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NOCHES MOROSAS
Las noches habaneras, ya sean cortas, ya sean largas, según el estado de nuestro ánimo, -- porque la manera de sentir las cosas y no ellas mismas, como ha dicho Shopenhauer, es lo que nos hace felices o desgraciados -- son siempre insoportables. No hay una distinta de otra. Ningún acontecimiento viene á turbar alegremente la monotonía de las horas nocturnas. Todas resuenan, con idéntico sonido en el abismo profundo del tiempo, sin arrojar una vibración que desarrugue nuestras frentes pensativas o que entreabra nuestros labios adustos. Tal parece que han formado una liga poderosa para destruir los últimos gérmenes de alegría que bullen en el fondo de nuestros corazones ulcerados.
Las horas del día, consagradas al trabajo, tienen alas y no se detienen en su vuelo. Se emplean en buscar dinero o gloria. Pero las de la noche, dedicadas al placer, andan con pies de plomo y tropiezan algunas veces en el camino. Todas las noches, en la Habana, son iguales. Siempre vemos el mismo cielo, tachonado de los mismos astros; aspiramos el mismo ambiente, impregnado de los mismos olores; recorremos las mismas calles; alumbradas por los mismos mecheros de gas; penetramos en los mismos cafés, invadidos por las mismas gentes, acudimos á los mismos teatros, ocupados por los mismos actores; y cenamos en los mismos gabinetes, en compañía de los mismos amigos. Vivimos condenados a girar perpetuamente, en el mismo círculo, sin poder escaparnos de él. Así la vida nos parece abominable, y brota incesantemente de nuestros
labios impíos la súplica diabólica de Baudelaire:
O Satan! aie pitié de ma longue misere...
La vida mundana tampoco se vive entre nosotros. Las familias que conservan todavía el esplendor de los tiempos pasados, sólo abren una o dos veces al año sus salones. Las fiestas semanales que se verifican, en ciertas casas, revisten un carácter demasiado familiar y resultan al cabo insípidas, para los que estamos siempre ávidos de sensaciones nuevas. Y es que la miseria ha penetrado en el seno de los hogares cubanos, sin que se la pueda expulsar de ellos. Aunque se la oculte, bajo manto de seda, recamado de oropeles en el último rincón de la casa, se perciben el eco de sus gemidos y el hedor purulento de sus llagas. Para esconderla mejor de las miradas indiscretas, las familias que tienen la desdicha de hospedarla han cerrado sus puertas y nadie se atreve a traspasar el dintel. El respeto que inspiran las desgracias ajenas detiene el paso de los osados...
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Así gastamos las fuerzas, en la lucha incesante de la vida, sin tener un sitio agradable para reponerla. No vemos siquiera un rincón azul del Paraíso, desde el lóbrego Infierno en que vivimos sepultados. Sufrimos indecibles torturas. La Miseria nos ha derribado al suelo, y el Hastío se entretiene en darnos de puntapiés. Para librarnos de este último, no tenemos más que dos caminos abiertos: el de la sabiduría y el del matrimonio. Pero como andando por éste nos aburrimos también, escojamos el primero, porque, como dice Virgilio: el hombre se cansa de todo, menos de aprender.
HERNANI
La Discusión (diario político habanero), noviembre de 1999
AGUA FUERTE
Media noche.
Desde la cúpula negra del firmamento, de brillante negrura de terciopelo, donde no blanquea el encaje de una nube, ni chispea el diamante de una estrella, desciende hasta la tierra, por los poros de la atmósfera, la sombra densa, calurosa y húmeda de las noches lluviosas de los países tropicales, sombra que lleva las visiones de la pesadilla á la cabecera de los lechos, que inspira el temor de los enterramientos prematuros, que interpone el hastío entre los cuerpos enlazados por el amor, que irrita el sistema nervioso de los seres melancólicos, que ahuyenta las ideas rosadas del cerebro de las vírgenes y que va dejando, por todas partes, cansancio, miedo, tristeza e inquietud.
Al fulgor plateado de ardiente lámpara eléctrica, colgada de grueso hilo de acero, cuya luz produce, en ciertos momentos, sordo rumor semejante al zumbido de un enjambre de moscas aprisionadas en fina urna de cristal; se ven surgir sobre el pavimento inmundo, fangoso y encharcado del lugar, en el sitio de reciente incendio, los escombros amontonados del edificio destruído por las llamas. Unos quedan á la sombra y otros á la luz. Diríase que ocultan los gérmenes de futura epidemia, porque de ellos se desprenden emanaciones de tierra húmeda, de madera carbonizada, de hierro oxidado, de gases inflamados, de sangre coagulada y de cadáveres en descomposición.
En medio de la calma de la noche, numerosos grupos de soldados, con las espaldas inclinadas hacia el suelo y con los pies hundidos entre el fango, bajo la inspección de sus vigilantes, se ocupan en remover los escombros, bajo los cuales yacen sepultados los restos de seres desconocidos. Sólo se escuchan, en el silencio nocturno, el rodar de un coche lejano, el ladrido de un perro encadenado, el golpe de la azada contra una piedra, el desmoronamiento de los montículos y el graznido de las aves nocturnas que revolotean en el aire. Además del fulgor del foco eléctrico, esparcen tonos diversos, en la negrura del cuadro, el azul de los uniformes, el dorado de los galones, el rojo de los escarapelas, el plateado de las espadas y el blanquecino de los huesos.
Lejos del grupo de escombreadores, hay seres enlutados que aguardan, con el semblante lívido y los ojos fuera de las órbitas, la extracción de nuevos cadáveres. De cuando en cuando avanzan algunos pasos. Entonces el temor les aumenta, porque surgen de los escombros, por diversos- puntos, rostros triturados por enormes piedras, brazos desprendidos de sus hombros, en actitud defensiva, pechos amoratados, roídos ya por gusanos, cráneos agrietados de los que cuelgan racimos de sesos, todos los fragmentos, en fin, de la obra de la Fatalidad.
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La lluvia empieza á caer. A través de los resplandores del foco eléctrico, parece que las gotas forman ancha cortina de hilos de cristal, invisible en la sombra e irisada en la luz. Los soldados suspenden las faenas, por orden superior, marchando á guarecerse bajo los balcones de las casas inmediatas. Y al verlos descender de los escombros, sucias las ropas, jadeantes de fatiga, las frentes bajas y las narices dilatadas, se nota que están dominados por el espanto de los hallazgos y por el respeto á los cadáveres, pero que sienten al mismo tiempo el asco que provoca la más abominable de todas las podredumbres: la podredumbre humana.
JULIÁN DEL CASAL
La Habana Elegante, noviembre de 1999
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