Ofrecemos a los lectores un pasaje del capítulo III, "Inmediatez
pública y visualidad revolucionaria: la
forma de la coincidencia en la Casa de las Américas", del
libro Fulguración del espacio. Letras e imaginario
institucional de la Revolución Cubana (1960 -- 71), del profesor
y escritor Juan Carlos Quintero Herencia. Desde su posición
como profesor de literatura en la Universidad de Maryland, Quintero Herencia
pone en alto el nombre de Puerto Rico, y también el de Cuba, porque
no hay que olvidar que -- y sin que nadie se ofenda -- "Cuba y Puerto Rico
son / de un pájaro las dos alas". La Habana Elegante,
por su parte, pone también en alto su propio prestigio dándole
cabida en sus alas al trabajo de Juan Carlos -- incluida su obra poética,
de la cual incluimos al final una apretada selección.
El
acecho de la epifanía
La Revolución no sólo debía “aparecer” por algún
lado en los textos, sino también, de algún modo, su ineludible
presencia debía marcar (en cualquier sentido) las posibilidades
políticas de dichas textualidades. Esta preocupación
sobre los modos de inscripción visual que la experiencia y las
identidades revolucionarias producirían en América Latina
es una preocupación fundante del andamiaje discursivo de numerosos
textos del período. Entre las páginas de la Casa,
el escritor cubano Edmundo Desnoes, en un texto que tiene más de
un vínculo con su importante novela Memorias del subdesarrollo (una
novela que discurre, precisamente, a través de la observación
y el deambular citadino de un intelectual afectado por la nueva escenografía
revolucionaria) comentaba el poder de dilatación de lo real adquirido
por la imagen fotográfica y sus posibilidades en el entorno revolucionario.49
El texto que Desnoes publica en la Casa es un acercamiento crítico
al efecto fotográfico sobre lo latinoamericano y forma parte de
una reflexión mayor en torno a las representaciones del periodismo
“externo” ante fenómenos como el “subdesarrollo”, la Revolución
y aquellas imágenes llamadas a fomentar el turismo en Latinoamérica
ya sea en revistas extranjeras como cubanas del presente o del pasado.
La reflexión de Desnoes se mueve estableciendo polos, relaciones
y posibles versiones de los “adentros” y los “afueras” culturales que revelan
las fotos. Desde ahí se lanza a codificar la creación
de estereotipos y paisajes, así como también, las versiones
históricas en miniatura que contienen dichas fotos. Desnoes,
además, anota algunas de las tachaduras sociales, las perversiones
comerciales y los usos estereotipados de la moda y la “paisajística”
cultural para montar su narración “parcial” sobre el “nosotros subdesarrollado”.
Sin embargo, en un momento del ensayo, Desnoes celebra la capacidad totalizante
de ciertas imágenes fotográficas de lo revolucionario para
“captar” esa topográfica de la identidad que unifica la historia
de sublevaciones y el sentido del “destino político” de América
Latina. En específico, Desnoes señala las fotos que
surgieron a raíz de la Revolución mexicana como un antecedente
visual e histórico que captura la imagen de Latinoamérica
que “ahora” articulaba el proceso cubano:
Las fotos de la Revolución Mexicana crearon a principios de nuestro
siglo la más poderosa imagen mundial de América Latina.
El campesino de un país se convirtió en símbolo de
un continente al reproducirse por todo el mundo las fotos y los grabados
de los humildes peones armados de México. Después de
la revolución, a todo lo largo de más de cuarenta años,
el sombrero de ala ancha y el vestido suelto de pantalón blanco
se convirtieron en la representación universal del latinoamericano,
fuera cubano o brasileño, peruano o argentino. Una imagen
local se generalizó.
No fue hasta la Revolución Cubana que una nueva imagen de América
Latina recorrió el mundo en fotografías: la barba de Fidel
Castro y de sus hombres, los barbudos revolucionarios.
Si la imagen de la Revolución Mexicana es el producto de fotos tanto
como de grabados, la Revolución Cubana se ha reproducido en París,
Nueva York, Pekín y Nueva Delhi casi exclusivamente a través
de imágenes fotográficas. 50
Para Desnoes, la profusa circulación internacional de estas imágenes
de alguna manera certifica que en ellas se encuentren sintetizados valores
y sentidos “comunes” de la historia de América. Aspecto
que, sin embargo, el propio autor le niega a la representaciones comerciales
o turísticas en el mismo ensayo. La reproducción de
estas imágenes, nos dice el autor cubano, difundió e hizo
propiedad de “todos” un emblema decididamente latinoamericano. Resulta
interesante la inversión de sentidos que Desnoes deposita en estas
imágenes. Estas imágenes inaugurales de los sucesos
revolucionarios, desde su primera edición pública, parecerían
contener ya reflexiones cifradas en torno a la propia constitución
y vigencia histórica de tales acontecimientos. Las fotos a
las que alude Desnoes contienen, cifradamente, toda una narración
y un proyecto. Un sujeto “local” se ha “generalizado” gracias a su
difusión internacional, resumiendo en sí mismo los proyectos
y esperanzas de emancipación del continente latinoamericano.
La naturalización de un fenómeno histórico “local”
como representante de “nuestra identidad” continental se logra, según
Desnoes, a partir del recorte visual de un sujeto que emblematiza y protagoniza
una gesta moral. Humilde pero armado, con su indumentaria “típica”,
este sujeto es capaz de cobijar y representar más de una nacionalidad
latinoamericana en su lucha por la igualdad política y económica,
cristalizándose así como un signo diferenciador de “lo nuestro”
capaz de extender, a través de tiempo y el espacio, los caracteres
y las “esencias” mismas de los móviles y las luchas de la historia
latinoamericana. Más aún, en up texto de 1972, Desnoes
era más específico en cuanto a la veracidad de la genealogía
identitaria contenida en la imaginación visual cubana. Paradójicamente,
según Desnoes la actualidad y la verdad de la imaginería
revolucionaria se activaba en el regreso de los gestos patricios del siglo
XIX. Para Desnoes, la especificidad visual de la Revolución
cubana es un destilado de su “evidente” continuidad con las utopías
independentistas del siglo XIX. El puente temporal entre estas “instantáneas”
de la identidad cubana lo ofrece un ojo épico cuya mirada fundacional
encuentraba su mejor precedente y objeto en los rostros heroicos del independentismo
latinoamericano:
En el caso de Cuba
nos aventuraríamos a sugerir que un estudio de su imaginería,
a nivel nacional, inclusive revelaría el porqué la revolución
encontró un ambiente social tan propicio. Ningún país
del continente, por ejemplo, tiene una mayor profusión de imágenes
que reiteran la identidad nacional. A primera vista decubrimos que
no hay barrio, zona de pueblos o ciudades, regiones rurales que no tenga
una imagen de Martí o Maceo, los rincones martianos, bustos de yeso
con flores, aunque han sido acusados de ridículos, de arte kitsch
por la cultura de élites, reflejan la obsesión política
del cubano, su vocación social. Esto, desde luego, nos lleva
necesariamente a una guerra de independencia que podemos considerar contemporánea,
que se desató en 1868, sufrió su primer revés después
de diez años de lucha, se reanudó a finales de siglo, quedó
frustrada por la intervención norteamericana, pujó de nuevo
durante los años treinta (Mella, Guiteras, Martínez Villena)
y culminó con el embate de la Sierra Maestra. Fue una lucha
independetista que se inició con medio siglo de retraso con respecto
al resto del continente, pero que fue más consciente, deliberada.
51
El itinerario explicativo de Desnoes es emblemático de esta visualidad
revolucionaria que funde, en la lógica de los espacios, los relatos
sobre el tiempo de la nacionalidad. Relatos, además, que producen
una continuidad temporal, que inventan una suerte de calendario de la nación
que sólo es distinguible luego del triunfo revolucionario.
Este ojo que Desnoes le adscribe a la “vocación social” cubana parece
detectar en esas individualidades heroicas que recogen los bustos una política
del tiempo utópico como una memoria cifrada y latente en la historia
de la nacionalidad que sólo necesita para su “re-encarnación”
el escenario de la guerra revolucionaria. Es bajo este reavivamiento de
esa modélica visualidad independentista, como una visualidad fundamentalmente
guerrera, que fotos como
las de Emiliano Zapata o Pancho Villa de cuerpo entero, muertos o a caballo,
con sus uniformes de guerra, adquieren su pertenencia en el gran album
familiar de la historia continental latinoamericana. Las fotos de
los héroes funcionan casi metonímicamente en relación
con sus ejecutorias o proyectos políticos (según visten así
fueron, lo que se ve es lo que son, las fotos hasta cierto punto “son”
el héroe). Esas fotos como los sujetos que las habitan componen
toda una geografía histórico-moral: desde el ropaje y la
presencia del sujeto revolucionario se puede trazar su origen racial o
social, asomarnos a su política y sus tonos, vislumbrar sus estrategias
y sus modos de lucha. Para Desnoes, captar ese momento a través
de la imagen fotográfica significa tener en la manos una cifra espacial
que atestigua ese nuevo sentido de las identidades que sólo surge
en los levantamientos revolucionarios. Además, capturar el
instante revolucionario facilita el tejido de una heráldica americana
que condensa la historia de las diferencias que es América Latina
en esa procesión de figuras y poses de los líderes ante las
cámaras. El escenario y los personajes revolucionarios no
sólo constituyen el espacio por excelencia donde se deciden los
hechos y los sentidos de la historia, sino que de ellos emana un espacio
de significación capaz de resumir los avatares
históricos de una nacionalidad continental. Las representaciones
de la Revolución mexicana y su extensa circulación a través
del globo le permiten a Desnoes trazar homologías entre los efectos
y las legitimidades culturales producidas por las imágenes del proceso
mexicano y las imágenes que la Revolución cubana pone en
circulación. Pero la captación del instante y la escenografía
de lo revolucionario que, para Desnoes, legítima una representación
“verdadera” de lo latinoamericano en dichas fotos, presupone una situación
aporética, pues la foto aspira a fijar lo destinado al flujo.
El constante movimiento revolucionario aprehendido y fijado por la foto;
el fluir revolucionario detenido, codificado, descodificado y hasta institucionalizado
con la foto permite un acercamiento a los tonos y a las autodefiniciones
a los que los procesos revolucionarios se dedican con vehemencia. El momento
convulso parece ser la pose estática del héroe; el instante
paradójico que nace de algunas fotos de lo revolucionario es una
entrada a algunos de los efectos y las nuevas configuraciones de este espacio
público emergente. Como si el ojo fuese el primer sentido
en saber algo de la verdad ineluctable de Revolución cubana y, por
lo tanto, es el encargado de recibir las primeras figuras e imágenes
(morales) del espectáculo revolucionario.
De aquí que algunas representaciones de lo revolucionario entre
las páginas de la Casa tendieran a superponer deliberadamente el
medio, la forma y su uso para narrar el instante revolucionario sobre el
mismo instante revolucionario que se anhelaba captar. Esta coincidencia
funcional de la publicidad
periódica y las imágenes de lo revolucionario en Cuba se
armó movida por esa “insistencia” que parece destilan los “hechos”
y los “fenómenos” históricos puntuales en su afán
por ser representados, plasmados, en algún documento. Como
si los “hechos” desplegaran una inconfundible voluntad de representación
que precede la voluntad de representación y los materiales utilizados
por el sujeto que desea producirlos. Además, esta voluntad
representativa de la realidad nacional parece construir el inequívoco
perfil de ese largo continuum de la Historia de la Nación
que es su figuración misma. No es entonces accidental que
uno de las grandes emblemas fotográficos de la Revolución
cubana haya sido la figura de Ernesto Che Guevara. Sobre todo la foto de
Korda que da origen al mito del guerrillero heroico. ¿No ha
sido consumida acaso esa mirada entre la ira y el orgullo que despliega
el Che sobre el horizonte, con su boina negra y su estrella solitaria,
como la “prueba” de la existencia de esa voluntad utópica que vertebra
lo latinoamericano? Esa mirada fotografiada es también la
forma del “regreso” de esta voluntad de presencia del héroe latinoamericano.
Este efecto se vuelve, de hecho, más intenso, a partir de su asesinato,
y la subsiguiente circulación y reproducción de fotos que
lo muestran muerto junto a sus asesinos. A partir de ese instante
de difusión el cuerpo yacente del héroe grabará, indeleblemente,
la figura del Che Guevara en la galería hagiográfica que
es posible armar en América Latina con los innumerables héroes
del continente. Debemos subrayar que el número 46 de la Casa
de las Américas enero-febrero 1968, dedicado al Che Guevara
fue diagramado utilizando diversas fotos del Che, y en este número
aparece un texto en saludo al guerrillero argentino, escrito por Angel
Rama, en el que la figura del guerrillero muerto sirve para esbozar una
pequeña reflexión en torno a la forma y recurrencia de “nuestra”
heroicidad:
La heroicidad produce el mismo deslumbramiento y el mismo pánico
que la santidad, porque está hecha de su misma atroz desmesura y
genera entre el multitudinario coro de quienes presenciamos la tragedia,
la conciencia terrible de ser destinatarios del sacrificio. No era
necesario que el periodista dijera que “parecía un Cristo yacente”,
ni que las fotografías nos propusieran imágenes similares
a las que el arte europeo cultivó durante siglos, con el cuerpo
enflaquecido y la paz cerrada de ese rostro ya para sí, para sentir
que no sólo vivió entre nosotros sino que murió por
nosotros. Que ni siquiera nos pregunta qué haremos porque
su sola vida y muerte es una pregunta que no cesa.
Bolívar, Martí, Ernesto Che Guevara. Lo que cambia es el
estilo, simplemente.52
¿Cambiará la muerte de estilo? ¿Tiene estilo
la muerte? Más aún, ¿cómo se produce
“esa conciencia” terrible de ser el destinatario del sacrificio?
Rama parece estar ante una foto límite para el
ethos
latinoamericano y, por lo tanto, propone filiar estas imágenes de
la santidad del Che con una tradición específicamente latinoamericana
que recontextualice el imaginario mesiánico presupuesto en la foto.
Más aún, Rama lee en la opacidad de ese rostro que ya no
mira, en esa desparición de la “luz de la vida” de un cuerpo la
paradoja de una nueva interpelación, de un “nuevo” discurso que
desde el recinto sacro del sacrificio y la muerte ofrendada rearticula
el sentido de esa voluntad histórica de lo latinoamericano que recogen
las heroicidades independentistas. Ese otro tipo de héroe,
que Rama nos describe velozmente, está compuesto por el pequeño
uniforme de Bolívar, “el desmedrado Martí de Dos Ríos”,
y ese hombre “con unas piernas flácidas y unos pulmones cansados”.
Se trata de un héroe debilitado por la muerte que carece de los
atributos del bronce y que tiene al Cristo crucificado como su paradigma.
Sin embargo, la “inevitabie” autoridad moral que despliega el Che sobre
Rama y sobre aquellos que han presenciado su inmolación viene validada
por una genealogía “nuestra” de lo sacrificial. “Bolívar,
Martí,
Ernesto Che Guevara” no son solamente nombres claves dentro de una genealogía
de la tradición independentista latinoamericana sino textos y espectáculos
sacrificiales que permiten fundar, simultáneamente, una creencia
y un saber americano a través de la procesión de sus gestos
cuya verdad excede “el estilo”. Nuevamente regresan los “uniformes”
y la “muerte” a hablar por “nuestra” especificidad. Ante la tragedia, la
certidumbre utópica de la foto reside en su cotenido mortuorio,
pues revela la repetición de una gestualidad “desmesurada” que inmediatamente
nos convoca a reaccionar. La foto es el dictum de un sacrificio
que nos produce como un “nosotros” a través de una pregunta que
es la forma misma de la autoridad del héroe: “¿Qué
van a hacer ahora?” Más que una pregunta, pensamos, del cuerpo
muerto del héroe emana un mandato. La gesta del Che parece
ser la forma más alta de viabilizar, de hacer la utopía
americana. De aquí procede la interpelación y jerarquización
hermenéutica que comanda el sacrificio: “porque su sola vida y muerte
es una pregunta que no cesa”. La foto del Che muerto es, en el texto
de Rama, la confirmación emblemática de un ritual moral que
subyace, pero también ha condicionado, la historia de los intercambios
y las relaciones de autoridad establecidos por la intelectualidad latinoamericana
y las diversas historias de sublevaciones, heroicidades y tragedias que
contiene la moderna tradición emancipatoria de “nuestra” América.
Esta correspondencia de heroicidades e identidades que parece imantada
y repuesta en el teatro del presente latinoamericano a través del
sacrificio del Che es concomitante a un discurso espiritualizante y moralizador
que domina grandes zonas del campo intelectual cubano en la década
del sesenta. La bajada de los barbudos de la Sierra Maestra (Sierra
que nunca deja de ser del todo un territorio magisterial y mesiánico
como bien su adjetivo apunta), aquella paloma blanca que descendiera sobre
un hombro de Fidel Castro en medio de un discurso, “eran signos”, pequeñas
visitaciones que “iluminaban” el proceso revolucionario cubano como el
escenario escogido para el despliegue de una experiencia epifánica,
de una revelación histórica inescapable e inminente.
Para muchos las “profecías” del latinoamericanismo martiano parecieron
cumplirse en el proceso público de la Revolución. El
descenso de los héroes marcaba un comienzo y con él un nuevo
sentido del tiempo. Las coincidencias y continuidades entre Fidel
y Martí, el 1868 en el 1959, levantaban una versión circular
de la temporalidad nacional. Este énfasis en la circularidad
de los procesos viabilizaba una lectura alegórica, muy cercana a
las alegorías bíblicas, del pasado y el presente nacional.
En un poema titulado “Que veremos arder”, dedicado a Marcia Leiseca “conversando
hacia la Plaza de la Revolución”, Roberto Fernández Retamar
refundía el presente revolucionario desde la simbología bíblica:
Abel derramó
su sangre al comienzo.
No lo siguieron más
que los humildes, los olvidados.
Y, luego de andar sobre
el mar,
Quedaron doce, y todo empezó
de nuevo.
Bajaron con barbas al romper
el año,
Y tuvieron discípulos
sobre la vasta tierra.
Esto lo sabía el libro.
Pero los símbolos
que ellos hicieron
No tenían libro:
los que hicieron las cosas
No tenían nombres,
o al menos sus nombres
No los sabía nadie.
Las fechas que llenaron
Estaban vacías como
una casa vacía.
Ahora sabemos lo que significan
Cuartel Moncada, 26.
Lo que significan Camilo,
Che, Girón, Escambray, octubre.
Los libros lo recogen y
lo proponen.
El viento inmenso que lo
afirma, barre las montañas y los llanos
Donde los que no tienen
nombres,
O cuyos nombres no conoce
nadie todavía,
Preparan en la sombra llamaradas
Para fechas vacías
que veremos arder.53
La tropología y teleología biblíca “se hace carne”
en el presente histórico de la Revolución. Sin embargo,
¿cómo atrapar, en la escritura, esa “combustión” que
es la forma misma de la realidad revolucionaria con la que cierran los
versos finales del poema? El poema de Fernández Retamar puede
leerse como un intento de contestación a esta pregunta en torno
a la excesiva figuración temporal y visual de lo revolucionario.
Este poema intenta escenificar un cambio de lugar y funciones
para el poder interpretativo del “libro” ante el surgimiento de una “nueva”
autoridad histórica llamada Revolución; presencia y autoridad
que necesariamente debe revelarnos otra forma de nominar, de escribir.
En primer lugar, el poema proclama que esta “encarnación” textual
de la figura de lo revolucionario desconoce la encuadernación propia
del tomo. La tropología inaugurada por los barbudos carece
de casa, de Libro. El Libro puede ser re-escrito y producido,
en plural, desde ese presente que recoge la nueva textualidad revolucionaria
que, a su vez, relocaliza la ancestral significación de toda
palabra inaugural en esa otra geografía que es la Isla. La
voz del poema cree que los íconos revolucionarios, desde la Sierra,
han producido una nueva experiencia textual cuya sacralidad no ha sido
recogida, no puede ser recogida, por una noción tradicional de lo
literario o de lo religioso. Los símbolos que producen estos
apóstoles no fueron recogidos, inmediatamente, hubo que esperar
a la victoria del 59 para presenciar la fundación de “otros” libros,
de otros datos, de otros nombres y de otras casas. La gesta del Granma
y la Sierra es la forma más alta de la verdad en este poema.
En vez del “libro que lo sabía”, en la Revolución
“seremos un nosotros” textual que “ahora” comprende lo que significaban
esos “símbolos” que el tomo nunca guardó. El saber
antiguo cede ante la llegada del nuevo saber guerrillero, cuyo advenimiento
no sólo recoge y redefine las figuras del primero, sino que anhela
alterar las acostumbradas linealidades asociadas a la imagen cronológica
del tiempo. De aquí que re-tomar los sentidos de ese
texto que es la Revolución sólo sea posible a través
de una declaración apocalíptica que sólo imagina lumínicamente
el acceso al territorio donde residen los nombres de la Verdad. El
futuro del tiempo utópico en América, anunciado por el descenso
del apostolado guerrillero “llena” de sentidos el espacio textual de la
identidad cubana y latinoamericana. El vacío de la promesa
cristiana es colmado por la resurrección del Verbo en su avatar
cubano. Desde los tonos y figuras del Evangelio cristiano este poema
desea re-escribir el lugar y la legitimidad de los saberes de la letra
(pública e histórica) en el nuevo mapa nacional que diagrama
el Verbo revolucionario.
Pero el gesto apocalíptico del poema es un gesto asaltado por múltiples
tensiones que bloquean el ciframiento de la “novedad” revolucionaria.
Al cifrar la irrupción de lo revolucionario como un suceso que quiebra
las nociones establecidas de lo político, lo literario y hasta lo
temporal, Fernández Retamar, sin embargo, recurre a un tipo de alegoría
bíblica que descansa sobre una concepción autosuficiente
de las Escrituras en la cual todo está previsto, prefigurado por
el Antiguo Libro. La reescritura del Antiguo Testamento por el Nuevo
se lleva a cabo cada vez que el teólogo abraza el cierre absoluto
del tiempo prometido según es testimoniado en el evangelio que conforma
el Nuevo Testamento. En el poema, las Escrituras, a pesar de su supuesta
vaciedad e ilegibilidad en el presente son el a priori temporal
e intertextual para esta voz que desea representar lo revolucionario como
una experiencia utópica nunca antes representada. Bajo esta estela,
el poema subraya que el efecto revolucionario es, ante todo, un efecto
nominador, pero sobre todo un efecto restaurador. En primer lugar,
el poema discurre por esos nombres que “llenarán” de sentidos el
futuro, aunque por el momento éstos sean desconocidos y estén
vacíos. No obstante, el momento de la revelación de
la plenitud que ahora satura el pasado vacío de una posible nominación
utópica, tiene la forma de la combustión. El “tiempo
nuevo que viene” será visibilizado a través del espectáculo
de la consumición. El continente se llenará contradictoriamente
de combustiones que saturan y definen la temporalidad utópica como
un proceso lumínico que entonces permitirá “conocer”
los Nombres. De igual modo, se accede a los significados inéditos
de lo real, de esa otra textualidad encarnada en el presente, a través
de las gestas guerrilleras que, si bien, “nos” han enseñado otro
abecedario, “nos” devuelven al escenario de lo ya dicho, a la letra archivada,
al texto transmitido por vías del magisterio evangelizador.
Por otra parte, nombrar es, tradicionalmente, un atributo del saber letrado,
pero en el texto Fernández Retamar es, además, un derivado
de la “nueva” hermenéutica temporal que dispara el descenso guerrillero.
Lo terrible de esta forma de nominación poética es que no
hay un sentido mayor sino a que inaugura la guerra: “Abel derramó
su sangre al comienzo”. En otras palabras, el principio es la guerra.
Nombrar en este poema, además de ser un tarea educativa, también
es una marca fundacional de un telos histórico que no puede
prescindir de la antagonía para producir su movilidad significante.
Como si la conmoción de lo revolucionario en su momento de emergencia,
como si ese pathos que acompaña las transformaciones violentas (que
parece ser la esencia misma de la historia libertaria de la Nación)
detuviera y confundiera los instrumentos y las cifras encargadas de medir
el tiempo. A este respecto, cabe recordar al narrador-personaje de la novela
de Edmundo Desnoes Memorias del subdesarrollo (1968), en un momento
que muy bien puede ser tomado como un emblema de la preocupación
textual que estructura la novela:
Tenía intención de poner la fecha y la hora cada vez que
me sentara para escribir algo. Acabo de bajar a buscar en la sala el periódico
de hoy; no lo encontré, a lo mejor lo botó la criada. Ahora
me doy cuenta: eso de poner la fecha es una tontería, no tiene sentido.
Hoy para mí es igual a cualquier día que pasó a otro
que vendrá. Feeling tomorrow just like I feel today... I hate
to see that evening the sun go down.
Quité todas las fechas. Si algo cambia se verá por lo que
voy anotando.54
De la Revolución se verán las anotaciones. Para
el narrador de Desnoes, se trata de lidiar con un momento que entrecomilla,
más bien tacha, la efectividad de las formas de la periodicidad
temporal tradicional. Poner fechas, organizar cronológicamente
la temporalidad de la experiencia pública es uno de los efectos
de la periodicidad moderna. Como sabemos, el periódico es,
tal vez, uno de los grandes monumentos a la imagen del tiempo y del espacio
que hizo posible la modernidad. Sin embargo, para este narrador las
formas de organización de tiempo se problematizan y se desechan.
Para ese narrador interesado en forjar, con ese nuevo presente, un relato
que de cuenta de la experiencia revolucionaria las fechas no tienen sentido.
Ante lo insuficiente de una periodicidad cronológica, ante la arbitrariedad
insignificante que supone la temporalidad causal, ¿cómo calibrar
entonces el tiempo?, ¿cómo producir sentidos ahora que, como
el propio narrador de Memorias del subdesarrollo nos ha señalado,
nos encontramos en un mundo donde todo es visible? “Ahora todo se
ve. Vivimos suspendidos sobre un abismo; la cantidad casi infinita
de detalles que hay que controlar para que todo fluya con naturalidad es
agobiante”.55 La experiencia revolucionaria pareciera tener
los atributos de un espacio donde es posible abarcar visualmente la totalidad
de sus rasgos y componentes. El campo literario cubano que, como
hemos leído anteriormente, se caracterizó por su “invisibilidad”
pública en la sociedad pre-revolucionaria, se encuentra de repente
en una nueva posicionalidad dominada por la visibilidad pública.
De hecho si uno se detiene, brevemente, sobre la versión fílmica
de Memorias del subdesarrollo, es posible apreciar cómo
la película contiene una reflexión sobre la enorme “visualidad”
de esta transformación social llamada Revolución. De
aquí que el filme opté como uno de sus principios organizativos
por incorporar la lógica de yuxtaposiciones propia del collage.
Desde esta “visualidad” franca el filme, además, narra los cambios,
actitudes, problemas y continuidades históricas según se
manifiestan en la joven sociedad revolucionaria. En un momento de
la película, (que podría ser leído como un momento
de auto-reflexión del filme sobre sus modos de composición)
el protagonista junto al director observan una serie de imágenes,
pedazos de viejas películas, trozos fílmicos censurados por
una llamada Comisión Revisora de Películas que existió
durante el régimen de Batista. Al finalizar los cortes, Sergio
(personaje principal del filme) le pregunta al director sobre el destino
de estos trozos; éste último le contesta que hará
una película, una especie de collage, cuyo sentido “irá
saliendo, tú verás”. Sergio inquiere, además,
si dejarán pasar la película. El director contesta
que sí. Esta inscripción de los efectos de lo visual
en el tejido mismo de la cotidianidad de la Revolución (la idea
del corte con el mundo anterior al 1959, esa suerte de fragmento histórico
que fuimos antes) se subraya constantemente en el filme en más de
un registro. Los sucesos que comprenden la película son narrados
por un observador distanciado ( abocado y constituido por la lejanía)
que irremediablemente se ve implicado en los hechos que contempla: su familia
se desmembra, padres, esposa, amigos. Su negocio cierra ante los
cambios en la política económica nacional traídos
por la Revolución. Sergio vive de rentas y deambula en una
suerte de itinerario improvisado, de flanerieexistencial,
por La Habana. Sergio, además constantemente habla de lo que
ve. En una escena temprana en el filme (Sergio ya se ha despedido
de su familia y se encuentra en su apartamento) el protagonista mira a
través de un telescopio un vecindario de La Habana. En un
tiro a la ciudad que comienza y se detiene, brevemente, sobre una pareja,
que acostada junto a una piscina son parte ya de un beso, se escucha en
voice over la voz de Sergio. Este subraya lo siguiente mientras el
telescopio recorre lugares y monumentos emblemáticos de La Habana:
Todo sigue igual. Aquí todo sigue igual. Así de pronto parece
una escenografía, una ciudad de cartón. El Titán de
Bronce, Cuba libre e independiente. ¿Quién iba a sospechar
todo esto? Sin el águila imperial. ¿Y la paloma que iba a
mandar Picasso? Muy cómodo eso de ser millonario y comunista en
París. “Esta humanidad ha dicho abasta! y ha echado a andar” como
mis padres, como Laura y no se detendrá hasta llegar a Miami. Sin
embargo, todo parece hoy tan distinto. ¿He cambiado yo o ha cambiado
la ciudad?56
Lo sobresaliente de esta secuencia es como, a través de la conjunción
del plano visual que recorre la ciudad y el texto que se escucha, surge
esa escenografía del tiempo en la Revolución (como de cartón)
producida precisamente por la colocación y los énfasis
visuales de aquél que narra. El efecto deseado por el ojo
fílmico se vehiculiza a través de la mirada de este sujeto
colocado en su
torre de observación. Pero se trata de un efecto doble.
Por un lado, la mirada parece “entrecomillar”, dudar de la materialidad
mínima de la ciudad. Mientras, por otro lado, esta colocación
del sujeto en la “rareza” del entorno revolucionario es la que viabiliza
ese comentario crítico, moral, en torno a la propuesta del pintor
moderno y vanguardista por excelencia. El recorrido (visual y verbal)
por la escenografía de la ciudad genera, literalmente, un comentario
en torno a las funciones del artista ante la situación política
cubana en los años sesenta. La secuencia verbal, de hecho, finaliza
con la cita y la re-escritura de la célebre frase de Fidel Castro
en la “Segunda Declaración de La Habana”, cerrándose, definitivamente,
el parlamento con la pregunta sobre la posible o real metamorfosis del
sujeto que articula la narración. Toda la secuencia desemboca
en un sujeto que construye el sentido de su experiencia como un consumidor
visual de la Revolución. Sujeto que, además, duda de
su capacidad para el cambio ante un escenario que lo obliga a pensar la
Revolución, a actuar en ella y ser, al mismo tiempo, el cambio revolucionario.
Pero para Sergio todo “sigue igual”. Esa mirada intelectual que recorre
la topografía habanera, que desde su itinerario visual traza un
horizonte, sólo es posible una vez reconoce las colocaciones de
esas “verticalidades” monumentales, ya sean morales o escenográficas,
recogidas por la estatua de Maceo “el titán de Bronce”, o la palabra
profética de Castro. Esa no-heroicidad del intelectual es
producida, en la versión cinematográfica de Memorias del
subdesarrollo, por su circulación entre los monumentos citadinos
que ahora han sido re-editados por la épica guerrillera. El
desajuste de legitimaciones que vive el quehacer literario del personaje
principal en la Revolución está atado a esta reorganización
heroica del espacio público de su cotidianidad.
Como ya hemos dicho en páginas anteriores, esta topográfica
intelectual es detectable en varias de las polémicas o debates de
los años sesenta cubanos y latinoamericanos. Más aún,
esta fuerza mediática que decreta el dictum espacial de la Revolución
cubana problematiza el supuesto carácter dialógico de una
infinidad de actividades culturales que proliferaron en la Cuba de entonces
como mesas redondas, paneles, conversatorios y presentaciones de todo tipo.
La misma película de Gutiérrez Alea, en uno de sus momentos
más irónicos, recoge una “Mesa redonda” titulada “Literatura
y subdesarrollo” en la que participan figuras vinculadas y editadas en
la Casa de las Américas. El encuadre fílmico
de la actividad apunta hacia una suerte de teatralización del poder
crítico, donde las posibles intervenciones hermenéuticas
del intelectual son reducidas a una pose, a un saberse situado, que por
sí mismo visibilizaría la evidente radicalidad del sujeto
que allí habla como parte de esa espectacularización de la
Historia en la Cuba revolucionaria. En el filme, el protagonista
escucha un acalorado debate entre René Depestre, Edmundo Desnoes,
Gianni Toti, David Viñas y Salvador Bueno. En una suerte de
desdoblamiento especular se escucha a Desnoes decir que todos los latinoamericanos
“somos” negros. Toti impugna el lenguaje que nombra el “subdesarrollo”.
Viñas lo rebate. Mientras todos concienzudamente discuten
son atendidos por un silencioso hombre negro que sirve de mozo. Entre el
público se levanta un norteamericano a cuestionar el formato de
la discusión. De la voz de Sergio surgen estas palabras mientras
la cámara se detiene sobre el autor de la novela Memorias del
subdesarrollo: “Debes sentirte importante porque no tienes mucha competencia.
Fuera de Cuba no serías nadie. Aquí en cambio ya estás
situado. ¿Quién te ha visto Eddie y quién te
ve Edmundo Desnoes?” La mirada sobre el espectáculo mediático
que dispara la Revolución no sólo estructura el filme sino
que también recorre las colocaciones críticas del intelectual
en ese entorno. Estas miradas y colocaciones, además, fueron
necesarias para armar ese mapa de adhesiones y comportamientos morales
(verticalidades y horizontalidades) que atraviesa tantas discusiones y
textos producidos a partir del proceso cubano. La recurrencia de
este relato en torno a la relocalización del saber de la letra y
la visibilidad política del autor latinoamericano es constante entre
las textualidades editadas en la Casa de las Américas.
Nos parece que se trata de la re-escenificación de un problema constitutivo
del espacio de lo literario en las discursividades modernas latinoamericanas.
El propio Desnoes, en el prólogo a su libro de ensayos Punto
de Vísta, ya relataba cómo el regreso a la Isla revolucionada
lo confundió personal y literariamente. Confusión que
pareció disolverse al escribir Memorias del subdesarrollo:
Pero me volví a confundir.
Pensé que bastaba entender a fondo mi país, integrarme a
la realidad revolucionaria, describir la revolución en una novela.
Entonces escribí una novela infame: El cataclismo, la novela que
más he trabajado y la menos lograda - porque traté de ser
objetivo y la objetividad, como la verdad absoluta, no existe, existe sólo
nuestro punto de vista. Es una narración con pretensiones
técnicas, sociales y psicológicas, pero fracasé porque
no basta describir la revolución, hay que interpretarla, relacionarnos
con el resto del mundo incluyendo nuestra propia nota, tener un punto de
vista; no basta estar parado sobre terreno firme, debemos funcionar a partir
de la propia vida individual: hay que ponerse del todo - desde la pasión
hasta las dudas, desde las experiencias íntimas hasta las ideas
mas abstractas - en la literatura. Cuando comprendí eso, y la
cosa fue inconsciente, escribí Memorias del subdesarrollo.57
Tener un punto de vista significa, en primer lugar, ocupar un espacio,
desde donde avistar situaciones o sucesos; un lugar desde donde ensayar
la mirada. La visualidad que demandaba el proceso revolucionario
(ese ponerse allí) parece ser el primer y más fuerte
atributo del discurso del poder revolucionario en la Isla. Se encontrarán
en muchísimas narraciones de lo revolucionario, desde las que se
ocupan de sus transformaciones económicas y sociales, como aquellas
que se detienen ante las fuerzas ideológicas que desencadenó
el proceso sobre los sujetos que la vivieron, una recurrente tendencia
a calificar este reordenamiento de la experiencia social desde series metafóricas
enfáticas en cuanto a la espacialidad de los efectos morales de
dicha experiencia. La espacialidad funciona, entonces, como un índice
de la profundidad o la superficialidad de la presencia revolucionaria en
el corpus social cubano. Unos de los lugares favorecidos para registrar
estas movilizaciones o producciones de espacios y experiencias públicas
en una sociedad lo comprende el periodismo. No me interesa hacer
un análisis extenso de las transformaciones en la función
periodística durante los primeros días de la Revolución.
Me conformo con enfatizar algunas prácticas discursivas y espaciales
“heredadas” de la forma periodística que, de manera residual, grabaron
la impronta visual de la Casa de las Américas.
Notas
49 “La fotografía
ha creado y aumentado nuestra realidad, forma parte inseparable de lo que
conocemos del mundo. Pero la realidad y la fotografía no son lo
mismo”. Edmundo Desnoes, “La imagen fotográfica del subdesarrollo”,
Casa
de las Américas año VI, no. 34 (ene.-feb. 1966): 63.
El ensayo viene acompañado de un apéndice con reproducciones
de algunas de las fotos comentadas por Desnoes. Habría que
detenerse, en otro momento, en los textos que Desnoes produjo en la década
de los sesenta. Pues se trata de textos que conforman una reflexión
sostenida sobre el imaginario visual que hizo posible la fotografía
y la Revolución en el entorno latinoamericano. Algunos de
estos textos son el ya citado “La imagen fotográfica del subdesarrollo”
al igual que el interesante texto-montaje: Para verte mejor, América
Latina. Fotografías de Paolo Gasparini. Textos de Edmundo Desnoes.
Diseño de Umberto Peña. (México: Siglo XXI, 1972).
50 Edmundo Desnoes,
“La imagen fotográfica del subdesarrollo”, Casa de las Americas
año VI, no. 34, 69.
51 Edmundo Desnoes,
Para
verte mejor, América Latina, 154.
52 Angel Rama, “Ahora
le eligirán justificados monumentos”, Casa de las Americas
año VIII, no. 46 (ene.-feb. 1968): 17.
53 Roberto Fernández
Retamar, “Que veremos arder”, Casa de las Américas Letras,
año VII, no. 40 (ene.-feb. 1966): 104.
54 Edmundo Desnoes,
Memorias
del subdesarrollo (Buenos Aires: Editorial Galerna, 1968) 16.
55 Edmundo Desnoes,
Memorias
del subdesarrollo, 14.
56 Memorias del
subdesarrollo / Memories of Underdevelopment, dir. Tomás
Gutiérrez Alea, con Sergio Corrieri y Daisy Granados, [ICAIC 1968]
New Yorker Video, 1970. Para una temprana discusión de las relaciones
entre la película y la novela véase los artículos
de Henry Fernández, David Grossvogel y Emir Rodríguez Monegal
recogidos bajo el título “Three on Two: Desnoes, Gutiérrez
Alea”, Diacritics 4, no. 4 (1974): 51-64.
57 Edmundo Desnoes,
Punto
de vista (La Habana: Instituto del Libro, 1967) 9.
Poemas
I.
Los primeros corales
érase
un pez inmóvil, sostenido,
flecha
de escamas,
húmedo
rumbo azul
señor
de tu distancia,
del
agua que lo alberga
y
lo asesina
porque
le niega espuma, orilla, tronco.
José
María Lima, La sílaba en la piel
Nocturno
Yo
no sé de tu abrigo de sangre,
ni
de tu magia en las palomas,
apenas
de la cicatriz sé una centella
que
menos de la raya nunca decrece,
cada
árbol tiene su empuñadura
como
cada Sol su ventanal
y
a su vez, cada nuca su caricia,
tú,
tu
caminar frío y marrón entre los hombres
haciendo
caer sombreros sobre este cielo
amueblado
con flores de Maga enloquecida
tú,
como
un cementerio que en la tormenta es visitado por la carroña,
te
acercas al caserío sin avisar
mientras
los naturales le dan paso a la liana de muerte que te acompaña,
“un
nido por favor un nido,” van diciendo
“un
hueco vegetal, desarropa los insectos mijo,
que
ya llegó quien tanto esperaban,”
y
así mientras pasas,
van
saludándote con lámparas y aromas concedidas por el metal,
Así
lo hicimos porque nos lo dijeron,
así
se sabrá del sueño y del cuerpo herido en otro olor de venas,
hermanos
dadle la mano como se saluda a un dios viejo,
avísenle
a la extensión inscripta, a la patria con un pájaro amarillo.
A
ti te repito que no sé de tu lecho,
(yo
estaba con ellos pero yo no los mando)
sucede
que a veces nos perdemos entre todos,
que
es lo mismo que decir sangre solito,
y
ya te lo dije, yo no sé nada,
ni
del bosque que de tu mirada hace una espada
como
si con decirlo no fuera ya hablar en espuelas,
que
no sé tampoco cómo continuar en medio de la hojarasca,
no
sé nada sobre tu silencio presente, (no me hagas daño, por
favor)
ni
de la paloma que me mostró sus colmillos a pesar de los parques,
ni
del Sol que habrá de re-coger-nos en octubre para poder reír,
ya
te lo dije, no sé dónde está tu fragua, tus animalitos
de pan,
Si
no sé eso chica, apenas sé lo de tus garras en los árboles.
Antilla
Tal
vez en esta soledad de archipiélago
lo
más venidero es un cuento de pechos por la tardecita,
un
encuentro medio así,
o
de montañas con sexos palpitantes, valga la redonda abundancia,
o
de aquello mismo pero hinchado de salitre centenario,
un
encuentro llegando a lo más negro de la alegría
es
saltar los pequeños pasajes de agua
que
ciertos cartógrafos de la guerra llaman estrechos,
darse
la vuelta y reírse de sus rincones ya en la orilla,
y
entre soplidos de ron sangrar,
hermanito,
sangrar todo el camino
como
se va llegando a la casa donde es el baile.
Si
llueve bastante escojo
y
no le temo a tu mirada olvidada
y
aunque dicho ya es,
sé
que deben ser muchos los días
en
que no se te ha hablado desde que te nos escondiste
por
segunda vez tras el mundo,
Ya
hay viajes entre ambos, maletas para lo insular
y
hasta versos sentados al Sol que te quiso conocer,
dudo
ahora que tu viejo diario vuelva a nombrarte,
a
recogerte de entre la confusión de pulpas,
pues
ahora que no puedes ser,
eres
momento no siendo boca y dedos morados
a
tanta letra arrestada por el nido que era máquina.
Llueve
casualmente hoy
y
sabes que el aguacero llena de peces las piernas
y
es todo un pretexto para el estanque dividido que te recuerda,
cómo
de dolor los desembarcos anunciaban la flor
cuando
venías a tocamos, pero en aquel entonces no quisiste
y
el día fue de repente pues te hundimos el sábado
como
el esclavo alzaba el miedo con los ojos del alcohol,
algo
había que hacer para tapar el hueco.
Llueve
escapa
y sedimenta
es
capa ésta la de la letra,
te
hablo hoy a pesar de tu margen y tu coma escarlata,
entre
la pantera anfibia de las uñas,
pequeña,
llueve por ti la ancestral lluvia del verbo despoblado,
estocada
de arpas congeladas y escondida,
escapa
a la ventana de tu sexo sin picotear de ave
pequeña
derramándose.
Revisita
la caricia
Hoy
hace un miedo manco que estuve dentro de ti,
anterior
a tu vocación por la soltura llegué
para
marcarme en el talle de una conciencia boba,
desatado
el vendaval de esperma y carne
al
cual estaban acostumbrados mis dedos
de
planeta retirado a las azoteas,
igual
son y serán en la Isla
tres
golpes de labio y tu mano -alga para el ave-
abriéndome
el cráneo donde habita
algo
de piedad como un cincel de cobres
y
el rojo que cuando se muestra
ya
va montándose en lo de la historia
como
la lluvia se vuelve orilla y hálito
necesitados
de un salto hacia la mar
o
hacia el nudo del puente hecho de peces
que
encantan por sus anillos,
que
mordiendo al amor le dan su onda
y
a los poseídos de la moneda y del veneno turbación,
a
ellos, los haces discurrir como un desembarco desde europa,
a
mí me dejas sentir la suave apertura de diamantes y vidrios
en
la insular prohibición de los peces,
justos,
enviados
en
su tamaño van y fajan la espuma de tu seno,
mas
no pueden con la fiesta de coral ebrio y cabelleras heredadas
que
mil heridas resplandecientes han dejado en tu risa,
entonces
vuelven otra vez a intentarlo,
los
peces y sus colores desde las escamas desapresadas,
hoy
fue coro brioso de puertos y hablas
en
este mar y acera que tienen la memoria
del
lago vertical y los aritos de los viajeros
que
no sabían de los hombres anteriores,
hoy
o el marisco cerrojo salino en sus mareas,
ayer,
el molusco abierto y retando al enemigo
que
desconoce la red y ampara la serpiente que quién sabe
qué
peces la han visto con la armada de guerra en otro idioma,
el
poder del ladrón mamando en su mercado catalogando huesos,
el
norte estatal, conocedor de la caza tecnológica tiene que saber
tu tersura,
hoy,
la piel vibrando morenas
a
pesar de la espalda de tu labio que no cesa,
hoy
la piel acerca la hoja a ese olor que si volvemos adonde los peces
muestran
su lengua al viento para el añil y no para los buques del odio,
hoy
finalmente descubro aguaceros en la falda de tu advertencia cotidiana
hoy
nace cubierto un naufragio en el tejido pues te veo.
Marítimas
más
ritmo de mar o
más
rima en ti porque
el
mar más tu cuerpo no es igual a tu cuerpo más la ola,
entonces
sumo y timo océanos en mi boca,
íntimo
robo de ríos por llegar.
El
archipiélago
La
palma entre la estrella la máquina,
su
evolución de superficies y capas,
su
transformación vegetal antibóveda,
la
transformación vegetal de un naufragio impulsado,
la
vieja piel agudísima de las bahías,
entre
la estrella y la arena
el
desastre labial de la palma,
su
baile de muñecos al atardecer.
La
palma entrevista caer,
echar
pescuezo anillado germinar,
encapsular
latidamente su estallido,
su
antiguo don constelario,
autoensamblarse
de aspas y válvulas,
alarido
de constelación el del paréntesis,
caída
de la conexión desabriendo su programa,
constelada
elástica pendiente ante el martirio, la palma.
Entre
la estrella y la mar,
ella
como una ostra que ha navegado,
un
ovni de algas secas ha abierto su recinto a una luz devoradora,
terrenal
indivina ausencia de vacío que la marea,
desatadora
de espacios que se recubren sucesivamente en su eco, la
palma.
Entre
la estrella y el molusco,
el
carapacho recortado en el paisaje,
la
marca vertical de una diferencia remarcable,
única
verdaderamente excepcional en el plantaje,
divisora
de territorios plegadizos, sobresaliente, la palma.
Entre
la estrella y la palma,
el
huracán del rocío aterrizando,
entre
la palma y la nave,
el
sexy troquelar de la paloma.
Entre
la estrella y la nave estrellada,
la
diagramática de la sal,
la
utopía del fruto quitándose su chaleco,
la
sombra agayada entre los jueyes,
y
el traspaso del coco en su estar perfecto,
la
palma como un proceso de la autovaginación,
entre
el picadillo magro de los ausentes
y
los exilios,
el
ruido tuntuneco de la palma.
18
de marzo de 1991 y 5 de abril de
1991,
Río Piedras y New Haven.
De
mañana
Sale
el sol,
tratarán
las líneas de entrar en un cuarto ilesas,
de
negar un rostro que en lo oscuro tantas veces se avista,
y
no estás a mi lado, vivo desesperado,
con
ellas algo repetidito en medio de la lucha de clases y las
identidades,
nada
nuevo pero infernalmente delicioso en el paseo,
guardado
para la prueba y la investigación residiendo
en
la caja negra que quedará tras los accidentes,
esperando
tu amor unas voces grabadas te dejo con prisa,
peligro,
peligro, alto voltaje.
Sale
el sol,
pero
estarás en otros brazos,
y
desde la columna del hambre hasta las capillas normandas,
veré
con calma cómo te me dibujas en la mirada
cual
diario prohibido a pesar de los años y la muerte,
y
yo pasando tanto frío,
aunque
puedo sentirte cerca de las tripas como un metal,
después
de dos guerras y cientos de invasiones,
después
de una tarde sin plaza,
un
edificio movido por un vehículo menor,
renovado
yo en el medioveo de la aurora,
arrimado
a los colores en la misma tragedia,
llegándome
sin postal o membrete,
May
day, may day, voy directo a la avenida.
Voy
pal piso
saludando
los polvos y los progres del aburrimiento,
tápame
que tengo frío,
algo
ha entrado por el ojo de la llave
y
no me da el tiempo,
la
cabina, increíble señora de auspicios y tonadas
me
paladea como un elepé en la plena del continente
en
lo pleno del continente,
sonrío
ante las ciudades que lo ocupan,
sin
combustible voy,
recobrando
el sol en su incesto con la tierra,
ahora
me veo de cerca la palma de la mano,
ahora
de cerca ya ni se ve,
ahora
que las casas se reúnen en el silencio; pun,
¿cómo
le hago para no caerle arriba al piragüero?
May
day, may day, puertorrican going down.
1987
y febrero de 1991,
Río
Piedras y Princeton.
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