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Joaquín
Lorenzo Luaces Aurelio Mitjans (La Habana, 1863 -- 1889) Otro escritor de más exagerada modestia, pero que al cabo había de eclipsar a sus contemporáneos, escondía por entonces el sagrado fuego de su inspiración en el secreto hogar, al revés de los impacientes jóvenes que desde los quince años llevaban a los periódicos las primicias de un ingenio no madurado todavía. Era Joaquín Lorenzo Luaces. Había nacido en 1826. Dedicó su juventud a conocer y amar a Grecia, la Grecia antigua sobre todo, patria del arte y de la inteligencia. Quizá cuando en sueños creía recostarse al pie del Partenón o en las playas tranquilas del mar de Jonia, la musa antigua le sonreía, apoyaba la mano en su frente pensadora y le arrancaba dulce y amorosamente el secreto de sus exaltaciones de poeta. Sin embargo, Luaces permanecía mudo para el público, sin ambición y sin audacia, desconocido de cuantos no eran sus íntimos imigos. Uno le arrebata en 1849 La hija del artesano y la da a luz. Pero pasan años y el gran poeta persiste en su silencio. Al fin los ruegos le deciden, el aplauso le estimula, sus versos empiezan a engalanar las columnas de La Prensa y La Piragua (que dirige con Fornaris), y desde 1856 es ya obrero infatigable y vigoroso en nuestro movimiento literario. En 1857 forma un tomo de poesía que pide un puesto de honor en las bibliotecas cubanas y anuncia al mundo que el ilustre sucesor de Heredia ha conquistado su inmortal corona, ha recogido la valiente lira que vibró ante el Niágara y reforzado sus cuerdas para cantar con más vigor aún. El mundo se obstina todavía en no escucharle; aun Plácido y Mendive hacen más ruido con sus nombres en España y América; el bibliógrafo chileno José Domingo Cortés le olvida al publicar en París su América Poética en 1875; el Lista, el Bello que al producir el nombre de Joaquín Lorenzo Luaces, fuerce al orbe a acatarlo, no ha nacido todavía, o espera, sin duda, ocasión más propicia para hacerse oír. Pero no desesperemos, Luaces sube con calma, cargado de buenas obras, aunque sin ser anunciado por la ola de la popularidad, y llegará al primer puesto que le corresponde entre los líricos que hasta hoy ha producido Cuba. Por su fondo es un poeta que siente y piensa de una manera no vulgar, demostrándolo en su acertada elección de asuntos. Por su forma es un versificador brillante que pule y se esmera como pocos. En la restauración del buen gusto literario, tras de la corrupción que reinó después de 1840 entre nosotros, representa un importante papel, tanto más difícil cuanto que su género favorito era la poesía de alto vuelo. Porque es más fácil siendo poeta tierno y dulce como Mendive, o filosófico y sereno como Ramón Zambrana, huir de la pompa hueca, de los epítetos impropios, de la frase alambicada y oscura, de la verbosidad sin sustancia, de las imágenes extravagantes y de relumbrón; pero conservar la elevación, el entusiasmo y el arrebato lírico de Orgaz, la imaginación fogosa y la ardiente fantasía de Briñas y no extraviarse como ellos; subir a las alturas de la oda pindárica, producir los vibrantes acentos del canto de guerra y acertar con la idea sensata, con el pensamiento justo, con la expresión correcta, estaba resevado el ingenio poderoso y a la prudencia exquisita de Joaquín Lorenzo Luaces. La Naturaleza, Ultimo amor, El último día de Babilonia, Caída de Misolongi, La Luz, Atenas, son composiciones que sobresalen en su primera colección. En los sonetos es un maestro consumado. La salida del cafetal, Bruto, primer cónsul, La muerte de la bacante, Resignación, no serán olvidados. La frase sobria y justa, el plástico relieve de su dicción selecta, la disposición discreta de las partes, el final bien traído, reúnen las condiciones excelentes que los recomiendan. De menos importancia que las composiciones citadas, y sin duda menos populares, son las que agrupa el índice del tomo, bajo el titulo de poesías morales. En este género Milanés es para Luaces, no el maestro, sino el tentador. ¿Quién no reconoce en La madre infame, Leonor la cortesana, La hija del artesano, La aguja y los alfileres, La joven mendiga y La flor en el cieno, reminiscencias de la lectura de El hijo del rico y de La madre impura? Ramón Zambrana y Anselmo Suárez elogiaban los cantos sociales del casto y austero poeta de Matanzas; fácil sería que llegando estas opiniones a oídos del habanero, mezcladas con la aprobación de muchos, le estimulasen y moviesen a tratar con versificación armoniosa y dicción propia 1os asuntos que el matancero echó a perder en pobres rimas. Tan fuertes ansias le dieron, que aún parece que proyectó formar un volumen entero destinado al género, según indica la Introducción a unas poesías morales que figura en la pág. 166. Venció Luaces en la pugna, porque era más inspirado poeta y más esmerado metrificador. Sin embargo, queda por debajo de su nivel ordinario y se oscurece. Hasta con los frecuentes cambios de metros en la misma composición (licencia que en otros géneros no toma) hace que la forma descaiga, contrastando con la majestad y tersura que en sus silvas y octavas reales admiramos. Apuntemos, empero, una excepción, una balsámica flor que sobresale en el ramo de las poesías morales; triste como una pasionaria; como la siempreviva, de inmarcesible corola: La vida, que no es una historieta enfadosa de jóvenes pobres que se consumen en el hogar o de jóvenes ricas que se pervierten en el sarao, sino una meditación severa, grave, melancólica, que salta por encima del género de Milanés, y va a buscar su aroma en los vergeles de Jorge Manrique, Luis de León y Rioja. Pero aún siendo tantos los enumerados méritos del tomo de 1857, que acreditó al eximio poeta, faltábanle en dicha fecha a su corona los mejores florones, entre ellos tres muy valiosos: la elegía En la muerte de D. José de la Luz y Caballero y las odas A Varsovia y El trabajo, esta última premiada por el Liceo de La Habana poco después de la muerte del poeta. Sería tan larga enumerar las bellezas de otras composiciones líricas. Baste añadir que en la oda A Ciro Field, premiada por el mismo Liceo en 1859, en La oración de Matatías, dechado de lenguaje conciso y vigoroso, en la dedicada a Lincoln y en la Invitación a la concordia y al trabajo, obras igualmente posteriores a 1857, sus rasgos atrevidos, su caudal de ideas o imágenes, sus pensamientos levantados y su frase elocuente, sorprenden y cautivan. Dejó también inédita la mayor parte de una colección de anacreónticas numerosas. Generalmente los que conocen estos breves juguetes de su pluma, entienden que carecen de la flexibilidad y soltura que los maestros del género han dado a sus composiciones análogas, como para demostrar que el vigoroso cantor de hazañas inmortales y de varones eminentes, no podía acertar con los afeminados acentos que se elevan en los altares de Baco y Venus. Cierto es, en términos generales sin embargo, que no vemos en Cuba otras anacreónticas superiores. Firmadas por cualquiera de nuestros poetas meramente eróticos, serían de sus mejores títulos de gloria. Su corrección es tanta, que ni uno sólo de sus eptasílabos tiene acentos en sílabas impares: es escrúpulo de versificador que no hallamos ni en Meléndez ni en muchos buenos poetas castellanos que han usado con frecuencia de igual metro, pues generalmente se tolera que el verso de siete sílabas, con tal que lleve la sexta acentuada, tenga las anteriores como mejor cuadre al que escribe. En los últimos meses de su vida preparaba otra oda en que cifraba todo su orgullo de poeta: una oda a Juárez. Cuando sus amigos celebraban tal o cual de sus poesías, solía responder que aquello valía poco, que su obra no estaba concluida. Las pesquisas más minuciosas no han podido dar con los borradores de la composición comenzada, la esperanza más dulce del cantor cubano que abrigue no lo dijo con amargo acento como Chenier y Plácido, pudo exclamar también que se llevaba un mundo en la cabeza, cien sueños de artista que no vio realizados. Sin duda fue muerte temprana y deplorable la de Luaces a los cuarenta y un años de edad; porque no era poeta en ratos perdidos y por pasatiempo, sino cultivador constante de las letras en sus mejores horas de trabajo; y porque tampoco fue de aquellos muy apasionados en su juventud, que agotan los tesoros de su imaginación; al cumplir veinticinco o treinta años, sino poeta de rica fantasía y de verdadera vocación que no sólo adelantaba cada año en corrección de formas, sino también en la elevación de su espíritu. Murió trabajando con el vigor y el entusiasmo de la adolescencia, cuando estaba en el cenit su talento, sin que se vislumbrase la decadencia de sus fuerzas. ¿Quién conjetura lo que en veinte años más podría haber hecho? Si Goethe y Hugo hubieran muerto a los 40 años, se hubiesen llevado en el cerebro los gérmenes de sus más valiosas producciones. Doce o quince años más de vida, y Luaces, que moría en la víspera de la revolución de Yara, habría alcanzado una época de relativa libertad del pensamiento, y el pecho indomable [que] ahogaba sus más viriles acentos por la recelosa censura, hubiera encontrado asuntos y ocasión para encerrar en magníficos moldes literarios un nuevo mundo de ideas, despertado por el movimiento intelectual que a la agitación política ha seguido. Comparado con Heredia, dentro de los límites del género lírico, si resulta inferior por algunas cualidades, en otras le lleva la ventaja. La espontaneidad de Heredia. Asombra la precocidad de aquel niño, poeta a los diez años, a los diez y seis competidor de sus más inspirados compatriotas. Su fantasía viva y poderosa que se anticipa a la edad de la reflexión y del estudio, es una preciosa cualidad que no le abandona en ninguna de sus obras, y que le permite realizar grandes bellezas en medio del torbellino de su vida. Pero si la espontaneidad es una cualidad preciosa del poeta, la confianza en ella suele perjudicar al fondo de la obra. Luaces, menos alabado por espontáneo, debe serlo más por el resultado que le da en la elección de asuntos y en la disposición de las partes. Si la fantasía vivaz de Heredia le permite asegurar el éxito de una producción con algunas imágenes brillantes aplicadas a una emoción intensa y verdadera, el estudio que dedica Luaces a la idea poética que en un momento de inspiración le favorece, le proporciona el modo de desenvolverla ampliamente, de enriquecerla con su caudal de recursos, de pulirla esmeradamente con su cincel privilegiado. Nos atreveríarnos a decir que en Luaces hay más inventiva. Quizá parezca dura la aserción recordando que el magistrado mejicano se quejaba amargamente de no haber podido componer sus versos sino en un estado de agitación constante. Con todo, no es dudoso, por lo menos, que Luaccs ha evidenciado mejor la suya, produciendo mayor número de composiciones notables que dejan impresión duradera en la memoria del lector. En el culto de la forma, indisputablemente, el poeta habanero es más escrupuloso, severo y afortunado que el que descansa en Toluca. En las silvas no recurre tanto al verso libre, tan propicio a la espontaneidad de Heredia y al vuelo fácil de su inquieta fantasía. Cuando se propone ser sobrio y justo, aventaja también al cantor del Niágara: lo prueban sus cincelados sonetos, y La oración de Matatías; La Vida y algunos otros trabajos breves y acabados. Su dicción es más variada y rica, fuente fecunda de frases bellísimas que se graban para siempre en el oído: cuando se esfuerza para hacer con ella una miniatura prodigiosa, resulta de una plasticidad admirable, como La salida del cafetal, que no tiene par en ningún soneto del bardo desterrado. Ciertamente sería injusto negar la supremacía de Heredia en algunas especies del género lírico. Sus raptos de entusiasmo en los instantes en que contempla la naturaleza, principalmente, los que le hacen escribir la oda Al salto del Niágara y la meditación En el Teocali de Cholula, no encuentra rivales en poesías análogas del laureado habanero. Se distingue en ellas Heredia como poeta subjetivo, hallando la fuente principal de su inspiración en las impresiones que su alma recibe ante la catarata, la montaña, llano, la tempestad, la noche, el mar, el sol, más que en los detalles sensibles de estas cosas. No así Luaces, que en La Naturaleza y La Luz, las mejores de sus composiciones que por su asunto pueden ser cotejadas con las antedichas de Heredia, atiende más a describir los objetos y fenómenos externos, y aún prescinde de la observación directa y personal para utilizar los tesoros de su erudición desde su tranquilo gabinete. En La Luz invoca la historia de la creación del mundo y el auxilio de la física: respecto de la otra, sin arrepentirnos de calificarla como hermoso ejemplo de su estro y pompa, debemos confesar que tiene algo de inventario de los reinos animal, vegetal y mineral. También en las poesías amatorias el hijo de Santiago de Cuba conserva la ventaja. Siempre más subjetivo que el otro, lo vence, como es natural, cuando se trata de los sentimientos más íntimos y de las pasiones más individuales. Mas entiéndase que la ventaja que por esto se le otorga, no es tan importante como la señalada en el párrafo anterior. Veamos el anverso. Busquemos al poeta no en las soledades, donde se entrega a sus contemplaciones vagas o a sus dudas y esperanzas de amador rendido, sino en el seno de la sociedad, interesándose por sus ideales, por sus luchas, por sus alegrías y dolores. Entonces veremos ir delante a Luaces, valiente y justiciero, condenando crímenes, pregonando victorias y excitando a combatir por la libertad y el progreso. Hoy recuerda la grandeza antigua de Atenas y su decadencia posterior: mañana se regocijará viéndola renacer en el siglo XIX como el fénix. Un día es la corrupción de Babilonia la que le indigna y exalta. Otro día es el atentado de un Tarquino en Roma, que pone el puñal en manos del primer Bruto. Más tarde es el asesinato infame del patriota Lincoln. Ora canta un triunfo de la ciencia o del trabajo humano: ora el de las armas que combaten por la razón y el derecho. Ya deplora la muerte de un varón esclarecido: ya el desastroso término de 1a lid en que se empeña un pueblo encadenado. En la colección de Heredia figuran igualmente poesías políticas, acreedoras a sincera estimación. Sin embargo, no son sus obras maestras. Temas fecundos eran el triunfo de Bolívar y la muerte de Riego, y quedarían eternizados en lengua española si hubiese encontrado para ellos la elocuente expresión que halló para sus emociones ante la catarata y la pirámide. No resultó así por desgracia, y tanto las composiciones inspiradas por dichos caudillos, como todas las dedicadas a celebrar o excitar el heroísmo de los oprimidos en Europa y América, quedaron relegadas a segundo término en el aprecio general por la deficiencia de la ejecución. Por el contrario las de Luaces, aún habiendo tenido que sustraerse a la censura refugiándose en la historia, buscando el dolor de Polonia y de Grecia, o el heroísmo de los macabeos y de los helvéticos para tocar cuerdas simpáticas a un pueblo como ellos aherrojado, dejó entre las poesías políticas algunas de las más brillantes y elogiadas de sus producciones. Si estas apreciaciones de las obras de los dos poetas que venimos comparando son exactas ¿no será justo declarar que las de Luaces le conquistan el primer lugar entre los líricos cubanos? Si durante su vida hubo miedo de decirlo, porque la aureola del difunto, su significación histórica, el recuerdo de su destierro y su temprana muerte agigantaban la figura del cantor del Niágara, y a nuestro corazón cubano parecía profanación repugnante colocar más alto a otro poeta, debemos ya, muertos los dos, proclamar francamente la superioridad de su émulo. Pretender todavía que un par de odas excelentes de Heredia oscurezcan las de otro ingenio esclarecido, con cuyas piezas líricas selectas se forma un pequeño volumen primoroso, es conceder al prestigio de la prioridad una fuerza decisiva y valor insuperable. Pasando a otros géneros poéticos, huelga la demostración de la superioridad de Luaces. Aunque sus esfuerzos en el género dramático sean con razón muy discutidos, no cabe dudar que en las traducciones y arreglos de su antecesor, no hay nada comparable a los méritos medianos de Aristodemo y El Mendigo rojo. El poema Cuba, del panegirista del trabajo, tampoco encuentra nada que le haga leve sombra entre los laureles del inolvidable hijo adoptivo de Méjico, la tierra feliz que comparte con nosotros la gloria de haberlo poseído. Tomado de: Estudio sobre el movimiento científico literario de Cuba (1890) Poemas de Joaquín Lorenzo Luaces LA FRUTA PROHIBIDA (pensamiento de Millevoye) Cuando la sierpe en el jardín ameno hizo pecar a la mujer liviana haciéndole probar la fruta insana que deja al hombre de pureza ajeno, de cólera el Señor y de ira lleno como castigo a la omisión villana dividiendo en dos partes la manzana de la mujer la colocó en el seno. «Cual padrón de tu culpa, Dios decía, recordará a los hombres tu pecado aun al través de la severa toca.» ¡Así fue la verdad! Desde aquel día el tibio fruto de carmín bañado, ¡cómo a la culpa original provoca! Setiembre de 1852 LA PESCA Corre por entre margen cenagosa un arroyuelo sin bramar con saña: puebla su cáuce la flecsible caña, borda su orilla la fragante rosa. Como ninguna, mi guajira hermosa, sobre una peña que la linfa baña contra los peces con furor se ensaña la mano presta, la mirada ansiosa. Salta alegre por fin y delirante la cuerda tira con presteza suma, saciar creyendo su traidor anhelo. Y cuando fue a mira el pez brillante que se agitaba en la ruidosa espuma... ¡halló mi corazón en el anzuelo! (1853) RECUERDOS DE LA INFANCIA Estos los campos son donde corría hollando flores de exquisita esencia; este monte que forma una eminencia me vio cuando al insecto perseguía. Este mamey sus frutos ofrecía a mi pueril y cándida impaciencia, y en campestre y feliz independencia miré en sus troncos reflejarse el día. En aquel techo de sonante guano me inspiró Rosa mi primer cariño medio rústico y medio cortesano... ¡Oh campos, al mirar tan verde aliño el joven corazón me late ufano! ¡Hombre os bendice el que os amaba niño! (1853) LA MUERTE DE LA BACANTE (Para servir de argumento a un cuadro) Erígone en desorden la melena, de Venus presa, con ardor salvaje, oculta apenas en el griego traje los globos de marfil y de azucena, El seco labio que el pudor no frena del lienzo muerde el tempestuoso oleaje, y rasgando el incómodo ropaje besa y comprime la tostada arena. Ebria de amor, frenética de vino, en torno extiende la febril mirada, mal tendida en las piedras del camino. Y al contemplarse sola, despechada se oprime el pecho, con rumor suspira, cierra los ojos, y gozando expira. (1853) TU FALTA El verde mirto del amor emblema jamás brilló sobre tu frente pura: Cupido nunca en su febril locura audaz rozó tu virginal diadema. Te dio, no obstante, la bondad suprema arrobadora y pálida blancura, melena crespa cual la noche oscura y rojo labio que besando quema. Turgente seno de marfil y grana, voz que remeda en lo melifluo al canto, pie vaporoso, recogido y breve... Pues ¿qué te falta para ser cubana? ¿Qué te falta? ¡Ay de mí! ¡Que un amor santo haga latir tu corazón de nieve! (1853) LA CONCHA DE VENUS Dijo la antigüedad en sus ficciones que los mortales que rindió Cupido, en la concha de Venus, la de Gnido, arrastraban, gimiendo, sus prisiones. Voló Dione del cielo a las regiones, cuando su culto se entregó al olvido, y la concha de nácar se ha perdido partida en menudísimas porciones. Ansiosas de agradar todas las bellas, la buscan de la mar en las orillas, y nada encuentra su avaricia loca. Y ¿cómo la hallarán esas doncellas; si una parte se ostenta en tus mejillas, y Amor formó con las demás tu boca? (1853) |
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