Un texto
"inédito" de Antonio José Ponte sobre La Habana "Inédito"... en español. Apareció incluido en el libro de fotografías Cuba on the Verge. An Island in transition. Editado por Terry McCoy, con una introducción de William Kennedy y el epílogo a cargo de Arthur Miller, Cuba in the Verge (Bulfinch, 2003) presenta artículos de, entre otros: Abilio Estévez, Abelardo Estorino, Cristina García, Pablo Medina, Mayra Montero, Nancy Morejón, Achy Ovejas, Antonio José Ponte y Reina María Rodríguez. Agradecemos a Ponte el permiso para incluir en este número la versión original, en español, del artículo suyo. La viga maestra, el tiempo Antonio José Ponte Pronto van a cumplirse diez años de mi primera salida al extranjero. Por esa época me parecía mitológico todo el que hubiese vuelto de algún viaje, y lo acosaba con miles de interrogaciones, exigiéndole que marcopolizara. En librerías habaneras de segunda mano abundaban los volúmenes dedicados a contar la vida cotidiana en la Roma antigua o en la Florencia del Renacimiento, y yo procuraba que me fuera explicada la vida cotidiana actual tal como debía ser vivida. Porque me consideraba fuera de ella. Cercano a los treinta, había despedido a mis amigos idos al exilio y recibía noticias suyas muy de vez en cuando, de manera que los daba por perdidos. (El apartado de amigos lejanos no ha hecho más que crecer desde entonces.) Sólo quien haya sufrido de reclusión forzada, sólo un Robinson, sabrá entender la alegría con que saludaba la llegada de una carta, un libro, una revista, música... Y debo afirmar que, pese a estos casi diez años transcurridos y pese a estancias en el extranjero, esa alegría continúa intacta. Las fronteras del país se encontraban inatravesables, las aduanas resultaban laberínticas. Construir la sociedad más justa - reclamo del socialismo en Cuba - incluía, paradójicamente, laberinto y encierro. Y al visado del país de destino, el gobierno revolucionario cubano había sumado otro requerimiento migratorio: el cobro de un permiso oficial de salida, la liberación que instancias oficiales venden a sus ciudadanos. Irme de Cuba iba a servir para toparme, afuera, con un peldaño más de tan particulares costumbres migratorias. Pues a las revisiones aduanales habaneras se sumarían revisiones de viejos amigos vueltos a encontrar y revisiones de algunos recién conocidos. “¿A qué vuelves a ese país?”, me interrogaba cada cual con mayor o menor vehemencia, con paciencia mayor o menor frente a lo que entendían como locura manifiesta. Todavía no acabo de encontrar contestación a pregunta tantas veces repetida. Así como ninguna estancia en el extranjero ha hecho que desista de esta extraña manía de volver. La pregunta, por tanto, se transforma. “¿Qué hago yo aquí?”, me digo. Un mínimo de espacio por un máximo de tiempo: así definió el escritor exiliado Joseph Brodski toda cárcel. Y la ecuación vale para explicar rápidamente lo que ha conseguido hacer en esta isla una revolución instaurada hace más de cuarenta años. La isla como espacio mínimo, la revolución institucionalizada como máximo de tiempo... Toda revolución puede considerarse como artefacto que combate al Tiempo. Comienza por una serie de inconformidades con lo temporal, por un deseo irreprimible de sobrepasar hábitos y figuras, condenar a éstos a pasado sin continuidad, darles tapia y clausura. Intenta abrir en el Tiempo una brecha insalvable y ese ataque a la fortaleza de lo temporal muy pronto pasa a ser encastillamiento propio. Termina por constituirse en celebración del pasado, campaña de autoelogios rememorativos. El calendario inventado para la nueva era gira hasta celebrar - una vez más, incansablemente - el único momento verdaderamente revolucionario: aquél en que fuera derrocado el régimen antiguo. La revolución instaurada no desea ir mucho más allá de ese primer momento. Retrasa su avance con pretextos de excursión a los orígenes. (Cada aniversario celebrado es un año más distante del mañana.) Se vuelve aberradamente pasatista, es organismo tan débil que precisa rumiar las memorias de su dinamismo, sacar fuerzas de la nostalgia. Así que lo proclamado como inagotable proceso de aceleración, serie interminable de metamorfosis, deviene la más disimulada forma del estancamiento. Con frecuencia puede escucharse la afirmación de que el régimen triunfante en 1959 ha conseguido desterrar de Cuba al Tiempo (éste sería el más ilustre de sus exiliados). Pero una afirmación así tiene el inconveniente de negarle biografía a millones de individuos. Lo cierto es que, como a enfermo de cuidado, al país se le escogen sus bocados de presente. No muchos, para no desviarlo del trabajo de rememoración. Muy selectos, para que éstos no echen raíces, para que funden lo menos posible. Tan sólo unos pocos fenómenos volátiles... Con la mayor eficiencia (lo cual supone seguro fracaso) se ha construido una entropía social. El Tiempo ha sido represado y se administra como si fuera una más de las propiedades del gobierno revolucionario. Hacia el futuro quedan las promesas de bienestar (cada vez escasean más y se ofrecen en sustitución augurios de resistencia). Hacia el pasado quedan la épica, los héroes revolucionarios (héroes del pasado son los edificios centenarios en pie, los viejos autos que carraspean en marcha). ¿Y el presente, ni heroico ni confortable? Entre el ayer y el mañana existe en Cuba la mayor cantidad de vacío que pueda respirarse. O irrespirarse, según sea el asma. San Agustín escribió que si le preguntaban qué era el Tiempo, no sabía qué cosa responder. Pero se consideraba capaz de conocerlo de manera rotunda si la pregunta no le había sido hecha. ¿Qué hago yo aquí? De no sobresaltarme interrogación, creo tener respuesta. Es conocimiento tan mío como el respirar o el caminar en equilibrio. Vivir entre ruinas se me ha vuelto un hábito que no requiere intervenciones. “Una ruina es un accidente en cámara lenta”, definió Jean Cocteau en una de las anotaciones de su vuelta al mundo. (Cocteau repetía cómodamente la hazaña de uno de los héroes de Jules Verne.) La contemplación estética de la vida habanera suele pasar por alto que sus ruinas están habitadas. Populosamente, incluso. Y es dable preguntar cuánta inmoralidad existe en escribir de un accidente - por lento que éste sea -, en lugar de ofrecer asistencia a las víctimas. “Así que escribiendo”, no se conforma en mí quien hace las preguntas. Debo haber incurrido muchas veces en la equivocación de observar esta ciudad como si se tratara de Palmira o de Pompeya, vacías de habitantes. (Andar de madrugada por sus calles incita vivamente a ese espejismo.) En alguna ocasión debo haber considerado como oportunidad el derrumbe que abre al ojo nueva perspectiva. Y mi preocupación por quienes han perdido casa o encontraron la muerte habrá sido secundaria de compararse con el filón recién abierto. Incluso esa pregunta –“¿qué hago yo aquí?”- parece venir de turista vergonzante, alguien de vacaciones a quien desasosiega el recuerdo de tareas pendientes. Desasosiego así me empuja a caminar y esos paseos no hacen más que empeorar las cosas, porque de ellos sale más admiración por nuevas ruinas. Es todo un círculo vicioso, una entropía. Puede que el tiempo decretado por la revolución se haya hecho ya mi tiempo personal... Sólo consigo tranquilizarme un poco cuando imagino las probabilidades de encontrarme dentro del accidente en figura distinta a la de espectador. Porque en cualquier momento el derrumbe puede salpicarme de mala manera (lo anoto sin previos cálculos de inmunidad, sin asomo de heroísmo). Inhumano como parezco frente al sufrimiento de los demás, debo darme también el mismo trato. Me atengo, pues, a la receta aprendida por todo alquimista: la viga maestra del taller puede aplastarnos o servir, en no menor sacrificio, para alimentar el horno donde se cuece la obra. |