Fuente de la India Al ver estos gruesos muros, estas rejas con sus puntas agudas y mortíferas que se dibujan a lo lejos en cada uno de sus pisos, reconozco la cárcel de Tacón. La antigua prisión no tenía capacidad suficiente para satisfacer su inexorable severidad y Tacón hizo construir una que es inmensa en comparación a los otros edificios de la ciudad, con la aparente intención de alojar en ella algún día a todos sus habitantes. 
 Tomado de La Habana, por Mercedes Santa Cruz, Condesa de Merlin. 

NO LLORÉIS MÁS, 
DELFINES DE LA FUENTE...

 
 
La Habana, esa alucinación

El mal no está en las langostas de paso.
Y toda ciudad tiene siempre un monstruo perpetuo.

VIRGILIO PIÑERA,
Electra Garrigó.
 

1

Nací en La Habana y nunca he vivido en otro lugar. No me fue dada la emoción del  provinciano que llega a la gran ciudad. Sin embargo, desde que tuve uso de razón, como suele decirse, La Habana era un espacio distante, un territorio que de algún modo no me pertenecía, un sitio de donde venía y adonde iba, pero que no era aquel en el que estaba. Yo había nacido y vivido siempre El Torreón de la Chorrera (Esteban Chartrand, 1882más allá del río Almendares, en Marianao, es decir, en las afueras. Cuando mi madre decía La Habana, parecía referirse a un lugar lejano, de límites imprecisos. “Vamos a La Habana”, decían mis mayores, y eso significaba muchas cosas, entre las que se puede contar: ir de compras, visitar los grandes almacenes, pasear por las calles Monte, Galiano, San Rafael, incluso por la calle Muralla, donde tenían sus baratas tiendas de telas los judíos. Lo cierto es que existía una radical disparidad entre La Habana y el reparto en donde se levantaba mi casa. La diferencia entre ambos resultaba abismal. La Habana, en efecto, era otro lugar. Mientras yo vivía en un barrio tranquilo, con casas que mostraban cierto lujo, rodeadas de parques, de árboles, de calles sombrías y de silencio, La Habana, aquella Habana de la que hablaba con misterio mi madre, era el centro del bullicio, del tumulto y de la luz.
 

2

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que en las aceras atestadas de La Habana conocí por primera vez el miedo. Por las calles de mi barrio casi nadie transitaba. Por las aceras anchas de La Habana, en cambio, parecía transitar el mundo entero. No se podía dar un paso sin tropezar con lacalle Obispo (comienzos del siglo XX) multitud. Mi madre me tomaba de la mano con ansiedad, “Te vas a perder”, decía con un fondo de preocupación en la voz. Y yo sentía miedo. Miedo a extraviarme, a desaparecer en el dédalo de calles desconocidas. Experimentaba la fuerte sensación de ser insignificante; tuve la revelación de lo poco que era: apenas un pequeño sobresalto, de escaso valor, en medio de la muchedumbre. Esto no quiere decir, no obstante, que me disgustara acompañar a mi madre cada jueves a sus viajes de compras. Todo lo contrario. En aquel temor (como en casi todo temor) se encerraba un extraño y resuelto gozo. Gozo que se trasmutaba en tranquilidad y acaso decepción cuando estábamos de regreso, cuando volvíamos a la calma de la casa, donde mi padre esperaba silencioso y amable, y donde poco a poco desaparecía la sensación de no ser nadie, y recuperaba yo mi valor. O al menos eso pensaba. Y era suficiente. 
 

3

Íbamos al Mercado Único, que estaba en la calle Monte, muy cerca de Belascoaín. El viejo edificio se veía repleto de cuantas cosas podían ser vendidas: flores, juguetes, hortalizas, viandas, especias, frutas tropicales (mangos, guanábanas, cocos, papayas, naranjas, plátanos, mameyes, anones...), colonias baratas, yerbas para el cuerpo (y para el alma), animales (vivos y muertos), exvotos, imágenes de santos en barro muy tosco... A la algarabía de las aves encerradas en sus jaulas, a la algarabía de los pregoneros, se unía la música estruendosa, los acordes de alguna Benny Morécharanga, las voces asombrosas de Beny Moré o de Celia Cruz, en mi Cuba se da una mata, que sin permiso no se pué tumbá..., que a duras penas lograban acallar el vocerío de los que regateaban el precio de las mercancías. A un costado del Mercado, en un camión cerrado e inmenso, por sólo cinco centavos, se podía tener acceso al Museo de las Cosas Asombrosas, donde, según decían los carteles anunciadores, había una vaca con dos cabezas, un gallo con cuatro patas, Celia Cruzun perro que hablaba, un niño anciano, una mujer que lograba encender bombillos eléctricos con el único contacto de su cuerpo, una momia azteca y una anciana que leía el porvenir en las palmas de la manos. Mi madre no me dejaba entrar. “Para horrores basta con los que se ven todos los días”, exclamaba muy seria. Entonces salíamos de la confusión del Mercado para continuar por esa otra confusión de la calle Monte, abarrotada de tiendas y vidrieras, de pórticos, de columnas, de vendedores callejeros... Hasta llegar a un punto en que yo sentía una alegría incontenible. Esta alegría sólo he logrado rencontrarla en escasas ocasiones: en la Plaza de San Marcos de Venecia, en las Ramblas de Barcelona, en la Quinta Avenida de New York. Y lo que sucedía en La Habana era que la calle Monte en un momento de su viaje, justo en la esquina con la calle Amistad, se abría a la amplitud luminosa del Parque de la Fraternidad. Admiraba yo los árboles del parque, la cúpula del Capitolio, el amplio portal del Palacio de Aldama. Admiraba yo el espacio entre monumental e íntimo que se creaba en ese instante de nuestro paseo. Y le pedía a mi madre que nos quedáramos un rato en el Parque, alrededor de la ceiba que, según decían, hincaba sus raíces en tierra de todos los países de América. Creo que entonces pensaba que La Habana comenzaba y terminaba allí. 
 

4

Esta ha sido siempre una tierra de tránsito”, dice mi tío prendiendo un habano y meciéndose con calma en el sillón del portal. La calle está encendida con este sol de mediodía sin piedad. Por extraño que parezca, casi no se ve a nadie en las calles y ha crecido un alarmante silencio (el alarmante silencio de la siesta. Mi tío da una chupada a su tabaco, observa el humo y repite: “Sí, tierra de tránsito”. Acaso para no escucharlo, mi madre decide ir en busca de una tobra de Marta María Pérezaza de café. Café oscuro y sin azúcar, servido en vaso de cristal, porque a él no le gusta el café en tazas de porcelana. “Cuando los españoles descubrieron que aquí no había oro, se olvidaron de esta ciudad. La Habana quedó abandonada, convertida en simple puerto donde se reunía la flota que venía de Tierra Firme”. Mi madre se sienta a su vez y cierra los ojos como si con eso pudiera dejar de oír las palabras de mi tío. Él saborea el café, admira el tabaco, frunce el ceño (un poco por el humo, un poco por el sol), y golpea ligeramente el brazo del asiento. “En La Habana todo es transitorio. Aquí nunca ha querido permanecer nadie”. Mi madre se incorpora con ligereza. “¿Y nosotros?”, pregunta. Mi tío mira ahora el tabaco con perplejidad, como si no entendiera lo que significa ese objeto que tiene entre los dedos. 
 

5

Hay que tener la penca a mano: hace un calor de todos los demonios. Siempre hay calor, por la mañana, por la tarde, por la noche; en invierno, primavera, verano y otoño. Las calles de La Habana son espejos y parte de galería con arco de medio punto (del libro sobre La Habana, de María Luisa Montalvo)multiplican hasta la exasperación los rayos solares. Paredes y techos también despiden el vapor irritante. No hay modo de escapar al calor. Al borde del mar se tendrá la ilusión de una brisa. Bajo una mata de aguacates se puede llegar a creer que el calor ha sido conjurado. Sentarse en el sillón, a la sombra del techo del portal, con el abanico de penca en la mano incansable, hace pensar que el calor se disipa, que se repliega o desaparece. Nada más falso. El calor está ahí, imperturbable, obstinado (abrazo húmedo, monstruo ubicuo que no deja respirar). La cama del sueño y la cama de la pasión se humedecen con sudor en el que se han mezclado esperanzas y anhelos, deseos insatisfechos que permanecen como manchas en las sábanas. Entonces, ¿qué otra cosa queda por hacer? ¿Cuál es el modo de huir de esta maldición? Siempre llega la hora de repetir, como si se tratara de una oración, los versos de Julian del Casal: 

                           Suspiro por las regiones
                                Donde vuelan los alciones
                                       Sobre el mar...
 
 

6

Cuando yo tenía trece años, comencé a pasear solo por las calles de La Habana. En ese momento el miedo era lo que más podía parecerse a la felicidad; calle O'Reillytal vez porque estaba asociado también a la creencia de que era libre. Quizá, en cierta forma, fuera libre. Al menos, con la libertad pequeña y maravillosa de elegir un rumbo, de elegir las calles por donde pasear mi curiosidad, de escoger el parque donde sentarme a secar mi sudor. De modo invariable yo bajaba del omnibus en la famosa esquina de las calles Galiano y San Rafael. Entonces el bullicio ya no me asustaba tanto como cuando iba de niño del brazo de mi madre. Me gustaba aquel aire lejanamente aristocrático de la calle Galiano, donde en alguna época vivió la gran burguesía habanera. Había escuchado decir, por ejemplo, que en aquella calle había vivido la familia Yarini. Este nombre, asociado a una gran familia, estaba también asociado además a aquel hombre-mito de los primeros años del siglo, Alejandro Yarini, el proxeneta célebre. Hombre imponente y vestido de blanco, que recorría a caballo las calles de La Habana; había logrado acaparar casi todo el mercado de prostitutas habaneras, en contra de los proxenetas franceses. Luego, esa calle se convirtió en uno de los más importantes centros comerciales de la ciudad, con tiendas enormes y elegantes. Tenía (tiene) anchas aceras bajo inteligentísimos soportales sostenidos por hermosas columnas (La Habana fue llamada por Alejo Carpentier “la ciudad de las columnas”) que salvan lo más que pueden del sol y de la lluvia. Desde la calle Reina, la calle Galiano baja con gracia hasta el Malecón, hasta el encuentro con el mar. Tomaba yo después la calle San Rafael, más íntima, más apretada, más humana. Me sorprendían las aceras de granito verde y oro, las vidrieras de las tiendas, la porfiada distinción de los antiguos hoteles. Con ser más agitado que en mi barrio de Marianao, el ritmo de la vida nunca llegó a tener lo vertiginoso que luego vi en Ciudad México o en New York. Había una calma extraña en aquel tumulto. Un desasosiego sosegado. Un lento apuro. El habanero ha aprendido a apurarse con calma. Y si no ha aprendido, es que ha sido obligado por el sol brutal, inexorable. Por la luz (pero ya hablaré de la luz). O por la Historia. El habanero ha aprendido el valor de su pereza y ha sabido utilizarla para defenderse de la violencia con que lo golpea la vida cotidiana. En La Habana el tiempo avanza detenido, o no avanza, somos quizá nosotros los que intentamos deslizarnos por entre un muro de tiempo. La inmovilidad ha sido nuestra única movilidad. En ningún otro lugar, como en esta ciudad, ha tenido vigencia la aporía de Zenón de Elea sobre Aquiles y la tortuga. Así yo, también indolente en mi paseo moroso por La Habana, llegaba a la esquina del Teatro García Lorca, el más grande de la ciudad, enclavado en el edificio del Centro Gallego (de un mal gusto monumental, de un mal gusto tan extraordinario que llega a ser de buen gusto), y admiraba las palmas del Parque Central, me sentaba allí, junto a unos ancianos jubilados que hablaban de Base-ball o de la Constitución del año cuarenta. Y bajaba después por la calle Obispo (aún no conocía la predilección de Lezama Lima por esta calle), y llegaba a la bahía sucia, maloliente. Me gustaba (me gusta) ver los barcos que zarpaban hacia destinos insólitos: Manila, Ciudad del Cabo, Estambul. Me gustaba (me gusta) porque siempre me veo a mí mismo, en la borda, diciéndome adiós.
 

7

Ha hecho un día bellísimo, lo que no obsta para que en la tarde el cielo se oscurezca de modo concluyente, caigan dos o tres centellas (que nos hagan mal tiempo en el malecónsantiguarnos, prenderle velas a Changó (Santa Bárbara bendita en su altar rojo) y rompa por fin a llover. La lluvia de La Habana: rotunda, definitiva. La lluvia de La Habana hace que todo se suspenda, se detenga aún más. La lluvia de La Habana haciendo todavía más inmóvil la inmovilidad de nuestras vidas. La ciudad se borra y es más que nunca un engaño. Si la lluvia te ha atrapado en casa, tienes la posibilidad de echarte en la cama y dar gracias porque el calor se ha mitigado al menos por un tiempo breve. El golpe de la lluvia sobre el techo y las aceras, sobre paredes y ventanas, te adormecerá, te hará concebir fantasías, como que vas en un buque, por ejemplo, en alta mar, hacia las islas del Pacífico, o hacia el Atlántico Norte. Si en cambio la lluvia te sorprende en la calle, tendrás que entrar a un portal, y ver desde ahí cómo se cumplen con la ciudad los actos de magia de las desapariciones, cómo La Habana se transforma en espejismo, como una casa deja de ser casa, un árbol deja de ser árbol, como alguien (que ha vencido el terror y corre decidido bajo el aguacero) es apenas una sombra (enigmática por supuesto). Mucho más que otras veces, el tiempo deja de transcurrir. Y seguramente sentirás que tú también te borras con el aguacero, que los contornos de tu cuerpo se deshacen con esa fuerte humedad que llega de la calle, mezclada con el viento. No cabe duda: la lluvia es uno de los dos modos que hemos encontrado La Habana y los habaneros para desaparecer, para justificar nuestra irrealidad.
 

8

Esta noche se encenderán las grandes lámparas del teatro más suntuoso, porque será una noche importante: Alicia Alonso bailará Giselle,esta noche, Alicia baila Giselleacompañada por el bailarín Cyril Atanassof. Cientos de habaneros llegarán desde muy temprano para alcanzar las mejores butacas. Llegarán vestidos de invierno porque estamos en invierno (es dos de diciembre), a pesar de que el calor sólo se haya mitigado un poco. Llegarán de trajes largos las mujeres, peinadas, maquilladas, perfumadas, enjoyadas. Llegarán de cuello y corbata los hombres; algunos con gabardinas y bufandas. Un joven de largo pelo rubio entrará al foyer con guantes negros y entallado traje rojo. Un negro altísimo (también muy joven), aparecerá con capa de fieltro. Las ancianas marquesas que todavía quedan en La Habana, las que por alguna razón misteriosa decidieron resistir en su antiguo palacio el embate de los nuevos tiempos, descenderán de Chevrolets fabricados cuarenta años atrás, y ostentarán vestidos de Cadillac, 1930glorias lejanas. Por la larga alfombra roja que va desde el portalón del Paseo del Prado, hasta la acristalada puerta de foyer, desfilarán personajes que uno no sospechará en esta ciudad, si piensa que antes, unos momentos antes, al doblar por la calle Neptuno, habrá encontrado un grupo de habaneros y habaneras que bailando rumba al ritmo de un cajón. El teatro estará iluminado como nunca. Sólo cuando la Alonso baila Giselle, brillan tanto esas lámparas. Habrá lirios al borde del escenario. El director de orquesta, de riguroso frac, dará la orden para que la música se inicie. Y comenzará la Giselle, que será, por supuesto, inolvidable (como le hubiera gustado a Théophile Gautier). Y el teatro se irá poco a poco desprendiendo de la ciudad, del mundo, como esa bailarina pequeña, ágil, magistral que nos hará olvidarnos de todo. Y el público, en sorprendido silencio, religiosamente concentrado, atenderá a esa pareja que intentará sobreponerse a la maldad y a la muerte. El teatro, Alicia y Atanassof serán por un tiempo una realidad fuera de la realidad. No estaremos en La Habana ni en ningún otro sitio, salvo aquel en el que la bailarina querrá que estemos. Y luego, cuando el arte de magia termine, y salgamos de nuevo a la ciudad oscura y sucia y destruida, nos preguntaremos cómo es posible que haya aparecido en La Habana mujer tan etérea, y también nos preguntaremos si fue cierto, si en efecto nos sentamos en esas butacas y admiramos el espectro de esa mujer admirable. Y, la verdad, no sabremos responder.
 

9

Se odia a una ciudad como se la ama. Se odian las paredes mugrientas y despintadas, las calles pestilentes, donde hace días que no se recoge la basura, y donde hay una apagada luz de desidia y una sombra de desesperanza. Se odia una ciudad donde uno siente que no tiene nada que hacer. Se odia la permanente necesidad de huir. Se aman, si embargo, esas mismas paredes y esas mismas calles, y hasta esa fuerza que te obliga a repudiarla. Y lo más sorprendente: cuando estás lejos quieres regresar, para seguir odiándola y seguir amándola con igual fervor, con igual necesidad. Quieres librarte de ella y no quieres librarte de ella. Es fatal, como el propio cuerpo, como la propia familia. Una ciudad es un destino.
 

10

Cierta tarde fuimos a visitar a Dulce María Loynaz a su palacio de El Vedado. Además de una gran poetisa, ella era la última de una de las más acaudaladas y distinguidas familias cubanas (familia de aristócratas y de Dulce María Loynaz (fotografía de Olivier Beytout) del libro Memories of Cubapatricios. Dulce María tenía más de noventa años y hacía muchos que vivía encerrada con reliquias, libros, perros y recuerdos. Alguien nos hizo pasar a un salón donde legítimos muebles de estilo Luis XV a duras penas dejaban ver el esplendor antiguo. En las paredes, sin color, algunos cuadros, borrados por el tiempo y el polvo, mostraban marcos labrados y bellísimos. Había porcelanas de Sèvres y adornos de Murano. A pesar de que estaban cubiertas por una capa oscura, las lámparas del techo, muchos años atrás, debieron haber iluminado fastuosamente el recinto. Todo estaba sucio y con olor a humedad. Dulce María entró con paso lento, saludó respetuosa y se sentó frente a nosotros con aquel aire, entre soberbio y humilde, de emperatriz en exilio. En efecto, no pude evitar la asociación (quizá un tanto obvia), y evoqué aquellas páginas de memorias en las que el príncipe de Lampedusa recordaba haber visto, por un breve instante, a una anciana llamada Eugenia de Montijo. ¿Cómo se puede expresar que Dulce María vestía un pobre traje que al mismo tiempo resultaba elegante? ¿Cómo se puede decir que todo en ella era tan venido a menos como distinguido? Hablamos, por supuesto, de literatura. Hablamos de su novela Jardín. Lo cierto es que ninguno de nosotros dejó de hacer la comparación: cierto, absolutamente cierto: aquella anciana guardaba una poderosa semejanza con la ciudad en que vivía.
 

11

Veinte años en mi término,/  me encontraba paralítico,/  y me dijo un hombre místico/ que me extirpara el trigémino... La música escapa de ventanas y balcones abiertos. La música está en la brisa, forma parte de ella. No es posible concebir esta ciudad en silencio, entre otras cosas porque esta ciudad padece de terror al silencio. Si un día La Habana José Tabío: Bailadores en los jardines de la cervecería Tropical (1939)amaneciera sin música a todo volumen, los habaneros no sabrían qué hacer y los edificios se vendrían abajo como si fueran de papel. En el sendero de mi vida triste hallé una flor/ y apenas su perfume delicioso me embriagó... La música convierte en fiesta la penuria de la vida cotidiana. La música resulta mucho más eficaz que el nepente para los antiguos. Se camina por las calles y se va escuchando cómo la guaracha cede paso al son, el son a la salsa, la salsa al mambo, el mambo al danzón, el danzón al bolero... Las voces de Compay Segundo, de Celia Cruz, de Beny Moré, de Bola de Nieve, de la orquesta de Adalberto Álvarez, se mezclan en una coral insólita. Una alemana amiga me hace esta observación: “Debe de ser un pueblo triste cuando busca todo el tiempo la alegría”. No sé si tiene razón. Yo no sé casi nada. Además, no puedo juzgar lo que yo mismo soy. Retorna, vida mía, que te espero/ con una irresistible sed de amor... La música es como la luz, lo inunda todo. La música es la respuesta (más eficaz, más agresiva) que hemos encontrado para intentar evitar la destrucción que provocan el tiempo, la lluvia y la luz. Rectificando de modo soberbio a Descartes, los habaneros parecen decir: escucho, bailo y gozo, luego existo. 
 

12

Para llegar a Regla por el camino más corto (y sin embargo el más hermoso) debe tomarse una lancha que sale de uno de los muelles del Santuario de la Virgen de Reglapuerto, y atravesar la bahía. Regla es un barrio ultramarino de La Habana, célebre por su vocación religiosa (santería, por supuesto), por su venturoso y despreocupado mestizaje, por una feliz comparsa de carnaval (“Los guaracheros de Regla”), por haber servido de última morada a la elegíaca Luisa Pérez de Zambrana, pero sobre todo (¡sobre todo!) porque allí se levanta la iglesia de la Virgen de Regla. Se dice que la primera ermita a esta virgen, que luego fue proclamada patrona de la Bahía, se construyó hacia 1690, gracias al donativo conseguido por un peregrino llamado Manuel Antonio. La Virgen de Regla es la virgen negra, la patrona del mar, Yemayá. Todos los días ocho de septiembre (día de su fiesta), los devotos acuden con flores, velas y otras ofrendas menos ortodoxas. Y la iglesia se repleta de fieles. Recuerdo justamente una de esas fiestas, no puedo precisar el año (en todo caso creo estar seguro de que no hace mucho). Llegué  temprano y lo primero que vi fue a la gran multitud respetuosa, hacinada en la iglesia y sus alrededores. También llamó mi Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de nuestros naufragiosatención una inmensa bandera cubana en la puerta del templo. El murmullo de los rezos y los cantos llenaba la tarde luminosa y la transformaba en algo íntimo. A la virgen la habían sacado el día anterior (que es la fiesta de la Caridad de El Cobre, patrona de Cuba), hasta un improvisado altar en el claustro de la iglesia. Luego, cuando la tarde llegó a ser aún más recóndita y brillante, jóvenes perfectos alzaron a la Virgen en su peana para trasladarla a su lugar en el Altar Mayor. Se elevaron aún más los rezos y los cantos. Todos querían tocar el humilde manto de la Virgen. Lenta y majestuosa, la imagen de Nuestra Señora se fue abriendo paso por entre el gentío, hasta que llegó a la puerta de la iglesia. Entonces ocurrió lo insólito y lo que en definitiva quiero narrar: la corona de la Virgen arrancó de su lugar la bandera cubana; esta se agitó y cayó rápida sobre la imagen. Nuestra Señora, la Virgen de Regla, entró en el templo cubierta por la bandera. Recuerdo el modo brusco en que cesaron rezos y cantos. Recuerdo que cuantos allí estábamos caímos de rodillas, y que por fin la tarde terminó por resumirse en aquella bandera y en aquella virgen que con tanta solemnidad entraban en la iglesia. 
 

13

Ahí están los cuerpos. Semidesnudos y espléndidos. A cualquier hora y en Generoso Funcasta: Remeros (1929) De pie, extrema izquierda, Julio Antonio Mellacualquier lugar. En los parques y en las plazas, en las iglesias y en los estadios, en las cuarterías y en los hospitales, en los bosques y en los páramos, en las playas. Pareciera como si a medida que la ciudad se fuera destruyendo, los cuerpos humanos, por extraña ley de contradicción, se fueran haciendo más hermosos. Ahora La Habana se ha convertido en una ciudad de edificios semiderruidos, de pobreza y calles sucias; también de mujeres y hombres de una belleza que (puedo jurarlo) dan ganas de llorar. La felicidad del mestizaje ha encontrado su reino aquí. Ahí están los cuerpos con encanto que salta por encima de mulata en un puesto de viandas de la calle Gervasio (foto de José Manuel Castellón)consideraciones de razas. Hay bellezas negras, mulatas, chinas y blancas (a veces de una blancura que parece escandinava). Los cuerpos se muestran con dichoso descaro. Es la necesidad del habanero de vencer el calor, la humedad, la luz y la fatalidad de la Historia. Cuando se vive en el sopor de las alucinaciones, el cuerpo reclama su parte. El habanero corrige también a Pascal: el cuerpo tiene razones que la razón y el corazón desconocen. Mostrándose, el cuerpo busca otro cuerpo. Necesita tocar, y saber así que existe, que aún está en la ciudad, en la vida. Necesita gozar para poner los pies sobre la tierra, para saberse parte de ella, que aún no lo han excluido. No hay que pensar ni conversar, no hay que organizar metódicamente los discursos, no que hay que hacer la crítica de ninguna razón (pura o impura), no hay tríada hegeliana ni banquete, lo que hay es algo muy simple (o acaso aún más complicado), lo que hay es que buscarse y reconocerse en el abrazo de la mañana o de la noche, transgredir las leyes, las falsas morales, tratar de mulato a la vista...fundirse con el otro (sí, el paraíso es el otro), mezclar salivas y sudores, mezclar todas las savias, y encontrar ese lugar de memoria y de encuentro que llamamos, con justa metáfora, templar, o sea, como dice el diccionario: “poner en tensión adecuada una cosa”. Porque cuando todo desaparece, aparece el cuerpo. Cuando la ilusión desaparece, viene el beso a iluminar la realidad, y la caricia restituye la certeza de las cosas. Y el cuerpo que espera en la cama o en la yerba o en la sombra de una escalera devuelve la fe, es la mayor prueba de que este mundo es un reino y de que finalmente nos pertenece. Siempre recuerdo el último y maravilloso capítulo de Germinal, en que Emile Zola, hace que Esteban y Catalina, atrapados en el fondo de una mina, sin ninguna esperanza de vida, se entreguen el uno al otro en arranque de amor y de lujuria. La cama compartida es el mejor modo de soportar el Apocalipsis.
 

14

Aquí la verdadera tierra prometida ha sido siempre el mar. La Habana mira al mar como si en él no sólo estuviera el peligro, sino también la esperanza. El mar es, en efecto, una esperanza peligrosa. No importa que corroa día a Juan Pablo Ballester: Sin título (... más de lo que esperas) Barcelona 1993-94, fotografía a colordía los edificios, que se enfurezca en la temporada ciclónica, que se lance desesperadamente por encima del muro del Malecón, que penetre destructor en zonas bajas de la ciudad. El mar resulta una promesa, o mejor: una fe. Tanto la amenaza como la salvación vienen del mar. Hace pocos años, miles de habaneros se lanzaron a la aventura del mar en balsas notables por su precariedad. En Cojímar, en La Puntilla, en el mismo Malecón los ví zarpar (no sé si “zarpar” sea la palabra justa), en apretadas tablas sobre gomas de camiones. Por supuesto, iban casi desnudos y contentos. Por supuesto, los oí cantar. Tenían un escaso momento de debilidad cuando se despedían de los familiares que quedaban en la orilla, aquellos familiares que quedaban aferrados al “hastío reseco ya de crueles anhelos aún sueña en el último adiós de los pañuelos”, que decía Mallarmé. Luego, salían las balsas hacia el horizonte y los que en ellas iban no volvían a mirar atrás. (Escucha un consejo: cuando te marches, no mires atrás; ten presente siempre el ejemplo de la mujer de Lot). 
 

15

Una anciana está sentada en un sillón de su jardín, a la sombra de un aguacatero. Le suelo preguntar “¿Qué hace?” Sé lo que responderá, pero fotografía de Olivier Baytout (del libro Memories of Cuba)debo reconocer que me gusta escucharle la respuesta: “Aquí, hijo mío, esperando”. Otro anciano hace la cola para comprar el periódico y repite la misma frase con exactitud que sorprende. Los jóvenes se sientan por las noches en los muros de la avenida, conversan o hacen silencio, intentan huir del calor que el día ha acumulado en las casas, y no sé si saben que esperan. No cabe duda: esperar es un verbo que en La Habana se conjuga  demasiado. No hace falta saber qué se espera. No hace falta que haya algo preciso que esperar. La espera es una actitud que necesita muy poco para realizarse. Suponemos que la espera deba tener un valor en sí misma. Paul Valéry ha dejado dicho en alguna parte (creo que en La jeune parque) que “todo puede nacer de una espera infinita”. Y la verdad es que ese verso memorable podría estar en el escudo de la ciudad. La historia de La Habana es la de una espera infinita. Todo cuanto ella hace, todo cuanto ella muestra (parques, árboles, calles, edificios, playas, bullicio) no es más que otra forma eficaz de enmascarar la espera.
 

16

El otro modo que hemos encontrado La Habana y los habaneros (el modo acaso definitivo) para justificar nuestra irrealidad, es la luz. En mi novela Tuyo es el reino (Le royaume t’appartienne) he tratado de hablar de la luz de mi ciudad. He intentado explicarlo diciendo que en La Habana hay La luz que en tus ojos arde... cuando los cierras parece... que va muriendo la tarde...tanta luz que parece sumergida en el agua. He querido comparar esa luz con la de Venecia, y he procurado explicar que resulta precisamente la luz la que logra hacer de la Reina del Adriático, a diferencia de La Habana, una ciudad tangible. Pero opinar tal vez que La Habana parezca sumergida en el agua, resulte demasiado rebuscado, impreciso, “poético”. Lo que ocurre es algo demasiado simple aunque difícil de elucidar. Como casi cualquier argumento que tenga que ver con La Habana. Resulta evidente que se hace necesario estar en ella, vivirla, para llegar a entenderla (al menos en esa mínima porción de entendimiento que la ciudad permite). Porque se trata de una ciudad que se resiste a verbalizaciones, que no quiere ser explicada, que no se deja entender. Ocurre que, de tan intensa, la luz todo lo atraviesa, destruye, deshace. Ubicua, se filtra en las cosas y en los seres para sustituir la certidumbre por la ilusión. La luz descompone la realidad en espejismos y partículas. Al contacto con la luz, La Habana estalla y se fragmenta, se vuelve falacias y mixtificaciones. No sólo los edificios y las estatuas y los parques y las calles y los monumentos, sino también a la infeliz mujer y al hombre infeliz que se ven en la obligación de transitar por sus aceras. Y como por supuesto la persona humana no es sólo ese cuerpo, esa materia que se desplaza por el laberinto de una ciudad, sino también esa otra materia compuesta de anhelos, esperanzas, ambiciones, angustias, alegrías, recuerdos, añoranzas, satisfacciones y frustraciones, eso que de algún modo vacilante y escéptico llamamos “el alma”, pues resulta que, borrando la luz de modo terminante esos cuerpos, borra también las almas, y el resultado es (ya se puede ver) la fantasmagoría. Fantasmas, aniquilados por la luz, no venimos de ningún lugar ni vamos a ninguno. Nada somos porque somos únicamente esa luz.
 

17

Ya he dicho que en La Habana conocí el miedo y el peligro. Debo agregar ahora que también conocí algo muy asociado a ellos: la literatura. No hace tantos años, pero siento como si un siglo hubiera transcurrido de aquella noche concluyente en que fui a Mantilla por primera vez. Mantilla es un barrio no demasiado elegante de las afueras de La Habana. Allí, en una quinta mágica (me gustaría que esta palabra (mágica( no se entendiera como una simple frivolidad metafórica, como resultado de mi exaltación)  vivía Juanita Gómez. ¿Y quién era esa anciana con más de ochenta años? ¿Quién era que tenía un salón los sábados por la noche, en el que se bebían, bajo árboles copiosos y centenarios, vasos con néctar de mango, se conversaba y se leían poemas? Era la hija de un negro maravilloso, Juan Gualberto Gómez, patricio de nuestras guerras de independencia, hombre culto, de moral intachable, educado en París, amigo de José Martí. Juanita y sus hijos (Fina, Olga, Yoni), y algunos amigos, se reunían en torno a Virgilio Piñera, uno de los grandes escritores cubanos (y latinoamericanos) de este siglo. Casi destruida, la casa se levantaba con bastante hermosura y dignidad entre una sorprendente profusión de árboles y de plantas de todas las especies inimaginables. Pues sí, como si no fuera una historia de eso que con suficiente imprecisión llamamos “la vida real”, en aquella casa conocí  la literatura. La conocí mediante ese hombre sorprendente llamado Virgilio Piñera. A él debo haber entendido la literatura como destino. A él debo muchos autores que luego pasaron a formar parte de mi mitología personal. Pero a él debo, también (y en lugar privilegiado), haber entendido a La Habana no tanto como una ciudad sino como una obsesión, una angustia, un estado espiritual, y, por encima de todo, una nostalgia. La Habana La Perla Habanapertenece a una región geográfica que no aparece en mapas, ni en libros de geografía. La región geográfica de La Habana es similar a la de Walden, Macondo o Yoknapatawpha. Porque lo cierto es que La Habana ha estado siempre entre “la realidad y el deseo”. Porque lo cierto es que La Habana nunca ha sido la que es, sino la que hemos añorado. Por esa razón, quizá, ha estado en el centro del desvelo de poetas y escritores: La Habana escueta de Lino Novás Calvo; la barroca, enciclopédica, apolínea de Alejo Carpentier; la sobreabundante, misteriosa, dionisíaca, hechicera de José Lezama Lima; la íntima de Eliseo Diego; la nocturna, diabólica y frívola de Guillermo Cabrera Infante; la eterna de Antón Arrufat; la espantosa y atractiva, lujuriosa, de Reinaldo Arenas... La Habana distante y borrada de los versos de Gastón Baquero:

  Yo te amo, ciudad, 
  aunque sólo escucho de ti el lejano rumor, 
  aunque soy en tu olvido una isla invisible,
  porque resuenas y tiemblas y me olvidas,
  yo te amo, ciudad.
 
 

 ABILIO ESTÉVEZ
 La Habana, octubre de 1998.
 
 

La ciudad de las ventanas abiertas

No sé, no podría decir, si en La Habana existen más ventanas que en otras ciudades. Sí, estoy tentado a asegurar que en ninguna otra ciudad se hallan tan abiertas las ventanas. He ahí una de las de las características que nadie, edificio de apartamentos en San Lázaro, cerca de la colina universitariaen La Habana, debiera pasar por alto: el poder de las ventanas, su lenguaje, su indiscreta gentileza, su atractivo descaro… 
Ventanas de par en par abiertas. Ventanas sin persianas. Ventanas sin celosías. Ventanas sin visillos. Ventanas campechanamente abiertas a la calle, a la canícula de la calle, a la poca brisa, a la esperanza de la brisa, a la fe en el posible aguacero que mitigue (por unas horas) el bochorno… Ventanas abiertas a la impertinencia de miradas (no sólo las miradas desvergonzadas hacia las casas de los que pasan por las aceras, sino además, las no menos desvergonzadas de los habitantes de las casas hacia quienes van por las aceras).
Las ventanas son el mejor modo que nosotros, los habaneros, hemos encontrado de ser ubicuos, de vivir en varios lugares al mismo tiempo: en la casa y en la calle. 
La casa aísla. La casa, se sabe, es el cobijo por antonomasia. Las paredes que amparan. El techo que abriga. Las puertas y ventanas que establecen la calle San Miguel, llegando a El Pradonecesaria separación, la independencia, luego de haber pasado un día de relaciones (más o menos amables, o más o menos controversiales) con el otro. La casa es la búsqueda de la intimidad. El retiro necesario. El lugar donde ocultarnos después de haber salido al mundo, después de habernos expuesto a tantos equívocos, a tantas miradas, a tantos juicios, a tantos peligros. El sitio del ocultamiento. Del refugio. El espacio donde se cumple con rigor el extraordinario rito de la soledad. La sanctasanctórum. Donde se guardan recuerdos, anhelos, angustias, alegrías, recelos, entusiasmos… Donde el baño y la comida rozan la categoría de lo sagrado, y el sueño y el descanso se acercan a la ceremonia…
Pero nosotros, los habaneros no queremos encerrarnos, no queremos aislarnos. Suficiente exclusión, retraimiento, clausura, provoca el mar. La isla anclada en el Golfo de México es ella misma un gran encierro. En un poema memorable, en uno de los más grandes poemas escritos en Cuba para definir a Cuba, La isla en peso, Virgilio Piñera (poeta mayor), dejó escritos algunos versos terribles y concluyentes:

     La maldita circunstancia del agua por todas partes
     me obliga a sentarme en la mesa del café.
     Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
     hubiera podido dormir a pierna suelta. 

El agua rodeando como un cáncer. El agua como reclusión y enfermedad. Los habaneros no vivimos en el mundo. Vivimos en La Habana. Y sospecho que ni eso. Vivimos en las cuatro calles que conforman nuestro barrio. El mundo entero está compuesto por la pequeña barriada. La humanidad no existe. O mejor, la humanidad son los cincuenta o sesenta vecinos, y los cincuenta o sesenta transeúntes que pasan alguna vez por la calle rota y brillante, también rota de luz… 
Los habaneros estamos, pues, ansiosos de intemperie y de miradas. Ansiosos de diálogos. Buscamos, a toda costa, la comunicación. Nos refugiamos bajo un techo y tras cuatro paredes porque el sol se ensaña sobre La Habana como casi no se ensaña sobre ninguna otra ciudad. ¿O será que La Habana no posee las defensas de otras ciudades? No lo sé. Los habaneros necesitamos de un cobertizo simple donde escapar de la carcoma salitrosa de las brisas marinas, donde ampararnos de los aguaceros violentos, de los ciclones, de la excesiva luz y del fuego directo del sol… Salvo esa defensa, ya no requerimos nada más. La casa para nosotros viene siendo, entonces, una elemental defensa meteorológica. 
Requerimos de la intemperie. Los habaneros necesitamos de los vastos espacios; así como necesitamos del otro, del prójimo, tanto como de nosotros mismos (o quizá más), para defendernos de esa propia intemperie. Por eso, las ventanas abiertas. Por eso, la comunicación permanentemente con la calle. Por eso la casa huyendo hacia la calle, o la calle apropiándose de la casa (como prefiera el lector).
Así puede descubrirse el lenguaje de aquellos rectángulos luminosos, descarados, abiertos con esperanza a la canícula, las ventanas. Una cosa es el conocimiento de la intuición y otra muy distinta el conocimiento de la razón. Insisto: de todos los descubrimientos humanos, acaso la ventana sea uno de aquellos a los que más provecho hemos podido sacar los habaneros. En La Habana, la ventana adquiere un valor especial, una dimensión casi mística. Una Habana sin ventanas o con ventanas cerradas, sería punto menos que impensable. La ciudad de las columnas es asimismo la ciudad de las ventanas abiertas. La ventana es uno de los modos que tenemos de mantenernos vivos, de saber que continuamos teniendo un espacio en los atlas que confeccionan los geógrafos. 
He explicado, supongo que con cierta lógica, que una ciudad que vive once meses del año (once meses: en el mejor de los casos) ahogada por el bochorno, por un calor de infierno, no puede darse el lujo de cerrar las ventanas. Sí, sé que sí, por supuesto, sé que debe tratarse de un razonamiento justo. No obstante, comprendo que no puede ser esa la única explicación. Hay algo que queda fuera. Algo que no basta a explicar el enigma. No, el problema no termina ahí. El calor, ciclones y aguaceros vienen siendo una parte de la cuestión, sólo una parte de la cuestión.
El tema de La Habana y sus ventanas resulta más complicado, más misterioso. 
Volvamos al hecho de que la ventana es un punto de observación. De la casa a la calle, de la calle a la casa.
Y mirar. Estamos rozando un asunto mágico: el placer de mirar. La mirada que no mira por mirar, sino que indaga en el lado gustoso de la mirada.
Alguien se ha aventurado a hablar del inveterado exhibicionismo de nosotros, los habaneros. No me atrevo a hacer mía semejante afirmación. Sólo estoy a medias seguro de que en ninguna otra ciudad del mundo podrían verse tantos cuerpos desnudos a través de las ventanas. Hombres y mujeres se pasean voluptuosos, desnudos ante ventanas de par en par abiertas. En La Habana se va caminando con inocencia por las aceras, y los ojos se desvían hacia los interiores, se va observando el secreto de las casas y todo cuanto en ellas está ocurriendo. No sólo un desfile de cuerpos desnudos, y por lo general hermosos, hermosísimos, no, sino también riñas, conversaciones íntimas, limpiezas, adoraciones, dolores, llantos, comidas, necesidades, fiestas, duelos… ¿Miedo a la soledad? ¿Claustrofobia? ¿Histeria? ¿Necesidad de compartir la vida? ¿Vida concebida en términos de mis en escéne? ¿Promiscuidad? ¿Falta de concentración?
Y escuchar. Rozamos otros tema de magia: el placer de escuchar. Vamos por la calle oyendo la música de salsa que escapa de las ventanas abiertas. A todo volumen, mezclándose con las voces de los que se unen a los cantantes. Oímos las plegarias y las burlas, los ensalmos y las bromas. Las risas, las escandalosas risas. Cualquier puerilidad es motivo de risa.
Y oler. De las ventanas abiertas escapan esencias de flores, de tantas flores para contentar a los santos, los perfumes baratos de las limpiezas, hechas además con hielo, el perfume de los baños con flores… Los aromas de las cocinas.
Sólo falta entonces tocar. En mi novela Tuyo es el reino he hablado de la falta de corporeidad que provoca la luz de La Habana. Y he intentado razonar cómo esta luz, que nos descorporeiza, nos obliga a buscarnos los unos a los otros. Necesitamos tocar para probarnos a nosotros mismos que existimos. Acariciar la superficie única de una espalda lustrosa de sudor. Palpar un pecho que se agita y transpira. Besar labios ansiosos, que intentan palabras que no se pronuncian, y bajar luego a un cuello hirviendo por la sangre, por el sol, por el sol que se filtrado a la sangre. El encuentro de los cuerpos es una fe de vida. Una constatación. Un testimonio. Los habaneros no necesitamos pruebas de la existencia de Dios. Precisamos la evidencia de nuestra propia existencia. Y esa confirmación nos viene por el beso, por el abrazo, por el concurrencia de los cuerpos que la luz (y las circunstancias) pretenden desmaterializar. 
¿Prevalecerán otras teorías para explicar la voluptuosidad y las ventanas abiertas de La Habana? 
Se habla de tantas influencias. La mezcolanza que se provocó acá entre negros (las distintas etnias de negros de la costa del Golfo de Guinea), españoles y chinos. Existen otros elementos raciales, pero estos deben ser acaso los fundamentales. La primitiva sexualidad de los negros; la más retorcida de los españoles que, llegando de un país dominado por la Contrarreforma, se encontraban con el paraíso de la desinhibición; el refinamiento chino. ¿Y qué se podría expresar de las putas francesas que comenzaron a llegar iniciando el siglo que terminó?
También se habla de las difíciles circunstancias históricas que hemos vivido siempre los cubanos. Las carencias, las penurias, las contrariedades de la existencia que nos han hecho la vida extraordinariamente difícil a lo largo de tantos años. 
Según esta última teoría, la solución ha sido, pues, concentrarse en el cuerpo, en los gozos del cuerpo. La investigación de los sentidos para huir de los entresijos de la razón. 
Si Hegel enunció que todo lo real era racional y que todo lo racional era real, nosotros oponemos otro discurso: Todo lo real es gozable y todo lo gozable es real.
 Lo propio de nosotros, los habaneros, es que no nos interesen las explicaciones. Nos atenemos a los hechos. Hay demasiado de la vida que trabajador habanero de la construcciónaún no se ha disfrutado, que aún falta por saborear, como para detenerse en los análisis. De modo que ¿para qué explicar? No, no hay nada de explicar. Hay, con toda simpleza, que morder el mango y dejar que el jugo corra comisuras abajo hasta el cuello, que el jugo del mango se mezcle allí con el sudor. Hay que observar a través de las ventanas abiertas los cuerpos semidesnudos (y los cuerpos, lo he dicho y repetido, son lo mejor de esta ciudad generosa). Hay que escuchar las conversación. Entrar en los bailes. Dormir al borde de un río, bajo la noche blanca de galaxias. Hacer el amor en el muro del Malecón, frente al mar inmenso, y e horizonte cargado de esperanza. Hay que vivir aquí y ahora, porque mañana… De mañana nada se sabe… 
En estas exóticas tierras del Caribe, más que en otras, se cumple la famosa máxima de Jean Cocteau: “Dios existe, es el diablo”. Aquí, pecado y bienaventuranza se confuden. 
En un país donde la Historia ha eliminado (con esa solemnidad pavorosa que siempre trae la Historia) todo tipo de placer, ¿será que todo, cualquier cosa, hasta lo más nimio, llega finalmente a convertirse en un delicado, en un urgente placer?
No sé, la verdad, no sé. Insisto: no puedo asegurar nada. Ya se sabe que a menudo, muy a menudo, con demasiada frecuencia, los hechos eluden las explicaciones y, después de todo, ¿quién soy yo para analizar el modo de vida de los habaneros? Mi único consejo, es entregarse al placer, y atisbar lo que se deja mirar a través de las ventanas. Las ventanas abiertas. 
Al fin y al cabo, no puedo escapar a mi propia condición. Gracias a Dios, o gracias al demonio (si es que al final no son lo mismo), yo soy un habanero, un habanero más…

ABILIO ESTÉVEZ
La Habana, julio, 2000.