José
Martí en el vórtice del huracán
Ofrecemos a los lectores el hermoso ensayo "El abrigo de aire" de Antonio
José Ponte, así como la réplica -- o más bien
el ataque -- de Fidel Díaz, director de la revista El Caimán
Barbudo. De esta manera homenajeamos a Martí, con motivo del
150 Aniversario de su natalicio. Precisamente esa enconada disputa en torno
a la oquedad, al vacío de su abrigo, es la mejor prueba de su permanencia
entre nosotros. El lector inteligente sabrá separar el oro de la
paja, y la reflexión irónica, pero lúcida y apasionada
de Antonio José Ponte de los desplantes, al estilo de las tribunas
abiertas, de Fidel Díaz.
El
abrigo de aire *
Antonio
José Ponte
Uno
El
último día del mes de enero de 1895, a la hora del desayuno,
muy temprano para visitas, se apareció en el apartamento neoyorquino
de la familia Baralt, José Martí. La mañana era sumamente
fría. Martí habló un instante con la sirvienta, dejó
su abrigo en la sombrerera del vestíbulo y pasó al comedor
donde Blanche Zacharie de Baralt desayunaba. Hacía más de
diez años que era amigo de la casa, a Blanche le preguntó
por Luis, Luis Baralt no estaba y entonces el recién llegado anunció
que había venido a despedirse, dijo algo acerca de que quizás
no irían a encontrarse más adelante. Se despidió apuradamente
y salió a la calle. Como una flecha, recordaría la Baralt.
Aquella misma tarde Martí salía de Nueva York hacia Santo
Domingo para encontrarse con Máximo Gómez. Los Baralt y él,
en efecto, no pudieron verse más. Unos días después
de su partida, puede que con la llegada de la primavera a Nueva York, alguien
de la casa notó aquel sobretodo marrón abandonado en el mueble
de la entrada. Como no adivinaban de quién pudiera ser, se decidieron
al fin a vaciar sus bolsillos y registraron hasta encontrar cartas y papeles
dirigidos a Martí.
En las memorias de Blanche Zacharie de Baralt sobre José Martí,
este episodio de la despedida se encuentra signado por la pérdida
de ese abrigo. Haberlo dejado allí y salir como una flecha al frío
de enero en Nueva York, dice mucho del ánimo de Martí en
aquella mañana. Ese abrigo, o abrigos semejantes (aunque no debió
de tener más que uno), gravita en la memoria de muchos de los que
lo conocieron. Carlos A. Aldao, por ejemplo, lo fija en una secuencia callejera
de aquellos mismos años. Son imágenes de Martí paseante.
Camina a pasos cortos, rápidos y nerviosos por el Elevado, por Broadway.
Bajo uno de los brazos lleva un montón de periódicos y manuscritos,
mira al suelo preocupado o abstraído y va envuelto en un gran paletó
de astracán gastado.
El abrigo -paletó o sobretodo- ha terminado por ser un emblema de
los años norteamericanos de José Martí. Entre los
tantos cuentos de la emigración que José Lezama Lima escuchara,
historias muchas veces de su propia familia, escuchó la impresión
que produjo Martí en uno de aquellos emigrados en Nueva York. «Le
oí relatar una noche de festival en la que se esperaba a Martí.
De pronto», cuenta Lezama, «atravesó la sala el hombrecito,
arrastraba un enorme abrigo. Inmediatamente», ahora Lezama hiperboliza,
«esa pieza, ese gigantesco abrigo, comenzó a hervir, a prolongarse,
a reclamar, inorgánico vivo, el mismo espacio que uno de aquellos
poemas. ¿Qué amigo se lo había prestado?, ¿y
quién había lanzado ese pez tan carnoso en la reminiscencia?».
Con estas preguntas lo que busca Lezama es la historia del abrigo, la novela
de una pieza de vestir. El hombrecito (Martí es llamado como el
personaje vagabundo de Chaplin y lleva ropa tan sobretallada como la suya)
gana menos interés en el recuerdo que el abrigo y hay un momento,
mitología mediante, en que el abrigo es quien parece arrastrar a
su propietario.
No
caben dudas de que José Martí logró acuñar
en vida dos o tres emblemas personales. Lo que pudo tener de modernista,
lo que tuvo en común con Julián del Casal, su costado Casal,
le permitía hacer emblemas de algunas pertenencias suyas: el abrigo
de Nueva York, el anillo que su madre le lleva a esa ciudad. El anillo
es de hierro según la mayoría de sus conocidos (Miguel Tedín,
por el contrario, lo recuerda de plata) y tiene en oro las cuatro letras
de la palabra Cuba. «Ahora que tengo un anillo de hierro»,
cuentan que dijo, «debo hacer obras férreas».
La Baralt se pregunta por el paradero de ese anillo. Estaba hecho de un
eslabón de la cadena que, siendo adolescente, arrastrara, y es uno
de los recordatorios que tuvo del presidio. Otros son la fotografía
tomada en la prisión de La Cabaña y el grillete colocado,
tantos años después, sobre la estantería de su oficina
en Nueva York, a la vista de cuanto visitante llegara. Rodeado de todos
esos recordatorios, Martí seguramente creía vivir en un continuo
ejercicio espiritual. Como imparables molinos de oraciones tibetanas, esos
objetos suyos repetían la idea del martirio.
Recién salido de la cárcel, un hábito suyo tuvo mucho
de ejercicio espiritual: cuentan que en la finca El Abra dormía
acostado junto a la cadena del presidio, el adolescente y el hierro de
la cárcel juntos en una cama como un hombre y una mujer, como dos
amantes.
Parece ser que esta cadena le había producido una lesión
testicular porque escribió una vez acerca de ello: «Con aquellos
hierros me habían lastimado en mi decoro de hombre» y, agrega,
«yo quería recordarlo». Y quiso recordarlo acostando
en su cama a aquel hierro, retratándose aherrojado, arrastrándolo
entre sus pocas pertenencias por todos los exilios, anillándose
con un fragmento suyo, volviendo a metérselo en la carne.
Tenemos referencias periódicas a una vieja herida incurada que le
dejó el presidio, podemos preguntarnos si se trata de esa lesión
en los testículos, atrevernos a más y preguntar si acaso
él mismo no utilizó esa herida como un recordatorio más,
un recordatorio vivo. Pues ya podemos hablar de pasión dispuesta,
de puesta en escena de un martirio, de las tortuosidades de la ascética.
Estos rasgos suyos no están emparentados, claro está, con
el japonesismo modernista, todo cáscara decorativa, con el período
japonés de Casal, por ejemplo. (Hablo de períodos en Julián
del Casal como si se tratara de un pintor, hablo de los períodos
en la decoración de sus interiores). Estaría vagamente emparentado
con la época monástica en que Casal leía a Kempis,
se envolvía en un sayal y tenía sobre la mesa una calavera.
Martí, sin embargo, acentúa más el tinte Valdés
Leal de las postrimerías.
Su abrigo constituye, de manera más tenue que el anillo, otro de
sus emblemas. Del mismo modo
en que cuidaba y perseguía las imágenes de su escritura,
Martí perseguía y cuidaba su imagen de persona. Se ha considerado,
incluso, la negligencia de sus vestiduras como deliberada, un ardid para
no llamar la atención de los espías. Y esa otra negligencia
suya, la de dejar abandonado un abrigo en pleno invierno, se ha convertido
también en un emblema de martirio. Algunos meses antes de su partida
de Nueva York, a fines del año 1894, Martí se encuentra de
visita en casa de otros emigrados, los Carrillo. En un momento de la noche
queda solo en la sala. Tiene echado sobre los hombros el abrigo (según
testimonian acostumbraba a llevarlo así), las mangas caen vacías
a los lados de su cuerpo y tiene muy abiertos los ojos, fijos, concentrados
en algo lejano. En ese momento, de pronto, una de las niñas de la
casa entra a la sala, lo ve, y escapa asustada. Lo que recordará
más tarde son esos ojos fijos, esas mangas vacías, el rostro
de alguien desapareciendo poco a poco, el abrigo empezado a ocupar solamente
por aire.
«Martí tenía el pie tan fino», cuenta Blanche
Zacharie de Baralt, «y los dedos eran tan delgados, que daba la impresión
de que el zapato estaba casi vacío». El abrigo enorme, arrastrado,
de mangas vacías, abandonado, los zapatos casi vacíos: la
figura de José Martí en Nueva York parece ser la memoria
de aquellos que lo vieron más vacío que lleno, una figura
de aire.
Dos
Hace
unos años, dos jóvenes decididos a comenzar sus vidas de
escritores, se acercaron a Eliseo Diego. Eliseo Diego fue tan amable que
permitió el acercamiento y los recibió una tarde en su casa
del Vedado.
Allá fueron los dos puntualmente y se encontraron sentados frente
al viejo poeta sin saber qué decir. La timidez (y también
la codicia) hizo que miraran repetidas veces hacia los libreros. Una biblioteca
la de Eliseo Diego: no muchos tomos, una cantidad prudencial de ellos y
la inmediata sensación de que han sido leídos muchas veces.
El dueño de la casa, en medio de su monólogo, debió
atajar aquellas miradas hacia los anaqueles porque preguntó a los
jóvenes cuáles autores leían.
Y lo que constituía para él un descanso en el monólogo,
conato de conversación, lo entendieron los jóvenes como prueba
tendida. Un nombre equivocado y se desviarían del acercamiento recién
conseguido. Los dos querían quedar bien. Uno se atrevió por
fin a balbucear el nombre de José Martí y el otro joven asintió
inmediatamente. Mencionaban a Martí porque ambos leían un
mismo tomo de sus obras completas y pretendían trabajosamente, tomo
a tomo, agotar aquellas obras. Lo mencionaban, además, porque era
un nombre bien seguro. ¿Quién, por mayor poeta que fuera,
se atrevería a objetarles la lectura de José Martí?
Y decían uno de sus tomos como podían haber citado un libro
de los Evangelios.
Algo de esto tuvo que percibir Eliseo Diego, porque les contestó
del modo siguiente: «Yo les pregunto cuáles autores leen,
no cuál aire respiran».Toda una frase, sin dudas. Quizás
trasunto de aquellos ingleses mordaces que tanto leía Eliseo Diego,
la frase entró a la memoria de los jóvenes, quienes siguieron
la conversación enumerando -ahora sí- autores: tal vez Esquilo,
Shakespeare, Dante... Los nombres más o menos reprochables de esos
autores se perdieron, se perdieron las palabras de la conversación
y solo queda de aquella tarde el centelleo de una respuesta.
«No puedo concebir que alguien pase un día de su vida sin
pensar en Chesterton», dijo una vez Jorge Luis Borges y fue, seguramente,
broma suya, algo con qué entretenerse en otra más de sus
conversaciones con periodistas. Pero Eliseo Diego fue más lejos
aún que Borges con Chesterton: si acaso Martí fuera aire
no podrían pasar, no ya un día, ni siquiera unos minutos
sin recurrir a él. Tal vez Diego se portó de forma parecida
al argentino (tantas veces lo hizo) y deslizó una boutade frente
al aburrimiento de conversar con extraños. Quiso tal vez sorprenderlos,
y sorprenderse, con algo que brillara durante un minuto y pudiera recordarse
luego. Es decir, hizo una frase.
Ya se conoce cuánto de simulacro y de pendiente fácil existe
en eso de hacer una frase, de construir un fuego momentáneo que
no quema, no da calor, un fuego fatuo, soltado dentro de la conversación
para atizar la fatuidad de las palabras. Pero boutade o no del viejo poeta,
puede tomarse la frase en serio, al pie de la letra. Se encuentra sintetizado
en esas palabras el credo de mucha crítica y de mucha gente en lo
que respecta a José Martí.
Según la frase de Eliseo Diego, Martí ha conseguido definitivamente
aquella calidad que Rilke apuntara a cuenta de Rodin: la de haberse hecho
anónimo a la manera en que es anónimo un mar o una pradera.
Martí es elemental, es uno de los elementos, es aire imprescindible.
Gana el tremendo poder de convicción que tiene lo natural, Martí
se legitima en naturaleza. Es aire y todo el resto es literatura, autores,
y el aire está por encima de estos, está más allá,
no pueden compararse una cosa y la otra.
Podrá entonces aprehenderse lo escrito por él con la misma
inconciencia que tenemos de nuestros latidos cardíacos o del ritmo
con que los brazos abanican al caminar o del aletear de la nariz. Aprehender
lo escrito por Martí con la inconciencia de sí que tiene
un cuerpo sano, tomarlo sin fricciones. Aquí cabrían disculpas
por la tremenda pasividad de la crítica literaria al tratar a Martí.
Un temperamento frívolo podría preguntar por qué,
si Martí es aire, no puede tomarse más a la ligera. Mejor,
sin embargo, resulta averiguar qué diferencia a Martí de
otros autores, a sus libros de otros libros.
Tres
Lo
primero sería considerarlo un autor. Un autor como otros, uno más
en el anaquel. Nada de libreros aparte, nada de puestos primordiales. Para
ello la edición en obras completas es un tropiezo. Ellas solas desplazan
demasiado volumen. Habría que procurarse una edición más
ligera. Existe una en dos tomos en papel biblia, pero un Martí en
papel biblia nos haría reincidir en la veneración seguramente.
Así que lo mejor sería disponer de una antología en
pocos tomos y de este modo quedan en el camino sus piezas de teatro, su
novela: todo bien evitable.
Una vez colocado entre los demás, es verdad que Martí resulta
raro. Se ven raros sus tomos entre aquellos que leemos por placer. Se echa
a ver enseguida que sus páginas han sido casi siempre lectura dictada
por algún deber. Y más, se nota enseguida que el deber llena
esas páginas completamente y las conforma, que esas páginas
constituyen una continua llamada al deber. Que esta llamada tenga siempre
el subterfugio de un estilo, no hay que dudarlo. Su autor padecía
de estilismo a ultranza como puede verse. Creía que cuanto escribiera
-literatura más o menos pura, periodismo neto, propaganda política...-,
toda esa dispersión iría a concentrarse en un estilo, en
el estilo de José Martí. Ese estilo es, por ejemplo, la única
explicación a la presencia, dentro de sus obras completas, de las
traducciones que hizo.
El tema de ese estilo estaba ya en las letras del anillo de hierro que
llevaba, es Cuba. Fundar Cuba y fundarse un estilo fueron sus dos pasiones
(¿o son una las dos?, ¿no está hecha Cuba del estilo
imposible de Martí?). Dos pasiones que cansan en él. Martí
puede considerarse demasiado febril, demasiado vehemente. Muchas de sus
páginas tienen la vehemencia que tienen las imágenes en el
cine mudo. Podría achacarse a gestos de la época, a lo victorhuguesco
del siglo xix, pero tenemos la noticia de que Fermín Valdés
Domínguez se burlaba del tono de enamorado con que su amigo Martí
escribía a su madre y a sus hermanas. Ese mismo tono de enamorado
lo puso en todo, no importó a quién se dirigiera, y por eso
puede empalagar en él tanta seducción.
Imaginó una nación e hizo de la palabra Cuba su bajo obstinado.
Imaginó un estilo arrasador, sublime,
grave, que puede a veces llamarse, peyorativamente hablando, patético.
Imaginó para sí una existencia de mártir, la tuvo
fatalmente, y a causa de esto se llenó de referencias a su propio
cuerpo martirizado. Sus cartas, por ejemplo, están llenas de alusiones
a un cuerpo devastado que todavía persiste, a un espíritu
que alcanza a erguirse penosamente. No hay más que atravesar el
epistolario para sentir repulsión por tanta piedad consigo mismo,
por tanta autoconmiseración. A esas páginas, y a otras muchas
suyas, les falta discreción, se encuentran demasiado sobrescritas.
Tal vez por haber sido un autodidacta voraz luego fue un escritor tan didáctico.
En él se encontrará, aunque desvaída, una abundante
teoría de lo pedagógico. De todo ello mana la simpatía
temible que existe entre él y los educadores. Se enseñó
y entregó tanto al escribir, también se ocultó tanto
bajo la letra, que ya estaba dispuesto a los manejos que le sucederían.
Se ufanó tanto de sí mismo que de ninguna manera iba a ser
inocente de su buena prensa. (Si acaso es aire no será solamente
el más o menos puro que inspiramos, será también aquel
que echamos de nuestros pulmones). Lo que escribió y su nación
imaginada y su propia figura, presuponían la cita en los carteles,
la recitación matutina junto a la bandera, la obligación
escolar de leerlo y el servicio a cuanta política cubana aparezca.
(El marxismo cubano se hizo, a propósito de él, la misma
pregunta que Dante al colocar a Virgilio en la otra vida: ¿qué
lugar dar al justo que antecede al Cristo Marx?).
Y hemos llegado a lo que diferencia a Martí de otros autores del
anaquel: según afirman desde todas partes, está pendiente.
Leyéndolo, podemos alcanzar lo que siente frente a las Santas Escrituras
cualquier temeroso de Dios. Podemos encontrarnos, en suma, temerosos de
Martí. O temerosos de volvernos martianos profesionales. (Uno se
arriesga a una primera cita suya y suelen empezar con ella los desvelos
por la exactitud. Enseguida es preciso comprobar que ninguna otra de sus
citas venga a contradecirla. Una fiebre de rectitud matemática consigue
que surja, a partir de una simple frase, un profesional del martianismo.
Es decir, un fanático).
Jorge Luis Borges se refirió en muy pocas ocasiones a nombres cubanos.
Dijo desconocer a José Lezama Lima, antologó, sin embargo,
a Virgilio Piñera. Sostuvo que la habanera fue la madre del tango
y la milonga, habló una vez de «El manisero» o de «Mamá
Inés» para llamarla acto seguido rumba infame. Aquí
terminarían sus simpatías y diferencias cubanas si no se
hubiese ocupado (o desocupado) de José Martí durante una
entrevista y una reseña. Alguien lo mencionó en la primera
de estas y el argentino despachó su nombre con este comentario rápido:
«Ah, sí, Martí, esa superstición antillana».
Reseñando un libro, le menciona iguales: «La gloria de Romain
Rolland parece muy firme. En la República Argentina lo suelen admirar
los admiradores de Joaquín V. González; en el mar Caribe,
los de Martí; en Norteamérica, los de Hendrik Willem Van
Loon. En Francia misma no le faltará jamás el apoyo de Bélgica
y de Suiza. Sus virtudes, por lo demás, son menos literarias que
morales, menos sintácticas que "panhumanistas", para pronunciar
una de las palabras que más lo alegran».
Martí no merece los iguales dispuestos por Borges, pero en verdad,
resulta ser una superstición tan antillana como el dios Huracán,
hecho también de aire.
Cierta inconformidad de los letrados por la letra, cierto desprecio por
la vanidad de la letra coloca por encima de ella a cualquier acto o hecho
que no sean los de escribir, aconseja entregarse a la vanidad de los hechos
y los actos. Se venera la letra puesta al borde, no por su estabilidad
difícil, sino porque más adelante la letra ya no existe.
Se venera el abrigo abandonado en una mañana de invierno porque
a partir de él comienza la cabalgata de los actos, una vida verdadera.
Entonces cualquier otro destino que el escritor comparta -místico
o héroe o asesino o político- se encarama sobre el insuficiente
destino de autor y lo contiene y lo sobrepasa, quién sabe bajo qué
leyes caprichosas. Bajo las caprichosas leyes de la ideología, puede
responderse inmediatamente. Lo que es José Martí como ideología
es lo que lo convierte en aire. Al fin y al cabo, ideología y aire
tienen esto en común: que llenan cada vacío, que tratan de
ocuparlo todo, de estar en todas partes.
Cansados de lo pendiente improbable, ¿para qué seguir con
el acopio de disgustos que su escritura puede dar? Para entender justamente
lo que él, poco dotado para la ficción en novela y drama,
consiguió sin embargo: la mayor ficción de toda la literatura
cubana, la de su cumplimiento. Para llegar a entender como ficción,
como literatura, lo que las políticas exigen interesadamente que
esperemos y nunca nos darán. Para entender a José Martí
como la gran promesa de la literatura cubana. (Cecilia Valdés y
José Martí son los dos mitos mayores de la ficción
cubana).
Cuatro
Muchos
años después de aquella mañana de enero del noventa
y cinco, de la última mañana de José Martí
en Nueva York, el abrigo que él dejara en el apartamento de los
Baralt reaparece. La prenda ha pasado de emblema a reliquia y podría
muy bien estar en alguna colección cubana. Reaparece, sin embargo,
en Madrid, en la casa del mexicano Alfonso Reyes.
De cómo ha llegado a Madrid desde Nueva York y de los Baralt a manos
de Reyes, tenemos algunas noticias. El abrigo lo ha traído puesto
a Madrid Pedro Henríquez Ureña, quien visita a Reyes durante
unas vacaciones. Henríquez Ureña enseña en Minnesota
y ha cruzado por La Habana al inicio de sus vacaciones. En La Habana ha
conversado con unas parientas de Martí y son ellas, cuyos nombres
y grados de parentesco no sabemos, quienes le prestan el abrigo. Luego,
en Madrid, algún cambio de tiempo o el propio sino de esa prenda
para la desmemoria, han hecho que la olvide en casa de Reyes.
Existe una descripción de la prenda: es larga (Martí la arrastraba
en la memoria de Lezama Lima), de paño grueso bastante maltratado
(astracán raído, según Carlos A. Aldao) y de color
negro. ¿Será este el mismo que la Baralt guardaba? Aquel
era marrón, aunque el cambio de color podría explicarse por
una de esas triquiñuelas de pobre decente, por algún tinte
encubridor.
El abrigo queda entre las pertenencias de Alfonso Reyes hasta un día
de invierno repentino. Ese día
Reyes tiene convidado a almorzar a un coterráneo suyo de paso hacia
Toledo y mientras almuerzan los mexicanos llega el frío. Cogido
por sorpresa, Artemio del Valle Arizpe necesita un abrigo y ninguno de
Reyes le sirve. Es entonces que el anfitrión recuerda a la vieja
prenda histórica. Comprometido a cuidar una reliquia así,
Del Valle Arizpe se la lleva a Toledo. Allí el invierno continúa.
Un día, mientras cruza un puente, en medio de una pelea de perros,
el abrigo recibe tremendo desgarrón. Sin tardar un minuto, como
si se tratara de una herida en el cuerpo propio, quien lo viste corre hacia
su hotel y lo entrega a zurcir a quien toma por una de las camareras. Hasta
aquí llega la historia del abrigo. Lo que sigue es un enredo donde
la camarera del hotel no es la camarera del hotel y el abrigo desaparece
o, mejor, entra a la historia de gente sin historia.
Primero emblema y luego reliquia, no perdió en ningún momento
su utilidad más práctica. Incluso podemos imaginarlo, años
después del robo, abrigando a alguien. No le cupo en destino la
vida muerta detrás de las vidrieras de un museo y lo que más
llama la atención es esa rara suerte de reliquia poco respetada.
Llama la atención que gente como Reyes o Henríquez Ureña,
sabedora del peso de la historia, no reparara en el carácter inerte,
museable, de la pieza y continuara prestándola para la guerra contra
el frío, arriesgándola a la rotura y al robo.
Cabe imaginar entonces que Henríquez Ureña, que Reyes, que
las desconocidas parientas de Martí, entendieron muy bien, sin embargo,
lo histórico en aquel abrigo y quisieron que, aún después
de muerto su dueño, el abrigo fluyera, que no disminuyera en vida
y continuara en su corriente vida propia. No quisieron congelar aquella
prenda en el estar de un museo.
Del mismo modo, lo escrito por Martí debería arriesgarse
a la rotura, a la pérdida, a la pelea de perros de la crítica,
para seguir fluyendo. Cien años después de muerto, José
Martí debería estar en discusión. A la idea de un
Martí que se construye cada día faltaría emparejar
la de un Martí rompiéndose. A cien años de su muerte
se vive, como siempre, a pesar suyo. Todas las Cubas existen no solo gracias
a José Martí, sino a pesar de él. Por eso se desvían
de él cubriéndolo de citas, borrándolo de tanta cita.
Para soportar a Martí es preciso destruirlo, hay que reírse
de él, burlarse, tirarlo a choteo. En el año 1872, celebrándose
el primer aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina,
un Martí muy joven, que no ha llegado a cumplir sus veinte años,
habla en público. Han colgado en la pared detrás suyo, un
mapa de la isla. Como están en Madrid el mapa es todo un símbolo.
Martí habla, se enciende y en el momento en que pronuncia «Cuba
llora, hermanos...», se desprende el mapa de Cuba y se pliega sobre
la cabeza del orador. El público de cubanos reunidos esa mañana
detiene al joven Martí en una instantánea para la risa. Los
cubanos se echan a reír y a partir de entonces llamarán a
Martí con el nombrete «Cuba llora». El humor y la casualidad
han obrado de maravilla: ningún apodo le vendría mejor.
Lo llamamos también Pepito Ginebra, insistimos colegialmente en
volver pornográficos los poemas que escribió para niños,
los poemas de sus Versos sencillos. Trucamos con pliegues la efigie suya
en los billetes para inventarle historias. Estas maneras de citar a José
Martí, tan extendidas como las mejores maneras públicas,
han sido escasamente recogidas y son también cultura cubana, pertenecen
a la historia secreta de Cuba.
Si aceptamos las razones que explican al choteo como si se tratara de un
mecanismo de defensa frente a la frustración cubana, el choteo hacia
Martí puede ser entendido como defensa del cubano frente a él.
Pues el cubano siempre se encuentra frustrado frente a Martí, frente
a su cumplimiento. Dentro de las destrucciones a ejecutar en José
Martí una de las más voluminosas pertenece a la crítica
literaria: sacarlo del museo de las santas escrituras muertas e hincarle
el diente por todos los flancos. Pienso en ese abrigo ripiado por los perros,
robado en un pequeño episodio de picaresca, discutido, vivo con
la vida que presta la discusión.
Los modos más secretos de la crítica literaria cubana, lo
que se dice a solas frente al libro, lo que tal vez no alcanza a formularse
con palabras, aquello que se permite en una conversación aunque
estaría muy lejos de afirmarse por escrito, ¿qué dicen
de José Martí, cómo lo citan? He escrito estas líneas
para poner a Martí a disposición de los lectores, a disposición
de lo bursátil que pueda haber en la lectura. He querido hundirlo
(gravedad contra aire) en la pelea temporal de las literaturas, de la que
ningún autor escapa. Y que salga de allí solo lo que esté
vivo.
V.
Post-scriptum
Justo Rodríguez Santos, origenista, pasó años de exilio
en la ciudad donde José Martí dejara colgado, setenta años
antes, su abrigo último. Rodríguez Santos era un empedernido
ajedrecista y un empedernido martiano. Martiano militante, reconoció.
Tanto que, durante años, no le interesó tratarse con personas
que no lo fuesen.
Igual que el martianismo lo dejaba solamente codearse con los de su club,
su pasión por el ajedrez lo llevaba semanalmente al Manhattan
Chess Club. Fue allí que encontró a un anciano que lo
observaba en cada visita, sin presentarle juego. Una noche, terminada la
última partida, el anciano se acercó a preguntarle si acaso
era cubano. Rodríguez Santos asintió y entonces el anciano
le ofreció la noticia de que, siendo niño, había conocido
a José Martí. El padre del anciano era propietario de una
tienda en el Bronx y Martí había ido hasta ella en busca
de un abrigo. Eligió uno, se comprometió a pagarlo a plazos,
pagó el primero de éstos, se fue a Cuba a luchar y dejó
el resto sin pagar.
Rodríguez Santos recordó el abrigo abandonado, en los recuerdos
de Blanche Zacharie de Baralt. Una semana más tarde, después
de haber jugado la última partida de la noche en el Manhattan
Chess Club, el viejo volvió a acercársele. Repitió
su anécdota para pasar a la queja, se lamentaba de los plazos que
su padre dejara de cobrar. Ya a la tercera semana, enfrentado de nuevo
a iguales quejas, Rodríguez Santos decidió quitárselo
de encima. “¿Cuánto le debe Martí a su padre?”,
interrumpió al viejo. “Dígame y se lo pago.”
Como ofrenda de martiano militante, Justo Rodríguez Santos hubiese
comprado a Martí su abrigo último. Pero el viejo del club
de ajedrez no quiso presentarle la cuenta.
*
La presente versión de "El abrigo de aire" coincide con la publicada
por las revistas Encuentro de la Cultura Cubana y Temas,
excepto en el Post-scriptum final, el cual fue incluido por el autor
en El libro perdido de los origenistas, reseñado en
Ecos y Murmullos en La Habana Elegante.
«Pero
los dientes no hincan en la luz»
Fidel
Díaz
Director.
Revista cultural El Caimán Barbudo
Hoy
que la que Martí llamara «política de acometimiento»
yanqui nos amenaza más que nunca en un contexto hegemónico
mundial, sabemos mejor que nunca antes lo que significa la disyuntiva de
servir a la patria o servir a su enemigo. Más allá de todos
los estudios dedicados a la vida y obra del Apóstol de Cuba, sin
duda necesarios, lo que él nos pide es convertir su palabra en acto,
que es lo que también nos pide, desde su raíz hasta su flor,
la poesía.
Cintio
Vitier1
Medida
de la honra propia, en diarios y en hombres, es el respeto en que se tiene
la honra ajena. El que no respeta la honra ajena, no respetará la
propia
José
Martí2
Siempre
he pensado que cualquier obra y autor están sujetos a discusión
por la crítica, y que todo crítico, además de contar
con una base profesional para ejercer su oficio, debe guiarse por ciertos
principios éticos. Leí «Reclamaciones equivocadas a
Virgilio Piñera», de Antonio José Ponte, y aprecié
que la crítica ponderada era sustituida por el ataque y por aseveraciones
irrespetuosas contra un escritor como Cintio Vitier. Allí se le
atribuye a Cintio nada menos que una «retórica de despedidor
de duelo».3 La transgresión como procedimiento de lo
que parece ser una práctica en la ensayística de este autor,
llega a límites extremos en su artículo «El abrigo
de aire»,4 especulación de clara intencionalidad política,
y que constituye en realidad una diatriba contra el fundador de la nación
cubana. Ni los enemigos de Martí en vida fueron jamás tan
lejos en su intento de denigrarlo.
Una
nueva retórica
Ponte intenta rebajar la condición de escritor de Martí,
escamotearle su jerarquía literaria e igualarlo a un conjunto indistinto
de autores; achacarle una enfermiza pasión estilística, y
convertir en algo negativo el concepto del deber que sostiene su vida y
su obra. Trata de empequeñecerlo como ser humano, de presentarlo
como un personaje melodramático, depresivo, apocado, excéntrico
e histriónico. Su intención es aún más indignante
al atribuirle ciertas obsesiones asociadas a la complacencia en el dolor.
Arremete así contra la densidad de su personalidad e intenta diluir
su imagen y su legado en el aire, desintegrarlos en la nada. Esta engañosa
maniobra es en el fondo una embestida contra el concepto martiano de Patria,
contra su idea de Cuba.
La tendencia de Ponte se inserta en una nueva retórica que pretende
socavar el pensamiento, los héroes y los símbolos de la nación
y que hizo cambiar de manera radical la estrategia tradicional en
contra de la Revolución cubana. En el pasado, el pensamiento político
conservador ha tratado de apropiarse de un Martí «incontaminado»
por la política revolucionaria o incluso ideológicamente
adverso a la Revolución. En los últimos años, sin
embargo, ha emergido otra corriente, orgánica a la antigua ideología
contrarrevolucionaria, pero diferente en su manera de manejar a Martí.
Esta visión declara la culpabilidad ideológica de Martí:
él es el máximo responsable (el autor intelectual, había
advertido Fidel en 1953) de estos cuarenta años de transformaciones
revolucionarias, es decir, de la Cuba de hoy. Todos los «soñadores»
que anhelaban un mundo más justo eran unos idiotas, unos «utópicos».
En el cinismo, este lenguaje encuentra el tono apropiado. En vísperas
del homenaje a Martí por el centenario de su muerte en combate,
autores como Enrico Mario Santí, Rafael Rojas y Ernesto Hernández
Bustos inauguraban esta tendencia supuestamente ocupada en la «humanización»
del héroe.5 Entiéndase bien: humanizarlo o desmitificarlo
se traducía como disminuirlo, aligerarlo, banalizarlo, confinarlo
a un momento y un pensamiento sobrepasados. Sin embargo, el paradigma conservador
tradicional se mantiene en autores de la vieja escuela, al estilo de Carlos
Alberto Montaner, quien todavía en 1994 no puede deshacerse de la
vieja retórica; y su antología del liberalismo cubano (invención
de una tradición con fines políticos)6 incluye a Martí
y termina curiosamente en Rafael Rojas, autor que ya había declarado
al Apóstol, en la nueva retórica, «antiliberal y utópico».
Junto a esos nuevos desacralizadores de Martí, se alinean ahora
algunos jóvenes intelectuales orgánicos del anticastrismo
de segunda generación -como los ha llamado Aurelio Alonso en estas
mismas páginas de Temas- como Ponte y Emilio Ichikawa.7
Se trata de discursos esencialmente idénticos, los diferencia acaso
el grado de pudor histórico frente a la verdad y el honor. De las
disquisiciones pseudofilosóficas y los esquemas manualescos que
sentenciaban con epítetos inapelables a Martí, la nueva retórica
ha invadido e inventado el mundo privado del héroe, y del cuestionamiento
inicial a la obra ha pasado al cuestionamiento del hombre.8
Jamás un cubano de pensamiento, independientemente de sus posiciones
políticas e ideológicas, asumió esta posición
ante José Martí. Desde Mella hasta Mañach, la vida
y la obra martianas fueron reconocidas como referentes fundamentales de
la cultura política cubana. Hasta los viejos politiqueros, antecesores
de los actuales anexionistas, usaban alguna frase de Martí para
llenar sus discursos o posaban ante su estatua. Virgilio Piñera,
un autor iconoclasta, irónico y raigalmente cubano, se detiene respetuoso
ante Martí cuando lo nombra.9
¿Qué busca el autor de «El abrigo de aire»?
El mercado -ese demiurgo contemporáneo- impone sus leyes y se convierte
en obsesión y medida de triunfo para algunos. Las acrobacias de
la retórica pueden transformar la vida en texto y convertirla en
mercancía. Martí dijo en un artículo sobre la muerte
de Longfellow: «Le mordieron los envidiosos que tienen dientes verdes.
Pero los dientes no hincan en la luz».
«Uno
más en el anaquel»
No
hay cosa que moleste tanto a los que han aspirado en vano a la grandeza
como el espectáculo de un hombre grande; crecen los dientes sin
medida al envidioso.
José
Martí.10
El
Martí escritor; el poeta precursor del modernismo literario a quien
Darío llamó maestro, a quien Sarmiento admiró, a pesar
de las discrepancias políticas que hubo entre ellos; el hombre que
a los 42 años había escrito una obra fundacional que abarcaba
prácticamente todos los géneros y temas, es uno de los eslabones
que Ponte intenta desmontar, en su empeño aniquilador. En la parte
«Tres» de su artículo puede leerse la siguiente recomendación:
Lo
primero sería considerarlo un autor [...] uno más en el anaquel.
[...] la edición en obras completas es un tropiezo. [...] lo mejor
sería disponer de una antología en pocos tomos y de este
modo quedan en el camino sus piezas de teatro, su novela: todo bien evitable.
Lo primero, según Ponte, es hacerlo parecer un autor igual a otros
autores, igual a todos, igual a él. El volumen físico de
su obra literaria es un obstáculo. Reduzcámosla al mínimo.
Ediciones pequeñas de sus textos ya existen, pero Ponte quiere más:
que se olvide, que se suprima la mayor parte de su obra (de su vida). El
escritor Martí tiene que adelgazar hasta hacerse indistinguible
en el anaquel y en la historia. Este intento de progresiva anulación
va revelando sus oscuras connotaciones cuando escribe: «Se ven raros
sus volúmenes entre aquellos que leemos por placer. Se echa a ver
enseguida que sus páginas han sido casi siempre lectura dictada
por algún deber».
Singulariza la apariencia de los volúmenes para asociarla al peso
moral de un deber abstracto que condiciona la escritura martiana. Quiere
que su obra se nos haga un pesado fardo, y de esta manera justificar su
propuesta de mutilarla, de vaciarla. La trascendencia de la obra martiana
está muy alejada de la liviandad y la inmediatez prevalecientes
en el mercado, de la estética (y la ética) del placer que
defiende Ponte.11 Nada más opuesto al deseo de deshistoriar,
de vaciar la memoria de la nación. Por eso agrega: «se nota
enseguida que el deber llena esas páginas completamente y las conforma,
que esas páginas constituyen una continua llamada al deber».
Los héroes incomodan por esa manía absurda que tienen de
comportarse como héroes. Pero si el héroe construye además
una obra fundacional desde el punto de vista estrictamente literario, ¿qué
excusa nos deja para el ocio, para la autocomplacencia? No todos los escritores,
por cierto, se sienten culpables. Lezama, por ejemplo, dice de Martí:
Fue
suerte inefable para todos los cubanos, que aquel que trajo las innovaciones
del verbo, las supiese encarnar en la historia. Fue suerte también
que el que conmovió las esencias de nuestro ser fue el que reveló
los secretos del hacer. El verbo fue así la palabra y el movimiento
del devenir. La palabra se apoderó del tiempo histórico,
como el neuma ordenando y destinando las aguas. El que trajo las innovaciones
del verbo fue el que regaló el espejo con la nueva imagen del ser
y de la muerte. En todos los comienzos de la espera trae la orden y la
distribución de la batalla. Trae también la llave, después
de recorrer los maleficios de la selva de álamos negros de Proserpina,
para penetrar en el castillo de los encantamientos.12
Ponte, a diferencia de Lezama, quiere hundir en la mediocridad la obra
de Martí, suprimir su herencia y su memoria. Atenta así contra
el escudo que preserva a su país de los que Martí llamaba
«sietemesinos», contra el sentido de la justicia y la dignidad
que fundó a la nación cubana. Dice Ponte:
He
escrito estas líneas para poner a Martí a disposición
de los lectores, [...] de lo bursátil que pueda haber en la lectura.
He querido hundirlo (gravedad contra aire) en la pelea temporal de las
literaturas, de la que ningún autor escapa.
No sé qué saldrá a flote de esta retórica después
que pase por «la pelea temporal de las literaturas»: sí
me atrevo a sugerir que el tiempo le conceda la longevidad de la página
más olvidada de José Martí.
El
histrión chaplinesco o la puesta en escena de un martirio
Los
que se miran, y se ven flojos, todo lo tienen por flojo, lo mismo que ellos.
José
Martí.13
En
las páginas de «El abrigo de aire» se dibuja un Martí
nostálgico, apocado, que viste de manera deliberadamente descuidada
y ridícula, desaliño que el autor engarza con su tesis del
comportamiento histriónico, como si Martí actuara su vida
y se fabricara, de manera consciente, un personaje, un estilo, lo que Ponte
llama «el estilo de José Martí»:
No
caben dudas de que José Martí logró acuñar
en vida dos o tres emblemas personales. [...] su costado Casal, le permitía
hacer emblemas de algunas pertenencias suyas: el abrigo de Nueva York,
el anillo que le lleva su madre a esa ciudad.
Estos «emblemas», acuñados por Ponte -no por Martí-
para empobrecer la personalidad del Maestro, lo suponen necesitado de poses
y artificios para llamar la atención, cual si se tratase de un ser
frívolo, alucinado, que iría incluso a la guerra por (o contra)
su país, siguiendo un impulso teatral. Es cierto que Martí
no es «un hombre de éxito», que sus preocupaciones vitales
no se centran en el bien vestir, en los atributos formales de la vanidad,
en el comercio del talento. Es un personaje incómodo, porque todas
sus virtudes y principios los lleva no como artificio, sino como cualidad
orgánica, de la mayor autenticidad. Su modo de actuar y de concebir
la escritura responde a una cabal coherencia entre vida y obra, puesta
al servicio de la independencia, de la patria y del hombre. El misterio
de su imantación nace del más pleno acto de la creación:
la fundación de un pueblo. En una sí muy aguda comparación
entre Martí y Casal, dice Lezama:
La
realidad de Casal está en el disfraz y en el baile, la irrealidad
de Martí está en que su imagen tiene que operar sobre la
tierra prometida que le es negada y en la que únicamente puede encontrar
los manantiales paradisíacos que lo colmen. Pero en ambos, realidad
e irrealidad, y es ahí donde está la raíz de su sacralidad,
en un grado muy superior desde luego en José Martí, tiene
que actuar la imagen que devuelve la lejanía.14
Los
dudosos valores intelectuales de esta representación «alternativa»
y su afán por codificar una lectura simbólica del estoicismo
de Martí, llegan a un punto límite en el pasaje donde Ponte
se refiere a la relación con la cadena de los grilletes que padeció
en prisión:
Recién
salido de la cárcel, un hábito suyo tuvo mucho de ejercicio
espiritual: cuentan que en la finca El Abra dormía acostado junto
a la cadena del presidio, el adolescente y el hierro de la cárcel
juntos en una cama como un hombre y una mujer, como dos amantes.
Parece
ser que esta cadena le había producido en la cárcel una lesión
testicular porque escribió una vez acerca de ello: «Con aquellos
hierros me habían lastimado en mi decoro de hombre y -agrega-, yo
quería recordarlo». Y quiso recordarlo acostando en su cama
a aquel hierro, retratándose aherrojado, arrastrándolo entre
sus pocas pertenencias por todos los exilios, anillándose con un
fragmento suyo, volviendo a metérselo en la carne.
El decoro del hombre se reduce a un atributo físico, y la frase
de Martí, que no nos interesa verificar, parece, en ese contexto,
un burdo ejercicio masoquista. La cadena de hierro, objeto que simboliza
el sacrificio y el heroísmo martianos, es manipulada con una ambigüedad
enfermiza. La existencia o no de tal lesión, es asunto absolutamente
intrascendente. Juntemos las frases que se hilvanan en este pasaje para
que se muestre su intencionalidad: «[...] una lesión testicular
[...] me habían lastimado en mi decoro de hombre [...] acostando
en su cama a aquel hierro [...] anillándose [...] volviendo a metérselo
en la carne».
No basta con la insinuación de un Martí que arrastra una
íntima mutilación; el articulista trata de llegar más
lejos y lo presenta como un personaje que exhibe su martirio en el escenario:
Tenemos
referencias periódicas a una vieja herida incurada que le dejó
el presidio, podemos preguntarnos si se trata de esa lesión en los
testículos, atrevernos a más y preguntar si acaso él
mismo no utilizó esa herida como un recordatorio más, un
recordatorio vivo. Pues ya podemos hablar de pasión dispuesta, de
puesta en escena de un martirio, de las tortuosidades de la ascética.
Martí,
que denunció fuertemente los maltratos y la humillación que
sufrió en el presidio, es transformado por el autor en un masoquista
que disfruta el dolor como un actor que convierte su martirologio en una
representación teatral, la tragedia en farsa. No puede el lector
dejar de pensar en qué histrionismos subyacen en la génesis
de «El abrigo de aire». Por añadidura, con la frase
«retratándose aherrojado», Ponte tergiversa la dramática
imagen de Martí en el presidio, y la rebaja a una fotografía
frívola, una excentricidad, una pose. No deja de reiterar la idea
de la complacencia en el martirologio: «Imaginó para sí
una existencia de mártir, la tuvo fatalmente, y a causa de esto
se llenó de referencias a su propio cuerpo martirizado».
Como prueba, Ponte, sin citar fragmento alguno, enjuicia las cartas de
Martí y habla de repulsión, un tema digno de aparecer en
alguna nueva Historia universal de la infamia:
Sus
cartas, por ejemplo, están llenas de alusiones a un cuerpo devastado
que todavía persiste, a un espíritu que alcanza a erguirse
penosamente. No hay más que atravesar el epistolario para sentir
repulsión por tanta piedad consigo mismo, por tanta autoconmiseración.
Acusa
a Martí de autoconmiseración refiriéndose nada menos
que a la zona de su escritura donde mejor se revela su entereza humana,
sus relaciones y afectos para con la familia, los amigos y los compañeros
de lucha. ¿Habrá Ponte leído sus cartas? Si así
fuese, cabe dudar del equilibrio de su intelecto.
El hombre que entregó su vida a la causa de la independencia, a
luchar contra la injusticia y a fundar un país, es para Ponte un
alucinado. No hay sacrificio, sino tortuoso masoquismo; no hay apostolado,
sino escenificado martirio.
Del
hombrecito a la figura de aire
Quien
crea, ama al que crea: y solo desdeña a los demás quien en
el conocimiento de sí halla razón para desdeñarse
a sí propio.
José
Martí.15
La
parte «Uno» del artículo de Ponte, es un sinuoso ejercicio
de mitologización en torno a un abrigo olvidado por José
Martí en la casa de los Baralt, según palabras de Blanche
Zacharie:
Haberlo
dejado allí y salir como una flecha al frío de enero en Nueva
York, dice mucho del ánimo de Martí en aquella mañana.
Ese abrigo, o abrigos semejantes (aunque no debió tener más
que uno), gravita en la memoria de muchos que lo conocieron.
El abrigo olvidado, que habrá de convertirse en el protagonista
para Ponte, como si no hubiese algo más que recordar de quien lo
llevaba puesto, ocupa apenas unas líneas en el amplio testimonio
de Blanche, y se le menciona para resaltar la impaciencia de Martí
aquel día en que se despidió fugazmente de la familia porque
se marchaba a la guerra. En las memorias de Blanche, el acento no está
en la prenda, sino en las razones que tenía para olvidarla:
¡Pobrecito!,
en la precipitación de su ida no se acordó que había
dejado su gabán en el vestíbulo, y se fue a la calle en ese
día glacial sin notarlo. ¡Cómo estaría de preocupado!
Esa misma tarde se embarcó para Santo Domingo a reunirse en Montecristi
con Máximo Gómez, de donde salieron ambos para los campos
de Cuba.16
Sin embargo, el autor de «El abrigo de aire» mutila las razones,
para sustituir la persona por el abrigo, el cuerpo por el aire, la poesía
por la falsificación, y reforzar su anulación de Martí.
Ponte repetirá esta operación con otros textos: extraer las
menciones al abrigo para subrayar la imagen de un hombre taciturno, melancólico,
perdido en su gabán, y contradecir así lo que nos cuentan
ellos. En uno de los fragmentos que omite del testimonio de Blanche, esta
dice:
Yo
lo recuerdo como un joven de genio alegre y solo en los últimos
tres o cuatro años, cuando pesaban sobre su alma las grandes preocupaciones
y responsabilidades que entrañaba la idea de lanzar un pueblo a
la revolución donde tenían forzosamente que morir muchos
combatientes, se tornó grave y pensativo.
[...]
Otros se ocuparán de su heroísmo; pero aunque lo he visto
armarse de gran energía y estallar en justa ira en momentos terribles,
su carácter era dulce y poco irritable.17
Los recuerdos de los contemporáneos de Martí que Ponte quiere
fijar, apuntan todos a elementos accesorios que nada tienen que ver con
las intenciones de quienes lo rememoran. Ello, por ejemplo, se verifica
en este párrafo en que alude a ciertas impresiones de Carlos A.
Aldao:
Son
imágenes de Martí paseante. Camina a pasos cortos, rápidos
y nerviosos por el Elevado, por Broadway. Bajo uno de los brazos lleva
un montón de periódicos y manuscritos, mira al suelo preocupado
o abstraído y va envuelto en un gran paletó de astracán
gastado.
Y
sin embargo omite la cita de un testimonio de Aldao que completa el sentido
de lo recordado y se refiere a la firmeza, al entusiasmo, a la energía
de Martí:
¿En
qué pensaba? En Cuba y en su independencia, animado por un patriotismo
ascético. Con entusiasmo de apóstol, sin desfallecimientos,
en todas las horas y en todos los momentos acarició ese ideal durante
diez largos años de ruda labor y constante anhelo.18
Se
insiste en el Martí deprimido, ensimismado, obcecado, y cada vez
menos visible. El abrigo -no la obra literaria, periodística, la
maduración de un ideal latinoamericanista y antimperialista o la
descomunal tarea de preparar una guerra desde el exilio-, es lo que queda
del hombre que nos va diseñando: «El abrigo -paletó
o sobretodo- ha terminado por ser el emblema de los años norteamericanos
de José Martí».
De esos años de la más intensa labor organizativa y creadora
por la independencia de Cuba -precisamente en los Estados Unidos-, solo
el abrigo le parece perdurable a Ponte. Naturalmente, de ese mismo texto
de Carlos Aldao, no cita un párrafo tan sugerente y actual como
este:
Encantaba
oírlo exponer el papel que representaría en el futuro de
Cuba libre, como llave del istmo perforado y centinela avanzado para resistir
el empuje absorbente de las razas del Norte. Admiraba a los Estados Unidos,
pero no los quería, y solía narrar con cierto orgullo haber
acompañado hasta la escalera de su modesta vivienda al emisario
de Blaine que había entrado en ella a proponerle ventajas pecuniarias
en cambio de cuatro mil votos cubanos de que él podía disponer
en Florida y que, acaso, decidieran en aquel Estado la elección
presidencial.19
Quizás
esta omisión se explique porque no quiera suscitar asociaciones
desagradables para aquellos intereses norteamericanos, y sus aliados de
la Florida, que financian la revista donde publica,20 y por eso
solo persista en ese gogoliano abrigo y en su imagen de Martí como
un ser trágico y romanticón que trata de calzar acudiendo
a Lezama.
La evocación poética que Lezama hace de Martí, a partir
de un relato que escuchó, citada en el artículo, inspira
muchas ideas vinculadas a la imantación de su personalidad, a la
poesía o aura que irradiaba la presencia de aquel hombrecito, nombrado
así por Lezama, como recurso paradójico, para exaltar su
grandeza:
«De
pronto», cuenta Lezama, «atravesó la sala el hombrecito,
arrastraba un enorme abrigo. Inmediatamente», ahora Lezama hiperboliza,
«esa pieza, ese gigantesco abrigo, comenzó a hervir, a prolongarse,
a reclamar, inorgánico vivo, el mismo espacio que uno de aquellos
poemas. ¿Qué amigo se lo había prestado?, y ¿quién
había lanzado ese pez tan carnoso en la reminiscencia?».
Ponte
interpreta de manera literal lo que escribe Lezama y cambia su significado
para disminuir a Martí y convertirlo casi en un apéndice
de su abrigo: «lo que busca Lezama es la historia del abrigo, la
novela de una pieza de vestir. El hombrecito [...] gana menos interés
en el recuerdo que el abrigo [...] quien parece arrastrar a su propietario».
Es difícil imaginar a un martiano tan profundo como Lezama con más
interés en una pieza de vestir que en el inmenso hombrecito que
la llevaba. Martí no es la figura recortada ni mitologizada en que
Ponte lo quiere convertir auxiliándose de fragmentos de los relatos
familiares de Lezama.
Para el cierre de la parte «Uno», el autor echa mano a otro
detalle secundario: «Martí tenía el pie tan fino»,
cuenta Blanche Zachaire de Baralt, «y los dedos eran tan delgados,
que daba la impresión de que el zapato estaba casi vacío».
De esa simple mención, agregada al pasaje del abrigo, concluye:
El
abrigo enorme, arrastrado, de mangas vacías, abandonado, los zapatos
casi vacíos: la figura de José Martí en Nueva York
parece ser la memoria de aquellos que lo vieron más vacío
que lleno, una figura de aire.
Martí
continúa desapareciendo en las páginas del artículo.
Ponte quiere transformarlo en aire. El autor acude a una supuesta respuesta
de Eliseo Diego a dos jóvenes escritores que afirmaban leer a Martí:
«Yo les pregunto cuáles autores leen, no cuál aire
respiran». Antes de proceder a manipular la frase, Ponte desvaloriza
también el hallazgo poético de Eliseo: «Ya se conoce
cuánto de simulacro y de pendiente fácil existe en eso de
hacer una frase, de construir un fuego momentáneo que no quema,
no da calor, un fuego fatuo, soltado dentro de la conversación para
atizar la fatuidad de las palabras».
Y después de extensas conjeturas, llega a una aseveración,
puesta incluso entre paréntesis, que revela el destino que quiere
para el muñeco que ha tratado de armar: «(Si acaso es aire
no será solamente el más o menos puro que inspiramos, será
también aquel que echamos de nuestros pulmones)».
No sé si la anécdota que sobre Eliseo nos cuenta «El
abrigo de aire» es real o apócrifa. Si fuera cierta, y conociendo
la relación profunda de Eliseo con Martí, creo extraer otro
sentido de la frase: los cubanos no debemos leer a Martí solo «literariamente».
Su obra debe formar parte de nuestra atmósfera, de nuestra vida,
de nuestro crecimiento. Debemos relacionarnos con su vida-obra del modo
más natural; leerlo como parte de un proceso orgánico, instintivo;
convivir con él, respirarlo. Para el Eliseo de la anécdota,
Martí es aire-todo, aire vivificador, sin el cual no es posible
la existencia. Para Ponte, Martí termina siendo aire-nada.
El autor parece eludir que hay una lectura honda, entrañable y lúcida
de Eliseo, que se acerca a los Versos sencillos de Martí
y termina enlazando poesía y nación, poesía y Revolución:
Callo,
y entiendo, y me quito/ la pompa del rimador:/ cuelgo de un árbol
marchito/ mi muceta de doctor.
No
podía terminar de otro modo el pequeño prólogo en
que poesía y vida se definen como el solo, deslumbrante y terrible
abismo del ser: quien osa tocar con su mano frágil de criatura la
brasa de la belleza universal, tiene antes que alcanzar la plena dignidad
humana, alzarse a ese nada menos que todo un hombre a quien, pocos años
después, se verá avanzar entre las balas echando sin vacilar
poesía y vida a la hoguera en que se forjan las patrias, en que
han de fundirse por fin todas para que irrumpa, cegadora, la plenitud de
la América nueva.21
No
podría Ponte acudir a esta cita de Eliseo Diego. Está demasiado
atento en trivializar el significado de la vida y la obra del Apóstol
para la nación cubana. No hay otra manera de evitar los conceptos
fundacionales de patria, nuestra América, humanidad, como no sea
aligerándolos, convirtiéndolos en aire.
Como insiste en difuminarlo atribuyéndole debilidad, falta de espíritu,
me permito añadir dos testimonios de personas que conocieron a Martí
y que ilustran, por contraste, cuán flagrante es el desmontaje que
se hace.
El anciano campesino Salustiano Leyva, quien a los 11 años lo vio
solo por unas horas, después del desembarco en Playita de Cajobabo,
evoca al «hombrecito» con absoluta nitidez y con un auténtico
espíritu desacralizador que debería servir de inspiración
a algunos supuestos intérpretes de Martí:
Martí
era un hombrecito chiquitico y lampiñito, de los ojitos negritos
como azabache, que no posaba la mirada. Un hombrecito muy vivo, de mucho
ver. Yo creo que él tenía el primero en la fila el día
que inventaron los ojos.
De
los seis expedicionarios, entre los que se encontraban hombres de estatura
física e histórica como Marcos del Rosario y el propio Máximo
Gómez, Salustiano guarda en su recuerdo solo la imagen de Martí:
Por
eso no cambia de puesto en mi memoria. Los otros se me destiñen
o se ponen a tener otros tamaños; Martí no. Él es
igual que la primera vez. Porque a los hombres se les conoce por los ojos
y la frente, pero se les conoce por los hechos de ellos primero.22
El
Generalísimo Máximo Gómez, en su diario de campaña,
el día 14 de abril de 1895, escribe:
El
camino es difícil, trepamos por montañas largas y empinadísimas;
la marcha es terriblemente fatigosa y cargados como vamos todos, caminamos
a puros esfuerzos. Nos admiramos, los viejos guerreros acostumbrados a
estas rudezas, de la resistencia de Martí - que nos acompaña
sin flojeras de ninguna especie, por estas escarpadísimas montañas.23
¿Por qué entonces tanta insistencia en convertir a Martí
en imagen vacía, en nada? Claro que hay una intención: desvaneciéndolo,
el autor pretende borrar su gravitación, y anular la significación
que ha tenido y tiene su ideario en la resistencia de Cuba.
Las
letras del anillo
Ese
odio a todo lo encumbrado, cuando no es la locura del dolor, es la rabia
de las bestias.
José
Martí.24
Para
llegar a los propósitos últimos de su demolición,
el articulista enfoca su ataque contra la fundación de la nación:
El
tema de ese estilo estaba ya en las letras del anillo de hierro que llevaba,
es Cuba. Fundar Cuba y fundarse un estilo fueron sus dos pasiones (¿o
son una las dos? ¿no está hecha Cuba del estilo imposible
de Martí?).
La pirámide de obra y acción a la que se enfrenta «El
abrigo de aire» resulta abrumadora, y por eso su discurso, al querer
restarle altura, pretende ser desafiante y castrador. El legado ético
y político de la obra martiana es transformado en pesado e inútil
catecismo, en instrumento para manejos populistas:
Se
enseñó y entregó tanto al escribir, también
se ocultó tanto bajo la letra, que ya estaba dispuesto a los manejos
que le sucederían [...] lo que escribió y su nación
imaginada y su propia figura, presuponían la cita en los carteles,
la recitación matutina junto a la bandera, la obligación
escolar de leerlo y el servicio a cuanta política cubana aparezca
[...]
En la parte «Tres» del artículo se revela el sentido
último de este ejercicio de retórica: deshacer el pensamiento
político de Martí y, por extensión, la vigencia de
su ideario en la historia de Cuba: «Lo que es José Martí
como ideología es lo que lo convierte en aire. Al fin y al cabo,
ideología y aire tienen esto en común: que llenan cada vacío,
que tratan de ocuparlo todo, de estar en todas partes».
Es,
pues, lógico que Ponte rechace a Martí, ya que a menos que
se le tergiverse, no se puede separar al poeta del revolucionario. A esta
exacta coherencia entre su vida y su obra, se refiere el Cintio que tanto
le irrita:
Martí
aportó por su cuenta, sin deudas ni desdenes, una integración
original de la palabra y la vida, incluyendo sus zonas oníricas,
palpitantes en versos, crónicas y discursos; y, sobre todo, una
integración original de la palabra poética y la acción
revolucionaria, fundidas hasta lo indiscernible, ambas trasmutadoras de
la realidad.
Cuando
decimos que Martí fue el primer revolucionario de América,
no podemos querer decir otra cosa sino que fue el primer poeta de América.
Poeta en el sentido primigenio de la palabra; creador y vaticinador. Creador
en el único sentido en que puede serlo el hombre: trasmutador de
la realidad. Vaticinador en cuanto visionario. Creador de una revolución
inmediata, inaplazable ya para su patria, y vaticinador de una revolución
universal.25
Tras la teoría del abrigo de aire se intenta desacreditar -involucrando
en el intento, paradójicamente, a creadores tan martianos como Lezama
y Eliseo Diego-, la visión humana y revolucionaria de Martí
que se expresa en la obra de Cintio:
[L]o
escrito por Martí debería arriesgarse a la rotura, a la pérdida,
a la pelea de perros de la crítica, para seguir fluyendo. Cien años
después de muerto, José Martí debería estar
en discusión. A la idea de un Martí que se construye cada
día faltaría emparejar la de un Martí rompiéndose.
A cien años de su muerte se vive, como siempre, a pesar suyo. Todas
las Cubas existen no solo gracias a José Martí, sino a pesar
de él. Por eso se desvían de él cubriéndolo
de citas, borrándolo de tanta cita. Para soportar a Martí
es preciso destruirlo, hay que reírse de él, burlarse, tirarlo
a choteo.
Y,
por si esto fuera poco, más adelante el autor abandona toda sutileza
y
agrega:
Lo
llamamos también Pepito Ginebra, insistimos colegialmente en volver
pornográficos los poemas que escribió para niños,
los poemas de sus Versos sencillos. Trucamos con pliegues la efigie suya
en los billetes para inventarle historias. Estas maneras de citar a José
Martí, tan extendidas como las mejores maneras públicas,
han sido escasamente recogidas y son también cultura cubana, pertenecen
a la historia secreta de Cuba.
Si
«El abrigo de aire» hubiese intentado una desacralización
de Martí según la tesis de «no levantar estatuas para
que no se nos pierda el hombre en el mármol», podría
haberse asumido como un punto de vista, discutible o no, en la siempre
difícil tarea de enfrentar el pasado. No es el caso: estamos ante
un intento de banalización de la figura más importante de
la historia de Cuba y de uno de los pensamientos más trascendentes
de nuestro continente. Un intento que, por lo magro de sus argumentos y
la brevedad del análisis -recuérdese que enjuicia la obra
más vasta y compleja de nuestra cultura-, resulta ridículo.
Debe ser lacerante «participar», por decirlo así, de
una cultura y al mismo tiempo elaborar tan descarnado esfuerzo por desacralizar
a su figura central. Para los seguidores de esta línea, sería
recomendable una relectura de Martí. Es el mejor médico de
almas que conozco.
Contar con un legado tan rico y vigente como el de la vida y la obra de
Martí es en realidad un privilegio y uno de los mayores orgullos
del pueblo cubano. Martí es, en efecto, aire que respiramos, luz
en un mundo sembrado de trampas. Su estatura resulta inalcanzable para
los que quisieran hincar los dientes en la luz. Pienso, sin embargo, que
hay que agradecer a Encuentro lo que parece ser una línea editorial
destinada a denigrar a José Martí. Es útil que el
discurso oficial de nuestros enemigos asuma lo que propone «El abrigo
de aire»; es útil que nos entreguen definitivamente a Martí:
hay que agradecer el rechazo explícito, sin ambages. La renuncia
a la máscara. Es útil que expresen públicamente su
rechazo; que difamen de él; que pretendan hincarle el diente. Todo
queda más claro.
Notas
1.
Fragmento de las palabras de Cintio Vitier, al serle otorgada la Orden
José Martí, Granma, La Habana, 31 de mayo de 2002.
2.
«Al Diario de la Marina», Patria, Nueva York, 10 de
noviembre de 1894, Obras completas, t. 3, Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975, p. 356.
3.
Antonio José Ponte, «Reclamaciones equivocadas a Virgilio
Piñera», Extramuros, n. 8, Centro del Libro
y la Literatura, Ciudad de La Habana.
4.
Antonio José Ponte, «El abrigo de aire», Encuentro
de la Cultura Cubana, n. 16-17, Madrid, primavera-verano de 2000.
5.
Esta tendencia fue desarrollada en varios ensayos firmados por estos autores.
Véase Rafael Rojas, «El discurso de la frustración
republicana en Cuba», El ensayo en nuestra América.
Para
una reconceptualización, UNAM, México, D.F., 1993,
y «Viaje a la semilla. Instituciones de la antimodernidad cubana»,
Apuntes Posmodernos, Editorial Verbum Inc., Miami, 1994;
Enrico Mario Santí, «Meditación en Nuremberg. Los últimos
días de José Martí», Vuelta, México
D.F., n. 211, junio de 1994; Ernesto Hernández Bustos: «Modernismo,
modernidad y liberalismo. La República de Martí»,
Apuntes
Posmodernos, Miami, 1994, entre otros.
6.
Cuba:
fundamentos de la democracia. Antología del pensamiento liberal
cubano desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XX. Compilación
y prólogo de Carlos Alberto Montaner. Fundación Liberal
José Martí, Madrid, 1994.
7.
Por cierto, acabo de leer un artículo de Emilio Ichikawa, en la
versión digital de la revista Encuentro que, basándose
en el testimonio de Blanche Zacharie de Baralt, y situándose en
la misma cuerda negadora de Ponte -aunque algo más ponderado y respetuoso
que este- presenta «el lado femenino» de Martí. Dice
Ichikawa que Martí es «también un poseso, al que el
demasiado amor y la envidia ajena llevó a la violencia cerrándole
los caminos del cielo».
8.
La demagogia politiquera de Miami, no obstante, reitera el discurso tradicional,
y el presidente Bush invoca al Apóstol cubano el 20 de mayo de 2002
para apuntalar sus propósitos anexionistas.
9.
Lo que leí en los inciertos libros
ahora
lo veo señaladamente:
Nerval
se va a ahorcar en la Vieille Lanterne,
Zenea
se dispone a ser fusilado,
Casal
en su hemoptisis se consume,
y
en Dos Ríos Martí la patria funda.
Virgilio
Piñera, «El jardín», La vida entera, Colección
Contemporáneos, Ediciones Unión, UNEAC, 1969.
10.
José Martí, «La estatua de Bolívar» (La
América, Nueva York, junio de 1883), Obras completas,
t. 8, ob. cit., p. 175.
11.
Su estética y su ética pueden apreciarse en su artículo
«La fiesta vigilada», Almanaque, otoño 2001. Cuba
y el día después, edición al cuidado de Iván
de la Nuez, Reservoir Books, Mondadori, 2001.
12.
José Lezama Lima, «Prólogo a una antología»,
La
cantidad hechizada, Colección Contemporáneos, UNEAC,
La Habana, 1970.
13.
José Martí, «Patria» (Nueva York, 3 de septiembre
de 1892), Obras completas, t. 5, ob. cit., p. 399.
14.
José Lezama Lima, «Paralelos», La cantidad hechizada,
Ediciones
Unión, La Habana, 1970.
15.
José Martí, «Discurso en Hartman Hall» (Nueva
York, 17 de febrero de 1892), Obras completas, t. 4, ob. cit., p.
304.
16.
Blanche Z. de Baralt, «Martí, caballero», Revista
Cubana. Homenaje a José Martí en el centenario de su
nacimiento, Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección
General de Cultura, La Habana, Cuba, 1953.
17.
Ibídem.
18.
Carlos Aldao, «Martí», Revista Cubana. Homenaje
a José Martí en el centenario de su nacimiento, ob. cit.
19.
Ibídem.
20.
Para mayor información sobre los patrocinadores norteamericanos
de Encuentro de la Cultura Cubana, consúltese el folleto
Encuentros,
desencuentros, Cuadernos de La Jiribilla, Editorial Letras
Cubanas, 2002. Y la revista digital La Jiribilla, n. 50.
Uno de los principales vehículos que el gobierno norteamericano
utiliza para la subversión contra Cuba y otros países del
mundo, es la National Endowment for Democracy (NED), que se encuentra
precisamente entre los patrocinadores de Encuentro. La NED ha ido asumiendo
en los últimos años las funciones de la CIA ante el creciente
descrédito público de esa organización. El 1º
de junio de 1986, el propio presidente de la NED, Carl Gershman, reconoció
en una entrevista para The New York Times que la NED «proveía
un canal de financiamiento para grupos que anteriormente hubiesen sido
apoyados de manera encubierta por la CIA».
21.
Eliseo Diego, «La insondable sencillez», Prosas escogidas,
Editorial
Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 442.
22.
Tomado de Froilán Escobar, Martí a flor de labios,
Editora
Política, La Habana, 1991.
23.
Máximo Gómez, Diario de campaña, Instituto
Cubano del Libro, La Habana, 1968.
24.
José Martí, Correspondencia particular de El Partido Liberal,
México, 29 de marzo de 1886, Otras crónicas de Nueva York,
2ª ed., Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, pp.
26-7.
25.
Cintio Vitier, ob. cit.
Contando
con la autorización de su autor, Temas reproduce el artículo
«El abrigo de aire», tal como fue publicado en la revista Encuentro
de la Cultura Cubana (n. 16-17, Madrid, primavera-verano de 2000). |