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Bloom, las tareas de la crítica cubana y el debate del canon cubensis

Duanel Díaz, La Habana

    Parece ya casi inevitable aventurar alguna reflexión en torno al tema del canon literario cubano sin tener en cuenta El canon occidental. En primer lugar porque la presencia de seis cubanos entre los dieciocho latinoamericanos de la lista final que los editores exigieron a Bloom suscita el debate en torno a quiénes son nuestros autores canónicos y por qué. En segundo, porque las ideas de Bloom han tenido alguna influencia en nuestra crítica literaria, como se aprecia en dos contribuciones recientes a ese debate, publicadas casi simultáneamente: “Oye mi son: el canon cubano”, de Roberto González Echevarría (Encuentro de la cultura cubana, Madrid, verano de 2004) y “Notas sobre el canon. Introducción a un texto infinito sobre el canon cubano”, de Jorge Luis Arcos. (Unión, La Habana, abril-junio, 2003.) Antes de dialogar críticamente con estos ensayos me gustaría, entonces, hacer algunas observaciones, también críticas, sobre el ideario expuesto en la introducción y las conclusiones de El canon occidental.
       No es difícil advertir la endeblez de la requisitoria de Bloom contra las tendencias dominantes en la academia norteamericana a partir de los años setenta. Resulta inaceptable la reducción que del ancho espectro de teorías críticas contemporáneas hace el crítico de Yale cuando afirma que todas parten del criterio básico de que “lo que se denominan valores estéticos emana de la lucha de clases”. Si el neohistoricismo foucaultiano, los estudios culturales y la crítica poscolonial aprovechan en mayor o menor grado la tradición crítica marxista, es evidente que la deconstrucción se fundamenta en un pensamiento tan posestructuralista como posmarxista. En la medida en que, sobre todo en sus versiones académicas norteamericanas que en parte continúan, como se ha señalado, la línea de la New Criticism, la teoría literaria deconstructiva es un textualismo en franca contradicción con el marxismo, no puede considerársela en modo alguno como contribuyente de una crítica que no preconiza sino “ejercicio[s] de contextualización”. Su inclusión en la “escuela del resentimiento” evidencia claramente que una intención más panfletaria que analítica lleva a Bloom a sacrificar todas las diferencias en el seno de la teoría crítica contemporánea para oponerla en conjunto a una crítica literaria de la cual el autor de El canon occidental se presenta como postrero adalid.
       No se limita Bloom a rechazar el destaque de los factores sociológicos o políticos en detrimento de lo propiamente literario que realizarían, entre otros, marxistas, feministas y practicantes de los estudios culturales. La introducción de El canon occidental es una vehemente descalificación de la tradición de la teoría literaria que alienta las diversas tendencias de la academia contemporánea. No hay que redefinir la literatura, afirma Bloom, sino apreciar y explicar la grandeza de Shakespeare, Dante, et al. Lamenta, pues, la autonomía que, desde su fundación con los formalistas rusos, alcanza la teoría en la medida en que su objeto de estudio, antes que las obras concretas, es un objeto abstracto: la literatura. Si la distancia es condición no sólo de las pretensiones cientificistas de la teoría literaria sino también de su impronta desmitificadora, lo que Bloom llama “crítica estética” establece, en cambio, una relación simbiótica, o más bien parasitaria, con la literatura, nuevamente mitificada toda vez que se le atribuye no sólo una grandeza estética sin parangón sino también una principalía entre las expresiones culturales del hombre occidental. “Shakespeare, que desconfiaba de la filosofía, es mucho más importante para la cultura occidental que Platón y Aristóteles, Kant y Hegel, Heidegger y Witgenstein.”, proclama el fundamentalismo estético-literario, sazonado con algo de antiintelectualismo conservador, que informa El canon occidental
      Jerarquizada así la literatura, toca a la crítica literaria, en la concepción de Bloom, un rol ancilar, pero es justo esta ancilaridad lo que le confiere una grandeza de la que carece la “crítica cultural” y su lamentable parentela. Como ciertos católicos afirman en su obediencia su auténtica libertad, la crítica literaria encontraría en su límite su sublimidad; llamada a explicar la magnificencia de las obras literarias, a ratificar un canon que se produce solo en el agón entre los textos, vive en feliz promiscuidad con la literatura. El relativismo de la “escuela del resentimiento”, en cambio, la desconoce o la niega en favor de programas sociales que Bloom estima inexistentes. De ahí que afirme que la nuestra es la peor época para la crítica literaria, y se legitime románticamente como el último representante de esa especie que la proliferación del resentimiento académico-periodístico ha condenado a la extinción. Último sacerdote del dios de la Literatura empeñado en oficiar en medio de una creciente impiedad, su voluntad de sacralización lleva al autor de El canon occidental a distanciarse también del “ala derecha que quiere conservar el canon en virtud de sus supuestos “valores morales”. Pues al afirmar la literatura como cemento social, Ersatz de la religión o medio educativo, el humanismo de tipo arnoldiano la instrumentaliza, rebajándola. Opuesto tanto al conservadurismo canónico como al progresismo anticanónico, tan lejos de Eliot y Leavis como de Said y Jameson, Bloom afirma únicamente un “valor estético” entendido en el moderno sentido kantiano, esto es, como aquello que tiene su fin en su mismo. Un valor que, más allá de la dicotomía del uso y el cambio, sólo el individuo puede apreciar, que contribuye únicamente a su crecimiento espiritual y que no puede ser cooptado por la sociedad. “La crítica estética –escribe Bloom– nos devuelve a la autonomía de la literatura de imaginación y a la soberanía del alma solitaria, al lector no como un ser social sino como el yo profundo: nuestra más recóndita interioridad”.
      Tan ingenuo y extemporáneo como entablar aquí una polémica con Bloom sería no percatarse de que la opción entre los principios de El canon occidental y los de Cultura e imperialismo o La locación de las culturas resulta prácticamente ineludible. Pero más provechoso que insistir en una toma de partido anticanónica sería ahora preguntarse en qué medida el campo intelectual de la Isla en estos últimos años, tan diferente del contexto de la academia norteamericana, podría aprovechar el ideario romántico-liberal de Bloom. Salta enseguida a la vista la evidencia de que la profunda crisis del marxismo sobrevenida con la caída del muro de Berlín abona un terreno donde las semillas canónicas pueden crecer. Después de lustros de doxa histórico-materialista se impone una reivindicación de la autonomía de la literatura. Si antes el partinost y el narodnost, con sus matices tropicales, fueron tabla de medir, ahora se erigirá un nuevo canon libre de aquellas determinaciones. La única medida, el auténtico canon, será el valor estético. Iniciado con la gradual retirada de la marea estalinista que siguió al Primer Coloquio de Literatura Cubana en 1981, este desplazamiento, ostensible ya en el segundo lustro de la década, sólo se consuma en los años noventa, cuando el campo literario se zafa definitivamente de las tenazas marxistas. Lezama y Piñera, marginados en los setenta, acaparan el fervor de las nuevas generaciones mientras Guillén, centro del canon sancionado por críticos comunistas como Mirta Aguirre y José Antonio Portuondo, resulta materia casi siempre refrita de aburridos estudios académicos.
      Ante la franca obsolescencia del marxismo se produce en la ideología del estado y en la cultura oficial un visible corrimiento hacia el nacionalismo. Los nuevos cánones, antes alternativos, son en buena medida cooptados. Así ocurre de manera ejemplar con el origenismo. Marginado en los setenta bajo las fáciles etiquetas de “evasión”, “torremarfilismo” y “apoliticismo”, reivindicado en los ochenta por jóvenes escritores que buscaban una alternativa al marxismo dogmático predominante y modelos para una literatura más rica que la que en la década anterior apenas había producido obras de calidad, Orígenes terminó por ser rehabilitado en los noventa. Vitier mediante, el nacionalismo católico origenista alcanza una importante difusión, no sólo desde las publicaciones especializadas sino incluso desde los principales periódicos del país. Si en alguna medida formó parte de la que Iván de la Nuez llamó “cultura disonante” de la década del 80, en la siguiente el origenismo se vuelve consonante. La conmemoración en 1994 del medio siglo de la aparición de la célebre revista dirigida por Lezama y Rodríguez Feo significó la plena rehabilitación oficial de Orígenes y el reconocimiento de su decisiva influencia sobre las generaciones posteriores, pero también fue ocasión para que un sector de vanguardia de la generación de los ochenta manifestara su distanciamiento crítico del “origenismo clásico”, inseparable de su ostensible toma de partido a favor de los origenistas disidentes: Lorenzo García Vega y sobre todo Virgilio Piñera.
      Es en este contexto que la nueva ensayística asume la revisión crítica de la tradición nacional y nacionalista. El abandono de la episteme marxista-manualista con sus fáciles explicaciones y sus pretensiones de totalidad propicia el interés en los factores de género, raza y sexo, que reta la primacía antes otorgada a la clase social. Y para afrontar estas problemáticas poco servirá Bloom con su “crítica estética” y su culto de la gran literatura. Said y Bhabha, en cambio, ofrecen una crítica del nacionalismo anticolonialista y una apropiación de la teoría posestructuralista que a pesar de las obvias diferencias entre Cuba y el oriente poscolonial pueden ser aprovechadas. No niego con esto que a la crítica cubana, tan indigente hoy como cuando Marinello, a fines de los sesenta, la llamó así, y esto en buena medida por causa del funesto y empobrecedor dogmatismo que el propio autor de Martí, escritor americano lamentablemente coadyuvó, le convendría aprender de crítico tan talentoso como Bloom. En medio de la avalancha de escritos académicos de escasa imaginación e infeliz prosa, mucho agradeceríamos cualquier acercamiento a nuestros clásicos inspirado en su ideario canónico. Pero el provechoso debate que este motivaría acaso no haría sino indicar que los intereses de la crítica cubana van hoy por otros rumbos.
      Así lo evidencia una parte insoslayable de la ensayística cubana contemporánea. Tomemos, por ejemplo, el caso de Iván de la Nuez, pensador del posnacionalismo y crítico del nuevo orden neoliberal. A partir de reflexiones y experiencias del éxodo que a partir de 1991 disipó la tensión entre el estado y la intelligentsia contestataria de los años ochenta, en “El destierro de Calibán” (Encuentro de la cultura cubana, primavera / verano de 1997) De la Nuez cuestiona la vigencia del ideario que Roberto Fernández Retamar resumió de forma casi panfletaria en su célebre ensayo de 1971. Que sin contradicción alguna esta crítica de uno de los escritos básicos del canon de la Revolución Cubana se nutra de los estudios poscoloniales indica que, contra lo que algunos, incluso desde de la propia academia norteamericana, han sostenido, “Calibán” poco tiene que ver con el pensamiento crítico que representan Said, Bhabha y Spivak. El propio Fernández Retamar lo reconoce al apuntar en una nota al pie del ensayo “Calibán quinientos años más tarde” (Nuevo Texto Crítico, enero-junio, 1993) que Gayatri C. Spivak no lo ha comprendido bien cuando en “Three Women’s Texts and a Critique of Imperialism” (Critical Inquiry, otoño de 1985) afirma que “Calibán” niega “la posibilidad de una ‘cultura latinoamericana’ identificable”. Raigalmente extraña al espíritu y la letra del manifiesto de Fernández Retamar, esta negación caracteriza a la teoría poscolonial cuyo intento de superar la dicotomía de lo colonial y lo anticolonial pasa por la crítica –de inspiración derrideana en el caso de Spivak y en el de Bhabha, foucaultiana en el de Said – de todo esencialismo identitario. La mala lectura de Spivak evidencia entonces claramente el abismo entre la perspectiva anticolonial del texto de Retamar y la que, en rigor, cabe llamar poscolonial. La búsqueda de espacios “in-between” y la deconstrucción de las “metonimias de la presencia” que esta teoría crítica emprende en su esfuerzo por repensar el marxismo y el postestructuralismo desde la perspectiva de un Tercer Mundo posterior a la Guerra Fría provee un norte para esa “balsa perpetua” que, en la concepción de De la Nuez, reta el autoritarismo implicado en el arraigo del Calibán de Fernández Retamar.
     Otra ilustración de la tendencia anticanónica del pensamiento cubano actual es el ensayo introductorio de Un banquete canónico (FCE, 2000). Reflexionando a partir de la inclusión de los seis escritores cubanos en la lista del libro de Bloom Rojas cae del lado de la “escuela del resentimiento” desde que se propone cuestionar la autoritaria racionalidad canónica; el señalamiento de su persistencia en los contracánones afirmados desde instancias subalternas como alternativas a la dictadura del canon occidental no es sino otro paso en este sentido. Una de las secciones del ensayo, dedicada a proponer una clasificación de los que llama “mecanismos de autoridad que formalizan el canon nacional de la literatura”, ofrece un análisis crítico de la ideología nacionalista, racista y machista del canon cubensis. Señala, entre otros, la “desnacionalización del texto”, la “neutralización de la voz femenina” y la anulación de la voz negra. Pero creo que esta discusión falla en la medida en que Rojas carga la mano sobre el polo del discurso a contrapelo, en algunos casos de manera evidente, de los hechos. Así ocurre cuando atribuye a exclusión machista la ausencia de escritoras como Mercedes García Tudurí, Herminia del Portal, Josefina de Cepeda y Julia Rodríguez Tomeu en el Diccionario de la Literatura Cubana (Academia de Ciencias de Cuba, 1980), perdiendo de vista que son muchos los escritores que faltan allí, y no sólo por razones políticas, sino también por olvidos imperdonables, pues en ese lamentable diccionario hay tanto de contingencia como de determinaciones de tipo político, sexista o de otro tipo. Asimismo Rojas afirma que la “mala crítica” que han tenido obras como la “imitación extrema de Pedroso y Arriaga en Los misterios de la Habana, remedo de la célebre obra de Eugène Sue”, confirma “su expulsión del canon”, como si esto no se debiera, más que a su exotiquez, imitación o exterioridad, a su pésima calidad literaria.
      Al detectar dondequiera la violencia canónica Rojas descarta en buena parte de su discusión el hecho de que el “valor estético” existe y que la formación del canon responde por tanto a factores literarios tanto como extraliterarios. Reconocer esto no implica necesariamente reproducir aquella “racionalidad canónica” que afirma la existencia del valor estético en una fundamental trascendencia de factores contextuales, políticos e ideológicos. Que el estudio de las obras canónicas mostrando sus contaminaciones con  el mundo secular de los intereses políticos, nacionalistas e imperialistas enriquece nuestra comprensión de ellas es una de las más provechosas lecciones que brinda ese clásico de la “escuela del resentimiento” que es Cultura e imperialismo. Para cuestionar la ideología canónica, humanista a lo Arnold o esteticista a lo Bloom, nos recuerda Said, no hay porqué desconocer la realidad de la jerarquía literaria. Este tipo de inadvertencia no lleva a Rojas, sin embargo, a caer en “la trampa del contracanon” que radica “en su tendencia a la redefinición de “lo nacional” desde discursos subvalorados, marginales, olvidados o rebeldes”. Lúcidamente prevenido contra ella, el autor de Un banquete canónico propone al final de su ensayo “la articulación de un discurso de la exterioridad que perfilará los nuevos sujetos y las nuevas prácticas de una cultura posnacional.” Y esta es, definitivamente, una de las tareas impostergables de la crítica cubana contemporánea.

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     Lo que de los presupuestos de Bloom aprovecha Arcos en el ensayo citado al comienzo es la tesis del origen agonístico del canon y la idea de que los autores canónicos son los que más influyen sobre la posteridad. De ahí que afirme que el poeta canónico cubano más paradigmático es Casal y no Martí.  “Toda la crítica marxista que demeritó a Casal – señala – queda derrotada frente al permanente influjo de sus versos, de su pathos, de su imagen.” Además de recordar la fortísima e inmediata influencia del autor de Nieve sobre Juana Borrero y los hermanos Urbach, Arcos ve en él una “suerte de Querubín protector”. Con todo esto coincido plenamente. Es indiscutible que el santo patrono de la profesión poética en Cuba es Casal. Reconocidos su magisterio a comienzos del siglo por Boti y Poveda y su contemporaneidad en sus finales por los jóvenes poetas que celebraron el centenario de su muerte, Casal encarna entre nosotros una suerte de martirologio de la poesía.
      Índice inequívoco de ello es que así lo han representado los propios poetas cubanos a lo largo del siglo XX. En un poema escrito en los años setenta Piñera lo imagina arañando “un cuerpo liso, bruñido. / Arañándolo con tal vehemencia / que sus uñas se rompían, / y a mi pregunta ansiosa respondió / que adentro estaba el poema.” También desde la poesía Poveda y Lezama canonizaron a Casal, en el doble sentido que ahora alcanza el término. En su “Canto élego” el decadentista autor de Versos precursores lo muestra bañado por “la luz de Saturno”, símbolo de un don a un tiempo fatal y bienhechor. Poveda no sólo presenta a Casal como un elegido de la poesía, sino que también, indirectamente, se representa a sí mismo como miembro de la cofradía terrible y secreta de aquellos capaces de convertir en versos pulidos su desilusión o su tedio. El pacto con la poesía se sella cuando el poeta vivo, desde la aridez de su circunstancia hostil, busca e invoca al poeta muerto. Como Piñera, Poveda se mira en el espejo de Casal.
      Es muy significativo que Lezama remite en su “Oda a Julián del Casal”, centrada en la célebre muerte del poeta, al “Adonais” de Shelley y, lector de La rama dorada, al propio mito de Adonis. Casal es “corteza del árbol donde Adonai huyó del jabalí para alcanzar la resurrección de las estaciones”; Casal ha descendido a la “terraza helada”, llevando “nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina”. Su destino ejemplar ilustra que “todo poeta se apresura sin saberlo / para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai”. En su célebre elegía Shelley retoma el tema del lamento ancestral por la muerte de Adonis para cantar la muerte temprana de su amigo Keats. Según la mitología, debido a su belleza Adonis fue disputado por Venus y por Proserpina, decidiéndose finalmente que pasara una parte del año con cada una, lo cual da origen al ciclo de las estaciones. Si tenemos en cuenta, además, que Casal muere de tuberculosis, como Keats, con solo tres años más, podemos apreciar que al evocar el lamento de Shelley por el joven amigo muerto, Lezama se inviste de la autoridad que los poetas ingleses configuraron: la del vate. Símbolo de la resurrección de la vida y del amor genésico, la resurrección de Adonis es convertida por el poeta inglés en emblema de la inmortalidad de la poesía. Shelley evoca a Chatterton, a Sydney y a Lucano como hitos en una tradición que muestra, en el reverso de la muerte temprana de los poetas, la inmortalidad de sus obras. Y es precisamente de esto de lo que en el fondo se trata en el poema de Lezama: ni más ni menos que del canon.
      Canonizado por los propios poetas desde la propia poesía – además de en ensayos donde esbozaron poéticas, pues tanto Poveda como Piñera como Lezama los escribieron – Casal alcanza en nuestra tradición poética un lugar de honor. Pero, ¿es Casal el centro del canon cubano? Creo que no. No si con Bloom aceptamos la extrañeza y la originalidad como medida de lo canónico. Pues está fuera de discusión la mayor jerarquía de Martí. El autor de Versos libres es un poeta primigenio; el de Nieve es un poeta derivado. Mientras que Casal es uno más entre los poetas de la primera hornada del modernismo hispanoamericano, Martí constituye una de sus cumbres. Si se preguntara quién es el mayor, ya no poeta sino escritor, de la literatura cubana habría que contestar que Martí, aun cuando acompañáramos su nombre de aquella interjección que usó Gide cuando reconoció a su pesar que era Victor Hugo el primer poeta de Francia. Podría aventurarse, incluso, que la escasa influencia que desde sus versos ha irradiado Martí se debe a la profunda originalidad de estos, que hace difícil o risible toda imitación. Se diría que en la medida en que Casal es mimético pudieron imitarlo con más o menos facilidad Carlos Pío y Federico Urbach, y, con mayor jerarquía, Boti y Poveda; que justo porque su poesía es más tópicamente modernista, el influjo de Casal es más perceptible.
      Así como Dante es más canónico que Petrarca a pesar de que este haya ejercido mayor influencia en la poesía europea, Martí es el centro del canon poético cubano. La grandeza de su poesía, como la de su prosa, trasciende los límites de su ideario y sus usos políticos. Es Martí, y no Casal, como se ha pretendido, el primer poeta cubano moderno. La insólita modernidad de los Versos libres, donde Roberto González Echevarría ha advertido agudamente cierta similitud con el verbo nietszcheano, constituye acaso el mayor acontecimiento en la historia de nuestra poesía, la más ejemplar ilustración que hemos tenido de esa radical excepción que distingue, al decir de Philippe Sollers, a los grandes creadores. La presencia en la poesía de Martí de símbolos del ancien régime, su percepción negativa del mercado, rasgos comunes al resto de los escritores modernistas del continente, no le resta un ápice de modernidad, como no se lo resta a la poesía de Pound la repugnancia del dinero que subyace a su requisitoria de la usura y la incurable nostalgia de los tiempos renacentistas donde el arte ocupaba un sitio de honor que el capitalismo le habría arrebatado. Julio Ramos ha demostrado que las nostalgias de Martí, que coexisten en su obra, valga recordarlo, con optimistas elogios de la modernidad tecnológica, no hacen sino evidenciar su pertenencia a una época caracterizada por la pérdida de aquella unidad que sostiene el discurso propiamente ilustrado de escritores como Bello y Sarmiento. Este nuevo Martí, diverso al Martí integrado que nos muestran Marinello desde el marxismo y Vitier desde el origenismo, expresa, en su poesía tanto como en su prosa, la contradictoria modernidad de América Latina.
      Volviendo a la “Introducción a un texto infinito sobre el canon cubano”, creo que por su agudo señalamiento de los “momentos de canonicidad” – Zequeira, el círculo delmontino, Boti-Poveda, Orígenes, entre otros – que jalonan el proceso de la poesía cubana, constituye una importante contribución a su comprensión. No quiero dejar de expresar, sin embargo, que en mi opinión Arcos es demasiado generoso con algunos de los poetas de la llamada “generación del 50”. Pero como toda antología es, según Borges, una didáctica del gusto, toda selección de autores o libros canónicos resulta irreductiblemente subjetiva. La que recientemente ha ofrecido Roberto González Echevarría en la revista Encuentro de la cultura cubana roza sin embargo la arbitrariedad. Contra su creencia de que sus gustos son “los de muchos otros” estamos, tanto críticos como autores, más tentados que nunca a oponer a ese canon de la literatura cubana posterior a 1959 nuestros propios sic et non. Me atrevo a asegurar, por ejemplo, que pocos aceptarán la inclusión de Miguel Barnet en una lista de la que han sido explícitamente marginados autores de la talla de Cintio Vitier y Heberto Padilla. (Hace unos años González Echevarría fue aun más categórico a propósito de la supuesta calidad de Barnet cuando afirmó, en entrevista con Leonardo Padura publicada en el último número de 1995 de La Gaceta de Cuba, que “él es hoy el escritor cubano vivo con más prestigio internacional, con una obra más duradera.”) Pocos, también, dejarán de cuestionar el severísimo juicio del crítico cubano de Yale sobre la literatura escrita en el exilio después de 1959: se puede mencionar Boarding home, de Guillermo Rosales, y algunos poemas de Kozer como obras con lugar asegurado en la más selecta de las antologías de la literatura cubana de esta etapa.      
      Pero más que imaginar el índice de semejante antología, que no sería sino ofrecer mi propia versión del canon cubensis, me interesa ahora hacer algunas observaciones críticas sobre el canon de González Echevarría. Cuando este habla de “dimensión, aliento, monumentalidad sublime” y se refiere al “reducto impenetrable” que han de tener las grandes obras, reproduce en alguna medida la idea de Bloom sobre la extrañeza canónica. Esta coincidencia, desde luego, no implica de suyo la suscripción de todo el ideario de El canon occidental, aunque González Echevarría lo hace en buena medida cuando afirma en la entrevista concedida a Gustavo Pérez-Firmat, publicada en el propio número de Encuentro, que Bloom ha hablado “no sin mucha razón” de la “escuela del resentimiento”. Pero lo que me interesa no es cuestionar estos presupuestos canónicos sino preguntar si no hay cierta contradicción entre ellos y la referida valoración de Biografía de un cimarrón. Aunque cuando afirma – en mi opinión con injusticia para con La fiesta de los tiburones, de Reinaldo González – que ese libro de Barnet es el único testimonio de calidad González Echevarría deja claro que no se trata de una afirmación del género, a la manera de la Casa de las Américas o de los estudios culturales, creo que hay cierta fisura en su jerarquización de un escrito que, desde el punto de vista de esa ideología de lo literario, está limitada por su carácter documental.
    “Somos uno – afirma Bloom en su breve elogio del autor de La ruta de Severo Sarduy – al considerar la grandeza de la literatura imaginativa como un bien en sí misma, y despreciamos juntos cualquier acercamiento politizado a la poesía, la ficción narrativa y el teatro.” (“La grandeza de la literatura”, Encuentro de la cultura cubana, verano de 2004) Es justamente ahí, en la “literature of imagination”, donde no cabe de ningún modo Biografía de un cimarrón. La inclusión de Ortiz dentro del selecto grupo de los grandes escritores cubanos que comenzaron su obra antes de 1959, junto a Lezama, Guillén, Carpentier, Cabrera Infante y Baquero, es, por lo mismo, aun más discutible. Aunque a partir de su saber enciclopédico y con su prosa exuberante, Ortiz protagoniza acaso la mayor aventura intelectual del siglo XX cubano, su obra no pertenece a la literatura. Escritos dentro de las ciencias sociales, los suyos no son ensayos literarios, a diferencia de los de un Borges, un Lezama o un Paz. Aun Contrapunteo cubano del tabaco del azúcar, cuya notable dimensión retórica González Echevarría, Gustavo Pérez-Firmat y Antonio Benítez Rojo han destacado, pertenece más a la historiografía y a la sociología que a la literatura.
      El verdadero escándalo del canon de González Echevarría es, ya lo apuntaba Arcos, la exclusión de Piñera. El autor de La isla en peso brilla por su ausencia junto a los otros seis autores cubanos incluidos entre los dieciocho latinoamericanos canónicos: Guillén, Lezama, Carpentier, Arenas, Sarduy y Cabrera Infante. Cuando en “Oye mi son” menciona a los que considera de primer orden entre los que escribieron parte de su obra después de 1959, González Echevarría afirma, no sin cierta ironía: “Eliseo Diego y Virgilio Piñera deben figurar, pero tengo que admitir que, como dijo Borges de Ortega y Gasset, no he merecido sus obras.” Como mismo en aquel ensayo publicado en Ciclón Borges no se limitó a decir que no había merecido la obra de Ortega sino que señaló las que creía sus notorias limitaciones, aquí González Echevarría deja caer la sombra de la duda sobre los autores de En la Calzada de Jesús del Monte y La isla en peso. La citada entrevista publicada en La Gaceta de Cuba lo confirma: “las grandes figuras literarias cubanas de este siglo son Carpentier, Ortiz, Guillén, Lezama, y tal vez, Virgilio Piñera, aunque pienso que no llega al nivel de los primeros.”
       Dejando fuera a Ortiz, a quien como ya dije no considero una “figura literaria”, creo, por el contrario, que Piñera está al nivel de los demás que menciona González Echevarría. Considero fuera de discusión que además de ser el talento más versátil que ha producido la literatura cubana, Piñera es uno de sus mayores autores. No sólo logró dejar piezas valiosas en la poesía, el cuento, la novela, el teatro y el ensayo, sino que es nuestro mayor dramaturgo y primus inter pares entre nuestros poetas y nuestros narradores. Es cierto que Piñera ha alcanzado menos resonancia internacional que Guillén y Carpentier, pero a los efectos de un canon nacional habría que considerar, más bien, la influencia que ha ejercido sobre los escritores posteriores, aun cuando, como manifesté antes, no considero que ello determine la jerarquía literaria. Piñera ha ejercido una influencia notable sobre dos de las generaciones que jalonan la literatura cubana posterior a 1959: las llamadas “generación del 50” y “generación de los ochenta”. La primera, nucleada primero en Ciclón y luego en Lunes de Revolución, tomó de él, además de la filiación vanguardista y existencialista, un antiorigenismo que era anterior a la propia Orígenes, pues se había manifestado ya en los dos números de su unipersonal revista Poeta y sobre todo en La isla en peso, poema antológico que, impugnando la memoria y la promesa de una isla que otros origenistas querían ver como un lugar bautizado por el Verbo en medio de la atrocidad telúrica del archipiélago caribeño, la sitúa en un monótono presente signado por el juego macabro de la libertad y la necesidad.
      No sólo del anatema que le espetara el dogmatismo marxista sino sobre todo de los juicios de Vitier, la generación de los ochenta, por su parte, reivindicó a Piñera como uno de sus maestros. En el Coloquio Internacional “Cincuentenario de Orígenes” la poeta Damaris Calderón señaló que la obra de Piñera, y sobre todo “la desmitificación de lo cubano como emblema de lo paradisíaco” que ofrece La isla en peso nutre el “espíritu polémico-contestatario” de esa generación, decididamente más cercano al poeta de “Las furias” que a otros origenistas como Diego, Vitier y García Marruz. Unos meses antes, en el coloquio Piñera celebrado en el mismo lugar donde Vitier leyera en el último trimestre de 1957 las lecciones que conforman Lo cubano en la poesía – antes Lyceum y Lawn Tennis Club, hoy Casa de la Cultura de Plaza – Antonio José Ponte había refutado abiertamente las críticas de Vitier a La isla en peso. “Como personajes suyos hablamos en Piñera clásico”, terminó Ponte su conferencia, reconociéndole al autor de Cuentos fríos el mayor triunfo a que puede aspirar un escritor de ficciones: el convertir a sus lectores en personajes de su invención. (La lengua de Virgilio, Vigía, Matanzas, 1993). En los años siguientes Piñera será cada vez más reconocido como uno de los autores cimeros de la literatura cubana mientras el canon origenista expuesto en Lo cubano en la poesía comienza a ser cuestionado en sus fundamentos mismos. Si García Marruz había definido a la poesía de Eliseo Diego como “una poesía cortés”, aclarando que “sin cortesía los astros no girasen, el techo se nos vendría encima, el viento entraría desconsideradamente por la ventana alborotando nuestro pobre orden de cosas.”, y preguntándose enseguida “¿cómo no ver con sorprendida gratitud que un poeta se quite aún el sombrero cuando entra la Dama poesía?”, en Piñera los jóvenes escritores cubanos agradecen justamente lo contrario: que haya entregado un testimonio veraz de la experiencia de la pérdida de la aureola, que ya no haya rendido culto a la Poesía, sino que diga la obsolescencia de la profecía. Que en “La gran puta” haya trocado a la Dama en prostituta y haya entregado no “la República que se refugió en los interiores caseros, en las costumbres y aromas, revestida aun de la ilusión cubana primera”, como Diego al decir de García Marruz, sino la República de la miseria cotidiana y la violencia callejera, no la República “que huyó con el amarillo de los tranvías”, sino la República donde, como pesadillesca visión de un mundo policíaco, se multiplica el amarillo de los trajes de caqui de los soldados del “hombre fuerte”. Que haya renunciado, en fin, a la cortesía para mostrar el horror.
 
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      No quiero poner punto final a estas páginas sobre la cuestión del canon cubano sin referirme con más detenimiento a Orígenes. A pesar del desafío del primer editorial de Ciclón, renovado con saña juvenil en Lunes de Revolución a expensas de esa otra energía ciclónica que fue el triunfo de enero de 1959,  hojear las páginas de la que fuera considerada, con Sur, la mejor revista del idioma en su momento, es hoy una experiencia fundamental. A seis décadas de la aparición de Orígenes parece indiscutible que el que lleva su nombre es uno de los capítulos imprescindibles de esa historia de la literatura cubana en el siglo XX que está por escribirse.
     Pagada por Rodríguez Feo, impresa por Úcar y García, Orígenes opuso a la mediocre cultura amparada por las instituciones del estado republicano, cultura de “salón” y de “concesiones”, como le llamó Piñera en una carta en la que orgullosamente rechazaba una invitación a participar en la celebración del “Día del Poeta” en el Lyceum habanero, un compromiso absoluto con la poesía. Compromiso que los colocaba, desde luego, en las antípodas de los intelectuales “comprometidos” con el pueblo y con la lucha social. Entre la poesía como servicio y la poesía como absoluto el abismo era insalvable. Los “militantes” veían simple evasión donde Lezama afirmaba “conocimiento de salvación”. Señalaban con dedo acusador esteticismo y purismo en una literatura colocada, como había pedido Charles du Bos en 1938, “bajo la sombra de alas del Verbo”. A esa sombra evangélica se resguarda justamente el núcleo de lo que Vitier ha llamado “la aventura de Orígenes”. Más que literaria e intelectual, esta aventura quiere ser poética y espiritual: un viaje no ya au fond de l’inconnu pour trouver du Nouveau como el de Baudelaire, sino a los orígenes traicionados de la nacionalidad y a la “gran tradición” de la poesía.
     Contra el páramo contemporáneo, culminación de una crisis espiritual iniciada en el Renacimiento y la Reforma, la poesía; contra el desierto republicano, caracterizado por la intrascendencia, la desintegración y el creciente influjo yanqui, el rescate de las esencias nacionales y del espíritu de los fundadores del siglo XIX: esa doble resistencia define a Orígenes. Avanzar, pero ya no en el sentido de la revista de avance, abocada simplemente a actualizar a Cuba y superar una retórica gastada, sino “hacia la integración de la isla en la Historia y la Novela (o lo que es lo mismo, hacia la coherencia y la intimidad dentro de un orbe cultural que tiene a Roma por centro)”, según sugiere Vitier en su medular reseña de En la Calzada de Jesús del Monte.  El propósito de superar, por un lado, la agonía de la civilización y el arte occidentales provocada, según Maritain y otros pensadores católicos de la época, por el racionalismo y la impiedad, y, por el otro, la desintegración nacional acentuada con el fracaso de la revolución del 33 y la nueva desilusión que significó el gobierno “de la cubanidad”, preside la extraordinaria experiencia poética del origenismo.
      Los origenistas no sólo hacen, con obras como En la Calzada de Jesús del Monte, Enemigo rumor y Las miradas perdidas una importante contribución al canon literario cubano, sino que entregaron en lo que constituye una zona fundamental de la ensayística cubana del pasado siglo un pensamiento poético fundamentado en los misterios católicos de la Encarnación y de la Resurrección. Decididamente enfrentada al espíritu vanguardista y existencialista, esta poética de inspiración “antimoderna”, en el sentido que al término confiere Maritain en su panfleto de 1922, informa ensayos, reseñas y antologías en los que, de manera más coherente y ostensible que cualquier otro grupo, revista o generación literaria nuestros, Orígenes elaboró su propia versión del canon cubensis. Índice de autores consagrados tanto como lectura de la cultura cubana, este canon alcanza su más nítida expresión en ese ensayo imprescindible que es Lo cubano en la poesía.
      Vitier describe ahí una progresión de la naturaleza al espíritu en la cual “lo cubano” y “la poesía” se solapan en callada pero persistente promiscuidad. Leídas con detenimiento, estas lecciones nos revelan que la doble afirmación que constituye la poética origenista es en el fondo una romántica ecuación. Definido por la ingravidez, la antiteluricidad, el cariño, la suavidad, la gracia y el antideterminismo, lo cubano en la poesía es en última instancia lo cubano como poesía, lo cubano sub specie poiesis. En la base del pensamiento de Vitier está la idea de que lo cubano participa de la poesía, se fundamenta en ella, tanto por origen como por tradición. Por eso La isla en peso, que no es auténtica poesía, se aparta de lo cubano. Por eso los poemas de polémica social y sobre todo racial – los que “nos” antillanizarían o africanizarían – de Guillén no sólo se alejan de la “sensibilidad de la isla” sino que además están limitados poéticamente.
       Esta correlación, casi confusión, de “lo cubano” y la “poesía” es, en mi opinión, la piedra angular del canon origenista. Catolicismo, nacionalismo y fundamentalismo poético colaboran en ese index que excluye La isla en peso mientras jerarquiza En la Calzada de Jesús del Monte y entroniza a Lezama en el centro de la poesía cubana del siglo mientras señala la limitación poética de Guillén. Pero el canon es tanto el objeto seleccionado como la mirada que se posa sobre él, encuadrándolo e interpretándolo. No sólo Lezama, sino el Lezama de Vitier, evidentemente en las antípodas del Lezama de Sarduy. Como el Martí de García Marruz, Lezama y Vitier, el de Orígenes, es muy diferente al de Marinello o al de Mañach. Así como el siglo XIX de Moreno Fraginals o el de Calvert Cassey poco tiene en común con el que los origenistas mitifican como un momento orgánico anterior a la disociación entre la literatura y la vida cotidiana, las costumbres y la poesía, la política y la ética. Y más que el Martí, el Lezama y el ochocientos de los origenistas, el canon de Orígenes es el hilo que los ensarta: la teleología que en ellos ve cumplimiento y profecía de un destino poético nacional.
      Que la parcialidad de este canon cubensis es tanta como sus pretensiones de totalidad se ha ocupado en señalar la nueva ensayística cubana en los tres últimos lustros. Denunciando exclusiones y autoritarismos Antonio José Ponte, Víctor Fowler, Rafael Rojas, Rolando Sánchez Mejías, Pedro Marqués de Armas, entre otros, han argumentado la necesidad de liberarse de las determinaciones que entraña una teleología nacionalista a la cual subyace, paradójicamente o no, una hegeliana Historia de la Libertad. En los estudios cubanos realizados en el contexto de la academia americana lo que se percibe es, en cambio, un desinterés por la cuestión de Orígenes, como en el caso de González Echevarría, o un rescate de zonas de la literatura cubana que quedan al margen del canon origenista.
       En declarada reacción al interés suscitado por los de Orígenes y otros escritores canónicos posteriores (Arenas, Sarduy, Cabrera Infante), Gustavo Pérez Firmat emprende en The Cuban Condition. Identity and Translation in Modern Cuban Literature una recuperación de la literatura de tema vernáculo producida en las primeras décadas del siglo XX: Loveira, José Antonio Ramos, Guillén, el Florit de Trópico, el Carpentier de Los pasos perdidos, y sobre todo, Ortiz. Para Pérez Firmat, el “señor Cuba” es el más importante escritor criollista cubano. A pesar de no ser una obra de ficción, la de Ortiz, sobre todo a partir de la década del 20, y especialmente Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, ejemplifica mejor que la de ningún otro escritor de la época la peculiar búsqueda de una voz vernácula que caracteriza a ese criollismo que, distinguiéndolo de uno “primitivo”, Pérez-Firmat llama “crítico”, el cual sería “translational” más que “foundational”, “original” más que “aboriginal”.
      También Ortiz es jerarquizado en el influyente volumen de ensayos La isla que se repite (El Caribe y la perspectiva posmoderna), de Antonio Benítez Rojo. Hay en este libro un énfasis en lo común caribeño por encima de las especificidades nacionales que, como ha señalado Rafael Rojas, contradice toda una tradición cubana de “nacionalismo para el cual las Antillas y el Caribe son una especie de zona del Otro, que debe ser negada”.(Un banquete canónico) Poco interesado en lo que Rojas llama “la diferencia cubana”, en La isla que se repite Benítez Rojo estudia clásicos cubanos como Los pasos perdidos, Sóngoro cosongo y Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, destacando en ellos los rasgos característicos del complejo cultural caribeño, que son, para Benítez Rojo, el ritmo y el performance, herencias siempre renovadas de la plantación originaria.
     Claramente deudora de los tres grandes escritores cubanos a que se aplica, esta perspectiva caribeñista es radicalmente ajena e incluso opuesta a la visión origenista de “lo cubano”. Isla poética, única, pero libre de todo localismo estrecho, abierta a lo universal, “la ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos” de la célebre paradoja de Lezama es distinta e indistinta en un Cosmos que no es otro que el orden de Roma que la salva de la vulgaridad telúrica de lo común caribeño. Los reparos de Vitier al afrocubanismo y a La isla en peso en Lo cubano en la poesía evidencian inequívocamente que el nacionalismo poético origenista es marcadamente antiantillanista. Pues tanto Guillén, el mayor poeta de la llamada poesía afroantillana, como Piñera en La isla en peso, donde se han señalado influencias del Cahier de rétour au pays natal del martiniqués Aimé Césaire, conectan a Cuba con el Caribe, y precisamente esta conexión resume todo lo que Vitier considera “regresivo” en ellos. La “Cuba que está en el Caribe”, a la que Pérez Cisneros opone una más auténtica “Cuba atlántica”, es hermana de la popular y proletaria “isla que se repite” de Benítez Rojo. De otra familia, una de más rancio abolengo y mayor orgullo patricio, es la paradójica “isla infinita” de Vitier. Una isla que en modo alguno puede repetirse pues, ¿cómo podría repetirse lo que no tiene fin?
      La caribeñización de Cuba que, tanto o más que la cubanización del Caribe que le ha criticado Juan Duchesne (“Europa habla, Cuba come”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, No. 33, 1991), implica La isla que se repite debe entonces leerse como una rotunda afirmación de un canon en las antípodas de Orígenes. En el que es a mi juicio el mejor ensayo del conjunto Benítez Rojo señala que el rasgo más significativo de los primeros poemarios de Guillén no es el antimperialismo, ya presente en La zafra, de Agustín Acosta, sino “la voz del negro, la cual se dirige a todos los estratos de la Plantación con la intención de investirlos con su deseo y su resistencia.” Y justo en ese deseo y esa resistencia radican los valores propiamente caribeños que al autor de El mar de las lentejas le interesa destacar. Es significativo que a pesar de reconocer al poema “West Indies Ltd” como “un momento memorable en las letras cubanas” pues en él “por primera vez Cuba queda eslabonada por un poema al orden azucarero que sujeta al archipiélago, y esto no solamente en términos sociales y económicos, sino también raciales”, Benítez Rojo afirme que a pesar de sus logros formales, “representa un retroceso en lo que atañe a la expresión de la libido del negro.” El paso de la poesía puramente negrista a la poesía social es el paso “de la libido al superego”, es decir, del erotismo a la represión o por lo menos el encauzamiento del deseo en una poesía militante. Alejándose así de la tradición marxista que, desde Marinello y Carlos Rafael Rodríguez hasta Mirta Aguirre y Roberto Fernández Retamar, ha solicitado o elogiado esta evolución que culmina en los Cantos para soldados y sones para turistas, Benítez Rojo continúa, a pesar de su crítica del ideologema del mestizaje, la línea del Ortiz que con sus ensayos en la Revista Bimestre Cubana y los Archivos del Folclor Cubano se convirtió en la década del 30 en uno de los mayores promotores de la que llamó “poesía mulata”.
      Benítez Rojo ha escrito que en Cuba “el siglo XX comenzó dos décadas después, cuando la música del son, recorriendo la isla de oriente a occidente, tomó La Habana por asalto, enlazando a toda Cuba a través de las bocinas de las victrolas y los primeros aparatos de radio.” (“Música y nación. (El rol de la música negra y mulata en la construcción de la nación cubana moderna)”, Encuentro de la cultura cubana, Madrid, primavera/verano de 1998) Además de inscribir plenamente lo cubano en lo caribeño, la lectura que propone La isla que se repite sitúa el hito fundamental del siglo XX cubano en los años veinte, época de eclosión de la cultura popular y del interés de la intelligentsia por todo lo negro. Atribuyéndole menos importancia a la cubanización de lo afrocubano que fue uno de los legados fundamentales de la que Marinello llamó “década crítica”, el grupo de poetas-críticos que en los ochenta reivindicaron y asumieron el origenismo (Jorge Luis Arcos, Emilio de Armas, Roberto Méndez, Raúl Hernández Novás, entre otros) considera, en contraste, a Orígenes “el movimiento cultural más importante [...] de la cultura cubana hasta el presente” (Prólogo a Los poetas de Orígenes, FCE, 2002). 
       El fervor por la poesía como “conocimiento de salvación” que profesaron los origenistas católicos, su afirmación de la primacía e irreductibilidad del saber poético y su profundo acercamiento a la “Cuba secreta” que dijera María Zambrano, fueron comprensiblemente atractivos para críticos y escritores formados en una férrea ortodoxia marxista. El desierto que siguió al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura creó una especie de sed espiritual que la obra de Vitier, Lezama, Diego, García Marruz y en menor medida Octavio Smith vino en parte a llenar. Entrar en la acogedora casa origenista, en la ciudad de las “sucesivas habaneras” y en la Calzada “más bien enorme” de Jesús del Monte fue entonces como tomar una bocanada de aire fresco. Es claro que Orígenes significó entonces una alternativa hacia el canon dominante, cuyos dos centros eran Guillén y Carpentier, cada vez más momificados por la propaganda y el lugar común que ellos mismos propiciaron y sufrieron. Lo que se aprecia en los libros de Pérez Firmat y Benítez Rojo viene a constituir un desplazamiento contrario: la relectura de Guillén y Carpentier resulta ahora, explícitamente o no, una alternativa al canon de Lo cubano en la poesía. Al igual que en la cruzada antiorigenista de Lunes de Revolución, que no debe reducirse, como han pretendido los origenistas, a una simple conjunción de mezquindad personal y lucha generacional, es posible advertir en estos nuevos cánones que nos llegan desde la academia norteamericana un intento de buscar nuevos orígenes – beginnings, en el sentido de Said – en la cultura vanguadista-nacionalista de los años veinte y primeros treinta.

***

      Señalando el aprovechamiento de la teoría contemporánea de filiación postestructuralista o posmoderna que evidencian las obras de Pérez Firmat y Benítez Rojo quiero cerrar estas reflexiones sobre la crítica y el canon cubano volviendo a su comienzo: la cuestión del ideario de Bloom y su pertinencia para las tareas de la crítica cubana de hoy. El propio González Echevarría, a pesar de sus ocasionales tangencias con su colega de Yale, ilustra, sobre todo con las dos importantes monografías que constituyen en mi criterio su mayor contribución a la crítica cubana, la utilidad de la teoría literaria que Bloom rechaza en nombre de una “crítica estética” considerada como arte. Mientras en Cuba, donde el anatema comunista contra la teoría no marxista clausuró durante demasiado tiempo la posibilidad de una crítica vigorosa, los estudios carpenterianos insistían en meter la novelística del autor de El siglo de las luces en la horma de “lo real maravilloso americano” (falaz teoría que, por cierto, no es en modo alguno marxista) o la “teoría de los contextos” (esta ya más acorde a la doxa), González Echevarría se servía de ciertas estrategias de la crítica deconstructiva para escribir el mejor libro sobre Carpentier con que contamos. Mientras en Casa de las Américas Ambrosio Fornet y Fernández Retamar, quienes entre nosotros no representan el dogmatismo sino lo contrario, llegaron a descalificar a Sarduy como ejemplo del formalismo desmovilizador de la burguesía en decadencia (A.F., “New World en español”, enero-febrero, 1967, R.F.R, “Calibán”, septiembre-octubre, 1971), González Echevarría asistía en Yale a las conferencias de Derrida y comenzaba a recopilar material para lo que sería La ruta de Severo Sarduy.
      No se trata de darle más cientificidad a la crítica literaria, como sostenía hace algunos lustros Desiderio Navarro, sino de reconocer lo mucho que a ella puede aportar una teoría literaria que ha cuestionado entre otros el propio mito de la cientificidad. Aun cuando nuestra exterioridad con respecto al contexto de la academia norteamericana nos permita en alguna medida colocarnos más acá, o más allá, del debate entre el autor de El canon occidental y los representantes de la “escuela del resentimiento”, la apuesta por la teoría crítica nos aleja necesariamente del ideario de Bloom tanto como del de Vitier. Pues en su cruzada antiteórica pueden llegar a cruzarse los caminos de los respectivos autores de El canon occidental y Lo cubano en la poesía. Si aquel afirma: “no es la literatura lo que hay que redefinir; si no eres capaz de reconocerla cuando la lees, nadie puede ayudarte a conocerla o amarla más”, este lamenta que “La doncella literaria que especialmente nos interesa: la poesía” está siendo conducida “a climas inhumanos” por “una nueva escolástica de la teoría literaria” (“Literatura y liberación”, Prosas leves, Letras Cubanas, 1993).
     Si Bloom combate el antiesencialismo de la teoría en nombre de una inapresable esencia literaria encarnada en los autores canónicos (“redefinir la literatura es una vana empresa, porque no puedes usurpar suficiente fuerza cognitiva para abarcar a Shakespeare y Dante, y ellos son la literatura.”), Vitier y García Marruz denuncian el antiesencialismo de “la corriente llamada posmodernismo” como el triunfo del escepticismo sobre la poesía y la fe, como la monstruosa expansión del espíritu crítico propio de la modernidad europea. (C.V., “Martí en la hora actual de Cuba” (1994), Resistencia y libertad, Unión, 1999; F.G.M., La familia de Orígenes (1994), Unión, 1997) En su intervención en la mesa redonda sobre “Martí y el desafío de los noventa” Vitier afirmó que si Europa, durante el apogeo de Sartre y de Camus, intentó aleccionarnos con la tesis del intelectual comprometido, la Revolución nos ha enseñado, por un lado, que los que desde ese dogma resultan evadidos, como Casal y Lezama, trabajan “en aras de fundar una imaginación deseable para la futuridad de la patria”; y por el otro que “la teoría del intelectual como “conciencia crítica” de la cultura frente al poder, nos resultaba tan postiza como una chistera londinense. Lo que nos hacía falta no era lo que Octavio Paz ha llamado “el mito de la crítica”, mito de la modernidad europea según el cual la única verdad es la crítica misma, sino el martiano “Amar: he ahí la crítica”, porque de lo que se trata es de engendrar justicia.” (La gaceta de Cuba, septiembre-noviembre, 1992.)
        Al igual que la idea del intelectual como “conciencia crítica”,  hijos del “mito de la crítica” son en la concepción de García Marruz y Vitier la teoría literaria contemporánea y el pensamiento posmodernista. En el rechazo de la energeia desacralizadora de la teoría crítica contemporánea se encuentran el canon occidental y el canon de lo cubano en la poesía. En nombre del “valor estético” uno y de la “razón poética” el otro; ambos en nombre del espíritu en última instancia. Rechacemos, pues, la clausura que desde sus respectivas “jergas de la autenticidad” nos proponen estos cánones. La “resistencia a la teoría”, como señaló Paul de Man, se debe en primer lugar a que esta destruye las mistificaciones ideológicas. Y aquí podemos entender lo ideológico también en el sentido de La ideología alemana o de las famosas tesis de Althousser. En lo que tiene de “hermenéutica de la sospecha” y no de profecía, de crítica y no de dogma, el marxismo puede también colaborar en las tareas de la crítica cubana contemporánea. Pasada definitivamente la época de las citas rituales, también entre nosotros reaparecen los “espectros de Marx”. 

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