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Dulce María Loynaz (1937)

Juan Ramón Jiménez

Subí, en la penumbra de la tarde llovida, la estrecha escalerilla curva (me hería la palma de la
mano la enredadera de hojas filosas y pinchudas de bronce con flor de lamparillas eléctricas fundidas y el apéndice erecto, que se entrevía en otro filo de luz húmeda y verduzca del jardín profuso) y desemboqué a un descanso antesala donde me recibió sentada una virjen española, mutilada talla policroma, tamaño natural. Por media luna le daba guardia de honor un colmillo calizo de elefante, y la aromaba, nos aromaba el incienso trasparente de una cortante oloración de éter sulfúrico. 
     La dulce trigueña inesperada, bonita amiga normal, me dijo sin remilgo suyo: “Siéntese, mi señor”. Me senté asustado, y miraba el ir y venir del aire en el aire, cuando... Un escalofrío y Dulce María, David Rodríguez: Profanadorjentil marfilería cortada en lijera forma femenina entre gótica y sobrerrealista, con lentes de oro de
cadenilla a la oreja, ojitos de mariposa detrás y, en la sonrisa, un diente gris como una perla.  Escueta y fina también su débil palabra cubana que no admitía corte enmedio como el el de seda fósil. ¿Su casa? “Esta es, venga.” La galería, y una jaula de ratas llena de hojas secas; un montón dé monedas de plata cuidadosamente alzadas de menor a mayor, torrecilla invertida de Babel en un plato aún de postre; media figura de camarero negro de librea roja y plata, yeso total grotescamente pintarrajeado, quien me ofrecia por su lado único una bandeja de tarjetas oxidadas de visita; el vaso de cristal, grande, en el suelo, donde Federico García Lorca bebió limonada, con estalactitas y estalagmitas y arañas presas a su vez. (¡Ah sí, ahora supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca!) Dulce María desaparecía y aparecía por rendijas estrañas en rayos de luz y sombra. Y ya Enrique, sí, sí, Enrique, el Enrique Loynaz de Chacón y Lorca, plato, blando, ancho, dentadura inquietante, palabra propia deshecha en sueños. Y no sé por dónde ni en dónde ni cómo, la cámara dormitorio, vivitorio, mortuorio, cámara amarilla, camerino, urna, capilla de Dulce María, santa, vestal acaso, laica medieval. Vitrina de frascos vacíos de esencia internacional intemporal, vitrina de esqueletos desarticulados de abanico, vitrina de encajes solidificados por sudor de siglos, vitrina de... Flor, de súbito, hermana menos caída con el peso de los grandes ojos proyectiles negros; su tónico olvidado y presente en la mano, su ropa de espesa negrura brillante recortada sobre la negrura mate lisa, fúnebre atavío como de entierro a la Federica; Flor carne humana de otro pálido que la de Dulce María y la de Enrique (paja, ópalo, gris). Un flamenco rosa en medio de todo y todos, que espiró en pie, en pata, de pena por el vuelo decisivo de su flamenca, una tarde de otro abril isleño. Y al fin, la cama, el lecho emparedado, con salida de pies al jardín de los sesenta y un perros y puertecilla, para el acaso, de cristal. Vitrina ahora de Dulce María, esta vez en su definitivo centro. Hermana Libélula, Santa Abogada de los Junquillos perdidos, de los Cínifes perdidos, de los Esquifes perdidos, de los Alfileres perdidos, de los Palillos de diente perdidos, Ofelia Loynaz Sutil, arcaica y nueva, realidad fosforecida de su propia poesía increíblemente humana, letra fresca, tierna, ingrávida, rica de abandono, sentimiento y mística ironía en sus hojas rayadas de cuaderno práctico, como rosas envueltas en lo corriente. Sí, santa teresita de talco, exverde, ya comida por dentro de las hormigas menores de la vida cosquilleante; cantorcilla disecada, clavada por el corazoncito, como la amiga cigarra hueca también, con un imperdible de espina, a esa vida. Como si su exhalación, su alma perdida, la dejara entre los otros, seca. Pero no para morir.
     Un gran árbol caído, puente de paso entre quioscos, quioscos de cada uno, cada otro. EquilibriosOmar Cardoso: Reloj de la paciencia y tanteos. “Por aquí, por aquí.” El inédito cerdo monumental ciego, recojido de caridad. Y Carlos, con el traje marrón y sepia a cuadros, el pelo lacio mal teñido, mal picado, verdiocre como en un otoño imprevisto de mimosa amarilla cubana; y otro blanco de carne más (heno) . Orquesta de cámara ahora, de hermanos Loynaz, leves y balbucientes en la hora dudosa. ¿La hora esquisita? Media luz. ¿Recitación? Yo, decido, no. Lo demás del ser humano de la casa, fuera de ellos cuatro siempre, y entonces, de mí, fuera de todo, acompañamiento estrañamente natural, sorprendentemente raro allí, de las notas de disonante melodía de cuatro, entre los cuales Dulce María sale de la cuerda del violín o quizás de la de la viola de amor. ¿El refresco? Altar rodado de botellas de todos los vinos, licores, aperitivos y zumos posibles e imposibles. Algo frío y rosáceo con aroma también etéreo y manecilla de cristal esmeralda rascaespaldas para moverlo yo. El convencimiento inquietante (comprobado luego en escritura a lápiz como la mía) de que mi enorme vaso no bebido pasaría al museo intocable de los ilustres vasos bebidos.
     Y al crepúsculo, la despedida en el jardín. Qué estraña la calle, la ciudad, ¿el hotel? ¿Recuerdo ya o presencia todavía? Lo insistente, Enrique: “Yo duermo aquí en esta jaula del coche porque mi casa está todavía nueva”. Flor: “Yo me iré a dormir al baño de mármol en cruz que se comunica con el río”. Carlitos: “Pues yo no duermo esta temporada porque no sé dónde ni cómo, sin techo”. Una rosa final, esta rosa que traigo en la mano. Dulce María: “Las otras rosas están muy frescas todavía. Ésta ha nacido antigua para mí junto al muro de mi dormitorio”. Y tengo siempre ¿y hasta cuándo? la rosa vieja de marfil amarillento y violado, doblada de nacimiento y sin morir preciso; cruda, yerta de otros días, permanencia jemela de su poetisa dormida y despierta a la vez. Como ella, ardiente y nieve, carne y espectro, volcancito en flor; no esadilla de otro ni, en sí, sonámbula.

Tomado de: Españoles de tres mundos
Buenos Aires: Losada
 

Mi poesía: autocrítica

Dulce María Loynaz

VAMOS A VER SI ES POSIBLE ofrecer siquiera un ensayo didáctico de Poesía. Yo de Poesía he hablado bastante, pero pocas veces con ánimo de enseñar, de sentar normas y principios.
     Igualmente puedo decirles que si bien es cierto que he hablado bastante de Poesía, no recuerdo haber hablado nunca en particular de la poesía mía.
     Nunca, que yo recuerde al menos; ni en prefacios de libros, ni en artículos de periódicos, ni en Dulce María Loynazentrevistas de prensa donde tanto procuran los que las hacen escarbar en la intimidad de la obra destinada a atraerse la curiosidad del público. Ni siquiera en cartas o en conversaciones de amigos, he hecho de mis propios versos algo más que no sea un comentario ligero y como de pasada. 
     Así pues, hoy es la vez primera que, hablando de la Poesía en general, tendré que hablar también de mi poesía: la responsabilidad de tal indiscreción debe recaer sobre el Dr. Raimundo Lazo, profesor a conciencia de nuestra Universidad, que me lo ha pedido y a quien diffcilmente puedo negar todo lo que se debe a una firme y probada amistad. Cabe añadir que lo hago también con mucho gusto para ustedes, si es que con ello creen que pueden aprender algo nuevo, o pasar al menos una tarde entretenida.
     Dichas estas palabras justificadoras de mi presencia, entremos cautelosamente en esa tierra ignota de los mapas antiguos, en las regiones de la Poesía, a donde tantos han ido y no han vuelto, algo así como el país donde irás y no volverás del cuento infantil y que hoy adquiere otro sentido trágico.
     Si para empezar estas muy limitadas exploraciones yo me viera obligada a decir que la Poesía es algo, yo diría que la Poesía es tránsito.
     No es por sí misma un fin o una meta, sino sólo el tránsito a la verdadera meta desconocida.
     Por la Poesía damos el salto de la realidad visible a la invisible, el viaje alado y breve, capaz de salva en su misma brevedad la distancia existente entre el mundo que nos rodea y el mundo que está más allá de nuestros cinco sentidos.
     Qué mundo es ése, que nombre tiene, qué ubicación la suya, son cosas que no competen a la natural sencillez de esta exposición, pero estoy segura de que todos me habrán comprendido, porque todos alguna vez en la vida, de alguna manera, por unos instantes siquiera, habrán alcanzado a columbrar un mínimo reflejo de ese mundo, o al menos habrán deseado alcanzarlo y eso basta, porque la añoranza es ya una prueba de existencia. Lo que no existe no puede producir nostalgia. Lo que no se tiene y sabemos sin embargo que existe inasible en algún punto que los portugueses designan con una palabra bella y exacta, es lo que nos llena el alma de ese agridulce sentimiento. Y la Poesía que puede aunque sea fugazmente establecer ese contacto, tiene en verdad rango de milagro.
     No es ella el único medio, pero sí de los más eficaces. Hablo naturalmente de la Poesía lograda; los intentos de Poesía, por muy respetables que sean - y lo son todos para mí - no cuentan para nada en lo que estoy diciendo.
     Y tenemos ya que de esta apreciación personalísima se desprende un primer principio: esto es, que la Poesía es traslación, es movimiento.
     Si la Poesía no nace con esta aptitud dinámica, es inútil leerla o escribirla: no puede conducir a ningún lado. Igualmente es necesario que esta facultad de expansión esté enderezada al punto exacto, porque de lo contrario sólo se lograrla caminar sin rumbo y no llegar jamás.
     Por suponer lo que he llamado el punto exacto a mayor altura que el hombre capaz de ambicionarlo - el poeta -, yo diría también que la Poesía, como el árbol, debe nacer dotada de impulso vertical. Y mientras más alto crece, menos se pierde en ramas.
     Y por aquí llegamos a una segunda conclusión y es que la Poesía debe tener igualmente instinto de la altura. El hecho de llevar raíces hincadas en tierra no impide al árbol crecer; por el contrario, le nutre el esfuerzo, lo sostiene en un impulso, le hace de base firme para proyectarse hacia arriba. La Poesía como los árboles nace de la tierra y de la tierra ha de servirse, pero una vez nacida, no me parece propio que ande como los puercos, rastreando en ella.
     Tercera norma a deducir de estos mis puntos de vista: rastrear es línea tortuosa, crecer es línea sencilla, casi recta. Si la Poesía ha de crecer como el árbol, ha de hacerlo también sencillamente. Si ha de llevarnos a algún lado lo hará con agilidad y precisión, de lo contrario perderá el impulso original antes de alcanzar la meta.
     Todo lo que sea adornar la Poesía, envolverla o sofisticarla ha de estorbar su función de conducir, su aptitud de crecer, su ligereza de ascender.
     No debe ser el poeta en exceso oscuro, y sobre todo no debe serlo deliberadamente. Velar, vedar el mensaje poético, establecer sobre él un monopolio para selectas minorías, es una manera de producirse antisocialmente; y para emplear otro vocablo de actualidad, antidemocráticamente.
     Y esto no lo digo ahora, lo vengo diciendo desde hace tiempo a los poetas jóvenes; no puede por menos que llamarme la atención el curioso fenómeno de que, a fin de cuentas, hayan venido a ser los poetas llamados un poco despectivamente «de torre de marfil» los que hablaban un lenguaje poético accesible a todo el que quisiera leerlos.
     Resumiendo pues estas ideas que sólo son las recogidas por mi experiencia personal, les digo que la Poesía debe llevar en sí misma una fuente generadora de energía capaz de realizar alguna mutación por mínima que sea. Poesía que deja al hombre donde está - al ama de casa en su quehacer doméstico, a la mecanógrafa en su silla de mecanógrafa, al sabio en su sillón de sabio - ya no es Poesía.
     Poesía es siempre un viraje, un vuelco, y así ha de sentirse cuando se lea y cuando se escriba.
     Esta energía no es, no debe ser, una fuerza ciega; debe estar orientada, y habrá que suponer que siendo así lo sea hacia algo que haga valer la pena del viaje. Y, por último, entiendo que este viaje ha de ser lo más breve posible para llegar antes que se pierda la carga eléctrica. Por eso es tan importante ser concisos, ser exactos y limpios en la expresión.
     Queda todavía por ver la forma exterior de la Poesía, pero sobre ese extremo no es prudente dictar normas. Metro libre, estrofas clásicas, acentuación, consonantes, todo eso debe quedar a enteraviñeta libertad selectiva del poeta. Yo solamente me atrevería a sugerir una condición, y es que se demostrara previamente que se es capaz de escribir un soneto. Después de eso, que se escriba como se quiera. Por esa razón en todos mis libros de versos hay y habrá siempre un soneto. Uno sólo, pero está ahí para justificar que cuando escojo el metro libre ha sido porque me pareció más adecuado a la índole del tema o porque he creído hallar un ritmo secreto en aquella forma, pero no por incapacidad de hacer otra cosa.
     No cabe evadir, por muy breve que haya querido hacer esta exposición de poesía en general, el llamado poema en prosa. Ésta es una clase de poema de la que por desgracia se ha abusado mucho, precisamente por esas facilidades que al parecer brinda de no tener que ceñirse a medidas ni asonancias. Y he dicho al parecer, porque en realidad el poema en prosa es mucho más difícil que el poema en verso, pues carece de la música, del ritmo, de la gracia en que el verso apoya la idea. Al poema en prosa le han cortado las alas y tiene que llegar, sin embargo, a la misma altura que su hermano angélico.
     Naturalmente, casi nunca llega y de ahí el generalizado desconcepto que de ellos se tiene hoy día.
     Pero el poema en prosa tiene su razón de existir. Hay, pudiera decirse, ideas poéticas que no encajan bien en el verso, ni siquiera en el metro libre. Y hay que decirlas en prosa. No sé bien, no he podido saber nunca, en qué consiste esa diferencia que debe ser sutilísima; yo la percibo muy distintamente, pero no me es posible explicarla.
     Todavía a veces la Poesía gusta de refugiarse en una forma última, la de la prosa simple. No la del poema en prosa cuya existencia generalmente breve se concreta a la exposición de la propia idea poética, sino a la prosa que se emplea en hacer una narración, una descripción, una exposición de algo que no es la poesía misma.
     Esta forma, aunque la he practicado mucho, yo no la aconsejo. Casi puedo decir que la poesía se ha metido en mi prosa sin yo quererlo, pues siempre he entendido que una prosa elegante no debe ser poética.
     Y como creo que ya estamos en la poesía mía, voy a leerles dos ejemplos de poesía en prosa, una utilizando la estructura del poema breve que le es propia, y otra en la forma en que yo entiendo no debe hacerse, aunque la haya hecho con más o menos fortuna. Veamos el primer ejemplo:
 

Poema XX

     El gajo enhiesto y seco que aún queda del rosal que murió en una lejana primavera, no deja abrirse paso a las semillas de ahora, a los nuevos brotes ahogados por el nudo de raíces que la planta perdida aún clava en lo más hondo de la tierra.
     Poco o mucho, no dejes que la muerte ocupe el puesto de la vida: recobra ya ese espacio de tu huerto, ahora que hay buen sol y lluvia fresca... que las puntas verdes que ya asoman, no se enreden otra vez en el esqueleto del viejo rosal que hace inútil el esfuerzo de la primavera y el calor de la tierra impaciente.
     Si no acabas de arrancar el gajo seco, vano será que el sol entibie la savia y pase abril sobre la tierra tuya: vano será que vengas día a día como vienes con tus jarras de agua a regar los
nuevos brotes...
     - No es mi agua para los nuevos brotes: lo que estoy regando es el gajo seco.

Poema XII

     Yo guardaré para ti las últimas rosas...
     Porque no hayas sembrado, no tengas miedo de encontrar la casa vacfa. Porque no la cerraste para la tormenta, no pienses que otros no pondrán su pecho contra el viento.
     Ninguno firme como el tuyo cuando quiso serlo, pero con el huracán a la puerta, todos sabremos reforzarla.
     Yo salvaré la casa y el jardín: yo recogeré todo lo que aún es digno de guardarse, menos, quizá, de lo que cabe en el hueco de mis manos... Pero yo guardaré para ti las últimas rosas, y cuando tú vuelvas y veas mi casa sin luz, mi jardfn devastado, piensa con una lánguida emoción que todavía hay rosas para ti.

Poema XV

     Todas las mañanas hay una rosa que se pudre en la caja de un muerto.
     Todas las noches hay veintinueve monedas que compran a Dios.
     Tú que te quejas de la traición cuando te muerde, o del fango cuanto te salpica... Tú que quieres amar sin sombra y sin fatiga... ¿Acaso es tu amor más que la rosa o más que Dios?


     Como ustedes ven, en estos poemas la idea poética da, por sí sola, existencia al poema mismo. Las palabras no están dispuestas en verso, pero sirven para enunciar y resolver un concepto de pura poesía; más aún: ese concepto necesita de las palabras así dispuestas y si yo le hubiera «colocado» medida y consonancia, hubiera perdido seguramente lo que pudiéramos llamar su gracia agreste, su desnudez fresca y flexible.
     Veamos ahora la poesía «colada» en prosa narrativa. (Porque tomándolos de mí misma yo quiero poner ejemplos también negativos.)
     Éste es un fragmento de una novela, o cosa así... llamada Jardín. El jardín en la novela es más que un escenario, es un personaje, es, mejor dicho, el verdadero protagonista de la obra. Así lo siente Bárbara, que por un momento intenta luchar con él, lucha verdaderamente dramática por todo lo que tiene ella de física y todo lo que tiene de abstracto el contrincante. Es pues, la lucha aquella, vieja como el niundo de la materia que se rebela contra un yugo invisible y misterioso.
     Leeré sólo un fragmento, para ilustrar lo que vamos diciendo. «Viento de Cuaresma», se intitula este capítulo.
 

Era ya avanzada la Cuaresma, y el viento del mar se llevaba las hojas del jardín en torbellinos ardientes.

Zumbaba el aire cargado de olores sofocados, de insectos que despertaban de los largos sueños hibernantes.

El cielo, lívido y sin nubes, llameaba sobre las rocas desnudas, sobre el mar turbulento, sobre el jardín encogido; en el estanque, el agua inmóvil y turbia, con coágulos grasientos, era como el ojo de un muerto.

Un trágico silencio se había espesado a lo largo de los senderos, donde la yerba comenzaba a crecer; un vaho letal se adhería a los árboles macilentos, a los muros, a las piedras, sin que de fijo se supiera de dónde emanaba, si del cielo muy bajo, con grumos de nubes, o de la tierra, siempre recién movida, como la tierra de los cementerios.

Bárbara quiso bajar el jardín por última vez.

Un sentimiento extraño la habla invadido todo el día, y ahora caminaba despacio, con los brazos escurridos a lo largo del cuerpo, evadiendo las hojas secas, con la falda recogida para no tocar una flor, para no despertar al jardín.

No era ya el invierno, y, sin embargo, la primavera parecía estar aún muy lejos; hasta tenla la rara sensación de que ya no habría primavera nunca más, de que la tierra se quedaría detenida en aquella luz y en aquella atmósfera, como si atravesara una indefinida estación propia de otro planeta.

El viento batía su débil cuerpo envolviéndolo en ráfagas calientes y tolvaneras de polvo. Se detuvo mareada junto a un rosal, asiéndose a una rosa.

Era aquélla la última rosa del invierno o la primera de la estación florida; la rosa de nada, más bien, y la rosa de nadie; enjuta y pálida, todavía en capullo, se mecía en el viento sin deshojarse.

«No la veré abierta - pensó Bárbara, y las finas aletas de su nariz se dilataron con ansia -. Mañana abrirá la rosa; pero mañana... ¡mañana!».

Pronunció en alta voz la palabra, y el filo de las sílabas pareció cortar algo, sonar con algo de cosa desgarrada en el silencio casi corpóreo del jardín, sin que ella lo advirtiera, toda deslumbrada por lo que habla de magia, de milagro, en aquella palabra.

Porque milagro había, a pesar de lo sencillo que habla sido todo; milagro en la misma sencillez, en la propia simplicidad y en lo ligera, lo veloz que había andado la vida para ella últimamente. La vida, que siempre le fue agua estancada de cisterna, libertada de pronto, volcada por una imprevista pendiente en brillante y tumultuosa catarata.

- ¡Mañana!

Sería ya mañana... ¡Qué pronto! ¡Y qué tarde!

(El jardín agazapado parecía no comprender).

- ¡Mañana, mañana! Mañana...

Dijo esta palabra tres, veinte veces. La dijo hasta perder, por un vicio de acústica, el sentido de las síabas ordenadas. Mañana...

Arrancó la flor y la echó al viento. Hacía un gran esfuerzo para volver a comprender, para abarcar nuevamente y de un golpe todo lo que significaba para ella esa palabra.

- Mañana ...

Mañana era azul y blanco, mañana era hermoso y grande y reluciente, mañana era como una flor de oro, como un pájaro de luz, como un esmalte de oro acendrado; mañana era el Amor, el Amor fuerte y claro, la palabra buena que no tuvo nunca y la caricia que se perdió siempre antes de llegar a ella; mañana era la sonrisa y la lágrima, era su boca, su boca tibia, deseada hasta la angustia, hasu el dolor casi físico, su boca donde lo encontraba todo, su boca que no dejaría de irse sin ella, que no dejaría perder aun a costa de perderse a sí misma.

Mañana era él, nudo seguro de sus brazos, refugio cierto de su pecho; mañana era él, paz de sus ojos, bienandanza de su presencia.

Mañana era lo sano por lo mórbido, lo real por lo absurdo, lo natural por lo torcido...

¡Lo natural, lo natural sobre todo! Lo natural de todo él, bueno, armonioso, limpio.

Sí, mañana era el mar; el mar inmenso y libre.

Era saltar el trampolín del horizonte para caer en una colcha de rosas y de plumas.

Era prenderse al sol, y con el sol, irse allá muy lejos, a donde el sol va rodando.

Mañana era la Luz, la Libertad, la Vida...

Más que la Vida, la Resurrección; mañana era como nacer de nuevo, limpia de recuerdos, limpia de pasado y con el alma encantada de inocencia y alegría.

Mañana era la salud del corazón, la aleluya de su corazón, la risa, la risa de su corazón. Mañana era la Vida, más que la Vida...
 Y trémula, vibrante, impulsada por un demente júbilo, alzó la cabeza y cantó.

Su voz fuerte, aguda, extraña, mitad música y mitad grito se elevó en el aire y rebotando en los muros, fue a agujerear el cielo acartonado...

¡Mañana, mañana, mañana!

Su canto no era más que eso; Mañana... Remolinos de viento seco pasaban junto a ella y la envolvían sin apagar la llama sonora de su voz. Mañana...

Un poco antes del alba, ella dejaría su alcoba en silencio (había aprendido bien a no hacer ruido), atravesaría el jardfn en tinieblas, hasta llegar a la cancela, que abriría despacio, sin precipitarse, y saldría sin mirar atrás, y ya fuera rompería a correr hacia la playa donde él la esperaba, donde él la levantaría como un abrazo de margaritas y saltaría con ella en brazos a la cubierta de su barco, ya andando, ya enfilado derecho al horizonte...

Un pájaro graznó en el aire. Bárbara dejó de cantar, se detuvo y miró extraviada en torno suyo.

El jardín negro y aromático, crujiente de hojarasca, le echaba un aliento febril a la cara.

De pronto le pareció absurdo encontrarse allí. El banco junto a las vignonias y la Diana de arco roto le fueron, en aquellos momentos, cosas desconocidas.

Se asombró de las proporciones casi deformes de las vignonias, y como una persona que visita por primera vez un paraje, se fijó en él con atención casi cortés...

Una sombra, húmeda y caliginosa comenzaba a cuajarse en los senderos; aullaba el viento lúgubremente, trayendo en torbellinos un olor áspero a salitre, a resina, a yerbas mustias.

- Mañana...

La mágica palabra aún le subía a los labios; pero los oídos no la percibían bien...

- Mañana... - Volvió a decir levantando la voz, esforzándose en apresar de nuevo la visión gloriosa:

Mañana la luz, la vida... ¿La vida?

El tamaño desmesurado de las vignonias la distraía vagamente, le llevaba la atención...

- Mañana, sí, mañana...

¿No era mañana cuando él se la llevaría en su barco hacia la Felicidad, hacia el amor?

Sí: era mañana ya; hacia el amor...

¿Por qué serían tan grandes las vignonias?

Nunca le hahían parecido tan grandes; más que la última vez parecía serle la primera que se encontraba en aquel sitio.

Estas vignonias monstruosas, este olor a madera podrida, a hoja mustia ...

Bárbara se pasó la mano por los ojos y trató de pensar en los dientes de él; aquellos dientes blancos y apretados, como los granos de guisantes en su vaina.

Una pesadez extrana le oprimía las sienes; el vaho ardiente que rezumaba el jardín parecía pegársele, penetrarla poco a poco. Sentía que el viento se lo agolpaba en tos ojos, a la nariz, cegándola, ahogándola con una lentitud de pesadilla. Era un vaho agrio, nauseabundo, de cosa muerta, que se le filtraba por las ropas, por la carne azul, por entre la red de venas y la sangre lenta, y por los huesos, hasta dónde, hasta dónde...

Tuvo la mórbida sensación de estar formando ella también parte del jardín. Se sintió verde, blanda, soleada, atraída por la cabeza hacia arriba y con los pies leñosos, pegados a la tierra siempre. Cornprendió la tragedia vegetal, se sintió más, se sintió prolongada por abajo del suelo, apretada, empujada por las otras raíces, traspasada por finos hilillos de savia tibia, espesa, dulzona...

Quiso volverse atrás, desprenderse de la tierra, y, apartando precipitadamente las malezas, rompió a andar con paso torpe y vacilante.

La noche descendió sobre el jardín, y del fondo de las tinieblas los árboles alzaban sobre ella sus gajos retorcidos como crispados puños, como muñones renegridos goteando resina por sus grietas...

Bárbara recordó vagamente viejos sueños... Él yéndose en su barco, llamándola desde lejos, y la muralla verde que crecía entre los dos...

Otra vez había sido una mano enorme, cuyas falanges estaban formadas por los florones de cantería de la casa, sembrados de un ralo vello de musgo, y que la agarraba, la oprimía despacio, la mataba sin sangre y sin tumulto...

- Mañana - quiso volver a decir; pero la palabra buena le tropezó en los dientes apretados y se le hundió en el corazón sin ruido, como una flor que cae en un pozo...

Sintió miedo. El ave volvió a graznar ya más lejos; de lo alto de un limonero se desprendió una lagartija amarilla.

Bárbara se detuvo de nuevo. La arboleda se hinchaba, se cerraba compacta y negra en torno suyo.

Una cosa extraña, sombría, como amenazadora; una cosa sorda y siniestra parecía levantarse del jardín. Bárbara se irguió súbitamente.

También a ella una imprevista fiereza le torcía la boca y le ensanchaba la frente. Como la masa de agua subterránea que rompe un día la horadada hoja de roca que ya la separa de la superficie de la tierra, así la vieja cólera de su corazón saltó de golpe.

Acorralada, se revolvió; hostigada, se abalanzó y, llena de ira, con sus pies, con sus manos exasperadas y trágicas, arrancó los arbustos, pisoteó las flores, destrozó las ramas, arrojó piedras al estanque, a los árboles, a los muros; derribó la Diana, que cayó aplastando las vignonias y poniendo en fuga a los murciélagos y hasta las yemas incipientes, los retoños para la primavera próxima fueron triturados con rabia entre sus dientes...

El jardín la seguía mirando; la seguiría mirando ya para siempre con su ojo impasible, su ojo turbio de muerto.


     Se trata de una prosa poética. La poesía está en ella fragmentada, diseminada como un polvillo de purpurina. No sé si ha salido bien o si ha salido mal, pero si sé de modo claro una cosa, y es que no volveré a hacerlo. De ahora en adelante dejaré a cada rey en su reino y cuando de frente a una situación objetiva yo escriba en prosa - si es que vuelvo a escribir -, pondré para la poesía un letrero en mi mesa que diga: «se prohibe la entrada».
     Por lo expuesto podrán ustedes ver que de mi prosa estoy menos segura que de mi poesía. Mi poesía por lo menos creo que cumple con los tres postulados que yo misma le he puesto por ley, o sea, la movilidad, la meta superior a su punto de fluencia, y la limpieza de expresión.
     Sobre todo este último principio será lo único que de verdad reclame para mí, lo único que habrá que concederme siempre si es que en lo adelante se considera útil hablar de Poesía o hablar de mí.
     Mi poesía es limpia y concisa y está escrita para todo el mundo. Por eso todo el mundo me la entiende. Eso me consta. Y no hay cosa que me lastime más profundamente que el que me digan que mi poesía no es para el gran público.
     Nunca he pensado que ella fuera mejor o peor que el pan, y el pan se pone en todas las mesas.
     Recuerdo una ocasión, en Mar del Plata, en que me vi obligada a leer versos míos en unas condiciones nada propicias para ello. Por uno de esos azares del destino me encontraba yo en medio de un congreso de automovilistas. El Automóvil Club de la Argentina había invitado a los representativos de todos los demás Clubes de las Repúblicas sudamericanas y allí estaban paraguayos, brasileños, bolivianos, todos hombres de negocios, preocupados unos en las minas de estaño, otros en el ganado lanar, otros en los pozos de petróleo, y yo entre ellos sin más nexo que una hospitalaria cortesía. Estos respetables caballeros, algunos acompañados de sus esposas, tenían en ese momento un interés común y era el de la Carretera Panamericana destinada a poner en movimiento sus respectivas empresas, a dar camino a la producción de sus fábricas, de sus haciendas, de sus inversiones. Pues bien, en eso estábamos cuando se le ocurrió a una de las señoras que yo leyera algunos versos... Confieso que por primera vez me faltó esa confianza en ser entendida que me ha permitido enfrentarme siempre serenamente con cualquier auditorio.
     Ellos estaban allí discutiendo kilómetros de asfalto, calculando el costo de estos kilómetros en soles peruanos, sucres ecuatorianos, contos brasileños, y cuando recesaban un poco en tan graves tareas, lo único que querían era bailar algunos tangos y zambullirse en la playa... No había, la verdad, lugar ni tiempo para versos.
     Pero yo empecé a leerlos... Quizás hasta como un experimento. Y puedo decirles una cosa: jamás he sido escuchada en mayor silencio, con mayor interés, con mayor identificación.
     Se olvidaron los tangos, se olvidaron los cantos, el peaje, el asfalto y los adoquines... Se olvidaron durante horas... Desde aquel día supe lo que hay de compenetración, de fraternidad, de filiación cristiana en la Poesía.
     ¿Qué más puedo decirles sobre la mía en particular?
     Les diré que en mi afán de concisión, voy podando el verso de lo que yo juzgo superfluo hasta dejarlo más pelado que el gajo seco del poema que acabo de leerles; a veces llego hasta desaparecerlo totalmente del papel.
     No me encariño con la propia obra y he roto mucho más de lo que he dejado en pie, porque he roto todo lo que creí que debía romperse y era más de lo que debía guardarse.
     Considero el adjetivo la parte menos noble del idioma y mi ideal sería poder prescindir de él, escribir sólo a base de sustantivo y verbo. El verbo es la vida de la palabra; el sustantivo, como su nombre lo indica, es el espacio donde esa vida se sustenta.
     Los participios vienen después; ellos encierran también acción, pero no en todo su poder. En el participio pasivo, la acción está muerta, ya verificada; en el activo, está potencial. Presente, sólo en el verbo.
 

MUJER Y MAR

Eché mi esperanza al mar:
y aún fue en el mar, mi esperanza
                                 verde-mar...
Eché mi canción al mar;
y aún fue en el mar, mi canción
                                        cristal...
Luego eché tu amor al mar... 
y aún en el mar fue tu amor
                                             sal...


     Jamás me he propuesto escribir sobre un tema determinado. Por esa razón no he concurrido nunca a concursos ni he sido poeta de una tendencia o de una moda. A veces esta negación, esta imposibilidad mía de escribir a tema fijo, se ha dado aun en circunstancias verdaderamente dramáticas, como en el caso de una madre que, habiendo perdido a su pequeno vástago, me envió un viñetaretrato de la criatura diciéndome que su único consuelo en el mundo sería que yo le hiciera unos versos a su hijo muerto. ¡No pude hacerlo! Lo intenté, había vena emotiva para escribir algo, pero no pude hacerlo. Yo misma, al proponérmelo, me lo estaba impidiendo, y la madre no recibió de mí ese consuelo. Para toda la vida me ha quedado la amargura del episodio. Pero vean hasta qué punto esto es así: mi libro Juegos de agua, me parece hecho exprofeso para tratar el bello tema, es sólo una recolecta de poemas incidentes en él, pero escritos en diversidad de épocas y circunstancias. Tanto que cuando los quise reunir, me encontré que no alcanzaban para un libro y en la imposibilidad de hacer las seis o siete composiciones más que se necesitaban, me vi obligada a intercalar pequeñas prosas olvidadas, para cubrir espacio. Lo que ha parecido a muchos una originalidad o un adorno, no ha sido más que necesidad simple; la misma que la modesta anfitriona a quien no alcanza la vajilla azul y la salpica como de propósito con platos color de rosa.
     Ésta es ya una verdadera confesión y por ella verán ustedes también que escribir no es cosa fácil en mí. Tan no es cosa fácil que dudo que lo sea para otros. Escribir ya sea en prosa, ya sea en verso, me ha sido siempre algo laborioso, y lento de fructificación, de parto. Y a veces, puedo añadir, ha sido necesario desangrarme para poder dar un poco de sangre y de espíritu a la palabra...
     Y esto es lo principal que hay que decir, tal vez lo único que deba recordarse de todo lo dicho en esta tarde; sólo con sangre y con espíritu es la palabra digna de nacer.

(La Habana, jueves 10 de agosto de 1950)
 

Con un poco de cal y de ternura...

Germán Guerra

Sra. Dulce María Mercedes y Loynaz y Muñoz,
en la plenitud de su Jardín y el pecho de los hombres.

Querida Dulce María:

     Señora mía, déjeme contarle que llevo días tratando de escribir lo que al final se ha convertido en una carta para felicitarla por su cumpleaños, ahora que ya nos llega a la centuria.  Una carta a ustedGermán Guerra que tan hermosas cartas ha escrito, usted tan dada a las epístolas que declaraban sus amores y lealtades, y nosotros aquí, ahora, matando el género a golpe de urgencias y correos electrónicos.
     Tanto ha pasado, tantas cosas han desaparecido desde que usted decidió no salir más de su casona del Vedado para marcar su nombre y sus palabras en la memoria de esta Isla que nos duele tan hondo a todos.  Ya han caído en desuso los lápices y las escaleras; ahora los escritores tienen “agentes” y “representantes comerciales”, como si fueran actores de cine o beisbolistas profesionales, y firman contratos y cobran por los derechos de autor de las próximas cinco novelas que van a escribir y que ya tienen segura casa editorial.  Se mantienen en pie las casas de nacer y los recintos destinados a recibir la muerte colectiva, pero hoy también se ha hecho realidad el sueño de Huxley, tan real como la ausencia de pan en nuestras mesas, y tenemos casas donde se fabrican hombres a la medida, donde el hombre manipula las células del prójimo y juega al infinito juego de ser Dios.
     Pensé desde el principio, y para celebrar sus graníticas nupcias con el tiempo -y con el mar y con todos los recuerdos-, escribir un artículo que me debo a mí mismo desde hace diez años, cuando descubrí ese poema suyo.  Un artículo extenso y memorioso donde esgrimiría cuatro o cinco artilugios semióticos y lingüísticos, donde citaría en mis primeras líneas unas cuantas de La poétique de l’espace de Gastón Bachelard -empeñado en enseñarnos cómo “leer una casa”-, para deconstruir viga a viga, teja a teja, sus Últimos días de una casa.
     Dos razones me hicieron desistir de tal idea, que de tan lógica y soñada ya comenzaba a producir sus monstruos:  la primera justificación que me di para quemar los viejos apuntes sobre su poema, justificación un tanto banal pero válida, fue el haber encontrado una de las tantas y recientes ediciones de su Poesía completa - y me pregunto cuánto silencio y cuánta soledad habrá perdido usted en estos años, donde han llovido las ediciones de sus libros, las reediciones críticas y los premios, tan merecidos y tan a destiempo; sin contar con la buena voluntad de quienes hoy se empeñan en revisar y poner orden a su papelería, y que insisten en publicar libros que ayer fueron palabras guardadas por usted en las gavetas del olvido, libros que nunca hubiera autorizado a imprimir.  Pues le contaba que encontré, en la edición cubana de su Poesía completa, un estudio preliminar donde el prologuista, poeta con nombre de emperador y prominente figura intelectual de estas décadas donde todo ha revolucionado, ocupando la primera docena de páginas del libro y desgranándose en elogios, habla de sus “humanizadísimas... reconditeces”.  Alimento la certeza de que usted también leyó ese prólogo en su momento y le puedo asegurar que luego de esas adjetivaciones, humanas y recónditas, no quedan palabras disponibles para que la crítica literaria vuelva a llevar sus textos al quirófano ballaguiano, a ejercer las consabidas y cíclicas disecciones semánticas que tanto necesitamos para respirar.
     La segunda razón que ahora puedo esgrimir en contra de mi planeado “artículo” me cayó sobre un hombro y fue abriendo caminos, primero en la piel y luego entre mis venas y tendones, hasta llegar al lugar donde laten los convencimientos.  Mi querida Dulce María, y déjeme llamarla así, por su nombre completo, con la D exquisita que le cuenta usted a Margarita Montero, exquisita y doblada bajo una mano trémula de aire, y su entrañable María, que fue madre de Dios para luego serlo de los hombres todos, esa mujer sencilla que acaso ya había olvidado las palabras del Ángel, pero conociendo la naturaleza divina de su hijo le pedía un milagro, el primero, para aliviar la pena de los novios y la sed en las gargantas que ya pedían más vino.
     Pues bien, sus Últimos días de una casa no se pueden explicar, no se pueden deconstruir.  No se Trinidad: Museo Románticopuede deconstruir un texto que se deconstruye a sí mismo.  La poesía no se debe explicar y no se debe poner en un poema todo lo que queremos decir, porque justo en el momento en que tratemos de hacerlo escapará la poesía del cuerpo del poema dejando un cascarón de palabras huecas; ésto lo han dicho todos los poetas del Universo, lo hemos escuchado en cien lenguas y de mil y una formas diferentes, pero necesitamos decirlo y escucharlo a diario y si se lo digo ahora es para volver a oír la magía del teorema.  Ese animal -bípedo implume- que es el hombre, tiene su cualidad de diferencia en la capacidad de mentir, de soñar y de crear objetos de deseo, y la cantidad de centros que tiene el Universo es equiparable a la cantidad de hombres que lo habitan; eso también lo sabemos desde antiguo, como mismo sabemos que un poema, pequeño universo de sentidos y angustias, deja de pertenecer al poeta en el momento en que se hace público para entonces tener tantos significados como lectores. 
     Entonces, para qué he de explicar su magnífico poema si en él está contenido todo, todo lo que puede caber entre cielo y tierra, ese todo que no es más que la sombra que proyecta un hombre en la puerta de su casa.  Si es la casa, su casa, quien toma la voz del poeta, vuestra voz, para poner en un poco más de quinientos versos todo un Universo, su Universo, el nuestro, y contarnos de paso el paso de los siglos, el silencio, la pequeñez del mundo y el abandono de los hombres que hacen las familias que hacen un país.  Para contarnos la soledad y la nostalgia que la casa le había aprendido a los hombres mismos - ¡Con tanta gente que ha vivido en mí, / y que de pronto se me vayan todos! -, mientras va pidiendo humildemente que sólo pongan un poco de cal y de ternura en sus rincones para aguantar la inminencia de tanto derrumbe coincidente, de tanto derrumbe arquitectónico y moral.  Entonces, para qué he de explicar su poema, su casa.
     Señora mía, dama aprehendida por las esferas de los relojes todos, para qué hemos de empeñarnos en explicar ese salto del que ya nos habló, el salto de la realidad visible a la invisible, el salto que nos pone a las puertas de la añoranza de ese mundo invisible que es la poesía, la añoranza que es ya una prueba de existencia, porque lo que no existe no puede producir nostalgia.  Y disculpe que parafrasee unas líneas de su Autocrítica para ir enrumbando esta carta hacia sus finales, para ir a la pregunta que sólo usted puede responderme: ¿Qué palpita en el pecho de un poeta cuando cumple cien años preñado de palabras, de poemas, y mira sobre el hombro, con extremada calma, y vislumbra el camino andado y el camino que todavía le falta recorrer?  Que no le apremie responder, afile bien sus lápices y tómese su tiempo, que lo tenemos todo por delante y de seguro cruzaremos pasos en algún rincón de este pequeño Universo.
     Abrazos a Juan Ramón, a Federico, por supuesto a sus hermanos Enrique y Flor, y el más fuerte de todos deposítelo en el patricio pecho de su padre.  Suyo, su seguro servidor,

Germán Guerra,
    en Miami, agosto 9 y año dos.
 

ÚLTIMOS DÍAS DE UNA CASA
 

A mi más hermana que prima, 
Nena A. de Echeverría.


No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio: 
silencio sin perfiles, sin aristas, 
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
el silencio me cubre lentamente.

     Me siento sumergida en él, pegadaTrinidad: Museo Romántico (estatua)
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.

     Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
- el nocturno capullo en que se envuelven -,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que ha barbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de
las mujeres enamoradas.

     No me han faltado, claro está, días en blanco
Sí; días sin palabras que decir 
en que hasta el leve roce de una hoja
pudo sonar mil veces aumentado
con una resonancia de tambores.
Pero el silencio era distinto entonces:
era un silencio con sabor humano.

     Quiero decir que provenía de «ellos»,
los que dentro de mí partían el pan;
de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia,
una ausencia cargadas de regresos, 
porque pese a sus pies, yendo y viniendo,
yo los sentía siempre
unidos a mi por alguna
cuerda invisible,
íntimamente maternal, nutricia.

     Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre... O en los dos.

     Decía que he tenido
también mis días silenciosos:
era cuando los míos marchaban de viaje,
y cuando no marcharon también... Aquel verano
- ¡cómo lo he recordado siempre! - 
en que se nos murió
la mayor de las niñas de difteria.

     Ya no se mueren niños de difteria;
pero en mi tiempo - bien lo sé...-
algunos se morían todavía.
Acaso Ana María fué la última,
con su pelito rubio y aquel nido
de ruiseñores lentamente desmigajado en su garganta...

     Esto pasó en mi tiempo; ya no pasa.
Puedo hablar de mi tiempo melancólicamente,
como las personas que empiezan
a envejecer, pues en verdad
soy ya una casa vieja.

     Soy una casa vieja, lo comprendo.
Poco a poco - sumida en estupor -
he visto desaparecerDulce María Loynaz
a casi todas mis hermanas,
y en su lugar alzarse a las intrusas,
poderosos los flancos,
alta y desafiadora la cerviz.

     Una a una, a su turno,
ellas me han ido rodeando
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, las verjas,
pisotea las flores.

     Es triste confesarlo,
pero me siento ya su prisionera,
extranjera en mi propio reino,
desposeída de los bienes que siempre fueron míos.
No hay para mí camino que no tropiece con sus muros;
no hay cielo que sus muros no recorten.

     Haciendo de él botín de guerra,
las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje:
del sol apenas me dejaron 
una ración minúscula,
y desde que llegara la primera
puso en fuga la orquesta de los pájaros.

     Cuando me hicieron, yo veía el mar.
Lo veía naturalmente,
cerca de mí, como un amigo;
y nos saludábamos todas
las mananas de Dios al salir juntos
de la noche, que entonces
era la única que conseguía
poner entre él y yo su cuerpo alígero,
palpitante de lunas y rocíos.

     Y aun a través de ella, yo sabía 
adivinar el mar;
puedo decir que me lo respiraba 
en el relente azul, y que seguía 
teniéndolo, durmiendo al lado suyo 
como la esposa al lado del esposo.

     Ahora, hace ya mucho tiempo
que he perdido también el mar.
Perdí su compañía, su presencia,
su olor, que era distinto al de las flores,
y acaso percibía sólo yo...

     Perdí hasta su memoria. No recuerdo
por dónde el sol se le ponía.
No acierto si era malva o era púrpura
el tinte de sus aguas vesperales,
ni si alciones de plata le volaban
sobre la cresta de sus olas... No recuerdo, no sé...
Yo, que le deshojaba los crepúsculos, 
igual que pétalos de rosas.

     Tal vez el mar no exista ya tampoco.
O lo hayan cambiado de lugar.
O de sustancia. Y todo: el mar, el aire,
los jardines, los pájaros,
se haya vuelto también de piedra gris, 
de cemento sin nombre.

     Cemento perforado.
El mundo se nos hace de cemento.
Cemento perforado es una casa.
Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda,
para hombres que viven, sin embargo, 
en aquellos sus mínimos taladros, 
hechos con arte que se llama nueva, 
pero que yo olvidé de puro vieja, 
cuando la abeja fabricaba miel
y el hormiguero, huérfano de sol, 
me horadaba el jardín.

     Ni aun para morirse
espacio hay en esas casas nuevas;
y si alguien muere, todos tienen prisa
por sacarlo y llevarlo a otras mansiones
labradas sólo para eso:
acomodar los muertos
de cada día.

     Tampoco nadie nace en ellas.
No diré que el espacio ande por medio;
mas lo cierto es que hay casas de nacer,
al igual que recintos destinados
a recibir la muerte colectiva.

     Esto me hace pensar con la nostalgia
que le aprendí a los hombres mismos,
que en lo adelante
no se verá ninguna de nosotras
- como se vieron tantas en mi época -últimos días
condecoradas con la noble tarja
de mármol o de bronce,
cáliz de nuestra voz diciendo al mundo
que nos naciera allí un tribuno antiguo,
un sabio con el alma y la barba de armiño,
un héroe amado de los dioses.

     No fui yo ciertamente
de aquellas que alcanzaron tal honor,
porque las gentes que yo vi nacer
en verdad fueron siempre demasiado felices;
y ya se sabe, no es posible
serlo tanto y ser también otras
hermosas cosas.

     Sin embargo, recuerdo
que cuando sucedió lo de la niña, 
el padre se escondía
para llorar y escribir versos... 
Serían versos sin rigor de talla, 
cuajados sólo para darle
caminos a la pena...

     Por cierto que la otra
mañana, cuando
sacaron el bargueño grande,
volcando las gavetas por el suelo,
me pareció verlos volar
con las facturas viejas
y los retratos de parientes
desconocidos y difuntos.

     Me pareció. No estoy segura.
Y pienso ahora, porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles:
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jóvenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas.

     No ha sido simplemente un trasiego de muebles.
Otras veces también se los llevaron 
- nunca el piano, el espejo -,
pero era sólo por cambiar aquéllos
por otros más modernos y lujosos.
Ahora han sido todos arrasados
de sus huecos, los huecos donde algunos
habían echado ya raíces...
Y digo esto por lo que dolieron
los últimos tirones;
y por las manchas como sajaduras
que dejaron en suelo y en paredes.
Son manchas que persisten y afectan vagamente
las formas desaparecidas, 
y me quedan igual que cicatrices 
regadas por el cuerpo.

     Todo esto es muy raro. Cae la noche 
y yo empiezo a sentir no sé qué miedo: 
miedo de este silencio, de esta calma, 
de estos papeles viejos que la brisa 
remueve vanamente en el jardín.
 

* * *


     Otro día ha pasado y nadie se me acerca.
Me siento ya una casa enferma,
una casa leprosa.
Es necesario que alguien venga
a recoger los mangos que se caen
en el patio y se pierden
sin que nadie les tiente la dulzura.
Es necesario que alguien venga
a cerrar la ventana
del comedor, que se ha quedado abierta,
y anoche entraron los murciélagos...
Es necesario que alguien venga
a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.

     ¡Con tanta gente que ha vivido en mí,
y que de pronto se me vayan todos!...
Comprenderán que tengo que decir
palabras insensatas.
Es algo que no entiendo todavía,
como no entiende nadie una injusticia
que, más que de los hombres,
fuera injusticia del destino...

     Que pase una la vida
guareciendo los sueños de esos hombres,
prestándoles calor, aliento, abrigo;
que sea una la piedra de fundar
posteridad, familia,
y de verla crecer y levantarla,
y ser al mismo tiempo
cimiento, pedestal, arca de alianza...
Y luego no ser más
que un cascarón vacío que se deja,
una ropa sin cuerpo, que se cae...

     No he de caerme, no, que yo soy fuerte. 
En vano me embistieron los ciclones
y me ha roído el tiempo hueso y carne, 
y la humedad me ha abierto úlceras verdes. 
Con un poco de cal yo me compongo: 
con un poco de cal y de ternura...

     De eso mismo sería,
de mis adoleceres y remedios,
de lo que hablaba mi señor la tarde
última con aquellos otros
que me medían muros, huerto, patio
y hasta el solar de paz en que me asiento.

     Y sin embargo, mal sabor de boca 
me dejaron los hombres medidores,
y la mujer que vino luego
poniendo precio a mi cancela;América
a ella le hubiera preguntado
cuánto valían sus riñones y su lengua.

     No han vuelto más, pero tampoco
ha vuelto nadie. El polvo
me empaña los cristales
y no me deja ver si alguien se acerca.
El polvo es malo... Bien hacían
las mujeres que conocí
en aborrecerlo...
                        Allá lejos
la familiar campana de la iglesia
aún me hace compañía,
y en este mediodía, sin relojes, sin tiempo,
acaban de sonar lentamente las tres...

     Las tres era la hora en que la madre
se sentaba a coser con las muchachas
y pasaban refrescos en bandejas; la hora
del rosicler de las sandías,
escarchado de azúcar y de nieve,
y del sueño cosido a los holanes...

     Las tres era la hora en que...
                                               ¡La puerta!
¡La puerta que ha crujido abajo!
¡La están abriendo, sí!... La abrieron ya.
Pisadas en tropel avanzan, suben...
¡Ellos han vuelto al fin! Yo lo sabía;
yo no he dejado un día de esperarlos...
¡Ay frutas que granar en mis frutales!
¡Ay campana que suenas otra vez
la hora de mi dicha!
 

  * * *


     La hora de mi dicha no ha durado
una hora siquiera.
Ellos vinieron, sí... Ayer vinieron.
Pero se fueron pronto.
Buscaban algo que no hallaron.
¿Y qué se puede hallar en una casa
vacía sino el ansia de no serlo
más tiempo? ¿Y qué perdían
ellos en mí que no fuera yo misma?
Pero teniéndome, seguían buscando...

     Después, la más pequeña fué al jardín
y me arrancó el rosal de enredadera;
se lo llevó con ella no sé adónde.
Mi due;o, antes de irse,
volvióse en el umbral para mirarme,
y me miró pausada, largamente,
como los hombres miran a sus muertos,
a través de un cristal inexorable...

     Pero no había entre él y yo
cristal alguno ni yo estaba muerta, 
sino gozosa de sentir su aliento,
al aprendido musgo de su mano. 
Y no entendía, porque me miraba 
con pa;uelos de adioses contenidos, 
con anticipaciones de gusanos, 
con ojos de remordimiento.

     Se fueron ya. Tal vez vuelvan mañana. 
Y tal vez a quedarse, como antes...
Si la ausencia va en serio, si no vienen 
hasta mucho más tarde,
se me va a hacer muy largo este verano; 
muy largo con la lluvia y los mosquitos
y el aguafuerte de sus días ácidos.

     Pero por mucho que demoren,
para diciembre al fin regresarán,
porque la Nochebuena se pasa siempre en casa.

     El que nació sin casa ha hecho que nosotras,
las buenas casas de la tierra,
tengamos nuestra noche de gloria en esa noche;
la noche suya es, pues, la noche nuestra:
nocturno de belenes y alfajores,
villancico de anémonas,
cantar de la inocencia
recuperada...

     De esperarla se alegra el corazón,
y de esperar en ella lo que espera.
De Nochebuenas creo
que podría ensartarme yo un rosario
como el de las abuelas
reunidas al amor de mis veladas,
y como ellas, repasar sus cuentas
en estos días tristes,
empezando por la primera
en que jugaron los recién casados,
que estrenaban el hueco de mis alas,
a ser padres de todos los chiquillos
de los alrededores...
¡Qué fiesta de patines y de aros,
de pelotas azules y muñecas
en cajas de cartón!
¡Y qué luz en las caras mal lavadas
de los chiquillos,
y en la de El y la de Ella, adivinando,
olfateando por el aire el suyo!

     Cuenta por cuenta, llegaría
sin darme cuenta a la del año
1910, que fué muy triste,
porque sobraban los juguetes
y nos faltaba la pequeña...
Asimismo: al revés de tantas veces,
en que son los juguetes los que faltan;
aunque en verdad los niños nunca sobren...

     ¡Pero vinieron otros niños luego!
Y los niños crecieron y trajeron
más niños... Y la vida era así: un renuevo
de vidas, una noria de ilusiones.
Y yo era el círculo en que se movía,
el cauce de su cálido fluir, 
la orilla cierta de sus aguas.

     Yo era... Pero yo soy todavía. 
En mi regazo caben siete hornadas 
más de hombres, siete cosechas, 
siete vendimias de sus inquietudes. 
Yo no me canso. Ellos si se cansan. 
Yo soy toda a lo largo y a lo ancho.

     Mi vida entera puede pasar por el rosario,
pues aunque ha sido ciertamente
una vida muy larga,
me fué dado vivirla sin premuras,
hacerla fina como un hilo de agua...

     Y llegaría así a la Nochebuena
del año que pasó. No fué de las mejores.
Tal vez el vino
se derramó en la mesa. O el salero...
Tal vez esta tristeza, que pronto habría de ser
el único sabor de mi sal y mi vino,
ya estaba en cada uno sin saberlo,
como en vientre de nube el agua por caer.

     Ahora la tristeza es sólo mía,
al modo de un amor
que no se comparte con nadie.
Si era lluvia, cayó sobre mis lomos;casa colonial
si era nube, prendida está a mis huesos.
Y no es preciso repetirlo mucho:
por más que no conozca todavía
su nombre ni su rostro,
es la cosa más mía que he tenido
- yo que he tenido tanto -... La tristeza.

     ¿Y de qué hablaba aquí? Resbalo
en mis propios recuerdos... La memoria
empieza a diluirse en las cosas recientes,
y recental reacio a hierba nueva,
se me apega con gozo
a las sabrosas ubres del pasado.

     Pero de todos modos,
he de decir en este alto
que hago en el camino de mi sangre,
que esto que estoy contando no es un cuento;
es una historia limpia, que es mi historia;
es una vida honrada que he vivido,
un estilo que el mundo va perdiendo.

     A perder y a ganar hecho está el mundo,
y yo también cuando la vida quiera;
pero lo que yo he sido, gane o pierda,
es la piedra lanzada por el aire,
que la misma mano que la
lanzó no alcanza a detenerla,
y sola ha de cortar el aire hasta que caiga.

     Lo que yo he sido está en el aire,
como vuelo de piedra, si no alcancé a paloma.
En el aire, que siendo nada,
es vida de los hombres; y también en la Epístola
que puede desposarlos ante Dios, 
y me ofrece de espejo a la casada 
por mi clausura de ciprés y nardo.

     La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.

     Decir tanto no pueden ni los hombres 
flojos de cuerpo,
bien que imaginen ellos que el alma es patrimonio 
particular de su heredad... 
Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola. 
Y, sin embargo, pienso ahora
que ella tal vez me vino de ellos mismos, 
por haberme y vivirme tanto tiempo,
o por estar yo siempre tan cerca de sus almas. 
Tal vez yo tenga un alma por contagio.

     Y entonces, digo yo: ¿Será posible
que no sientan los hombres el alma que me han dado?
¿Que no la reconozcan junto a ella, 
que no vuelvan el rostro si los llama,
y siendo cosa suya les sea cosa ajena?
 

  * * *


     Amanecemos otra vez.
Un día nuevo, que será
igual que todos.
O no será, tal vez... La vida es siempre
puerta cerrada tercamente
a nuestra angustia.

     Día nuevo. Hombres nuevos se me acercan.
La calle tiene olor de madrugada,
que es un olor antiguo de neblina,
y mujeres colando café por las ventanas;
un olor de humo fresco
que viene de cocinas y de fábricas.
Es un olor antiguo, y sin embargo,
se me ha hecho de pronto duro, ajeno.

     Súbitamente se ha esparcido por mi jardín,
venida de no sé dónde,
una extraña y espesa
nube de hombres.
Y todos burbujean como hormigas,
y todos son como una sola mancha
sobre el trémulo verde...

     ¿Qué quieren esos hombres con sus torsos desnudos
y sus picas en alto? 
El más joven ya viene a mí...
Alcanzo a ver sus ojos azules e inocentes,
que así, de lejos, se me han parecido
a los de nuestra Ana María,
ya tan lejanamente muerta...

     Y no sé por qué vuelvo a recordarla ahora.
Bueno, será por esos ojos,
que me miran más cerca ya, más fijos...
Ojos de un hombre como los demás,
que, sin embargo, puede ser en cualquier instante
el instrumento del destino. 

     Está ya frente a mí.
Una canción le juega entre los labios;
con el brazo velludo
enjúgase el sudor de la frente. Suspira...
La mañana es tan dulce,
el mundo todo tan hermoso,
que quisiera decírselo a este hombre;
decirle que un minuto se volviera
a ver lo que no ve por estarme mirando.
Pero no, no me mira ya tampoco.
No mira nada, blande el hierro...
¡Ay los ojos!...

......................................................................

     He dormido y despierto... O no despierto
y es todavía el sueno lacerante,
la angustia sin orillas y la muerte a pedazos.
He dormido y despiértome al revés,
del otro lado de la pesadilla, 
donde la pesadilla es ya inmutable, 
inconmovible realidad.

     He dormido y despierto. ¿Quién despierta?
Me siento despegada de mí misma,
embebida por un
espejo cóncavo y monstruoso
Me siento sin sentirme y sin saberme,
entrañas removidas, desgonzado esqueleto,
[h]undido el otro sueño que sonaba.

     Algo hormiguea sobre mí,
algo me duele terriblemente,
y no sé dónde.
¿Qué buitres picotean mi cabeza?
¿De qué fiera el colmillo que me clavan?
¿Qué pez luna se hunde en mi costado?

     ¡Ahora es que trago la verdad de golpe!
¡Son los hombres, los hombres,
los que me hieren con sus armas!
Los hombres de quienes fuí madre
sin ley de sangre, esposa sin hartura
de carne, hermana sin hermanos, 
hija sin rebeldía.hombre armado

     Los hombres son y sólo ellos,
los de mejor arcilla que la mía,
cuya codicia pudo más
que la necesidad de retenerme.
Y fui vendida al fin,
porque llegué a valer tonto en sus cuentas,
que no valía nada en su ternura...
Y si no valgo en ella, nada valgo...
Y es hora de morir.

Colección Palma
Serie Americana
Madrid, 31 de diciembre de 1958
 

La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana
Hojas al viento | En la loma del ángel | La Ronda | La más verbosa | El templete
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