de este poeta cayó como una bomba en medio de un ambiente que, o
bien se intrincaba en un lenguaje remoto e innaccesible, o se
refocilizaba en una república cantada con
admiración. No en balde Cintio Vitier reaccionó en
forma violenta contra la audacia de Virgilio a quien llegó a
calificar de "lepra del ser". Cintio, me parece a mí,
escogió bien sus palabras: pues se trataba de eso mismo, de
corroer a un ser que estaba siendo visto con una mirada que no acababa
de comprometerse con su realidad. Los pintores de Orígenes
( y otros como Cundo Bermudez o Mario Carreño) se habían
constituido entonces en los representantes
de una poesía visual que identificaba a la Isla con un
bien-estar revelador, según Cintio Vitier de las más
"puras trasmutaciones de lo cubano". Esto comenzó a
urdirse en la década de los cuarenta, cuando parecía que
la república iba adquiriendo cierta cohesión
ejemplificada en torno a la constitución que se aprobara en ese
mismo año. Sabemos, sin embargo, que no ocurrió
así y que los gobiernos auténticos de Ramón Grau
San Martín y de Carlos Prío Socarrás dieron al
traste con las esperanzas de renovación nacional gracias a la
desintegración general que los caracterizó.
El grupo Orígenes dio la alarma
ocasionalmente, pero, en general, se mantuvo al margen de cualquier
gestión política viendo siempre en la misma un compromiso
que los llevaría a apartarse de su utopía
poética. Las Eras Imaginarias de Lezama
Lima señalaban precisamente hacia otras regiones intocadas por
lo inmediato, cuestión que, por otra parte, el Existencialismo
sartreano ya iba poniendo de moda. Aquellas Eras convocaban en
torno a las mismas a otras fuerzas capaces de darle una respuesta al
causalismo de una república que se negaba a marchar por "caminos
de mayor realeza" como Lezama había profetizado. Los
pintores, entonces, reflejaron esa condición que Lezama, y con
el los demás origenistas, habían impuesto. A
través de los cuadros de Amelia, de Portocarrero o de Mariano
(para mencionar solo los tres pintores predilectos de Orígenes)
nos podemos hacer una
idea de como la imagen de lo cubano fue tejiéndose en torno a la
aceptación de una estructura que sostuviese el edificio
poético de Orígenes. Cualquier
transgresión de esos valores estéticos dominantes
(valores que a su vez se convirtieron en éticos) habría
resultado en una crisis de identidad y en el derrumbamiento de una
utopía. Metidos, pues, dentro de ese círculo, los
grandes maestros de la década de los cuarenta entraron en la
próxima utilizando el mismo lenguaje sin percatarse que, poco a
poco, la imagen que habían creado iba erosionándose.
Los cincuenta fueron años de cambios
profundos en el país que había jugado, desde los
comienzos de la república, un rol esencial en su destino: Los
Estados Unidos. El modo de vida estadounidense comenzó a
experimentar cambios radicales en todos los órdenes y con ello
exportó a Cuba un way of life que fue haciéndose
cada vez más conspicuo, sobre todo en La Habana. En lo que
se refiere a las artes plásticas, ya desde finales de los 40, la
pintura estadounidense comenzó a reaccionar en contra de la
influencia europea (sobre todo surrealista), logrando elaborar un
lenguaje propio bajo la égida de sus dos grandes
teóricos: Clement Greenberg y Harold Rosenberg. La
consecuencia de esa reacción fue el abstraccionismo de un
Pollock, Rotchko, Kline, De Kooning y Gottlieb, entre otros.
Francia, por su parte, no se quedó atrás: el
abstraccionismo gestual y el tachismo de Mathieu, Degottez o Hartung,
los experimentos ópticos de Vasarely, o el arte informal de
Burri, por ejemplo, también lograron alcanzar un nivel de
influencia, conjuntamente con la pintura del llamado grupo Cobra,
proclive a la realización de un arte de corte naive.
¿Qué ocurrió en Cuba? A medida que el
desengaño ante los gobiernos auténticos iba subiendo de
nivel, (nivel que articuló además un lenguaje de corte
demagógico), una nueva sensibilidad comenzó a abrirse
camino. La república que había legitimizado la
mirada de los pintores que hemos ido mencionando fue cesando de
existir. Su primer golpe mortal lo recibió el 10 de marzo
de 1952, mientras que el l0 de enero de 1959 marcó la fecha de
su fin definitivo. La verdad del mundo (y por lo tanto de lo
cubano) a través de un conocimiento trascendental se
convirtió en una mera ilusión poética que los
origenistas continuaban alimentando y que clamaba por una nueva
hermeneútica. Internamente, la nación pedía
cambios que ya no podían ser ofrecidos por las líricas
interpretaciones de Amelia o Portocarrero. Si la influencia
estadounidense, se iba haciendo sentir, era porque había una
disponibilidad para recibirla y un rechazo por parte de los
jóvenes pintores y poetas, conscientes o no de ello, de la
temática que aquellos pintores, y otros, habían
desarrollado durante los últimos veinte años. La
pintura cubana de esas décadas se alimentó de una
narrativa que admitía solamente una interpretación
parcial de la realidad nacional sin tomar nota de los cambios que
estaban ocurriendo, a pasos agigantados, en otras latitudes del
mundo. Eso fue lo que, de entrada, se rectificó con la
presencia de otros estilos que incorporaban a los nuevos pintores a
esos cambios. Si nos fijamos por ejemplo, en la arquitectura que
surgió en Cuba, en La Habana sobre todo, durante los fines de
los 40 y los 50, podremos constatar cómo muchas de las antiguas
mansiones de la más rancia burguesía criolla fueron
echadas abajo, siendo reemplazadas por edificios de apartamentos de
estilo internacional. Planes para transformar el casco de La Habana
vieja fueron seriamente considerados, mientras que también se
intentó cambiar los nombres tradicionales de las calles
habaneras. Por doquier, sobre todo en el Vedado, aparecieron
nuevas contrucciones: el edificio Focsa, Radiocentro, el Retiro
Odontológico, el Habana Hilton, etc., que fueron
brindándole a la Habana un aspecto más cosmopolita, lo
cual se traducía en un lenguaje que se apartaba manifiestamente
de una identidad, hasta entonces conservada celosamente por casi todos
los maestros de la pintura y arquitectura cubana, aunque estos
últimos, desde principios de siglo y hasta los años
treinta, incorporaron a sus obras un cierto estilo ecléctico que
le brindó a la ciudad su encanto peculiar. Es cierto que,
tanto en el Habana Hilton como en el Retiro Odontológico
aparecieron murales de Amelia Peláez, Cundo Bermudez y Mariano
(los dos primeros exteriores) y que estos le brindaron, sobre todo al
Hilton, un cierto sentido de continuidad con el pasado; pero, aun
así, lo que se imponía era la conquista de un espacio por
elementos visuales que ya no significaban lo mismo, y que apuntaban
hacia otras formas de expresión. Esas otras formas
aparecieron cuando irrumpió en el escenario artístico de
la isla un grupo de pintores, escultores y poetas conocidos por el
"grupo de los 11". Lo que caracterizó a los miembros de ese
grupo fue la conciencia de que estaban implantando en Cuba, por primera
vez, las coordenadas de una vanguardia que hasta entonces, según
ellos, había eludido a la isla. E sa vanguardia se
manifestó, pues, en una pintura y escultura de corte abstracto
practicada por algunos de sus miembros: Hugo Consuegra, Tomas Oliva,
Antonio Vidal, Raúl Martínez, añadiéndose
ocasionalmente a ese abstraccionismo elementos del arte "bruto" y
'gestual". De esa manera, irrumpieron en el panorama de la
pintura cubana cuando esta aun estaba enfrascada en representar una
experiencia plástica íntimamente comprometida con la
búsqueda de una identidad nacional. Por otra parte, el
abstraccionismo de tendencia contructivista también tentó
a ciertos pintores reunidos en torno a la presencia de un pintor de
origen rumano: Sandu Darie. José María Mijares,
Raúl Soriano y hasta el mismo Diago intentaron, aunque no con
mucho éxito, seguir los caminos trazados ya desde la
época del Stjil, en dirección a una pintura desprovista
de toda alusión representativa. El experimento tuvo poca
duración y, salvo Darie, ninguno de los pintores mencionados
prosiguieron por ese camino. Por su parte, Mario Carreño
adaptó a principios de los 50 las estructuras del
constructivismo, pero siempre dándole a su obra un cariz
personal con elementos que aludían a símbolos arcaicos.
Mariano, quien se había mantenido como integrante del grupo Orígenes
(alejándose más tarde del mismo para integrarse a la
revista Ciclón,
fundada por Rodríguez Feo en 1955 después de su ruptura
con Lezama Lima), también experimentó con el
abstraccionismo, pero más bien de corte expresionista. Esa
etapa también tuvo corta duración, sobre todo
después de 1959 y del triunfo de la revolución, cuando se
dio (como lo hiciera también también Raúl
Martínez) a representar en sus obras los íconos de la
misma. En la música, por ejemplo, un compositor como
Aurelio de la Vega, también reaccionó contra la
introducción de temas folklóricos (en su mayoría
de corte negroide) inclinándose hacia el serialismo, lo cual lo
acercaba a las corrientes abstractas. En otras palabras, la batalla de
los íconos volvió a darse en Cuba, aunque desde distintos
puntos de vista.
No se trataba de negar o de afirmar la
necesidad de representar a través de éstos una imagen
sagrada, asunto que mantuvo en jaque a buena parte de los
teólogos del siglo VIII. Lo que se trataba era de
revalorizar la presencia de unos íconos que en Cuba
habían asumido el papel de representar la esencia de la
nación. Pero ¿hacia donde conducía ese nuevo
camino? No creo que esa pregunta llegó a ser respondida a
cabalidad en una década que se vio envuelta en una lucha
política que tomó las características de una
revolución, revolución que, dicho sea de paso,
incorporó a Cuba a un proceso mundial de rebeldía que, a
la larga, explotó en las dos décadas posteriores.
Fue de esa manera que una organización como Nuestro Tiempo,
creada en 1951 por Harold Gramatges entre otros, intentó tomar
las riendas de un proceso que conciliase a una política de
izquierda de corte marxista con lo artístico, dándole
entrada a los pintores del Grupo de los Once. Por otra parte, Noticias
de Arte aparece en 1952 fundada por Mario Carreño,
Nicolás Quintana ect., con la idea de integrar en sus
páginas lo último que se venía haciendo en la
pintura contemporánea cubana así como en la
arquitectura. Ciclón, creada por José
Rodríguez Feo y Virgilio Piñera, apareció en 1955,
y con ello se cerró el ciclo de unas publicaciones que durante
la década de los 50 cuestionaron en alguna medida la
estética origenista, tanto en lo poético como en lo
pictórico. La revista Orígenes deja por su parte de
publicarse en 1956 y, con ello, el grupo pierde su gran vehículo
de expresión.
El balance final que queda de todo nos
llevaría a afirmar que el discurso de la república fue
definitivamente deconstruido mediante el acceso a unas formas
pictóricas que desde los comienzos del siglo habían
también puesto en duda las imágenes tradicionales que la
cultura europea había tenido siempre como sagradas. Eso
sembró las bases para una posible nueva expresión que,
con el advenimiento de la revolución, comenzó a ser
coartada dado el carácter stalinista que imperó en la
misma (con sus altas y sus bajas) sobre todo hasta los setenta.
Una de las impresiones fundamentales que podemos conservar de esa
crisis fue que el proyecto origenista que tenía a la
poesía como fuente de reflexión, sufrió un fuerte
embate debido a que las formas que escogieron estaban en gran medida
divorciadas de las grandes corrientes del pensamiento de su
época. Recientemente, en un pequeño libro dedicado
a Orígenes su autora, Fina García Marruz
expresó sin ambages que Freud les "aburría". Me
parece que tal afirmación es reveladora. Si Orígenes
bostezaba con Freud, se animaba con Paul Claudel o con Juan
Ramón Jiménez, mientras que a Ciclón le
ocurría precisamente lo contrario. Eso los condujo a ambos
a escoger vías de expresión que, a unos los alejaba del
mundo contemporáneo, mientras que a los otros los acercaba a sus
problemas más inmediatos. Todo eso creó un tejido
de disonancias que hubiese podido haber resultado en una
polémica de profundas consecuencias si no hubiese sido porque el
proceso político terminó, como tradicionalmente ha
ocurrido en nuestro pais, frustrándolo todo. Aparentemente
ese ha sido nuestro destino: soñar con una apertura para
despertarnos en medio de una cerrazón.
Antes de concluir haciendo un resumen de lo
que acabo de exponer, debo hacer la siguiente aclaración.
Los oyentes habrán notado la ausencia de Wifredo Lam en esta
charla. La razón principal tiene que ver con lo siguiente:
Lam nunca tuvo interés en integrarse de lleno a las
preocupaciones de los pintores cubanos de su generación.
Sus largas estancias en Europa y sus estrechos contactos con el grupo
surrealista "internacionalizaron", por así decir, su pintura
desde sus primeros comienzos. Aunque su obra mantuvo
raíces con el ethos cubano a través de sus componentes
étnicos, habría que ver hasta qué punto
aquélla contribuyó a realizar una imagen de la identidad
cubana, o hasta que punto formó parte de la gran corriente
poética que significó el surrealismo. En cuanto a
otros pintores, y no de los menores, como Raúl Milián y
Diago, estos caen en otra categoría dado el carácter
secreto de la obra del primero, y la brevedad de la vida del
segundo, lo que limitó sus posibilidades de realizar una obra
que completase su visión de las cosas. Ambos pintores, sin
embargo, fueron objeto de la admiración de los origenistas y
llegaron a ilustrar libros de los mismos y portadas de sus
revistas. Martínez Pedro, por su parte, realizó lo
mejor de su obra durante los 40 con una serie de dibujos que se
acercaron al espíritu surrealista. Queda aun por hacer un
estudio detallado del aporte de este pintor a las décadas que me
estado refiriendo.
Para resumir entonces habría que
señalar ante todo que la función de la imagen tal y como
los origenistas, con Lezama a la cabeza, la habían elaborado,
comenzó a hacer crisis en los momentos en que el proceso
republicano sufriera su último embate en 1952. La
cancelación de ese proceso en 1959 (como en parte lo viera
Heberto Padilla en sus críticas a Lezama y Orígenes
en las páginas de Lunes) abríó las puertas
para otras vías de expresión que también sufrieran
una abrupta cerrazón tras la crisis del documental PM en
1961. De manera que, Cuba se quedó momentáneamente
sin imágenes. Como substituto de ese hecho, surgió
durante la década de los 50, lo que podríamos llamar "la
imagen de la ausencia de las imágenes", o sea, el
abstraccionismo que sumaría al arte cubano a un lenguaje
internacional, hablado lo mismo en París que en New York.
Políticamente la izquierda tradicional, representada por los
jerarcas del Partido Socialista Popular (de fuerte tendencia
stalinista) vieron ese hecho con alarma, prefiriendo la mirada burguesa
de Portocarrero al divorcio que proponían los pintores
abstractos. Desde ese punto de vista, Lezama Lima y Juan
Marinello defendieron el mismo principio aunque con agendas distintas:
la continuidad de una tradición que ya iba careciendo de sentido
para los más jóvenes. En un breve espacio de tiempo Cuba
había llegado entonces hasta unos límites y esos
límites proponían otras exploraciones. La
República cesó de ser la misma que el padre de Eliseo
Diego pronunciara con admiración desde su residencia en la
Calzada de Jesús del Monte. Su deteriorada imagen o la
ausencia de ella dio paso, con el correr del tiempo, a una nostalgia
que el exilio ha exarcerbado convirtiéndola en otra
naturaleza. Pero la realidad que se impuso fue otra, dejando
atrás a unas imágenes realizadas por una serie de
pintores y poetas cuya grandeza no podemos dejar de admirar, como
tampoco podemos negar la necesidad que existió de hacer una
tábula rasa, lo cual continúa siendo hoy más
apremiante que nunca.
Carlos M. Luis
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