Casal
y su destino ejemplar
Duanel
Díaz, La Habana
I
La historia es de sobra conocida. El poeta había sido invitado
a una cena en la casa del doctor Santos Lamadrid; en la sobremesa alguien
hizo una broma y la sonrisa del poeta se trocó en carcajada
sangrienta. Casal había recibido ya dos veces los santos sacramentos,
según le confesaba a Darío en una carta de despedida que
le había escrito pocas semanas antes. La muerte había
rondado desde siempre en los versos de aquel poeta que había ostentado
como pocos su desilusión y su nihilismo (recordemos aquello
de “ansias de aniquilarme solo siento”), pero Casal no hubiera podido imaginar
aquella circunstancia excéntrica. Se trata de una muerte extraña,
artificial, que puede verse como el corolario de toda una postura camp
que el autor de “Mi museo ideal” cultivó a lo largo de su vida.
Podemos decir que el camp fue, para Casal, la forma de su destino
de poeta en una isla donde había demasiado calor y donde el verde,
largo tiempo cantado por los poetas, comenzaba a producir aburrimiento.
Cuando lo que se quiere es ser un poeta moderno, hay que dejar atrás
el romanticismo y volverse decadente como los modernos franceses.
Y un poeta decadente en Cuba tenía que sustraerse a la celebración
de la Isla como objeto poético. La Isla era lo natural, lo
dado, lo cercano ¿cómo podía ser poético? La
Isla, en Casal, es por vez primera prosa.
Desde Colón, Cuba había sido cantada. Primero se cantaba
a la terra, a la dadora. Esta visión alcanza su apoteosis
en un conocido pasaje del Espejo de Paciencia en que algunas deidades
griegas le ofrecen al buen obispo recién rescatado lo mejor de la
flora y la fauna de la Isla: “guanábanas, gegiras y caimitos”,
“mameyes, piñas, tunas y aguacates/… “camarones, biajacas y
guabinas”. La terra vale sobre todo por lo útil: lo
comestible, los olores, el agrado del clima. Se ofrece como cuerpo
de placer; su símbolo es la piña y las frutas de los “neoclásicos”.
Luego, con Heredia, irrumpe la poesía civil que canta a la patria,
encarnada en la palma. La patria, a diferencia de la terra,
se goza. San Agustín señala una diferencia fundamental:
“Gozar es, en efecto, apegarse a un cosa por valor a ella misma.
Usar, por el contrario, es convertir el objeto del cual se hace uso en
objeto que se ama, en caso de que sea digno de ser amado.” Si el
emblema de la terra es la piña - olor y sabor -, el de la
patria es la palma, no en cuanto objeto útil, sino bello, “espiritual”.
La patria es espíritu; su cuerpo ahora no es lo que se ofrece, sino
el objeto del deseo: la nación-estado. Para gozarla - “ara
y no pedestal” - se invierte la ofrenda: ahora es el poeta quien debe ofrecerse.
La vida de Martí es esta ofrenda ejemplar.
Desde las páginas de La Habana Elegante, un tal F.Sánchez
de Fuentes, después de leer “Nihilismo”, le recomendaba a Casal:
“…Fija tus ojos/ En el límpido azul del firmamento/ Donde el nombre
de Dios graban brillantes/ Miríadas de estrellas en las noches/
De este bendito Edén, de nuestra Cuba”. Por su parte, Nicolás
Heredia le aconsejaba dejar a un lado “ese decadentismo malsano, que tiene
su lugar en otros climas, para tomar el oxígeno de los campos de
su tierra”. Se trata, una vez más, de la llamada a la visión
colombina que entraña una celebración superficial de la autoctonía,
de la “tierra”. Es justamente esto lo que Casal deja a un lado, para
poner en su lugar el camp de los escenarios exóticos: el Oriente,
la Palestina de la leyenda bíblica, una antigüedad vista con
los lentes de Francia. En su lugar, los objetos del coleccionista:
el biombo, el kimono japonés, el traje negro y desteñido,
la foto de Gustave Moreau. Encontramos aquí una serie de actitudes
con sello baudelaireano, que adquieren un viso inequívocamente moderno
cuando se las piensa, como sugiere Benjamin, en el marco de la fractura
entre el espacio público y el espacio privado: el paseante, el hombre
del interior, el coleccionista, el voyeur. Casal cronista
es una especie de híbrido tropical de estas aficiones.
Sus crónicas son, sobre todo, crónicas de la miseria de la
provincia. La consciencia de la propia marginalidad, típicamente
modernista, irrumpe en ellas a cada paso. La Habana es la provincia mezquina
contraria al arte: un lugar donde no llegan los libros de Huysmans, que
el poeta conoce solo de referencia; un lugar donde las obras pierden su
encanto al ser representadas; un lugar donde el artista tiene que venderse
en el mercado del periodismo para poder sobrevivir. La provincia
es calor, aburrimiento, fealdad. Casal la representa, en sus crónicas,
a partir del modelo del Infierno cristiano, circular y eterno, reino de
la monotonía y de la fatalidad. Si Heredia había hablado
de “las bellezas del físico mundo” y de “los horrores del mundo
moral”, Casal ve más bien analogía donde el cantor del Niágara
veía contraste. En “Noches morosas”, por poner solo un ejemplo,
publicado el 15 de enero de 1890 en La Discusión, se imbrican
el "mundo físico" y el "mundo moral" en la visión del poeta,
bajo el signo de la monotonía y del hastío: “Las noches habaneras,
ya sean cortas, ya sean largas, según el estado de nuestro ánimo(...)
son siempre insoportables. No hay una distinta de otra. Ningún
acontecimiento viene a turbar alegremente la monotonía de las horas
nocturnas(...) Siempre vemos el mismo cielo, tachonado de los mismos astros;
aspiramos el mismo ambiente, impregnado de los mismos olores; recorremos
las mismas calles, alumbradas por los mismos mecheros de gas; penetramos
en los mismos cafés, invadidos por las mismas gentes, acudimos a
los mismos teatros, ocupados por los mismos actores; y cenamos en los mismos
gabinetes, en compañía de los mismos amigos. Vivimos
condenados a girar perpetuamente, en el mismo círculo, sin poder
escaparnos de él.”
Pero he aquí que el poeta tiene que comer y se hace cronista.
Y el periodismo, si puede ser “la mano benefactora que coloque el pan en
nuestra mesa y el vino en nuestro vaso (…) no será nunca el genio
tutelar que nos ciña la corona de laurel”. El cronista, irónico,
delimita el interior de la literatura oponiéndolo a sus ‘otros’:
el periodismo, la burguesía rastacueros, el pragmatismo yanqui.
Así, en la poesía y la prosa periodística, en sus
semblanzas y en algunos contes parisien imitados de los autores franceses,
Casal va conformando una escritura atravesada por la escisión entre
la provincia en la que se vive y se escribe y el “mundo civilizado” con
el que el poeta quiere conectarse, cuya hipóstasis es, desde luego,
París. El contraste entre “la magnífica Francia” y
“la infortunada Cuba” marca el deseo que se inscribe una y otra vez en
la escritura - “Países civilizados”, “mundo civilizado”, “allá”
-.
Fray Candil le reprochaba a Casal ser un “decadentista traducido”.
En realidad, Casal incorpora al imaginario decadente - esencialmente dual,
maniqueo - la escisión misma que hace posible y necesaria la “traducción”:
el abismo entre la provincia dependiente y el centro donde se produce la
cultura. A las escisiones de Des Esseintes - naturaleza y artificio,
realidad e ilusión, prosa y poesía, campo y ciudad -, el
Des Esseintes provinciano incorpora esa otra, que da cuenta de una dimensión
esencial de su escritura: “La magnífica Francia”- “la infortunada
Cuba”.
El ‘otro’ europeo y civilizado, desde su lejanía, es uno de los
objetos fundamentales del imaginario camp de Casal. Así,
en su semblanza sobre Juana Borrero la evasión alcanza su momento
más intenso al resolverse en una transfiguración. El
cronista ha ido en tren hasta Puentes Grandes, en las afueras de la capital,
a visitar a la que “más que talento, ha revelado genio”. La
presenta “frente al río célebre”, ocupada en pintar “algún
rincón del paisaje”. Luego escribe: “Llegada la noche, el
sitio se llega mágicamente a transformar. Más que al
borde de un río del trópico, os creéis transportados
a orillas del Rhin. Basta un poco de fantasía para que veáis
convertirse la choza humeante a lo lejos en la tradicional taberna de atmósfera
agriada por el fermento de la ambarina cerveza y ennegrecida por el humo
azulado de las pipas; para que el galope de un caballo a través
de la arboleda os haga evocar
la imagen del Rey de los álamos de Goethe o la del Postillon
de Lenau; para que el pararrayos de una de las fábricas que recortan
su mole gigantesca sobre las evaporaciones nocturnas os parezca la flecha
de histórica catedral, y para que el simple ruido de las ondas zafirinas,
frangeadas de espumas prismáticas, os traiga al oído la voz
de Loreley que, destrenzados los cabellos de oro sobre las espaldas de
mármol, entona al viento de la noche, desde musgosa peña,
su inmortal canción.”
En el espacio de la escritura, a partir de la transformación inicial
del Almendares en Rin, el despliegue imaginativo convierte lo próximo
en lejano, lo prosaico en poético: la choza en taberna europea,
el caballo en jinete famoso de las obras de Goethe, el pararrayos en torre
de catedral gótica, el sonido anodino de las ondas en canto de sirena.
El paisaje así transfigurado sorprende por su abigarrado exotismo.
Se trata de un “paisaje de cultura”, en la definición de Pedro Salinas,
de una imagen esencialmente “literaria”, que tiene algo de postal
y de museo, de bazar.
Casal, poeta moderno, decadente y esteta “traducido” realiza las direcciones
contemporáneas de sus modelos europeos y, a la vez, inscribe su
rechazo visceral por la circunstancia concreta de la Isla. Su decadentismo
es asco de la naturaleza, arquetipo del mal según Baudelaire, pero
a la vez es rechazo de la naturaleza cubana, del verde del campo, del sol
y del calor de la Isla. Su nostalgia es incurable nostalgia
romántica por “el lugar en que no se está”, pero a la vez
nostalgia concreta por Francia y por Europa, por lugares idealizados más
propicios al arte. Su rechazo es el de Des Esseintes por todo lo
que hay en este mundo, pero a la vez es una reacción contra la circunstancia
opresiva de la provincia donde es imposible leer los libros de Huysmans
y contemplar los originales de las pinturas de Moreau. Sus poses
y sus trajes son los del poeta moderno frente a una sociedad que no lo
asimila, y a la vez una defensa de la dignidad de la poesía contra
la sórdida situación colonial. Su tedio es el vago
spleen,
una de las formas del mal du siècle, pero a la vez es un
sentimiento causado por la monotonía del paisaje y del clima cubano,
por la poca animación de las noches habaneras, por la mediocridad
del ambiente que el cronista tiene que narrar.
II
En sus memorias sobre Piñera escribe Antón Arrufat: “Casal
fue una larga devoción en Piñera. Decisiva en un aspecto:
la autonomía del poema. La influencia de Casal se extiende
a casi todos los poetas cubanos importantes del presente siglo. No
se trata de una influencia de estilo, metáforas o imágenes,
se trata de un ejemplo y de una enseñanza. Casal es el primer
poeta cubano moderno, no tan solo modernista. La poesía fue
para él una experiencia absoluta y una forma de conocimiento.
El poema es un objeto creado por el hombre, autosuficiente y autónomo.
Un hecho del lenguaje, más que de la experiencia vital. Esta
lección fue recogida por Piñera. La influencia de Casal
en él, como en otros poetas cubanos contemporáneos, fue una
revelación.”
En realidad, habría que decir que el primer poeta cubano moderno
y modernista no es Casal, sino Martí, quien en 1882 escribe un poemario
- Ismaelillo - más renovador y valioso que la obra
toda de Casal. Sin embargo, la enseñanza del autor de Nieve,
en lo que a la poesía respecta, alcanza una mayor persistencia a
lo largo del siglo XX. El genio tutelar, el santo patrono de la profesión
es Casal. Borges habla del “destino ejemplar” de Flaubert: el del hombre
de letras como sacerdote, casi como mártir. Casal parece haber
encarnado, en nuestra pequeña tradición, un martirologio
semejante: el de la poesía. Piñera, en un poema escrito
en 1976 y posteriormente incluido en Una broma colosal, logra
una imagen que podría cifrar este destino y la enseñanza
fundamental que el siglo XX descubre en él:
Naturalmente,
en 1930
Como
un pájaro ciego
que
vuela en la luminosidad de la imagen
mecido
por la noche del poeta,
una
cualquiera entre tantas insondables
vi
a Casal
arañar
un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo
con tal vehemencia
que
sus uñas se rompían,
y
a mi pregunta ansiosa respondió
que
adentro estaba el poema.
Casal, como un loco, arañando el poema hasta sangrar. Esta
visión de Casal como mártir de la poesía la comparten
los poetas que, hacia 1910, en Oriente, escribían sus versos en
medio de la frustración republicana con algunos escritores contemporáneos
que colaboraron en el homenaje que, a semejanza del que le dedicara La
Habana Elegante con motivo de su muerte en octubre de 1893, publicó
la editorial Abril cien años después. Desde Poveda
y Boti tomando a Casal como “bandera” hasta Ponte escribiendo, con velada
referencia a Barthes, que Casal “ambicionó, como nosotros, que todo
fuera signo erguido” se va configurando no solo la centralidad de Casal
en el canon poético nacional, sino también su lugar de honor
en un imaginario al que parece haber aportado algunas cosas íntimas
y perdurables: la “tina de mármol rosa”, la comunión poética
en casa de los Borrero, la carcajada final.
Poveda y Boti se vieron a sí mismos como los primeros en recoger
la herencia de Casal “Y fuimos a la pelea - dice Boti en sus notas
sobre Poveda, a propósito de su oposición a la penuria poética
representada por la antología Arpas cubanas - con
bandera propia: Julián del Casal, sin que fuéramos casalianos
unilaterales.” De Casal tomaron sobre todo la voluntad de oponerse
a un medio hostil con el escudo de la poesía y la soberbia del poeta-elegido.
En su poema Julián del Casal, subtitulado “canto églego”,
Poveda representa desde el propio espacio poético esta filiación
con el autor de Nieve:
Grave
campanero, nocturno mastín funerario
que
atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario,
y
doblas tus dobles con lento ademán:
dime
si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue
el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero
que espías a los que se van.
Poveda presenta a Casal como una presa de la maldición de
Saturno, cuyo signo es la luz que lo identifica como poeta: “flamínea
en su frente la lívida luz de Saturno/ rapsoda del propio relato
fatal”. Esta representación de la fatalidad casaliana puede leerse
a la luz de un poema en prosa de Baudelaire, “Los beneficios de la luna”,
que el propio Casal tradujo y publicó en La Habana Elegante.
El poema es una especie de alegoría del don de la poesía,
que Baudelaire imagina como un regalo ambiguo que la luna hace al elegido
bajo la forma de un beso fatal y a la vez bienhechor:
[La luna] Descendió suavemente su escalera de nubes y pasó
sin hacer ruido a través de los vidrios. Después se tedió
sobre ti con la ternura delicada de una madre y depuso sus colores en tu
faz. Tus pupilas se han quedaron verdes y tus mejillas extraordinariamente
pálidas. Tus ojos se han agrandado bizarramente, de contemplar a
aquella visitadora, y ella te ha estrechado tan tiernamente la garganta
que has guardado para siempre los deseos de llorar.
Sin embargo, en la expansión de tu alegría, la Luna llenaba
el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso;
y aquella luz viviente pensaba y decía: “Tú sufrirás
eternamente la influencia de mi beso. Serás bella a mi modo. Amarás
lo que yo amo y me ama: el agua, las nubes, el silencio y la noche; la
mar inmensa y verde; el agua informe y multiforme; el amante que no conozcas;
las flores monstruosas; los perfumes que hacen delirar…
Esta ambigüedad de los “beneficios de la Luna” - soledad y compañía,
placer y dolor - constituye el destino del poeta, la fatalidad del que
está condenado a “ver” más y a preferir lo lejano.
El poema termina con una invocación: “Y por eso, maldita niña
mimada, estoy ahora extendido a tus pies, buscando en tu persona el reflejo
de la terrible divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza
envenenadora de todos los lunáticos”.
La luz de Saturno con que Poveda imagina a Casal es una variante del mismo
tema, inequívocamente decadente y finisecular. Poveda no solo
representa a Casal como un elegido de la poesía, sino que también,
indirectamente, se representa a sí mismo como miembro de la comunidad
“terrible” y secreta. El pacto con la poesía - “fatídica
madrina” - se sella cuando el poeta vivo, desde la aridez de su circunstancia,
busca e invoca al poeta muerto. Poveda, al igual que Piñera,
se ve en el espejo de Casal, y más allá, de Baudelaire: “bardo
decadente”, trabajador que cincela su verso, que trastoca su desilusión
en versos pulidos: “le halló la alborada tallando en zafiro el espacio”.
La muerte de Casal es el momento climático del “canto églego”:
Y al fin fue la noche. Satán murmuró su trisagio
y
dijo el ritual. Baudelaire en monótono adagio
cantó
las antífonas turbias del mal;
Volupta
fue diosa; Tristeza fue goce y demencia;
fue
cuerda quebrada de orgasmo y de luto Juvencia;
Saturno
vertía su lumbre fatal.
En su “Oda a Julián del Casal” también Lezama establece,
desde la poesía, una filiación con Casal. Lezama toma
como leit motiv el color verde de los ojos del poeta, que se asocia
con la muerte. La misión de Casal es “descender a las profundidades
con nuestra chispa verde”. La cifra de
su legado es “el verde de la muerte” que es un “color alegre”: “alcanzaste
a morir muerto de risa/ Tu muerte podía haber influenciado la de
Baudelaire”. En su ensayo “Julián del Casal” - conferencia
pronunciada en 1941 e incluido luego en Analecta del reloj - en el
que postula una crítica poética, abocada no a buscar influencias
sino “el misterio del eco”, Lezama sostiene que “el hecho de que Casal
quisiera imitar a Stecheti, o a parnasianos de tercera clase como Leon
Dierx - a los que supera fácilmente - tiene la misma mudez y escaso
valor simbólico que el que se haya encontrado con Baudelaire, al
que no superará nunca.” Y es solo en el mismo nivel - “hay
que ver en todo creación, dolor” - donde Baudelaire supera a Casal
como el dandy al esteta. En el poema, en cambio, se invierte la jerarquía.
Lezama imagina allí un Casal que pudo haber influenciado a Baudelaire,
un Casal cuya “tos alegre” es única, cuyo sonido es “inigualable”
por las estrofas del poeta francés. En la muerte el poeta
alcanza su plena originalidad.
Lezama establece en la “Oda” un curioso vínculo con el “Adonais”
de Shelley. En esta célebre elegía, el poeta inglés
retoma el tema del lamento ancestral por la muerte de Adonis para cantar
la muerte temprana de su amigo Keats. Lezama - lector de los románticos
ingleses y de La rama dorada, de Frazer - tiene en cuenta a todo
lo largo de su “Oda” este poema y la simbología asociada a Adonis.
Casal es “corteza del árbol donde Adonai huyó del jabalí
para alcanzar la resurrección de las estaciones”. Casal ha
descendido a la “terraza helada”, llevando “nuestra luciérnaga verde
al valle de Proserpina”. Para Lezama, la poesía de Casal es
una especie de cumplimiento de la misión encomendada pues “todo
poeta se apresura sin saberlo / para cumplir las órdenes indescifrables
de Adonai”.
Según la mitología, Adonis, debido a su belleza, fue disputado
por Venus y por Proserpina, decidiéndose finalmente que pasara una
parte del año con cada una, lo cual da origen al ciclo de
las estaciones. Si tenemos en cuenta, además, que Casal muere
de tubercolosis, como Keats, con solo tres años más, podemos
considerar el alcance del gesto de Lezama al establecer una similitud entre
el lamento de Shelley por el joven amigo muerto y su propia oda que discurre
en torno a la muerte de Casal. La elegía de Shelley, donde
se remite a la resurrección de Adonis, símbolo de la resurrección
de la vida y del amor genésico, es un canto a la inmortalidad de
la poesía. Shelley evoca a Chatterton, a Sidney, a Lucano
como hitos en una tradición que muestra, en el reverso de la muerte
temprana de los poetas, la inmortalidad de sus obras y más allá,
de la poesía misma. Es precisamente de esto de lo que se trata
en la “Oda” de Lezama. Al establecer una analogía entre la
muerte de Casal y la de Keats, e inspirarse en la elegía de Shelley
para componer su propia “Oda”, Lezama se inviste de la autoridad que los
poetas ingleses configuraron: la del vate. Si Casal es Keats, Lezama es
Shelley, consagrando al amigo poeta muerto y consagrándose a sí
mismo.
Buscando “el misterio del eco”, Lezama vuelve en su ensayo de 1941 sobre
la página en que Esteban Borrero evoca la tarde en que Casal visitó
por primera vez la casa de Puentes Grandes: “Casal acude a la casa de Borrero.
Allí está la poetisa, los hermanos de la poetisa, el padre
de la poetisa. Todos creados, recordados por el centro de Juana Borrero.
Ahora los protagonistas no van a ser ellos. Otros hermanos, zonas
grises, que ahora se tornan maravillosamente comprensivas. Hay ese
silencio coral del trópico, en que ya - siesta o crepúsculo
- no hay nada que decir, pero en el que nadie se atreve a romper, a despedirse.
Un pequeño hermano de Juana Borrero se pierde, cuando reaparece,
esgrime un loto, haciéndolo girar lentamente entre sus dedos.
Hay ese silencio coral del trópico, siesta o crepúsculo.
Otro pequeño hermano de Juana Borrero exclama un verso de Casal:
un loto blanco de pistilos de oro. El poeta se siente entonces necesario,
y desde luego, comprende lo misterioso de esa comprensión, y desde
luego creo que llora”. Basta leer el texto de Borrero para darse
cuenta de la libertad de la glosa de Lezama. No era “siesta o crepúsculo”
sino una mañana. Según Borrero, además, se trata de
un lirio y no de un loto, y era el mismo muchacho el que “le mostró
un blanco y fresco lirio, húmedo aún, que acababa de arrancar
de un tallo del jardín de la casa. -Toma, Casal - le dijo alargándole
la flor -, este es el lirio de Salomé”. En una nota de su
ensayo “Julián del Casal en su centenario”, donde Vitier vuelve
sobre la página de Borrero, rectifica la imprecisión de Borrero
y la de Lezama. “Borrero, quizás sugestionado por la anécdota
misma, cita equivocadamente el verso de Casal. Por su parte, Lezama,
haciendo referencia de memoria, rectifica la equivocación de Borrero
y a su vez se equivoca, suponiendo que el niño llevó a Casal
un loto”. De esta anécdota, de sus tres “formas” - lo que
efectivamente ocurrió, la evocación de Borrero en 1899, la
glosa de Lezama en 1941 - resalta Vitier justamente la transfiguración
del lirio en loto como signo de la fuerza de la potencia poética.
La lectura del pasaje de Lezama, como del de Vitier, deja la impresión
de que esta “comunión poética” en casa de los Borrero sirviera
como antecedente de la propia comunión origenista, de ese “estado
poético organizado frente al tiempo”, donde la poesía reinara,
se hiciera necesaria, donde por fin se lograra “empatar o zurcir el espacio
de la caída”.
Hay varios textos recientes que, desde la ficción, vuelven sobre
Casal. A saber, el relato “Avispas y gorriones en la pasión
y en la muerte de Julián del Casal”, de Reinaldo Montero; la obra
de teatro "Mascarada Casal," de Carlos Lemis; el poema “Pobre Casal” de
Francisco Morán Lull, y también “El sol en la nieve”, de
Raúl Hernández Novás. En Tuyo es el reino,
de Abilio Estévez, el poeta de los “suaves dolores en los músculos”
y las “hondas tristezas en el alma” presta su abulia al tío Rolo
y a la atmósfera de la Isla. Sobre los poetas de la Isla la
fascinación de Casal, de su ministerio poético, de su muerte
modernista y de su destino ejemplar persiste al cabo de un siglo.
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