La azotea honra esta vez al poeta Leandro Eduardo (Eddy) Campa. Agradecemos
las colaboraciones que nos brindaron nuestros amigos Emilio Ichikawa y
Germán Guerra. De Campa hemos seleccionado fragmentos de su poemario
Little
Havana Memorial Park (Miami: Colección Dilema, 1998)
Las
voces y el poeta
Al poeta Eddy Campa, in memoriam
“…la poesía te habla y te llega a primera vista
o no te llegará nunca. Hay un destello de revelación
y un destello reflejo de respuesta. Es como el rayo.
Como enamorarse.”
(Coetzee)
Emilio
Ichikawa
©
Fotos de Pedro Portal
Conocí
al poeta a través de otro poeta cuyo nombre ha quedado en el olvido.
Transcurrían mis primeros días en Mami y era la estación
de conocer muchas gentes. Mi libro de notas crecía de atrás
hacia delante. Direcciones y más direcciones, teléfonos y
más e-mails. Apunta ahí recién llegado: www.buenvecino.com;
y toma este otro: graciasporvenir@sweetjutía.net, neciomeloso@frogmail.com
y etcéteras.
Un montón de amistades sin historia que se fueron desinflando con
el tiempo; algunas de aquellas son ya inolvidables, casi ubicuas, y no
me queda más alternativa que mantener con ellas una relación
muy equitativa, semejante a la que, dicen, tenía Demócrito
con los abderitas: desprecio mutuo.
Cada año nuevo, cuando me siento a transcribir de una agenda a otra
las direcciones de los amigos adquiridos en el tiempo vencido: solo queda
vigente un 10 % de los registrados. Lo demás permanece entre las
páginas de mi anecdotario, esperando una inspiración, una
avalancha de rabia o amor para renacer: ¿renacerán en literatura
o imagen aquellas sombras que sepulté en el 2003?
Antes de venir aquí, cuando se me deshacía una amistad, pasaba
una temporada de tristeza por el cariño mutilado. Siento ahora que
algo ha cambiado en mí: me deshago de las personas que no me gustan
sin el menor dolor. Lo constato con horror: me estoy endureciendo. Me están
endureciendo.
Pero entre tanta resbalonería también sucede que de un año
a otro, ya con peligro de no vencer este 2004, pasa triunfal y constante
la dirección de aquella señora que me presentó un
día a Ed, the poet of the Little Havana. Ella tiene otra historia,
la de él es esta.
Ed fue un poeta elegante. Me gustaba más como leía que como
escribía; algo que me sucede con la mayoría de los poetas
andaluces, García Lorca incluído. Su voz era grave y pausada,
su verso convincente; solo me repelía aquella saliva deseante que
se acumulaba en sus gruesos labios; espectáculo que por demás
soy capaz de considerar en el caso de una sola persona.
Ed era un gran señor perseguido por eventos esperpénticos
que no estaban a su altura. Una sensibilidad que el ambiente desesperado
de una de las fronteras del exilio acabó por confundir. Un pintor
amigo, re-exiliado en Florida City, me contó que vendía joyas
de aluminio en las aceras del Down Town con la misma dignidad que una anoréxica
de Tiffany`s.
“Yo soy Ed, el poeta de la Pequeña Habana”, me dijo cuando le conocí
en aquella exposición de los fotógrafos Portal y Gabino.
“Mucho gusto poeta. Mire, esta es mi hermana, y queremos dar un paseo por
la zona. ¿Me puede decir cuál es la dirección más
segura?”. Nos dió la espalda con mustia cortesía y después
de ensayar unos pasos aseguró: “Ninguna”.
Un día en que el poeta estaba de imágenes que ya no daba
más decidió acudir al párroco del barrio, pero el
buen hombre no le quiso recibir. Ed le parecía una sombra maldita
con vocación sublime para la ironía, y el demasiado escepticismo
aterra al dogma. Así que tuvo que buscar la ayuda de un psicólogo,
quien tuvo la antiheróica obligación de atenderlo.
Fue a él a quien Ed contó que escuchaba voces, voces de gentes
que querían matarlo por haber roto las reglas del sistema: en las
calles de Miami no pueden vagabundear personas con aires de dignidad: ¿cómo
explicar la insolencia de un hombre que no tiene dinero y que, a la vez,
no solo se niega a robarlo sino también a pedirlo?, ¿en qué
esquema acopla un poeta amable, sin amigos, y con el ego a punto?. Las
voces que escuchaba Ed eran las voces del orden, de aquellos hombres cuyos
atributos eran sencillamente previsibles: el fracasado que se resiente,
el empresario con prisa, el católico que castiga, el galerista que
adula, el poeta que apesta.
El poeta de la Pequeña Habana también era lo anterior, pero
a su manera; combinaba los elementos al azar habitando ese colmo de la
temeridad que es la incomprensión.
El
coro de oceánides triviales con su letanía de voces:
“No
debiste abandonar la isla cantor maldito”.
“Vete
de Miami tipo feliz”.
“Ya
venciste a tu madre. Mata ahora a tu padre”.
“Dedícate
a otra cosa y basta de garabatear”.
“Aborta,
aborta”.
El psicólogo le dice que no puede seguir escuchando, que se levante
de la silla y no se tienda ya jamás sobre el diván. Quizás
las voces tienen razón Ed, tanta, que debemos callarlas. Toma este
vaso de agua y esta media pastillita, apenas 5 milígramos Ed de
alguna piedra del grupo celexa, o un precipitado con aliento a prosac.
Tómate esa pildorita Ed pero la semana que viene, cuando las
voces ya no griten sino solo susurren bajo el efecto del duro polvo blanco,
vete a ver a un psiquiatra.
No necesita ni mirarle de frente, el psiquiatra infeliz y paliducho que
ha obtenido el Medical Doctor en
cualquier sitio, esa loca reprimida que todos apodan Madame Bovary, capaz
de cambiar su MD por cualquier caricia sincera, sabe que Ed escucha voces.
Suerte que tienes poeta, mi cabeza está calada de soledad, tiene
ganas de decirle pero lo calla. Le sonríe, le abre la puerta de
salida y le dice a su asistente: “20 milígramos de lo mismo. Y que
vaya a ver a Thomas”.
Thomas es un neurólogo aficionado a la filatelia. Con una suficiente
colección de imágenes viaja sus mundos posibles y atrae a
gente que le ayuda a compensar la cordialidad de un matrimonio aburrido.
Su libertad vendida: un regalo que le hiciera a su padre en los límites
de la juventud.
Una decena de adolescentes de la ciudad vive de vender sellos malos a Thomas.
Pero aquí no hay mentiras: el Dr. sabe que las estampillas son falsas
y los vendedores saben que él sabe de dicha falsedad. Enarbolando
una pieza de la primera edición de “La ocupación de Moscú”,
que los aduladores de Napoleón imprimieran precipitadamente aquel
26 Brumario, un Thomas paternalista le dice a un Ed resignado: “Aquí
tienes, te alcanza para seis meses, son 100 milígramos diarios.
No hay otra cosa que hacer, como decía el novelista asilado”.
Seis meses, unos 180 días blowing. Para Ed se trataba de mucho,
demasiado tiempo. Dicen que tiró el sobre con las píldoras
desde lo alto del Puente y que los círculos hendidos dibujaron un
mapa demasido atractivo sobre el verde.
El poeta de la Pequeña Habana dejó muda a la chusma enloquecedora,
sobre todo a la jauría letrada que le indujo la locura. Ayer su
sombra conversaba con un librero de origen francés justificando
la grosería del marido celoso. Pensé que esos gestos confirmaban
su locura, pero entre la fosforescencia del brazo y el cuerpo disecado
se podía distinguir el cable de un teléfono celular.
Febrero-2002
LITTLE
HAVANA MEMORIAL PARK
(fragmentos)
I
Cuanto
queda de Little Havana
es
un quicio: el atardecer lo cubre;
todos
los atardeceres se unen para cubrirlo.
En
ese quicio dejamos sentada
nuestra
sentencia.
Vidas
que fueron un número
menos
inequívoco que el del Seguro Social
edificaron
ese panteón:
Wichinchi;
Quintana; Orlando, el ecuatoriano;
Frank,
el jugador; Ordoñez, el Puro;
Miranda,
el escurridizo; Sherman, el misterioso;
Rosario,
la puta; Reina; Maritza, la loca;
Mr.
Douglas, el Capitán de navío; Dantón,
el
policía de los ojos claros; Oti, la mujer de Mr. Dinero;
Papiro,
el usurero; Mr. Dinero; Pedro Marihuana;
Jorge
Ávila, el atómico; Maldonado, el alcalde;
Mirtha
B. Moraflores; Eddy Campa el poeta y otros, otros.
Todos,
todos estamos en Memorial Park.
II
¡Cómo
nos vemos obligados a revivir
en
este cementerio las alegrías
y
las tristezas de Little Havana!
¿Quién
puede olvidar a Papiro, el usurero
y
su guerra muerte con Mr. Dinero
por
el amor de Rosario, la puta? (Aquí,
en
la eterna discordia reunidos).
Donde
nace el resplandor de esta columna,
refulgía
el almendro al que Papiro se recostaba
en
su silla de tijera que abría
como
piernas de mujer
y se dormía;
se
dormía bajo el clamor de los almendros
en
las mañanas de bajo income.
Y la gente deseando
que jamás despertara;
pero
esto nunca ocurría,
y
cuando despertaba
hasta
el indigente olvidaba su miseria.
"Al veinte por ciento,
señores" -- aclaraba él.
Y
venían perseguidoras, ambulancias y bomberos
y
Maritza, la loca, detrás de las gaviotas
y
Wichinchi Prenda Fu cantando guaguancó
y
Pedro Marihuana pregonando su mercancía
y
Eddy Campa, el poeta, recitando sus poemas,
mientras el viejo halcón
de la usura,
en
su sueño simulado,
pensaba
en la negra que lo recogió
de
niño, cuando él mendigaba por La Habana.
"Todo lo que tengo, madrecita,
es para ti cuando muera".
Eso le dijo.
Pero,
¿qué
se habrá hecho
de
la camioneta de Papiro, el usurero?
La
camioneta roja de doble cabina, marca Ford.
III
¿Dónde
están las palomas de la Iglesia
Misionera
de Dios?
¡Ah, Maldonado
qué
tiempos aquellos de tus arengas
en
el billar de Ramoncito, el babalao!
"NECESITO
TU VOTO, CIUDADANO".
Y
tus palabras se escuchaban con más atención
que
las del Presidente sobre el Estado de la Unión;
y
"King Kong", el coin--man, te levantaba en sus brazos
y
Maritza, la loca, te ofrecía su cerveza
y
Tomás, el pordiosero, te regalaba sus centavos.
Pero tú no olvidabas tus palomas;
tú no olvidabas
que
no hay amor que supere el odio superado,
que
no hay sapiencia que aventaje
la
sonrisa de un hombre realmente feliz.
Tenme
contigo en el aliento de los bosques vírgenes
y
en el simple saludo;
en las palomas que anidan sobre tu tumba
y en las luces que jamás claudican.
El
billar de Ramoncito cierra sus puertas a las once de la noche,
las
sillas se colocan patas arriba sobre el tapete verde,
y
nos dormimos.
V
Yo,
Mirtha B. Moraflores,
que
enloquecí a Eddy Campa
porque
nunca le dije que lo amaba.
Aquí, yo, ahora,
en este inmundo atúd,
¿cómo
sobreponerme al remordimiento?
Recuerdo
cuando le hacía aquellos desaires
de
los cuales yo disfrutaba;
entonces él, Eddy Campa,
escribía los poemas más bellos;
los
escribía en cualquier sitio;
el borde de una acera,
el techo de un auto,
el tronco de un árbol,
el mostrador de una tienda.
Después,
tarde en la noche,
tronara o relampagueara
los
ponía en el parabrisas de mi auto
envueltos
en celofán para que la noche
con
su relente no los enfriara.
Luego,
al
bajar de mi apartamento a las ocho de la mañana,
los
rompía delante de sus ojos
que
no habían dormido;
se los rompía
con esa arrogancia
que
siempre le mostré.
Orgullosa
fui, y miserable soy:
que
le entregué mi cuerpo
a
quienes no lo merecieron:
que
me mofaba de él,
a
quien sin embargo amaba.
¡Que
la tierra me anegue con tus versos!
XVI
¡Qué
norteamericana la luna sobre el mar!
Cascadas
de luz en la orilla redonda
comparten
su intimidad con las aguas:
el
más puro de mis sentimientos subastado.
Ha
vuelto a elevarse el fulgor
de
la fuente del parque que pronto apagarán;
la
fuente con quien sentí las cosas primordiales.
Si
el nombre de Reina no remitiera a la belleza,
desistiría
de mi Fe en la humanidad.
Pero,
¿dónde está el cochero que canta
y
le dice palabras dulces a los caballos?
Me
gustaría ver a mi amigo Eddy Campa, el poeta:
no
conozco otro más sabio en materia de nudos.
En
la ribera de mi memoria,
el
mar que me consuela adormece las olas.
También
en los camposantos florecen los almendros.
XXVIII
Esperaré
con fuerza para ver la luz del amanecer,
de
todos los amaneceres.
Que
el olor a vida me exite
cuando
roce mi osamenta,
y
que siempre responda a su llamado
mi
gratitud de hombre proscrito.
Todos,
todos estamos en Memorial Park.
Dic.
1996 -- Feb. 1998
Miami,
FL.
|