La
guagua o la promiscuidad
José Lezama Lima
No nos dirigiremos, evitando la caída
en la banalidad de
cualquier costumbrismo, al tema del monstruo anaranjado y verde; no, no
hablaremos de la imposible “guagua”. Hay temas que pertenecen a la
progresiva sombra, a lo fugitivo incesante. Nominar tan sólo
esos transportes, más sombríos que los que iban de la
Estigia a la Moira, motiva nuestros conjuros y evocaciones para alejar
esos increíbles disfraces que asume el Maligno. Indicaremos esas
esculturas que se forman y deshacen en las esquinas señaladas de
algunas callejas, donde se detienen los grandes paquetes anaranjados.
Llegamos, somos los primeros en esquinarnos, esperamos tiesos o dando
pequeñas volteretas. Así seguimos hasta que se desprende
el primer bostezo, globo de cristal que se rompe sobre nuestras
mejillas. Después, un adolescente estudiante que abre y cierra
sus libretas; cierra su boca masticando, masticando. No es la rumia que
exigía Nietzsche en la Alta Engadina, es tan sólo diente
inútil lanzado sobre el tiempo inútil. Llega
después el del oficio, el que hace albañilerías,
el que pone un ladrillo sobre otro ladrillo, el que construye, el que
pone piedras como traspiés a las exigencias comestibles del
tiempo. Y una señora vestida de negro con encajes grises, que
porta un termo, una cartera de saurio remolón, un paquete
manchado por la grasa de los bocadillos y brazos gitanos. Un Hogarth o
un Daumier harían con ella un carboncillo satírico que
podrían titular “La Dama de las Adherencias”. Llega
también el apoplético, soplando bocanadas
higiénicas de pepino, como un Eolo que sopla sobre el oleaje
para asustar un pequeño trirreme. Después llega lo que ya
no veo ni defino, grupos unidos por el azar de la maldición del
trabajo. Así confundidos esperan la aparición del Maligno
invocado, el monstruo que inquieta y aparece tres veces al día.
Con
banderolas y rostros que estallan en las ventanillas, llega, ya
está a nuestro lado, el menosprecio del monstruocillo. El de la
albañilería afinca el pie en una varilla que sigue la
cintura el transporte. Con la mano aprieta el lado de la ventanilla que
le sirve de soporte para su equilibrio inestable. El estudiante coloca
sólo la punta del pie en el estribo y aprieta nerviosamente la
varilla de la puerta. La dama de los encajes y los grises, deja
transcurrir impasible dos, tres llegadas de relleno ballenato. Y sin
fijarse en que nadie la oía, exclama: “Me encanta esperar.
Esperar eso es todo. Dejar que los círculos se trencen a nuestro
alrededor. Yo fatigo la espera. La Espera, nueva divinidad abstracta”.
El apoplético furioso silbó a un taxi y se
precipitó exclamando entre hipo y trueno: “Sol y Amargura”. Se
le veía dentro agitarse como ingurgitando largas conversaciones
por debajo del mar.
Yo caí sin sentido en el no recuerdo.
Me alzaba y caía
dentro de la marejada del humo. Tiré de la nube o de la misma
marejada. No recuerdo, me esforcé por recordarlo, lo que hice en
el resto de ese día y esa noche.
11 de oct. de 1949
Regreso
del destierro o un orgullo melancólico
José Lezama Lima
Cierra el cerco familiar tocando botasillas
por montes y ciudades.
Ramas dispersas por Canadá y Venezuela, México y el
Norte, se contraen buscando el tronco enraizado en La Habana. El hijo
que tuvo que salir para buscar prodigalidad y cornucopia; que un
día tuvo que partir, mitad aventurero y mitad profesional, para
buscar otro signo que reemplazase al suyo, tuerto ya y chamuscado;
ahora regresa con una sonrisa donde la incisión deja paso a un
orgullo melancólico acostumbrado a que ésa es su familia
de revisión y brillo, la que quedó hecha escultura al
oír el llamado del camino, y que todos los finales de año
acaricia como para seguir en el destierro con el recuerdo de un
ademán o la manera de acercarse una voz. Todo viaje, nos dice
André Gide, es un pregusto de la muerte. Ya él busca,
quizá medio muerto, la felicidad, convertido, al aislarse de la
familia, en una categoría kantiana o en un exponente algebraico.
Regresa y pasea, entre bastones y maletas
etiquetadas, un poco de
ceniza y vanidad. Todos los años, en objetos sonoros, en
paños diabólicos, tiene que mostrar la línea
ascendente de su abundancia. Se le espera como un pájaro que
vuelve sobre su árbol. Su triunfo deleznable será
mostrarse como un pájaro repleto, siempre en aumento, en un
árbol raquítico, siempre recortado. Tendrá que
mostrar siempre lo hipertrófico, pues salió para romper
una medida. Y sabe, en su secreto, que ya aquella no es su familia, que
lo será la que él fundó por otros paisajes. Ese
temblor del que empieza lo corroe por dentro y lo enfría por
fuera. Asoma su cabeza sorprendida por la puerta del cuatrimotor,
desciende por la pasarela como un rey en destierro de los Balcanes,
cree oír unas músicas, presentar armas unos soldados de
plomo y redoblante, atruenan el magnesio para recoger sus salutaciones,
y comprende entonces por dentro que es el más vanidoso de los
aventureros y el más infeliz de los seres.
30 de dic. de 1949
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