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ESTERTORES
DE JULIÁN DEL CASAL
por Pedro Marqués de Armas
1-Al repasar el Libro del Ingenio comprobé
que la foto de Rimbaud no se encontraba. Fue idea que me hice, o tal vez
alguna mano la había levantado antes. Como sea, se repite un mecanismo:
aquél que va de la carencia al deseo, del vacío al lleno
de una hipérbole. Igual procedimiento acusa Lorenzo García
Vega en su ensayo sobre Julián del Casal (1). Como si tras
unas cuantas cifras el ojo de un niño adivinase su propia salvación.
Ante ese artefacto, propiedad del padre, Casal se descubre presagiando
el abismo de su ruina. Sin embargo, ya en él figura toda su lucidez.
Sobre listas de insumos y registros de esclavos, sobre entradas y salidas
y otros datos de administración, el poeta “atesora” un sueño:
deseo de una grandeza y castidad sin límite allí donde las
pulsiones muestran un Edipo por resolver aún. No rechaza el Nombre-del-Padre,
sino que lo cubre de recortes y cosas de su gusto (2). (El ingenio
de azúcar pronto a perderse, o ya definitivamente perdido, yace
ahora bajo este nuevo imaginario que se abre paso). Goce de signo contrario,
encubridor, se erige sobre la economía de una familia venida a menos.
Se produce un disfraz, pero también un rompimiento decisivo: gasto
y gusto se trasmutan y a la vez excluyen. Gasto del gusto (y ya nunca más
lo contrario), tratándose de una depresión (también
anímica), de una herida narcisista que nada podría restañar
salvo el arte. En efecto, nadie más alejado del socius que Casal
(cierra los ojos “para no ver el bocoy que rueda y el oro que deslumbra”)
(3), haciendo circular sus hechizos por zonas lisas y blancas como
el albatros. Asistimos a un conflicto entre lo “sucio” devenido arte y
lo “limpio” que no podrá hacerlo hacia mejor época o bonanza.
Por otro lado, la foto de Rimbaud emerge como síntoma. El deseo
de un rostro -Vitier señala una relación ojo/fulgor entre
Casal y el poeta francés- en el lugar de la ausencia (4).
Ora verdes, azules o de un color difícil de precisar, los ojos de
Rimbaud -los del cubano- se encienden y apagan al final de una alcoba.
¿Qué edad tiene cuando descubre, a través del Libro
del Ingenio, el juego de las superposiciones? Queda allí fijado,
sin remedio, bajo el signo de la aflicción.
2-Durante el siglo XIX la fiebre es considerada
emblema de una pasión. Al situar el cuerpo del enfermo bajo una
variante de la enfermedad del amor, el ideal romántico invierte
un orden. Escribe Groddeck: “Con el deseo fallecen los pulmones, y la culpa
por la disipación simbólica del semen en la forma del escupitajo,
crece continuamente. Es lo que permite a las enfermedades pulmonares dar
belleza a los ojos y mejillas, veneno seductor” (5). Pasión
ardorosa, que termina por consumir la propia sustancia corporal, gusto
por un gasto sin fin, se diseñan maneras de controlar tal derroche
y encausar la utilidad de estos cuerpos. Así, algunos médicos
prescriben curas de reposo, de altura y retiro, mientras otros -tal vez
para dar salida a toda energía posible, en la creencia de un estancamiento
de ésta- recomiendan una vida sexual intensa. Causas y efectos se
mezclan sin distinción, donde lo único en juego sería
la sutilidad de cierta técnica discursiva: que el sexo hable y diga
su “verdad” mientras se le clasifica y doma, es decir, hacer explícita
la conducta sexual. (6)
Encanto contra tecnología, el deseo será posible en las
formas exclusivas del arte y la tos. Casal se resiste a toda disipación.
Muere sin rendirse al saber, rehuyendo sus terapias, sin confesar un secreto
que, dice, nos dejaría helados. Su muerte es un frío. El
ardor que le consume borra por fin toda pista, cualquier evidencia y muestra
apenas un guiño, un ademán detenido, congelado en el tiempo.
Su arte frío y errante supuso un giro polar sin precedente ante
el calor (y color) local; constituye, a la vez, una estrategia de
desdén y distanciamiento contra sus contemporáneos, empeñados
en corregirle a cada momento.
Dos crisis se producen a lo largo de su enfermedad. En casa de Domingo
Malpica sufre un ataque de fiebres, se le invita a pasar la noche, pero
él se envuelve en el gabán de un amigo y se va. Meses luego,
ya hospedado en dicha casa -un cuarto de azotea por la calle Virtudes-
tiene un segundo acceso. Cuenta Malpica: “Solía el poeta, exasperado
por el sufrimiento, tener visiones; se creía muerto y andando por
el Mundo de Ultratumba.
Descubría senderos, torrentes, montañas; mas volvía
a su acuerdo y exclamaba: Ven ustedes. Ya resucito. He estado muerto y
me hallaba muy bien del otro lado. Siento volver a esta vida miserable”
(7). Según su médico personal, es la noche de la agonía,
del cumplimiento romántico. Francisco Zayas diagnostica “tumores
en los pulmones”, lo que venía a confirmar una antigua tuberculosis
sospechada. En lo adelante, el curso de la enfermedad se acelera, el heraldo
de la muerte galopa. No puede subir escaleras, comienza a arrastrar la
mitad izquierda del cuerpo, la falta de aire empeora. Es trasladado a la
planta baja. Mientras, La Habana Elegante sigue los pormenores de su salud.
En octubre de 1993 entrega Bustos y Rimas, apremiado. Pero la asfixia recrudece
y la fiebre es constante. El 7 se despide de Darío, escribiéndole:
“Al borde de la tumba, adónde pronto iré ”. Sin embargo,
las dos semanas que le quedan de vida son de una mejoría notable.
Recupera el ánimo (le hablan de alguien, con su propio mal, que
ha curado en La Habana) (y lo cree), escribe cartas, concluye un trabajo
sobre Aurelia del Castillo, lee a Kempis y el diario de Amiel. A la mañana
del 21 visita la redacción del periódico para apurar las
pruebas de su libro. “Mal día es hoy para mí”, dice, mirando
el cielo nublado. Y después la cena, cayendo la tarde. Un chiste
de sobremesa (su contenido lo desconocemos) promueve la risa y el golpe
de tos: sobreviene la hemoptisis y fallece. Horas luego el Dr Zayas certifica
como causa definitiva de su muerte la rotura de un aneurisma de Rasmussen,
enorme, incapaz de resistir la presión (8). El Conde Kostia,
entre los presente en la cena, escribe dos días más tarde:
“Apartó la cara y una ola de sangre salió a sus labios. Una
hemorragia que lo mató en dos segundos, sin permitirle dar un grito,
decir palabra ni hacer gesto (...) Sólo conservaba abiertos los
ojos, sus nostálgicos ojos verdes, luminosos y tristes (...) El
señor Lamadrid con Casal en brazos, recibiendo sobre sus vestidos
la catarata roja, torrencial, siniestra, vistiéndolo de una púrpura
babosa (...)” (9) (10).
3-Leía a Amiel: “Cielo cubierto de
gris, plegado en sutiles sombras, niebla arrastrándose en las montañas
distantes, naturaleza desesperada, hojas cayendo por todas partes como
las ilusiones perdidas de la juventud bajo lágrimas de pena incurable,
y un pino, verde, estoico en medio de esta tuberculosis universal.” ¿Fue
ésta, acaso, la última página que leyera? (11)
4-En el delirium de las fiebres Casal ve
senderos y montañas. “Experiencia en umbral”, abandona la vida de
momento, el peso de su condición miserable y se reconcilia con una
naturaleza distinta a la de nuestros campos: naturaleza otra, refractaria
a toda terapia o consejo (12). En uno de sus Cromitos, Manuel de
la Cruz se descuaja al extremo de sugerirle “lo útil que le sería
recorrer a pie y a caballo los valles y eminencias de las Sierra Maestra,
bogar en guairos y piraguas del Cauto, saturarse, impregnarse con los aires
y aromas del campo para contrabalancear los efectos de una prolongada saturación
literaria” (13). Represivo y viril, cierto higienismo en boga se
vuelve contra el artista y la sustancia del arte, sólo con el objeto
de proponer una saturación por la otra. El consejo lo aprueban todos
sus contemporáneos. Sin excepción, le apuntan allí
-y él no lo ignora- donde más le dolería. Le extienden
sus recetas molestas, intempestivas, insistentes: “Y tendremos -continúa
el amigo- el método que de común acuerdo todos reconocen
en sus manifestaciones morales”. Aplican sobre Casal las tenazas de un
discurso mal digerido, a última hora aprendido en Taine, que se
regía a su vez por los aciertos de la medicina experimental.
El campo es parte importante de ese discurso. Después de una
nada reparadora estancia en Yaguajay, le expresa a Borrero: “Se necesita
ser muy feliz para no sentir el hastío más insoportable a
la vista de un cielo siempre azul encima de un campo siempre verde. La
unión de estos colores produce la impresión más antiestética
que se pueda sentir. Lo único bello que presencié fue una
puesta de sol, pero esas se ven en la Habana todas las tardes” (14).
Su hastío no resulta, exclusivamente, de una posición estética
formada en los emblemas de la ciudad moderna. Se trata de rechazar el recuerdo
de los bienes familiares (con mayor razón, porque se han perdido);
de rechazar, así, la economía del régimen colonial
todavía viva la secuela de la esclavitud. Perseguido por “bloques
de infancia” opone su náusea a cuanto signifique tierra (el interior)
y sus costumbres, sean éstas arcádicas o sórdidas.
En este sentido rehuye, además, el imaginario predominante en la
literatura cubana, moviéndose sin salida en un tardo periplo entre
indianismos y reproducciones chatas; de igual modo rechaza (más
irónica que románticamente) el imaginario de una ciencia
positiva que pretende destinarle a una campiña de aromas balsámicos.
Prefiere las mercaderías, caminar mirándose en los rostros,
visitar ciertas márgenes como la cárcel y el matadero. Busca
un decorado, un cielo de estandartes sobre el gris de las azoteas, algo
menos deslumbrador. Fue el único en oponerse al triángulo
tainiano raza, medio, momento. (También Martí escapa a la
“fascinación positivista”, como apuntara Vitier, pero sabemos que
no en todo momento) (15). Una aseveración de Enrique José
Varona, entre un cúmulo de sentencias parecidas, resume mejor el
obstáculo de la época: “Porque en Cuba se puede ser poeta,
pero no vivir como poeta” (16). Sin embargo, esto último
es cuanto hizo plenamente: vivir el ser intensivo de su poesía,
fundir ambas cosas, y echar por suelo esa fatalidad que aún nos
acompaña. Martí, no obstante la distancia que impidió
que se conocieran, logra comprenderle como pocos; aún así,
al reclamar para él ese “instante raro de una emoción noble
y graciosa”, proyecta algo de sí propio, un ser anímico y
tocado por una gracia que no llega a ser la de Casal. Martí pensaba
en una poesía-arma y necesitaba de un paso al acto, de un rito de
limpieza que ligara su escritura a la historia. Ello no lo salvó
del delirio. A Casal, que funde vida y arte autoexcluyéndose (su
mirada de la historia es lúcida, pero desganada), al cabo le vemos
-un siglo después- apegado al destino del país, a su crepúsculo
permanente. De algún modo, la muerte los iguala. Sus maneras de
morir, tan distintas, parecen comprenderse mutuamente.
5-“Y sonaban en la alcoba
En el silencio profundo
Pasos de alguno que roba
Estertor del moribundo”
Ni en una reseña que escribe sobre el congreso de médicos,
ni en el busto que dedica a Francisco Zayas (donde describe con mórbido
placer la piel de un enfermo), ni ante su propio mal, nunca convierte su
vida en veleidoso síntoma ni doblega su cuerpo para las nacientes
instituciones de nuestro saber.
Sus elogios al progreso de las ciencias delatan su cortesía y el
juego dinámico de su alteridad. Como ninguno de sus contemporáneos,
entiende los resortes de la maquinaria positivista en tanto formadora de
un conjunto de prácticas articuladas al poder. Si bien deseó
morirse en un hospital, su pupila absorta recupera otro ámbito:
poesía de la beneficencia, jardines de pobres y huérfanos.
Su cuna fue un largo corredor de Morgue en el que, en lugar de piezas anatómicas,
se insinúa cierto sentimiento de lo fúnebre, afecto principal
en toda su obra. Abunda en el imaginario casaliano el gusto por espacios
pequeños (cunas, urnas, nichos, tumbas, camarotes) y cerrados y,
además, por la presencia de ventanas (miradores) desde las cuales
contemplar su propia partida en una suerte de íntima procesión
(17). Mira su orfandad, la expone, la exhibe a cualquier precio,
incluso aunque no siempre se la compren. Su neurosis fue otra, como “la
sangre roja de un tigre real”. De ahí que un arte erótico
-alienado al cuerpo humano y a toda crudeza- escape a los rigores de una
ciencia sexual (18). Su problema, también en este sentido,
fue inverso a de sus contemporáneos.
Siempre deseó morirse en un hospital, pero el exabrupto de la
risa no se lo permitió. Tal era la ironía y la punta de pluma
de su refinamiento. Entre fetiches atesorados y sin caer en la trampa de
la normalidad, atravesó la borrasca de afuera. Usó el saber
cuando quiso, moviéndolo a su favor. Así, se ufanaba de que
ningún médico, “donde los hay muy buenos”, supiese el origen
de un padecimiento que todos calificaban “un mal misterioso”. Suerte de
ganancia que le distrae de algo más terrible: el carácter
contagioso y mortal de la enfermedad que padece realmente. En carta a Moreau
-desplazando el órgano enfermo a una región cordial, de suma
sacralidad-, escribe: “porque estoy herido de una enfermedad cardíaca
que me conduce tan joven a la tumba” (19). Aun cuando algunos de
sus amigos sabían que estaba enfermo de los pulmones -y, aun cuando
se lo negaban- es obvio que no permanecía ajeno al devenir de una
muerte inexorable y próxima. Pero no lo admitía. No ingenua
ni tercamente, sino por un poderoso deseo de vivir muy a pesar suyo. Era
preferible encontrarle a su mal otro nicho, otro lugar acaso menos deprimente
que el de esas cavernas que abre la tuberculosis. Incluso se preguntaba,
en ocasiones, si todo no era el resultado de su mente repleta de fantasías
neuróticas. Esta investidura, en cambio, cada vez le resulta menos
eficaz. Por otra parte, qué misterio podía conservar la tuberculosis,
enfermedad que padecían los más pobres y que era entonces,
por amplio margen, la primera causa de muerte en Cuba, es decir, algo común,
ya sin su antigua aura.
6-Algunas fotos del XIX son veladas, sin
lustre alguno; indican (como frente a un espejo) el hábito de la
depresión. Existe una del poeta (inédita) que le ubica entre
las últimas dos crisis de su enfermedad. Cierto halo diabólico
circunscribe el rostro: su laxitud es la de la fiebre. Algo inclinado,
el mentón aparece descendido, la mirada fija en un ángulo
ausente. La pupila izquierda absorbe toda la luz, algo inmóvil,
rezagada ante los efectos de la cámara. El maxilar superior y los
arcos superciliares duros, prominentes. La nariz apenas se ve... Recuerda
ciertos rostros que Fernando Ortíz presentara en una revista de
medicina legal, de Turín, que seguía la línea de Lombroso:
Homicidas cubanos de finales de siglo (20). Como sí hasta
una foto llegase el fantasma positivo de neurosis y psicopatías,
de momento el saber de la época parece infiltrar los rasgos faciales
del poeta. Sin embargo, también se observan elementos “negativos”,
propios de esa subjetividad que él y un grupo de iniciados confieren
a los objetos: abanicos, una copa, un huevo de cristal, frascos y estuches,
una daga enfundada y un sombrerito chino. Casal tiene las piernas cruzadas,
y aparece sentado sobre una alfombra que cubre un pequeño cojín.
Viste traje oscuro -kimono japonés- y lleva un gorro que corta una
cuña de pelos. Alguien le acompaña: su íntimo amigo
Manolo Moré, vestido como él a la usanza oriental. Sucios
y amontonados, tal vez deleznables, estos fetiches conforman el hábito
de su depresión, refuerzan aún más su miseria. Cada
objeto es un rostro, un espectador diverso que asiste, ya a un proceso
judicial ya un rito secreto. Según se mire, será el clásico
erotómano con sus colgajos -a la manera de Clerambult-, o un poeta
con sus rótulos erosionados por el afecto, desafiando la pobreza
general.
7-Casal es el desheredado. Después
de un movimiento de las leyes, se ha sumergido en las ruinas. Con el poco
dinero que le queda de la venta del Ingenio,
se va a España. A su regreso confiesa a Miyares la calidad de su
penuria. Si algunas fijaciones lo representan buscando la solución
estética, imaginaria (atesorada en el Libro del Ingenio), habrá
siempre otros desvíos que mostrar: abyectos, reales. De la fijación
estética -mirada rezagada del infante- a las perversiones del adulto.
Se instala así una economía y literatura marginales. Sus
colaboraciones de algún modo secretas en La Caricatura denuncian
la construcción de este nuevo sujeto. Lezama identificó (y
sin duda también ocultó) esas colaboraciones de Casal, cometiendo
el pecado origenista de mantenerse fiel a determinada eticidad. Sin embargo,
puso en peligro la suya propia, cubriendo con el velo de lo aparencial
esta salida tan poco sublime y por ello tan importante. Pronosticó
una maldición para quien encontrase las crónicas, como si
fueran complemento de menor valía, o materia explosiva capaz de
activar zonas recónditas del XIX cubano (21). No obstante,
ya tangibles, esas crónicas desatan cualquier revestimiento.
Francisco Morán las ha reidentificado. Aunque sin vencer el temor
por las maldiciones auguradas, el hallazgo de Morán da un vuelco
a nuestras lecturas decimonónicas. El modo origenista de construir
un pasado literario entra en crisis, mostrando mejor que nunca su tendencia
apacible, redentora y puritana. Hasta ahora alrededor de diez crónicas
sobre homicidios, suicidios y otros recorridos por la criminalidad y el
bajo mundo habanero (22). Literariamente, habría que decirlo,
no es gran cosa. No sólo necesitaba el dinero sino también
darle curso a sus fijaciones perversas (23). No se trata, por supuesto,
de sujeto pervertido (como tampoco hay otro neurótico) en el sentido
extenso y unívoco que diseña el discurso de época:
más bien vectores propios a cierta subjetividad que, lógicamente,
atraviesan al escritor y donde éste, en una suerte de juego de márgenes,
se coloca vicariamente.
De los periódicos cubanos de la época La Caricatura
tal vez sea el que con mayor claridad muestra las articulaciones de dichos
vectores. La carcajada prometida deriva en sintomática mueca, mientras
el discurso de la muerte alcanza su culminación. La muerte y sus
estereotipias como valores destinados a circular por una población
no letrada, a la vez que los dispositivos científicos justifican
un margen legal. Periodismo de sensaciones agazapado en recursos de gabinetes
de identificación. Se opera así un desplazamiento desde la
Morgue hasta el fotograbado. Cada suicida, cada asesino, cada rostro de
muerto es retocado por la ley, que enseña fotogramas ampliados a
tamaño de página. O lo que sería igual respecto al
interdicto del escritor: de su pasión por la foto (estetizada) al
paseo por el matadero, el garrote y la Morgue, con ojos medio vendados.
El poeta muestra, en fin, otra arista de su deseo.
Tras sus colaboraciones el éxito del periódico no se hizo
esperar. Las crónicas fueron decisivas en este sentido. El grabado,
reproducido técnicamente, de algún modo venía a resolver
el “lugar de la letra”. Es por ello que La Caricatura se convierte, como
dirá un destaco galeno años después, en el “pasto
intelectual” del hombre medio habanero y también de los así
llamados marginales, que se ven representados en un sitio ambiguo, hecho
tanto para la censura como para el relajo, para la sátira de las
costubres como para la venta a cualquier precio. Carnaval político,
que se muerde la cola, conminado por el rango moral de la sátira.(24)
Paradójicamente, el autor secreto sólo llega a cobrar
cinco pesos por cada publicación. La misma ley que le deshereda
se expresa ahora en su curiosa combinatoria de ciencia y choteo, legalidad
y broma. El poeta abrigaba la esperanza de una pequeña entrada sin
exponerse demasiado, ni aún bajo el uso de algún seudónimo.
Un siglo luego esa economía y literatura paralelas no pueden ofender
a nadie.
Notas
1-Lorenzo García Vega: Los Años de Orígenes,
"La Opereta Cubana de Julián del Casal". Monte Ávila,
1997.
2- En el Libro del Ingenio Casal pegó recortes de periódicos:
poemas y prosas -en francés- de diversos autores parnasianos y simbolistas;
incluye un fragmento de Rimbaud -no una foto- al cual alude José
Lezama Lima, así como el soneto Erígone, de Joaquín
Lorenzo Luaces, y “la peor pacotilla hispanoaméricana”.
3- Nicolás Heredia: "Poeta y colono", La Habana Elegante
No 43, 29 de octubre de 1893, pág 10.
4- Cintio Vitier: "Casal como antítesis de Martí. Hastío,
forma, belleza, asimilación y originalidad". Lo Cubano en la
Poesía. Universidad de las Villas, 1958.
5- Georg Groddeck: El libro del Ello. Editorial Iralka.
Bilbao. España, 1996.
6- Michel Foucault: Historia de la Sexualidad. Tomo I. Siglo
XXI editores. México. 1983.
7- Domingo Malpica: "Nota biográfica", La Habana Elegante
No 43, 29 de octubre de 1893, pág. 16.
8- En la partida de defunción se registra como causa definitiva
del fallecimiento “rotura de un aneurisma”. No se refiere el Dr Zayas a
un aneurisma cerebral, como han pensado algunos, ni pretende por otra parte
ocultar la verdadera naturaleza de la enfermedad. Se refiere a un aneurisma
de Rasmussen, enorme, complicación entonces nada infrecuente dado
el carácter “galopante”, maligno, del proceso y los escasos recursos
que existían para enfrentarlo. El aneurisma de Rasmussen consiste
en la dilatación de un vaso pulmonar y demuestra el avanzado estado
de tuberculosis en que se encontraba el escritor. Casal había terminado
de comer y la replesión gástrica seguramente facilitó
el acceso de tos que termina por reventar el vaso. Como dice el adagio
clínico: el tuberculoso tose porque come y vomita porque tose. Por
otro lado, en vida del escritor no existió, de parte de los médicos,
la menor duda diagnóstica; Casal fue asistido -entre otros- por
el Dr Desvernine, entonces uno de los más notables tisiólogos
cubanos.
9- Conde Kostia (Aniceto Valdivia): "Julián del Casal", La
Lucha, 23 de octubre de 1993. El Conde Kostia se encontraba entre los
asistentes a la cena en casa de Santos Lamadrid y su testimonio confirma
en diagnóstico de los médicos. Debió tratarse de un
aneurisma gigante, a juzgar por la por la extensa -e intensa- hemorragia
que produce la muerte de modo tan súbito.
10- Emilio de Armas: Casal. Letras Cubanas, 1981 (Me he
regido por la cronología que aparece al final de libro).
11- Diario íntimo de Amiel. Editorial Prim. Uruguay,
1988.
12. Emilio de Armas no puede explicarse por qué el poeta, en
medio de su delirio, se encuentra tan cómodo entre senderos y montañas.
Al punto de hacer ver esta escena como parte de los muchos inexplicables
misterios de su vida. Ningún misterio, como tampoco existe contradicción
alguna entre estos campos y los que el escritor rechaza. Ahora se fuga
a otro “campus” posible, imaginario, de una materialidad desconocida no
necesariamente misteriosa. Estamos frente a un Casal pre-morten,
en estado alterado de conciencia, que por ello “viaja” sin percepción
del cuerpo y sus límites, en desplazamiento rápido, en túnel,
tal vez sintiendo un bienestar inmenso.
13-Manuel de la Cruz. Cromitos cubanos. Habana. 1892.
14- Carta a Esteban Borrero Echeverría, Habana, 10 de
febrero de 1892. En Julián del Casal. Prosas. Edición
del Centenario. Tomo III, pág 81, 1963.
15- Cintio Vitier: La Crítica Literaria y Estética
en el siglo XIX, La Habana, 1974. pag 10
16- Enrique José Varona. "Hojas al viento", Julián
del Casal. Prosas. Edición del Centenario. Tomo I pag
26-29, 1963
17- Sus visitas frecuentes a hospitales, consultas privadas, casa cuna,
cementerio,... donde pasa largas horas, demuestran un goce en el que intervienen
sentimientos de orfandad y delirios de demanda (de una madre). Merodea
esos sitios para convertirlos a su afecto. Sitios en los cuales la distribución
de los cuerpos responde a una suerte de suspensión entre vida y
muerte. Recordemos, en este sentido, su paseo con Darío por el cementerio
y las observaciones de éste. Casal necesitaba de esos claustros
(ver su poema “Tabernáculo”) en la medida en que lo fúnebre
le permitía establecer una barrera contra la carne, el órgano
y su descomposición. Irrepresentable, la muerte es plasmada en lo
fúnebre.
18- "Cartas de Casal a Gustav Moreau". (Traducción de Jorge Yglesias).
En Revista del Vigía, julio de 1997. Matanzas. Cuba. Pag
49
19- En 1892, año previo a su muerte, mueren en Cuba -mayormente
en la capital- 1530 personas a consecuencias de la tuberculosis. Si bien
esta enfermedad no respetaba clase social alguna, su mayor cosecha la hacía
entre los más pobres, sometidos a peores condiciones de vida y con
sistemas inmunes maltrechos. Todavía en esta época se piensa
que es una enfermedad hereditaria y apenas se tiene noticias sobre el descubrimiento
de bacilo de Koch y su carácter transmisible. Bien informado, Casal
sigue de cerca este nuevo informe de la ciencia médica y le dedica,
incluso, algunos párrafos en una de sus crónicas. ("Reflexiones
sobre las causas de mortalidad en la Habana": Diego Tamayo y Figueredo.
Habana, 1893).
20- Archivos de psiquiatría, Medicina Legal y Antropología
Criminal. Vol XXVIII, Fase IV-V. Turín. 1896.
21- En su Oda a Julián del Casal, Lezama escribe:
“Sea maldito el que se equivoque y te quiera ofender
riéndose de tus disfraces
o de lo que escribiste para La Caricatura
con tan buena suerte que nadie ha podido
encontrar lo que escribiste para burlarte
y poder comprar la máscara japonesa”.
Lezama admite el carácter carnavalesco del gesto casaliano. Sin
embargo, se niega a declarar la existencia de las crónicas, quizá,
supongo, pensando que con ello defendía al escritor de futuros detractores.
A la vez, muestra ciertas pistas, como en rejuego sutil (o evidente, según
se mire) entre mostración y ocultamiento, privado y público.
Se deleita en el hecho de hallarse en posesión de un secreto y,
a la par, no se resiste a la insinuación de señalarlo, siempre
a su modo maldito. No obstante, su decisión final de no dar a conocer
las crónicas revela el fondo moral de su elección
22- En 1993, el escritor Francisco Morán identificó las
crónicas. A este asunto dedica un extenso ensayo todavía
inédito.
23- Estas colaboraciones en La Caricatura, a pesar de que no
eran bien pagadas, sumaban otro ingreso al escritor; ya en esta época,
nos dice, escribe incansablemente y publica en varios periódicos
a la vez. Lo que el escritor esconde no es otra cosa que el hecho de escribir
sobre temas considerados de segunda o pocos literarios. No obstante,
firma crónicas para otros periódicos sobre iguales temas.
Son, como quiera, prensa de primera línea. Ya en 1889 podía
expresar, en carta a su amigo Ezequiel García Enseñat (Colección
de Francisco Morán): “aunque mucho te extrañe esto último,
debo advertirte que trabajo mucho...y gano poco dinero. Pero estoy contento,
ya vivo de la literatura. Vivir de la literatura, en un país como
el nuestro, donde todos viven del comercio, de la industria, del robo y
de...lo demás, significa algo y reviste caracteres de un gran acontecimiento”.
24- Diego Tamayo: "La vivienda procomún". 3ra Conferencia
de Beneficiencia y Corrección de la Isla de Cuba. La
Habana, 1904.
El Dolor
Jorge Luis Sánchez, realizador del documental Donde
está Casal
No se exactamente cuando Casal exigió de mi algo más que
una lectura de sus poemas.
Hace diez años que nos encontramos, él con una sonrisa
flemática, profunda, negándose a servirme para mi puesta
en escena.
Yo, agresivo, involucrándolo cada vez más en la necesidad
de saberse parte de la cultura de esta isla. Nunca lo sabré hasta
que no filme la película sobre él, la que no acabo de hacer
aún.
Visceralmente hablando, Casal es una fuerza tremenda que me ayuda a
entender la idiosincracia de nosotros los cubanos, por eso me lo llevé
hasta la cripta donde lo enterraron y no lo encontré.
Sabrá Dios que lo esconde, conociendo Dios de mi tenacidad de
todos estos años.
Ese fue el documental que realicé.
Un pretexto para buscarlo por La Habana que tanto quiso mientras más
la odió.
Donde quiera que él esté debe sentirse halagado en su
vanidad, pasa que la timidez lo retrae hacia el dibujo de cualquier periferia
habanera donde los dias todavía pueden ser de buen gusto.
Por esta razón creo que habita en el misterio insular que nos
define.
En la carcajada y la angustia.
En la contradicción para creernos destino, polo norte y luz.
Casal clamaba por el reconocimiento, tan solo míseros aplausos
que no quiso porque nunca tuvo.
Algo faltará permanente en él para que desde las alturas
en que nos mira, acceda sin reservas a creer en los que aquí abajo
no necesitamos sus huesos, si no ese viento triste de nuestro verano candente
que nos recuerde el dolor.
O una máscara que presentía absolutas ansias de aniquilarse.
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