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Del esclavo suicida al suicidio cubensis

Pedro Luis Marqués de Armas


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A finales del siglo XIX algunos criminólogos consagraron la tesis -- sostenida por Guerry en 1833 -- de una relación inversa entre el suicidio y los delitos contra las personas, en particular el homicidio. En el ámbito del positivimo europeo, ello permitió establecer vínculos cada vez más sólidos entre la psiquiatría, la sociología y el derecho penal, y ampliar el campo estas disciplinas (1).

Fue Lombroso, en L´uomo delinquente (1876), el primero en considerar al suicidio como un “mal menor”, especie "válvula de escape" respecto del homicidio. En el capítulo sobre las cárceles, por ejemplo, destacó su mayor incidencia entre los presidiarios, tendencia que achaca a un defecto del instinto de conservación propio de los "degenerados". Así, la violencia "primitiva" que acecha en el fondo de todo delicuente derivaría por la auto-agresión, de modo que una vez cumplido el acto - una vez muerto el sujeto - habría "un homicida en falta". Lombroso no dejó de apelar al recurso de la estadística: la mayor distribución de homicidios al sur de Italia y de suicidios al norte; se esbozaba el clásico modelo civilización-norte-suicidios y barbarie-sur-homicidios.

En esta línea se inserta la monografía de Enrico Morselli Il suicidio (1879), tanta veces citada por Durkheim en su conocido estudio. Morselli apreció que en los países de mayor instrucción el número de suicidios aumenta en relación inversa al de homicidios, pues el primero tiende a sustituir al segundo con el progreso de la civilización. Al mismo tiempo reconocía, a nivel individual, que ambos nacen y se desenvuelven bajo una misma causa: la degeneración. En realidad Morselli desarrolla, hasta sus límites, tanto una tesis colectiva como otra individual divergentes por completo. Si por una parte expone el antogonismo suicidio/homicidio en sus variantes geográfica, étnica, educativa y religiosa; sostiene por otra un paralelismo en el sexo, la herencia y el clima. Y es que Morselli -- como antes Lombroso a través de Darwin, pero de manera más clara -- percibe al individuo inmerso en una lucha por la existencia que concluye con la eliminación del más débil.

"El suicida -- escribió -- es un derrotado que se declara tal y abandona el combate"; y añade: "El hombre criminal, que no tiene cómo aplacar los deseos, matará a otro hombre o lo derribará; aquellos, al contrario, en los que la educación instiló el sentimiento del deber, troncharán con sus propias manos el hilo de su existencia (...) El resultado final es el mismo: ambos son ineptos, deformes, y saldrán del combate por la vida de manera diversa, pero indéntica en el efecto: estos con el suicidio, aquéllos con el cuello a la guillotina".

Este modo más decente y económico de "obedecer" a una ley de la naturaleza, que tuvo también implicaciones de género, fue aplaudido en Cuba por figuras como Manuel González Echeverría, José Rafael Montalvo, Benjamín de Céspedes, Arístides Mestre e Israel Castellanos (2). 

Por su parte Enrico Ferri (L'omicidio-suicidio, 1884) -- cuyo influjó sobre Fernando Ortiz fue notable -- validó la tesis del antagonismo estadístico, pero señalando que sólo se cumplía en presencia de series largas o en período particulares; y dejar a su vez de señalar el paralelismo individual que distinguió bajo la ecuación homicidio-egoísmo/suicidio-disminución del amor propio, complejizándolo al profundizar en los crímenes pasionales, el suicidio ampliado, etc.

Esta tensión entre una visión estadístico-étnica-colectiva-civilizatoria y otra psicológica-causística-individual-patológica, comportó sin duda una gran apertura normativa llamada a controlar al homicida por la ley y desde los controles pre-delictivos, y al suicida desde la psiquiatría. La tan invocada autoeliminación natural sirvió para reforzar el control del delincuente, tanto por métodos sutiles (educativos) como radicales (eugenésicos).

Virtual "recriminalización" de la voluntad de morir, justo cuando el suicidio no es castigado en buena parte de Europa, sin que por eso abandone su puesto en la estadística criminal; equivaldrá a entrar siempre más en el ámbito de la locura sin que se salga nunca de los rediles del crimen. Es por ello que se cita con frecuencia, en este contexto, la frase conclusiva de Lacasaggne: "Un gran número de suicidas no son más que criminales modificados por el medio; el suicida es el asesino de sí mismo".

Por supuesto, la oposición norte-suicidio/sur-homicidio no es aplicable a ciertas "razas inferiores" (subsaharianas) en las que cabe, además del étnico, un fatalismo climático. De igual modo hay “excepciones” a nivel individual: el mártir, así como ciertos neuróticos. Durkheim, por ejemplo, que toma como punto de partida en su estudio - claro que modificándola - la tesis antagónica, simpatiza con los neurasténicos, si bien toda categoría patológica resultó excluida en su invención -- y en ello consiste su gran desvío -- de los tipos colectivos del suicidio. Propuso en cambio una normativa sutil --el eje integración/regulación -- donde -- para no ir más lejos -- los célibes no quedan bien parados.



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Fernando Ortiz dedicó al suicidio al menos cuatro textos en los que asoman las tensiones propias de esta doble mirada (3). Tensiones tanto más fuertes y menos resueltas en cuanto, al carecer de formación médica y antropométrica, sus opiniones sobre el suicidio como enfermedad quedan veladas bajo un mando etnológico. Y en cuanto tiene delante no sólo al suicida africano sino también al cubensis, abstración que a la vez vela sus opiniones sociológicas. En fin, estamos antes ciertas fricciones entre la teoría y su contexto, y entre las miradas sucesivas -- pero también simultáneas -- del etnológo, el sociólogo que recurre a preceptos estadístico-evolutivos, y el intelectual alarmado por la crisis de los valores republicanos e incapaz de prescindir de la estadítica. 

Si bien es visible en Ortiz un uso indistinto del tronco común de las tesis positivas, no es menos cierto que mantiene con los criminólogos italianos vínculos no exentos de diferencias. A grandes rasgos, critica algunas ideas de Morselli para realzar a Lombroso, su principal fuente de legitimación etnológica, mientras se posiciona dentro del prevencionismo de Ferri -- en el que basa su praxis científico represiva -- y junto a la concepción -- más amplia -- de Nicéforo acerca de la evolución social de la crimen. Las numerosas fuentes históricas, muchas de ellas procedentes del costumbrismo cubano, apuntan a un archivo en pleno proceso de ordenamiento.   

En Los Negros Brujos (1906), el suicidio de los esclavos es narrado en apenas dos páginas que ya habían sido publicadas como artículo aparte (Archivio di Psichiatria...; Lombroso). En ellas Ortiz se hace eco de las observaciones de Esteban Pichardo sobre su mayor frecuencia entre los esclavos lucumíes. Sin entrar a valorar esta afirmación, su calidad descriptiva o su certeza histórica (el "mito" del suicidio lucumí pasa por Luz y Caballero, de la Torre y Dumont, siendo negado por Cirilo Villaverde a través de uno de sus personajes), digamos sólo que Ortiz la agencia en tanto prueba "una vez más" -- como nos dice -- la "verdad lombrosiana de la influencia étnica en la criminalidad". Pero hay otro resorte: la muerte por mano propia es considerada -- al mismo tiempo -- como el "recurso supremo de todos los oprimidos" quienes al no poder alcanzar -- por otros medios violentos -- su "libertad como clase social" (...) "burlan" al amo "sustrayéndose" a su "propiedad"; se trata también de un recurso "último" en relación a otras formas de resistencia: las rebeliones y las fugas. En Los Negros Esclavos (1916) volverá sobre la misma idea, insistiendo en el "quebrantamiento sufrido por el amo" como el "objetivo quizás primordial" del suicida.

Ortiz contempla así un suicidio étnico (criminal) y otro en clave Amo/Esclavo (indudablemente legítimo). Si en el primer caso, al acentuar el carácter innato de esta práctica, reenvía al dogma positivista de la degeneración; en el segundo en cambio remite a cierta narrativa ilustrado-romántica que exalta la libertad -- antes vedada -- del sujeto. Devolviéndole al esclavo -- por el suicidio -- su propiedad, Ortiz se aproxima al discurso "trágico-heroico" de la muerte voluntaria cuya inscripción nacionalista -- reapropiadora -- es bastante obvia. Sólo que lo último es también proyección del Amo: no es malo matarse siempre que se inscriba en una línea próxima al sacrificio, lo que comporta -- además -- un signo revolucionario.

Si extendemos esta apreciación al conjunto de sus citas, incluyendo las que aparecen en Los Negros Esclavos, encontraremos siempre estos niveles: de una parte el etnólogo que describe actitudes, creencias y rituales como la "nostalgia", la "transmigración" y el "retorno al Africa"; y, de otra, el crítico del sistema que recalca el horror implítico en las prácticas empleadas por mayorales y negreros mientras sostiene con simpatía un suicidio-resistencia investido de matices económicos y clasistas.

Se trata claro de miradas pertinentes, pero cuya oposión no deja de implicar ocultamientos; y es que, al contrario del suicido étnico ya reducido por un saber, aquel otro "trágico" y a menudo "heróico" no puede escapar al concepto clásico del siervo, del que Ortiz también participa y que retrae la dialéctica Amo/Esclavo, sobre todo en lo que respecta a su sesgo económico, a una etapa anterior a la libertad entendida en términos modernos.

Si bien la idea del suicidio como "venganza económica" tiene una larga historia que remite al Derecho Romano, donde es el vendedor y no el dueño quien resulta protegido, ella no es sino subsidiaria de una cierta moral y de ciertas expectativas. Como mostrara el historiador francés Paul Veyne en Suicidio, fisco y esclavitud (1981), no se desconfía del esclavo porque sea una "mercancía frágil" sino por tratarse de un "ser humano" (...) "excecrable" cuyo suicidio no es más que un síntoma -- entre tantos otros -- propio del "carácter" que le fuera atribuido. Al esclavo se le clasifica primero según sus propensiones a fugar, a matar y a darse la muerte, etc (ésto a modo de advertencia sobre todo desde que se le pone en venta), y por lo tanto de bueno o malo según se ajuste a determinados requisitos de obediencia y sumisión absolutos una vez comprado. El esclavo suicida, que se da una muerte mala -- ahorcándose pero en general por cualquier método --, desfrauda con su acto. No responde a lo que se espera él. Y justo porque se le define bajo esa psicología de "apto" o "no apto" para ciertos fines -- y de acuerdo con "sentimientos proporcionales a su propia pequeñez"-- es que dicha expectativa no puede ser sino de orden moral. Por lo tanto, su "venganza" responde siempre y únicamente a causas futiles. (4)

En este sentido resulta curioso que en Los Negros Esclavos Ortiz apoye su idea sobre la venganza económica en una cita del padre Labat, en la que se considera, en primer término, la banalidad del suicidio: "...se ahorcaban o cortaban el cuello por motivos futiles". Hay una larga tradición citada de diverso modo por el propio Ortiz, desde Barrera y Domingo hasta Laffitte y desde Clozel a Corre, donde la venganza concurre pero siempre motivada por un hecho menor, en negativo. Uno de los esclavos atendidos por Barrera se quita la vida porque le llaman "perro"; otro por una broma de su amo. Ambos perjudican al dueño pero sin suficientes razones. Y lo mismo ocurre con el esclavo díscolo, como al considerarlos en grupo: "Los negros de la costa de Mina (...) se deguellan sin ceremonia por motivos muy medriocres" (Labat). Se trata en general de la banalización del carácter del siervo: glotones, dormilones, etc. Ello no niega obviamente la cuestión del costo y su visibilidad en el relato de la sacarocracia (en Cecilia Valdés se dice de un esclavo suicida "valía lo que costaba en oro"), en particular en períodos de crisis, pero no corresponde tratarlo aquí. En cualquier caso aquello que invariablemente se manifiesta es la minoridad. Ortiz - etnólogo pero también continuador del discurso anti-esclavista, es decir en las antípodas del hacendado, no del Amo- tiene necesariamente que amplificar por un lado la "conciencia" del siervo, adjudicándole a sus actos una superior intencionalidad; y reducirla, por otra. Así su lectura ilustrado-romántica reposa sobre otra clásica que ve al esclavo como servus nequam, como sobre un saber que lo enfoca según preceptos racistas (tipologías étnicas, estigmas físicos y psicológicos).  

Otro aspecto en principio diferente de estas tensiones se aprecia en el uso de una cita de P. A. Bruce, que re-autoriza a partir de su análisis de un estudio estadístico según el cual era notorio un brusco descenso en el suicidio de negros y mestizos (Notas relativas al suicidio en la circunscripción de La Habana, Tomás Plasencia, 1886). Ortiz se explica el dato no sólo por el hecho de ser una estadística limitada a la capital, sino también como resultado del "avance total de la civilización" y de la "influencia bienhechora ejercida por la revolución de los diez años". Sin embargo precisa al mismo tiempo -- siguiendo a Bruce -- de otra explicación: pues siendo inmunes "a la locura por motivos morales" (...) "está demostrado que los negros raramente se suicidan". Y por esta vía se regresa a la enfermedad del negro: tal es su degeneración que no alcanza el privilegio de la moral, de la locura por ese motivo y por tanto del suicidio; carece de suficiente "sangre fría" como para matarse. Es el "amoral". Si bien cabe aquí remitir a la falsa polémica desarrollada por los antropólogos cubanos, desde Montané hasta Castellanos, sobre las diferencias supuestas entre el atavismo (del delincuente) y los estigmas degenerativos (en el loco), apuntemos mejor a la idea de Ortiz. Como expresa a propósito del brujo, éste es lo que Lombroso llamaría un delincuente nato, pero no lo es por atavismo en el sentido riguroso del concepto, insiste, como vuelta atrás en la escala de la especie, sino porque "al ser transportado de Africa a Cuba fue el medio social el que para él saltó improvisadamente hacia adelante, dejándolo con sus compatriotas en las profundidades de su salvajismo, en los primeros escalones de la evolución de su psiquis" (...) Se trata de "salvajes traídos a un país civilizado".

Suicidas o no, propensos o inmunes, criminales o víctimas de la opresión, lo urgente es mostrar un cierto número de perfiles a fin de entramar una narrativa. Claro que si el avance de la civilización comporta --en este caso-- una merma de los suicidios, debería esperarse también una disminución de la criminalidad en sus demás variantes. Pero a juzgar por sus opiniones sobre otros delitos, desarrolladas también en Los Negros Brujos, Ortiz está lejos de afirmarlo. En otras palabras, la pregunta por la evolución antagónica de la criminalidad --que sin embargo maneja en varios artículos contemporáneos (5) -- no es de momento -- en este marco -- pertinente. Y es que no se trata tanto del esclavo como sí de los afrodescendientes, quienes no encajan en el canon orticiano de ciudadanía. El objeto principal de su estudio sobre el "hampa" no es claramente el suicidio sino el fetichismo y sobre todo -- en el ámbito higiénico de la primera República -- el control de las minorías negras por medios penales y educativos ("científicos"). Mientras el suicidio-esclavo a fuerza de viejas citas etnográficas (Mantigton, Omboni, Leonard, Adams) y de una tesis evolutiva fuera de órbita, queda, por sí solo, encerrado en la historia, relegado hasta nuevo aviso; el homicidio en cambio con sus autores potenciales, brujos y ñánigos, se convierte en materia del presente.

En octubre de 1906, casi un año después de la redacción final de Los Negros Brujos, Ortiz publicó un breve artículo acerca de Sobre el suicidio, estudio hoy completamente olvidado del psiquiatra alemán Robert Eugen Gaupp (6). Aunque al margen de la línea estudios trazada por Durkheim, el autor arribaba a resultados parecidos: el mayor número de suicidios en los protestantes sobre los católicos y la relación entre su incremento y el de la civilización. Si bien estos hallazgos no tenían en aquel momento nada de novedoso, para Ortiz se trata de un libro que llega a "definitivas conclusiones"; ésto, sin duda, porque venía a reforzar con arreglos a datos recientes la tesis de la evolución antagónica, pero también por el uso que -- ahora en plano más civil que etnólógico -- podrá hacer de la misma. Al efecto, una apreciación de su entorno lo detiene: "Esta observación parece a primera vista favorecer la excelencia de la moral católica; y me permito recordar que hace algún tiempo uno de nuestros rotativos atribuía los suicidios simultáneos de unos niños en Cienfuegos al fruto de nuestras escuelas primarias, que civilizadamente laicas estableció la intervención americana. Acostumbrados, como estamos en Cuba, a leer las más rotundas afirmaciones en ciertos de nuestros más estupendamente audaces e ineptos enciclopedistas, no es el caso de asombrarse. Después de todo, quizás tuvo razón el que tal dijo; el protestante se mata a sí mismo, el católico mata al prójimo".

Es evidente que por detrás de su defensa de la educación laica, lo que se plantea es la importancia del progreso civil como necesario contrapeso de la violencia, ahora que ésta retorna con la "guerrita de agosto" indicando que la herencia colonial se mantiene viva. Ortiz no le señala al influjo anglosajón en la educación y sobre las costumbres cubanas ningún reparo. Tampoco dice que ello lleve al suicidio. Pero si llevara, si el progreso llevara al suicidio sería bienvenido siempre que fuese efectivamente una "válvula de escape" frente a la criminalidad. Aunque la crítica señala al articulista o si se prefiere a la opinión pública, sobre los que Ortiz se siente autorizado, en realidad enfoca a la moral católica ("española") que focaliza a su vez la moral "cubana". Se está frente a un retorno de los instintos que, en medio de la crisis política que la nueva nación atraviesa, se carga de nociones raciales. Sin embargo éstas se revelan a discreción, pues lo que se dilucila es, fundamentalmente, de orden ético y sólo alcanzar a traducir sus dudas acerca de la capacidad de los cubanos para encarar el progreso.

De ahí que exponga: "Y a fe que entre la autoselección del suicida que por sí mismo defiende a la sociedad de su propio morbo, y la dañina impulsividad del homicida que vive vida social salvaje y prehistórica; la ciencia se decide por la menor desaparición del primero". Para añadir, volviendo a la tesis de los positivistas italianos, narrada con cierto humorismo aunque sin tomar distancia: "Por esto un criminalista de frases afortunadas ha dicho que debemos alegrarnos ante el aumento de los suicidios; ello indica un aumento de civilización, de la misma manera que el invento de los ferrocarriles ha traido consigo un número de muertes violentas, las cuales sin embargo no hacen dedicir a la humanidad a que retroceda al tiempo en que se viajaba en aquellas antiguas diligencias que aun ruedan en regiones atrasadas, para deleite de viajeros románticos". Su gran temor asienta por tanto en el retroceso (ver El pueblo cubano). Los ferrocarriles de la isla acaban de extenderse a toda la isla. Sus trenes llevan de una ciudad a otra también el saber, como es el caso de las conferencias nacionales de Beneficencia y Corrección, en las que él participa. Cuba es un país civilizado. Y cualquier cuantimetría que pueda servir como termómetro social y a la vez como alarma sería instrumento eficaz contra esos temores.     

Para Ortiz el stock republicano de la muerte voluntaria va a permanecer cerrado durante algunos años. No será hasta Los Negros Esclavos que observe de nuevo datos estadísticos, pero lo hará para validar mejor su texto matriz sobre la esclavitud, recalcando el menor suicidio de los negros esclavos al final de ésta y sin entrar en otras consideraciones (Estudio médico legal sobre el suicidio en Cuba, Jorge Le Roy y Cassá, 1907). Al pasar a vuelo de pájaro sobre los cuadros de Le Roy, Ortiz desprecia (no evita) saber que las tasas cubanas de suicidio han aumentado entre la población blanca de manera contínua, y que no son en modo alguno bajas en los de "color", lo que traduce un comportamiento muy diferente al observado entre los afrodescendientes brasileños y en todo el Caribe. Las cifras de conjunto se ubican, por otra parte, entre las más altas del mundo. En fin, en modo alguno la tesis estadística se cumpliría al no adecuarse al medio cubano. Pero no es ahora, sino más adelante, que los números vuelven por su cuenta.

Y por esta vía llegamos a su conocida conferencia La decadencia cubana, pronunciada en 1924 en respuesta a un "llamamiento" de la Sociedad Económica para salvar a la patria. Si su obra anterior se inserta en un proyecto civilizatorio moderno que es su principal contribución a la República, ahora éste se expresa en todo su dramatismo y con marcado énfasis político porque lo que está en juego es interrupción del mismo. Pero también -- y sobre todo -- una estrategia discursiva que lo lance con fuerza hacia delante. Como dice Raimundo Cabrera, la patria atraviesa la peor crisis de su historia, crisis que no es de un gobierno, de un partido o de una clase, sino de "todo un pueblo". Se viven instantes -- prosigue Cabrera -- en los cuales la Nación "no quiere, en inconciencia suicida, animar las energías de su ser". Pocas veces como en esta frase y en la siguiente de Ortiz, "Cuba se está precipitando rápidamente en la barbarie", se llegó a una percepción tan dramática. Como si el ya largo relato del fracaso alcanzara su climax, las palabras se invisten invariablemente de significados catastróficos. La Nación es expuesta como una conciencia que "se niega a sí misma" -- en activo negativismo -- y, por lo tanto, como un cuerpo-suicida cuya salvación implica invocar metáforas sacrificiales igualmente extremas. Es así que el a menudo pro-suicidario relato del sacrificio revolucionario y el contenido auto-destructivo latente en la narrativa de la decandencia rebasan sus umbrales, pero llamándose con tal urgencia el uno al otro, que parecen desplegarse en vecindad.

Al contrario del Ortiz que supuso a distancia (y a veces en su mejor estilo criollo) un suicidio-índice de civilización, vemos ahora al intelectual que percibe a su país como un herido de muerte, y no precisamente en combate. Habrá por ello que "transfundir" no sólo el "saber" de los antiguos patricios sino también "la sangre" de los "viejos mambises", tal como lo requiere un cuerpo ex-sangue. Ortiz liga así el saber como voluntad intelectual de la nación al poder como voluntad política de la patria, reforzando lo uno con lo otro: y en ello va implícito su idea de la patria como reserva moral frente a la crisis y como fuente de un genio popular (criollo) necesariamente heroico: "la canción inolvidable con que nuestra santa madre nos arrullaba (...) con que cortejábamos a nuestras novias (...) porque la música popular vibra como el himno patriótico que nos arrastra al combate y al sacificio (...) y encierra hasta la plegaria que se entona sobre la tumba de los padres" (7).

No es gratuito afirmar entonces que el carácter difuso de la decadencia nacional reevía aqui, enfáticamente, al sintético, social y cuasi-individual de la degeneración. No son términos nuevos, ni aislables, en tanto se inscriben en la epísteme eugenésica que viene desenvolviéndose desde 1902; pero agotados ciertos resortes optimistas como fueran el finlaísmo y los proyectos sociales y de beneficencia, a lo que se suma la crisis económica y política, así como la inmigración, van a expresarse en medio de una ola de pesimismo que cala y al mismo tiempo radicaliza el discurso de las étiles. A fuerza de metáforas, Cuba es cada vez más un organismo enfermo, quizá mejor perfilado que en su primera "psicología colectiva" (El pueblo cubano, 1911). Es también Ortiz "en persona", pero volcado en un Otro -- social -- donde la patología se manifiesta en signos cuantificables. Es así el intelectual acude al sociólogo para plantear, junto al suicidio de la Nación, los suicidios en la Nación, lo que demanda aprenhender con gran cantidad de datos la llamada cuestión social; poco importa -- como otras veces -- qué uso se haga de éstos ni qué tesis acudan a autorizarlo.

A modo de exempla, Ortiz acarrea en su opúsculo de "propaganda renovadora" diversos indicadores
económicos, sociales y morales, destacando entre éstos los de criminalidad, los cuales muestan con "elocuencia" --como nos dice rebautizando la estadística moral -- "el retroceso métrico del país". Expone primero las altas cifras de indultos y luego las de homicidios (que alcanzan en 1923 la respetable tasa de 23, 5), para seguidamente expresar: "ello demuestra, si recordamos a las geniales teorías de Lombroso y Nicéforo (...), que nuestra delicuencia va perdiendo en cultura, va retrogradando, haciéndose más violenta y primitiva, en vez de más astuta y progresista, como en los demás países del mundo de cultura normal". Y completa: "Si cada pueblo tiene la criminalidad que se merece, según parafraseó Lacassagne, Cuba cada año está mereciendo más delicuentes peores".

Sin embargo, así como las citas pierden visiblementen a esta altura su poder persuasivo, autorizador, la antigua teoría estadística cuelga en el aire: el número de suicidios también se elevó sin que ello sirviese de "freno". No podrá deducirse de su aumento una autoeliminación reguladora. Su incremento no sugiere ya un índice de progreso civil (que por otra parte nunca se adecuaría al medio cubano). Al contrario, traduce una etiología social suficientemente definida que implica la puesta en marcha de medidas concretas para hacer que retroceda la "barbarie". No antes en 1916, cuando salta sobre los datos de Le Roy y Cassá citados en Los Negros Esclavos, sino ahora, casi una década más tarde, es que Ortiz se informa en fuentes diversas y sucesivas: los suicidios se han septuplicado, la tasa alcanza el valor record de 32, 8 y, para redondear, "los habitantes tienen ocho veces más deseos violentos de morir que los vecinos del Norte".

Claro que en esta ocasión pudo haber apelado al otras veces recurrente Tarde: ¿no fue el primero en criticar la "ilusión de Ferri" sosteniendo que ambos, suicidios y homicidios, también podían correr parejos?; pero no viene al caso. En cambio sí el proyecto de renovación ("regeneración") planteado por Ortiz a fin "obtener una pronta y enérgica respuesta que nos salve de la peor de las muertes". Dirigido a los jóvenes, se trata de un curioso juego de presencias y ausencias. Si en las estadísticas mostradas no aparecen las "razas" de los criminales y los suicidas pues, según parece, el sujeto cubensis a que remiten las incorporó hasta diluirlas; sí estarán, al contrario, presentes en este plan. Mientras los dígitos ocultan o pueden ocultar diferencias, los programas en cambio deben mostralas y más que eso: mostrarlas al punto de hacer visible un ausente --en este caso la juventud negra que, al no ser incluida entre los varios elementos civilizadores, se le indica como el elemento a civilizar. Tanto más claro: como el objeto degenerado y a regenerar.
 
Ortiz, que ordena jerárquica y convenientemente a estos grupos, se dirige primero a la "briosa juventud" (...) "criolla" (...) "fuerte e incompresible como el guayacán". Es ella "la que emigra anualmente a tierras extrañas para traernos de sus invernadas escolares rojos glóbulos de energía y cultura". Después, a la juventud obrera --se infiere que depurada de sus vínculos con anarquistas y ñánigos. Y por último a la juventud guajira. Para que "la Nación se reconquiste a sí misma" es preciso que estos "nietos" escuchen el llamado de la "abuelita blanca" -- la Sociedad Económica, templo de los patricios -- y que, lo mismo que un siglo atrás, unas "migraciones" sirvan de contrapeso a otras así como una "sangre" sirve y otras no para curar la anemia de un país. La apuesta instrumental y la metafórica se refuerzan mútuamente: el intelectual y el sociólogo se miran cara a cara a través de una falacia estadística, sin que ello signifique, en el interior del relato nacional, la menor incoherencia. Estamos en el contexto de la migración antillana, el cual rinde, a efectos del discurso, la posibilidad de relanzarlo hacia delante. Así la “clandestina infiltración" de los "peores factores de poblamiento" entrega los clásicos divindendos del peligro negro que, lo mismo desde fuera que por dentro del cuerpo social, remiten al dato escondido: una criminalidad que no es tal. (....)


Notas

(1) Ver, para un desarrollo amplio: Marra, Realino: Suicidio diritto e anomia (Immagini della morte volontaria nella civiltà occidentale); Edizioni Scientifiche Italiane, Bari, Italia, 1998.

(2), Ver, entre otros: de Céspedes, Benjamín: "Los suicidas por amor" (La Habana Elegante, 9 de febrero de 1890, p. 6); del mismo autor: "Notas y observaciones" (El eco de Cuba, 1886, T-1, pp 126 y 138 ): reseñas sobre el Congreso Penitencial de Roma y el Internacional de Antropología Criminal); González Echeverría, Manuel: "Matrimonio de epilépticos y transmisión hereditaria de la enfermedad" (Revista Cubana, t-VIII, pp. 203-19 y 289-31);  Castellenos, Israel: "Los Negros Brujos y Los Negros Esclavos" [reseña a estos libros de Fernando Ortíz](Vida Nueva, V- 9, no 2, pp. 42-46). 

(3) Estos son: 1) “Suicidio de esclavos”, epígrafe de Los Negros Brujos, 1906 (ed. 1995, pp. 35-36), también publicado como “Il suicidio tra i negri”, en Archivio de Psichiatria, Medicina Legale ed Antropologia Criminale. Turín. Vol. XXVII, fasc. III. 1906; ampliado en Los Negros Esclavos, 1916 (ed. 1987) 2) “Del suicidio” [comentario sobre el libro Sobre el suicidio (Ueber den Selbstmord, 1905) de Robert Eugen Graupp], en Cuba y América, La Habana, Vol. XXII, No. 1, oct. 6, p. 9, 1906 3) "La decandecia cubana; datos métricos del retroceso de Cuba", La Habana, 1924; también en Revista Bimestre Cubana (vol. XIX, no 1, pp.17-44) (donde el suicidio y la criminalidad ocupan un importante espacio) y 4) "La repatriación post morten entre los afrocubanos”(Archivos del folklore cubano, Vol-II, No. 3 pp 271-273). (A ello se suman fragmentos dispersos en toda su obra donde se considera --entre otros-- el suicidio de los indocubanos. En este trabajo nos referimos sólo a los tres primeros textos arriba citados, todos pertenecientes a su etapa positivista. Su mirada hacia el suicidio es por supuesto otra a partir de 1938. El texto no comentado aquí, "La repatriación post morten de los afrocubanos", es una breve introducción a un manuscrito donde se narra, a partir de un testigo de primera mano: un esclavo, el ritual del retorno al Africa por medio del suicidio; también se inserta en esta etapa etno-criminológica).

(4) Veyne, Paul: "Suicidio, fisco, schiavitù, capitale e diritto romano", en La società romana, Editori Laterza, 2004 (pp. 71-126)

(5) ver "El timo del Polo Norte", en Entre cubanos (psicología tropical), La Habana, 1987, p. 73

(6) Robert Eugen Gaupp (1870-1953). Fue Jefe de la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina de Tubingen. Publicó en 1905 Ueber den Selbstmord (red. 1929) y en 1926 Phychologie des Kindes. Su libro sobre el suicidio apenas aparece citado en la biliografía internacional sobre tema. En cambio es muy conocido por sus estudios sobre la paranoia, en particular por su informe sobre el maestro y dramaturgo pirómano y parricida Ernst Wagner (ver "El caso Wagner"; Sociedad Española de Neuropsiquiatría, 1998)

(7) "La solidaridad patriótica" (Entre cubanos, pp. 114-124). Aquí Ortiz considera al "enemigo" no en términos de potencia extranjera sino como "pueblos extraños" (razas) que atentan tanto desde el interior como desde fuera.
 

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DEL SUICIDIO

Fernando Ortiz

     Los que se ocupan en analizar los fenómenos sociales hace tiempo que dedican intensas y continuadas actividades para poner de relieve las causas del crecimiento contemporáneo del suicidio. Recientemente un libró alemán ha sintetizado el estado actual de los estudios sobre el tema, llegando a definitivas conclusiones.
     Su autor Robert Gaupp afirma, ante todo, el aumento del número de los suicidios. En Europa las estadísticas registran de 60 a 70 000 mil suicidios anuales. Desde el año 1871 a 1897 el promedio de los suicidios ha aumentado en más de un 20 %.
     Son causas principales de este progreso, el encarecimiento de los artículos de primera necesidad, el rápido progreso económico de la sociedad, que produce una fiebre de placeres, las grandes crisis económicas, las bancarrotas y el alcoholismo.
     El suicidio es más frecuente en los hombres que en las mujeres, y tiende a aumentar con la edad; los solteros y los viudos son más propensos que los casados; su incidencia es mayor en el verano que en las demás estaciones, en los hombres cultos que en los ignorantes, y en la ciudad que en el campo; la pobreza no es un factor decisivo, mientras los métodos varían, prefieriendo las mujeres el veneno y los hombres las armas de fuego; por último, es más frecuente en los países protestantes que en los católicos.
     Esta obsevación parece a primera vista favorecer la excelencia de la moral católica; y me permito recordar aquí que hace algún tiempo uno de nuestros rotativos atribuía los suicidios simultáneos de unos niños en Cienfuegos al fruto de nuestras escuelas primarias, que civilizadamente laicas estableció la intervención americana. Acostumbrados, como estamos en Cuba, a leer las más rotundas afirmaciones en ciertos de nuestros más estupendamente audaces e ineptos enciclopedistas, no es el caso de asombrarse. Después de todo, quizás tuvo razón el que tal dijo; el protestante se mata a sí mismo, el católico mata al prójimo. Los niños de los países protestantes caen en el suicidio con más frecuencia que los nacidos en tierras de credo romano, los cuales, a mi ver, saben mejor blandir el puñal y disparar el revólver contra sus semejantes.
     En la luterana Alemania, durante de 1891 a 1893, se registraron 212 suicidios anuales por cada millón de habitantes, y en la papal España solamente 18; en cambio España es la nación europea más homicida. Dinamarca es el país europeo de más suicidas, y España y Rusia, los pueblos más fanáticos religiosos de aquellas región del mundo, donde la proporción es menor.
     Y a fe que entre la autoselección del suicida que por sí mismo defiende a la sociedad de su propio morbo, y la dañina impulsividad del homicida que vive vida social salvaje y prehistórica; la ciencia se decide por la menor desaparición del primero.
     Por esto un criminalista de frases afortunadas ha dicho que debemos alegrarnos ante el aumento de los suicidios; ello indica un aumento de civilización, de la misma manera que el invento de los ferrocarriles ha traido consigo un número de muertes violentas, las cuales sin embargo no hacen dedicir a la humanidad a que retroceda al tiempo en que se viajaba en aquellas antiguas diligencias que aun ruedan en regiones atrasadas, para deleite de viajeros románticos.

(Cultura de Ultramar. “Del suicidio”, ; Cuba y América, 1906, T-XXII, No. 2, 40, 13 de octubre de 1906) 

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