La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana | ||
Hojas al viento | En la loma del ángel | La Ronda | La más verbosa | El Templete | ||
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
En
esta oportunidad, La Habana Elegante presenta a dos escritores dominicanos.
El primero de ellos -- Néstor E. Rodríguez -- ofrece a nuestros
lectores un artículo a propósito de la muerte de Joaquín
Balaguer. El segundo -- Reinaldo Disla -- es un dramaturgo dominicano,
y de él ofrecemos su Responso por Balaguer. La inclusión
de este poema -- cuya sensibilidad religiosa está fuera de toda
duda -- demuestra, una vez más, que esta revista no es impía
ni sacrílega. Ojalá podamos incluir pronto otros responsos
similares, y para lo cual invocamos el favor del Hades.
Néstor E. Rodríguez (Rep. Dominicana, 1971) Laureado poeta y crítico oriundo de La Romana, una aldea cañera del oriente de la isla de Santo Domingo. Estudió literatura en las universidades de Puerto Rico (Rio Piedras) y Emory (Atlanta). Imparte cursos de literatura latinoamericana en el Dickinson College, Pennsylvania. Es además editor de El Mono Adivino (www.monoadivino.org). Tiene dos hijos. Balaguer, el último de los patriarcas Néstor E. Rodríguez
En la historia cultural dominicana reciente quizá no haya una figura
que disfrutara de mayor proyección que la del recientemente fenecido
Joaquín Balaguer. Presidente en seis ocasiones tras el
precario restablecimiento del orden democrático que siguió
al ajusticiamiento de Trujillo, la guerra civil de 1965 y la segunda invasión
de los marines, Balaguer dirigió el destino de la República
Dominicana por 22 años (con un breve interregno de dos cuatrenios
de 1978 a 1986) desde que ocupara el cargo por primera vez en 1966. Su
vigencia deja perplejos a estudiosos y observadores del proceso histórico
del Santo Domingo moderno. En la esfera política, por ejemplo, todos
sus contrincantes le cortejaban de alguna forma. Tanto es así, que
incluso en los momentos en que no ocupaba la primera magistratura del Estado
Balaguer se convertía en “asesor” de aquéllos que sí
ocupaban el cargo, y que le visitan con regularidad previo a la toma de
decisiones importantes sobre la administración del país.
*Viriato Sención nació en República Dominicana en 1941. Hizo estudios universitarios en Nueva York, donde escribió sus primeros poemas, cuentos y novelas. En 1993 un jurado le otorgó el Premio Nacional de Novela por su obra Los que falsificaron la firma de Dios, pero el gobierno dominicano se negó a entregarle el galardón por razones políticas derivadas del contenido del libro, cuyo personaje central recordó a muchos al entonces presidente de la República, doctor Joaquín Balaguer, y a su manera de gobernar. Sención es también autor del libro de cuentos La enana Celania. Los que falsificaron la firma de Dios (fragmento) Las prostitutas, borrachas, en un jolgorio de verduleras; desnudas, en un desatino de alborotos impúdicos, de senos al aire en un patio de luz lunar, danzaron las habaneras cantadas por su propio coro de voces roncas y, luego, cuando las ventanas del Seminario comenzaban a llenarse de ojos incrédulos, desaparecieron. Tres días más tarde regresarían acompañadas de hombres. Se aparecieron escandalizando, tomando por asalto las grutas de los santos y de las santas. Allí fornicaron, con aullidos de gatas y voces desaforadas. Terminaron pintándoles bigotes de brocha gorda a la Virgen del Carmen y a la Virgen de los Dolores, y convirtiendo al Santo Niño de Atocha en una especie de bandido de película mexicana, de mostachos exagerados, sombrero de paraguas y, al cinto, unos revólveres de esos llamados “Mata siete”. Por la mañana, los curas inspeccionaron las huellas del vandalismo, encontrando un reguero de botellas de ron vacías, y unos mensajes espeluznantes: perros y gatos muertos, colgando de los árboles. «Esto ya es el colmo,» protestaron exaltados. Cuando se quejaron de semejante sacrilegio ante el doctor Mario Ramos, este les contestó con una frase que con el tiempo pasaría a formar parte de la más selecta antología del folklore político del país: «Son bestias incontrolables que están fuera de mi alcance.» Repitió el «están fuera de mi alcance» poniéndose de pie, con un gesto dramático, que remató con un puñetazo que hizo brincar las cosas del escritorio del rector. Y agregó: «No sé si servirá de algo elevar su queja hasta el generalísimo, pero lo intentaré de todas maneras.» ¡Pobre del doctor Mario Ramos! Como Sísifo, estaría condenado de por vida a subir por la montaña del poder, como a enormes peñas, las bestias salvajes a su alrededor. En todo caso, las mujeres no volvieron a aparecer por el resto del mes de noviembre, aunque, en cambio, llegaron los Volkswagen negros del Servicio de Inteligencia Militar -SIM-. Cuando el rumor de la brisa de los pinares hacía aún más profundo el silencio de las madrugadas, los ronquidos fúnebres de los “cepillos” se adentraban por las avenidas del patio, rondaban por largo rato, agazapándose luego tras los árboles, acechando, acosando. Arturo Gonzalo cruzó lo dedos en busca de suerte cuando el viernes se presentó a la prefectura a pedir permiso para salir el domingo a la ciudad. Las salidas individuales se podían conseguir, con buena estrella, dos o tres veces al año. El pretexto, por lo general, consistía en una visita a la familia: un tío, una tía, o pasar la tarde con la madre, que había venido a la ciudad por el fin de semana, si se trataba de los estudiantes del interior del país. Para los de la ciudad capital, pues, era simplemente visitar a sus padres. Arturo Gonzalo planteó un pretexto cualquiera, y como era su primera solicitud del año, no tuvo mayor dificultad en conseguir el pase. Falso fue el pretexto y falso el destino. Otra cosa planeaba para la tarde del domingo seis de diciembre. Pero cuando la noche del sábado vio las nubes negras cubriendo el cielo, temió que un día tormentoso se aproximara. En la mañana de ese sábado había logrado hacerle llegar una nota a Antonio Bell, en la que le advertía la necesidad de reunirse al día siguiente, a la hora y en el lugar que habían convenido la vez anterior. Por la tarde, en el comedor, Antonio le confirmó, con un movimiento de cabeza, que estaba de acuerdo. Pero ahora, en la noche, esa bóveda tan negra le preocupaba. Tuvo la esperanza de que la precipitación llegara durante la noche y que el día viniera con sol. De lo contrario ¡ni pensarlo!, a esperar otra vez. Si la lluvia caía el domingo, la tierra se tornaría lodo colorado; se cancelaría el paseo de los seminaristas y él no podría reunirse con Antonio en la manigua. Ahora que ya había elaborado planes concretos y tenía urgencia de transmitírselos a su desesperado amigo. En su sitio habitual, frente a la ventana de su cuarto, su campo consciente no tenía espacio para la música rumbosa de Ramón Gallardo, ni para Laly Pradera, ni para nada que no fuera ese firmamento infranqueable. Desanimado, se tiró en la cama a buscar el sueño, a hundirse en el olvido y a esperar que el día le trajera la verdad. Llovió durante la noche, y aunque el cielo estaba gris por la madrugada, se iba despejando y parecía que no iba a caer más agua. Lentamente fue llegando el sol. En el recreo de las diez, el mundo era ya una sola luz. Mientras el vestíbulo se colmaba de visitantes, Arturo Gonzalo se fue al patio. La tierra estaba blanda, pegajosa, pero el sol era cada vez más intenso. Durante el almuerzo, no supo a qué atribuir ese semblante de virtual felicidad que mostraba Antonio: quizás su madre le había traído buenas noticias. «Recuerda, a las dos y media», le susurró Arturo mientras salían del comedor. «Por aquí anduvo
el mar hará milenios; solamente dejó sus huellas.»
Arturo Gonzalo trata de calcular la distancia y no sabe si son dos, tres
o cuatro millas las que hay entre la costa y el lugar desde donde, oteando
el horizonte, reflexiona, metido en la manigua. «¿Hasta dónde
sería mar toda esta parte de la isla?» Los farallones son
largos y altos, y las rocas semejan muelas filosas. Ha oído decir que,
más arriba, hay unas cuevas enormes, tan grandes como el hotel El
Embajador, y que están habitadas por culebrones. Las únicas
culebras que conoce son las verdes e inofensivas, pero le han dicho que
las otras son peligrosas y que comen gallinas y huevos. «Pero por
aquí no hay gallinas,» razona. «Aunque bien pueden arrastrarse
a buscar alimento hasta el Seminario.» La tierra es arcillosa y la
flora un amasijo de plantas bajas y abejucadas. No se explica de dónde
llegaron las semillas de esos árboles grandes de mangos, mamones
y almendras, que ralean por el campo. Sin darse cuenta ha penetrado mucho
en el monte y, cuando repara en eso, se asusta. No tiene reloj e intenta
adivinar la hora por la posición del sol, pero este no le dice gran
cosa. Analiza que ha debido transcurrir una hora desde cuando bajó
por la escalera. Entonces eran las doce y media, de forma que, en el peor
de los casos, aún tiene tiempo suficiente para llegar hasta el lugar
donde quedó de juntarse con Antonio. Regresa apresurado, silbando,
como para ahuyentar los fantasmas que genera lo demasiado silencioso. Cuando
ha llegado a un punto desde el que puede observar el patio del Seminario
y los almendros adonde ha de venir Antonio, se agazapa y espera. Al rato
ve salir a alguien por la puerta de la zona norte. Se le hace un poco difícil
reconocer en el que sale a uno de los cocineros, usualmente desgreñado,
sin rasurar y con ropa mugrienta, pero que ahora está bien acicalado
y con camisa y pantalones impecables. Lo ha visto otras veces cargar, sobre
sus hombros, latones de desperdicios y llevarlos a unos cerdos que alimenta
en algún lugar de la manigua. Lo ve caminar por el patio rumbo a
la avenida; parece otro en su empaque bonito. «A lo mejor tiene novia
en la ciudad», piensa Arturo con envidia. La tarde se ha tornado
espléndida, con buen sol y una brisa suave y agradable. Mientras
espera, reflexiona sobre el carácter de la naturaleza y no se explica
por qué cada día de la semana tiene su particular signo distintivo.
«Será la mente humana la que forja las diferencias, pero lo
cierto es que un domingo no se parece a ningún otro día.
Fabricaré en mi cerebro los colores de la abundancia, los colores
de la felicidad; fabricaré el amor.» Sabe, por otra parte,
que a menudo vienen pordioseros al Seminario; por el frente, por el patio,
acosan como moscas. Los ha visto de todas las trazas: hombres y mujeres
ancianos, jóvenes y niños en pelota. Las monjas de la cocina
los reúnen los lunes y los jueves debajo de unos robles, en un altito
que hay en el Seminario Mayor, y les dan de comer. Pero eso ocurre sólo
los lunes y los jueves. Por esa razón le extraña tanto ver,
hoy domingo, a un anciano, avanzando dolorosamente por el patio, con dirección
a los almendros de la zona norte. Viene apoyándose en una suerte
de bastón, trae un envoltorio en la mano izquierda, tiene puesto
un sombrero raído y arrastra un cuerpo encorvado. Cuando llega a
los lindes de la manigua, lo ve esconderse detrás del tronco de
un árbol y mirar atrás primero y después a los lados,
como en busca de algo. Sólo cuando se quita el sombrero y endereza
el espinazo, logra Arturo sospechar que el anciano puede tratarse de Antonio
Bell. Pero aún así, Arturo no se mueve de donde está
y aguarda hasta despejar toda duda. Entonces lo sisea y le hace señas.
Antonio, que lo ha visto, corre por entre los matojos y se le une.
Responso por Balaguer Reinaldo Disla (dramaturgo dominicano) Por
los discursos que encubrían sus pecados
Por
no ponerse las botas de Trujillo
Señor
Jesús, tú que perdonaste a Judas, sabiendo que iba a traicionarte,
que perdonaste a Pedro conociendo que iba a negarte, que perdonaste a la
pecadora que iban a apedrear, que perdonaste y acogiste a Saulo que
perseguía a tus apóstoles y los mataba; recibe a este
siervo tuyo Joaquín
Porque
la constitución en sus manos fue sólo un pedazo de papel
Por
la herida de tu costado abierto, las lágrimas de tu Santísima
Madre en la cruz
Oh,
Señor, porque su única ambición era el Poder,
Alivia su alma. Por su caridad y amor a sus hermanas, alivia su alma. Aunque
fuera con fondos del Estado, pero cuántos estudiaron por él,
¡Alivia y ten misericordia de su alma! De
las llamas del infierno
Amados
vecinos:
(Yo pecador, credo y Ave María) Corazón
Santo tu reinarás
Por
el terror y el miedo que sembró y aún perdura
|
La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana |
Hojas al viento | En la loma del ángel | La Ronda | La más verbosa | El Templete |
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
Arriba |