Casal-Urbina:
itinerario de un (des)encuentro
En 1893, y poco después de la muerte de Julián del Casal,
apareció la edición mexicana de Nieve
con una presentación (aunque al final del volumen) del poeta mexicano
Luis G. Urbina. Habiendo tenido la fortuna de recuperar un ejemplar de
esta rara edición, decidimos incluir aquí el texto de Urbina.
Hasta donde sabemos, el texto de Urbina no volvió nunca a ser
reproducido. En efecto, no aparece incluido en la llamada Edición
del Centenario (La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963 -- 1964)
ni en The Poetry of Julián del Casal, A Critical Edition,
de Robert Jay Glickman (Gainsville: The University Presses of Florida,
1976). También incluimos aquí una carta de Casal a
Urbina que, también hasta donde sabemos, no ha sido publicada en
Cuba, y que hemos tomado del tomo II de la edición de Glickman (p.150).
De más está decir que al ofrecer a nuestros lectores la presentación
de Urbina creemos recuperar una importante página para la bibliografía
pasiva de Casal. Tanto en lo que respecta a la carta como al prólogo
hemos respetado escrupulosamente la ortografía de la época
y/o del autor.
Carta
que Julián del Casal, junto con un ejemplar de Hojas al viento
(1890), le envió a Luis G. Urbina
Habana 22 de marzo de 1890
Sr. D.
Luis G. Urbina
Aunque no nos hemos encontrado nunca, ni nos encontraremos tal vez, como
tenemos los mismos gustos, las mismas nostalgias, los mismos años
y, sobre todo, como la vida ha echado tanta sombra en nuestras inteligencias
y en nuestros corazones, me parece que somos hermanos desconocidos pero
que, desde lejos, nos podemos amar.
Así, pues, mi querido hermano, reciba usted, con el adjunto ejemplar
de mis primeros versos, la suprema prueba del profundo cariño que
le profesa su hermano espiritual y su verdadero admirador
Julián del Casal
S/C Teniente -- Rey 102
Nieve
por Julián del
Casal
Luis G. Urbina
I
ué una de las pocas veces que hube de arrepentirme de mi pereza.
Veía con claridad que aquella carta me traía un nuevo afecto,
y aquel libro pequeño, sin desflorar aún, de blanca portada
no visible del todo porque la fajilla del correo, cubierta de sellos, la
cruzaba horizontalmente, me iba á dar muy gratas sorpresas. Enfrente
de aquel regalo, me asaltó una curiosidad entusiástica: curiosidad
violenta de muchacha frente á un joyero; curiosidad emocionada de
amante frente a un ramillete de margaritas dejado caer desde la sombra
de una ventana por una mano blanca.
Y en efecto; abrí el estuche y me encontré con joyas rutilantes:
azul espléndido de zafiro; púrpura encandecida de rubí;
oro luminoso de topacio; glaucas brillanteces de esmeralda, y gotas ígneas
de diamante como salpicaduras de rocío sobre un esmalte de colores;
desaté el haz de rimas frescas y bien olientes, como rosas recién
cortadas, y empapé mi espíritu en la fragancia de una poesía
nueva y juvenil, que olía á primavera y se bañaba
en sol.
¿Quién era aquel poeta que así cantaba tan dulce y
melancólicamente esas estrofas que tenían calor de alma y
parecían el eco de mis propias tristezas? ¿De qué
vigorosa inspiración, de qué ánimo en éxtasis
brotaron aquellos versos de alas palpitantes que removían en la
memoria tantos recuerdos dolorosos, tantas cosas idas, tantos sueños
desvanecidos? ¿Cómo habrían salvado aquellos pájaros
la distancia que los separaba del árbol sin frondas de mi vida?
La carta me lo dijo: un hálito de simpatía, una ráfaga
de cariño, de ese cariño que nace con espontaneidad en el
fondo de un corazón, y que en algunos instantes de nostalgias extrañas,
nos hace pensar en hermanos desconocidos y ausentes, arrojó sobre
mí, como bienhechora y refrescante lluvia, las Hojas al viento
de Julián del Casal.
Por muchas noches me deleité con la repetida lectura del libro que
cuidadosamente guardo entre mis poetas favoritos y mis poetas amigos. Admiré
desde entonces al bardo cubano, y en más de una
ocasión, en corrillo de jóvenes literatos, en cualquier cuarto
estudiantil de bohemio, envuelto en humo de tabaco, sentado á horcajadas
en la silla y alguna vez saboreando tazas de café á grandes
sorbos, he recitado las poesías de Casal, entre las cuales la que
más gusto de decir, la que me produce fascinaciones de rara embriaguez,
la que exita más mi temperamento, es la Canción de la
Morfina. Y no sólo admiré á Casal, sino que lo
quise. ¡Tienen tanta franqueza, tanta verdad sus melancólicos
escepticismos; creo notar tantas semejanzas entre su modo de sentir y el
mío; lanza á veces quejas de dolor tan humano, que no puedo
menos de admirar al poeta y de querer al hombre!
Sin embargo, mi pereza, mi eterna pereza, cuando tomaba yo la resolución
de decir: gracias, me aconsejaba al oido: -- No te apresures, ámale
pero no le escribas. ¿Hay acaso necesidad de que interrumpas el
plácido ensimismamiento, la inmóvil reconcentración,
para que te enredes por ahí en una parrafada escrita al vuelo, incolora
y fútil, trofada de lugares comunes y de frases de cliché?
¿Es preciso que te muestres agradecido á un poeta que tal
vez, como tú, se pasa las horas en meditaciones y soliloquios, y
prefiere el silencio de la soledad al estridente repiqueteo de las conveniencias
sociales? Sigue leyendo, ó rimando, ó descansando de la torpe
y pesada labor diaria y no perturbes los callados monólogos de un
poeta con las campanudas palabras de tu carta en proyecto.
Así pasó mucho tiempo: un año - - - - - - quiá!
más de un año: surciendo artículos de periódico,
pensando en hacer versos, y recordando, cada vez que en alguna reunión
literaria, se trataba del porvenir de la poesía americana, de las
Hojas
al viento de Julián del Casal.
Ayer descuidada é indiferentemente, paseábame por las afueras
de la ciudad, de bracero con Pepe Bustillos, el nervioso cantor de la
Noche buena. El crepúsculo de la tarde enrojecía la cima
de La Dama Blanca, tendida en su gran sarcófago azul.
El bosque de Chapultepec es muy hermoso en esta hora: hay ahuehuetles
rumorosos, frondas que tamizan la luz, jardines cuajados de flores, aves
que cantan, aguas que murmuran, y arriba, sobre la cumbre del cerro, el
Castillo delineándose con perfiles graciosos, en el incendio del
crepúsculo.
Allí leí Nieve, el nuevo libro de Casal.
Y he aquí la impresión que me produjo:
II
n taller á media luz. La noche que ha comenzado á caer, va
exfumando los colores de los lienzos. En los ángulos de los rincones
ya el negro pebetero de la sombra ha borrado muchos contornos. En los fragmentos
de oscuros tapices que cuelgan de los muros, ya palidecen las franjas de
oro viejo, los caprichosos arabescos rojos y las grecas azules. El altar
de la orfebrería que destaca sus masas en la penumbra, chispea en
el fondo. Apenas se distinguen allí con líneas vagas, un
vaso etrusco, una asa de ánfora griega, una placa metálica
con extraños ornatos, un puño de espada, el cincelado trozo
de un casco. Ya están próximos á dormir los colores.
Pero aun quedan aleteando muchos reflejos bajo la techumbre de cristales.
La luz no ha querido marcharse sin dar el último beso a los cuadros
que parecen decirla: no te vayas!
De pronto, cuando levanté el gobelino de la puerta, con ademán
rápido y mano impaciente, experimenté la desagradable sensación
de la obscuridad. Pero poco á poco, caminando con paso cauteloso,
fuíme acostumbrando á las sombras. Algunos instantes después,
los contornos fueron surgiendo, y los matices avivándose. Los lienzos
se precisaron lentamente, las líneas fugitivas volvieron á
unirse en la forma, y los tonos dispersos tornaron á manchar los
dibujos. Era una milagrosa aparición en la penumbra: un paisaje
obscuro, de follaje negro y lejanías siniestras; una marina glauca,
de cielo nublado; un desnudo de mujer, de carne palpitante y rósea:
la veste diáfana y brilladora de una musa. Y empecé, primero
con indolente curiosidad, luego con vivo placer, y al fin con desbordado
entusiasmo, á recorrer el estudio. El artista no estaba allí
-- frente al asiento de pieles, se erguía el caballete vacío,
al pie del cual se tendía la paleta con grumos de pintura, y un
haz
de pinceles se desgranaba por el suelo -- pero el alma se había
quedado prendida de esos muros, animando los cuadros, saturando esa atmósfera.
Ah! sí: allí quedaban aprisionados los sueños y escondidos
los dolores. Por arriba, volaban cogidas de la mano, como oro de ninfas,
las esperanzas risueñas que cantaban; y por abajo, silenciosas y
graves, como novicias en procesión, iban las tristezas.
El artista, en sus horas de amargura, trazó aquel titán encadenado;
en sus momentos de placer bosquejó aquella Primavera; en sus días
de reflexión pintó aquella muerte de Moisés.
¡Qué mano tan vigorosa, qué espíritu tan potente,
qué poesía tan nueva, qué imaginación tan radiante!
Primero están los grandes lienzos decorativos; algunos esbozados
únicamente, con grandes rasgos, y dibujados con la violencia de
la inspiración: un asunto bíblico, un gladiador agonizante
en el circo: un grupo de Oceánides consolando a Prometeo.
¿Qué escena es aquella tan grandiosamente pintada? Es La
agonía de Petronio. Oh! ved qué hermoso lienzo:
Tendido en la bañera de alabastro
Donde
serpea el purpurino rastro
De
la sangre que corre de sus venas,
Yace
Petronio, el bardo decadente,
Mostrando
coronada la ancha frente
De
rosas, terebintos y azucenas.
Mientras los magistrados le interrogan,
Sus
jóvenes discípulos dialogan
O
recitan sus dáctilos de oro,
Y
al ver que aquéllos en tropel se alejan,
Ante
el maestro ensangrentado dejan
Caer
las gotas de su amargo lloro.
Envueltas en sus peplos vaporosos
Y
tendidos los cuerpos voluptuosos
En
la muelle extensión de los triclinios,
Alrededor,
sombrías y livianas,
Agrúpanse
las bellas cortesanas
Que
habitan del imperio en los dominios:
Desde el baño fragante en que aún respira,
El
bardo pensativo las admira,
Fija
en la más hermosa la mirada
Y
le demanda, con arrullo tierno,
La
postrimera copa de falerno
Por
sus marmóreas manos escanciada.
Apurando el licor hasta las heces,
Enciende
las mortales palideces
Que
oscurecían su viril semblante,
Y
volviendo los ojos inflamados
A
sus fieles discípulos amados
Les
habla triste en el postrer instante.
Hasta que heló su voz mortal gemido,
Amarilleó
su rostro consumido,
Frío
sudor humedeció su frente,
Amoratáronse
sus labios rojos,
Densa
nube empañó sus claros ojos,
Y
el pensamiento abandonó su mente.
Y como se doblega el mustio nardo,
Dobló
su cuello el moribundo bardo,
Libre
por siempre de mortales penas,
Aspirando
en su lánguida postura
Del
agua perfumada la frescura
Y
el olor de la sangre de sus venas.
Adelante, en el ángulo entenebrido, atraen muchos pequeños
cuadros de clásico helenismo: un Hércules, una Venus,
una Peri, un Júpiter. Pero de éstos, sin duda
el más bello, el más inspirado, es Galatea, Ved:
En el seno radioso de su gruta,
Alfombrada
de anémonas marinas,
Verdes
algas y ramas coralinas,
Galatea,
del sueño el bien disfruta.
Desde
la orilla de dorada ruta
Donde
baten las ondas cristalinas,
Salpicando
de espumas diamantinas
El
pico negro de la roca bruta,
Polifemo,
extasiado ante el desnudo
Cuerpo
gentil de la dormida diosa,
Olvida
su fiereza, el vigor pierde
Y
mientras permanece, absorto y mudo,
Mirando
aquella piel color de rosa,
Incendia
la lujuria su ojo verde.
Y en el fondo, tres hermosos cuadros de género de marcado
sabor español, finamente pintados á la Meissonier: una Maja,
un Torero y un Fraile.
Contemplad la Maja:
Muerden
su pelo negro, sedoso y rizo,
Los
dientes nacarados de alta peineta,
Y
surge de sus dedos la castañeta
Cual
mariposa negra de entre el granizo;
Pañolón
de Manila, fondo pajizo,
Que
a su talle ondulante firme sujeta
Echa
reflejos de ámbar, rosa y violeta,
Moldeando
de sus carnes todo hechizo.
Cual
tímidas palomas por el follaje,
Asoman
sus chapines bajo su traje
Hecho
de blondas negras y verde raso,
Y
al choque de las copas de manzanilla
Riman
con los tacones la seguidilla,
Perfumes
enervantes dejando el paso.
Y por último, están los estudios, los bocetos, la colección
desordenada de cartones en los que el artista ha dejado la huella
de una impresión y ha retenido los pensamientos fugitivos.
Admirad un delicioso croquis de flores:
Mi corazón fue un vaso de alabastro
Donde
creció, fragante y solitaria
Bajo
el fulgor purísimo de un astro
Una
azucena blanca: la plegaria.
Marchita
ya esa flor de suave aroma,
Cual
virgen consumida por la anemia,
Hoy
en mi corazón su tallo asoma
Una
adelfa purpúrea: la blasfemia.
Y bien: después de tantas emociones estéticas, cansados,
con el cansancio inefable de la dicha, de haber hecho un viaje por las
altas esferas del Arte, reflexionemos:
III
o sabía yo desde que leí las Hojas al viento.
Julián del Casal es un poeta francés que vive en la Habana,
de la misma manera que Rubén Darío, es ave de paso en Costa
Rica, y el Duque Job pasea entre nosotros la lumbre de su puro:
por un fenómeno de alucinación. Nuestros sentidos nos engañan.
Damos en creer que habitan con nosotros, que nos hablan, que nos escriben,
que respiran en esta atmósfera limpia y pura de la América,
que alzan la frente y admiran nuestras montañas, que inclinan la
cabeza y se recrean en nuestras campiñas,
-
- - - do en ola ardiente
la
luz estalla y se convierte en flores
como
exclamó algún día Martín de la Guardia. Pero
no, no es cierto: ellos están allá, en el intrincado laberinto
de París, viendo correr el Sena, aspirando á plenos pulmones
el aire de los Campos Eliseos, aturdidos con el rumor de las multitudes
inquietas, mirando perfilarse en el horizonte la gran torta de Sabolla,
como le llamó Víctor Hugo á la cúpula de los
Inválidos y los dos inmensos clarinetes de Nuestra Señora.
Allá están recorriendo en banda alegre las torcidas callejas
del marais, admirando las vetusteces del barrio latino, flaneando
por las ricas y ámplias avenidas de la ciudad nueva, por las plazas
hormigueantes, por los boulevards henchidos, admirando por todas
partes aquella magnífica decoración de la gran capital, cubierta
toda ella de columnas, de monumentos, de arcos, uniforme y espléndida,
desde las páginas arcaicas de sus viejos palacios y de sus rugosas
iglesias, hasta esa nueva escala de Jacob de los sueños modernos:
la Torre Eiffel.
Estos poetas de quienes nos figuramos ser amigos y compañeros, deben
de sufrir mucho si acaso alguna vez se sienten vivos entre nosotros. Son
árboles transplantados, que no pudiendo desprenderse de esta jugosa
tierra, mandan á todas horas sus besos de perfume que el viento
recoje
de los floridos ramajes, para llevarlos al pié de los Alpes, donde
se balancean, cantando inmortales canciones, los ausentes camaradas.
No, no viven aquí; no admiran nuestro cielo, no habitan bajo nuestro
techo, no beben en nuestro vaso, no aman nuestras aspiraciones. Son perennes
misoneistas
artísticos, están enamorados de los sublimes ensueños
que agitan la vieja alma de Europa. Pero no importa. ¡Cantad nostálgicos
soñadores de la Francia, que vuestras estrofas tersas, delicadas
y sutiles, son el brillante ropaje de esas melancolías vagas, de
esas emociones indefinidas, de esos anhelos infinitos, de esas ansias sin
nombre que despiertan en todos los pensamientos y anidan en todos los espíritus!
Cantad, que vuestros cantos son gritos del mismo naufragio de ideales en
que se hunde la conciencia humana!
Julián del Casal se muestra en algunas composiciones, en algunas
estancias, en algunos versos, un poeta enamorado de esa forma parnasiana
que tiene la marmórea rigidez de la belleza plástica y que
alcanzó la cumbre del Arte en el maravilloso Leconte de Lisle; pero
otras veces, las más, poseido de la irritable nerviosidad de los
decadentes,
entra de lleno en esa encantadora locura poética donde el mundo
real se transforma y los sentidos toman distintas facultades; donde la
palabra no tiene sonidos sino colores, y la armonía del verso, líneas;
donde, el eco extraño de la rima misteriosamente sonora, se levanta,
como á un conjuro cabalístico, una imágen exótica,
indecisa, indefinible, pero reluciente y vívida, como la pedrería
de los cuentos orientales; poesía que embriaga al sueño con
ópio, para que el divino ébrio encuentre inusitadas analogías
en todas las cosas y huya del mundo real arrebatado en el ala de una febril
demencia.
El admirable autor de los Poemas Saturninos ha vertido en
el alma de Casal el jugo de sus milagrosas adormideras, el mágico
narcótico de la nieve roja y de los sueños de plata que hizo
morir á Glatigny y aun hace llorar á Méndez.
Bien se conoce; Casal está pálido porque acaba de bajar á
la obscura y profunda mina de donde Richepin volvió con sus blasfemias
que se estremecen y deslumbran como palpitantes lingotes de oro, y el padre
Baudelaire, el sublime alienado, arrancó á las rocas negras
sus fantásticas y sangrientas flores.
Pero también François Copée y Sully Proud'home me
han conversado largamente con el joven poeta cubano, y le han enseñado
muchas cosas nuevas y bellas, verdaderas y sanas.
Así es que, dulcemente reclamado por ellos, ha podido Casal tornar
de sus excursiones al país de los neuróticos, con la imaginación
fresca, el pensamiento robusto y la frase sencilla.
Y como el aire de la América, impregnado de arrobadoras fragancias,
orea las sienes del joven poeta, cuando los versos abren las alas, se empapan
en la frescura del ambiente, vuelan en nuestras risueñas campiñas,
y curan sus decadentes tristezas bajo la serenidad de nuestro cielo.
Julián del Casal, una de las grandes esperanzas, ya casi hecha realidad,
de nuestra literatura americana, se ha afiliado en la moderna escuela francesa,
hija tal vez de una generación enferma de sensibilidad, que siente
muy hondo y piensa muy alto.
Pero para mí, el poeta cubano no viene de allá; viene tal[sic]
sólo de la Poesía como de una patria lejana. |