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La carne

Pedro L. Marques de Armas

1

     La ronda de Zequeira por las garitas y puertas de la muralla, el paseo de Casal embutido en un tranvía, el de Lezama tirado por los olores del puerto, la errancia de Piñera desde el Mercado Unico, las carnicerías fantasmas de Walker Evans, etc., son imágenes que nos aproximan al matadero, a los fondos de una Habana criminal que la escritura desplaza (ahora en sentido contrario) y desprende de la Ley. Se trata -claro- de un matadero posible; pero que raspa la historia, y amplifica su oscuridad.
     Cierto que vemos -en cada uno de estos textos (1) - el mismo corral, la misma zanja, los carniceros de siempre y hasta los escrúpulos del ciudadano que debe garabatear su crónica o cumplir la ordenanza. Bataille habla del hombrecito reducido a comer queso como víctima moderna de las cuarentenas; pero también, en lo que la escritura se resuelve, “islotes negruzcos” y “círculos desvencijados” que atrapan al vuelo miasmas-poblaciones, y plumas de letrados que -devenidas “garrotes”, “cuchillos” o “galerones”- blanden -en noche propicia al crimen y al sexo, a los escarceos contra-natura, los “sobrevivientes del naufragio social”.
     Si el fondo que Zequeira y Casal revierten es el del matadero de época - dos momentos: cuando se le arroja fuera de las murallas, en los confines de la población, y cuando ésta lo alcanza, englobándolo; el que Lezama  descubre es aquel de los marinos, la soldadesca y las primeras epidemias. Hay, sin embargo, un continuum, un espanto sin cronologías. Y lo que cada registro deslinda - Zequiera a través de la parodia civil, Casal desde la crónica roja (hecha para explotar el crimen, pero aquí vuelta de revés) y Lezama desde un barroco intramural, portuario -, el terror lo iguala.
     Además, estos márgenes recuperan al escritor como monstruo, como parte de la masa en descomposición: es Zequiera-esqueleto, de militar a res, mientras larga pedazos y enrarece - con ralea de bichos y de serecillos que saltan de estamentos- el mapa que traza; es Casal-Eyraud, de la abyección al asesinato por escrito, tras un paneo de picapedreros, matarifes enardecidos y gente de las barracas, ávidas del espectáculo; y, por último, un Lezama -“hijo” - éste sí con los ojos vendados - dejándose llevar entre guajiros léperos y cantantes sobresudadas “por los olores que unen al puerto y al matadero…”.

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 Veamos ahora, a manera de cuadros, algunos de estos topoi.

     Cuando en 1574 se dictan las Ordenanzas de Cáceres, regulando - entre otras cuestiones- el abasto de carnes, ya los carnicerías y expendios de la ciudad suponen - en virtud de sus vínculos con la Zanja Real - una preocupación para los regidores. Del cauce artificial, casi a término, depende la seguridad de las tropas, a menudo diezmadas por las epidemias. A cielo abierto, recoge todo tipo de desechos, además de la sangre de los animales (2).
     Tras la “gran peste” de 1649 (resultó ser la más notable epidemia de fiebre amarilla), entre las médidas reclamadas está construir un matadero y encañonar la Zanja; las sospechas recaen sobre las reses muertas y dejadas a la intemperie, que atraen “ruidoso enjambre de moscas”; pero también -y según la creencia de la peste hecha a mano- sobre hechiceras, mendigos o gente de paso que habría de envenenar las aguas, el aire, el suelo, etc; e inluso variar la conjunción de los astros. El reclamo público habla, sin embargo, de una ciudad que comienza a percibirse a sí misma en medio del pánico, masivo, y de las ideas mágicas prevalencientes (3).
     Al parecer se trataba de un matadero ad hoc apartado del centro, y que vendría a sustituir las “casillas de tablas”… En efecto, será erigido en el barrio liminar de Campeche (en su punto más apartado), cuando éste aún no forma parte de los cálculos de la oligarquía habanera (4).
     Por su parte la Zanja Real marca desde entonces - y sin que se pierdan sus ligámenes, sostenidos en el tiempo, con el matadero- un plano de aprehensiones globales. De éste resulta, ya entrado el siglo XIX, el reparto de los distritos sanitarios (5). Toda lógica pública pasa por ella, y en torno a ella se definen relatos de exclusión. No en balde en una de las primeras “topografías” de la ciudad se dice: “todo tiene comercio en la corriente de este líquido” (6).
     Zequeira nos habla de los negros que se lavan las manos en ella, y Jáuregui de las bateas de cerdos (7). Aclarar las fuentes equivaldrá a transferir los vínculos de sangre de la nobleza al orden burgués. Una línea por la que decursan el garrote (para evitar “encharcamientos”), el matadero (para apartar “tan atroz espectáculo”), los casas de baños y hasta el ano y la vagina - deformados, sin válvulas de seguridad- del homosexual y la prostituta. Cuando las modernas obras hidráulicas de finales del XIX sean puestas en práctica, éstos derivarán - de sus cuerpos - el cuerpo contrario de la Nación (8).
     Pero a inicios del siglo XVIII La Habana ha cambiado en cuanto al modo de percibirse. No obstante lejos de las “topografías médicas” como género que la informe, se orienta aún más dentro. Hay ya una política de los “pequeños pánicos” (9); y mientras las obras de la muralla avancen, también por mar, y la oligarquía ponga el ojo -a fin de darle “lucimiento”- en el barrio de Campeche, surgirá otro proyecto de traslado, éste sí extramuros, y como si se si tratara de anticiparse al cierre. (10).
     Meter el matadero en cuarentena “como un barco apestado” coincide con la recogida de los leprosos y con no pocas de perros, que echan fuera la carne y su descomposición.
     Si se tiene en cuenta que en los planos de Cortés el lugar destinado a las matanzas ocupa el centro sacro y poblado de las urbes (a la mano del Cabildo, empresa recaudadora); se estaría tentado a hablar de una temprana “excepción” habanera, compatida con Cartagena de Indias. Pero los obstáculos - no menos poderosos: estrategias conjugadas a destiempo - retardan hasta finales del XVIII el efectivo traslado (11).
     Ahora sí en el contexto de la luces, se calcula entonces la siguiente ecuación: Que los miasmas (del matadero) y efluvios (de la Zanja) son la causa de la alta mortalidad en el Hospital de San Ambrosio. Que los hospitales son también matazones; algo que se sabe de antiguo. Que la ciudad amurallada y “sin vientos o brisas que la vivifiquen” es letal al conjunto de sus moradores. Que el carácter de éstos es eco de una  “constitución epidémica” cuyo fondo es La Habana. Y que, a afectos…, lo mismo da una comida opípara que ser habanero sanguíneo o melancólico (12).
     Por fin -en 1797- se le destina al paraje del Horcón, en los confines de un barrio de negros. Pero las retóricas se muerden la cola, y a poco la población lo alcanza, mientras soplan - sobre ella - los vientos del sur que elevan la mortandad. Sin embargo, y pese a las precauciones tomadas, ésta no es menor en San Ambrosio hasta donde llegan - ahora “por el arroyo que desagua la sangre”- los efluvios del vómito, del tifus y las fiebres tercianas (13).
     En unas décimas que narran el incendio de Jesús María vemos de nuevo el matadero, al resplandor de las llamas. Como el zorro en un poema de Lezama, éstas saltan de barrio en barrio - San Nicolás, Sitios, Salud, Barracones…- entre el llanto de los vecinos y las medidas de salvamento, a cuenta de los gloriosos regidores. Pero el anónimo autor se encarga de subrayarlo: es el fuego, que todo lo purifica, el personaje principal (14).
     Cuando Casal lo visite en 1890, estarán en juego los mismos emblemas; el lupanar, su “perfume monstruoso” (15). Pero lo que se plantea (no importa cuan distante) es la reforma -la sierra de la Morgue y no el hacha, el control de los focos, la planificación en serie. Y tanto más si la metáfora que acecha, y que liga los seres a las bestias que serán procesadas, es apenas un calco. 

Notas

(1) Aludo a “La Ronda”, de Manuel de Zequeira y Arango (Poesías, Letras Cubanas, 1984, 126-34); “El matadero”, de Julián del Casal (Prosas, tomo II, Consejo Nacional de Cultura, pp. 151-52); y “Encuento con el falso”, de José Lezama Lima (Poesía, Cátedra, Madrid, 1992, pp. 132-34)

(2) Las Ordenanzas de Alonso de Cárceres están incluidas en Apuntes para una historia de la legislación y administración colonial en Cuba, 1511-1800 (Ciencias Sociales, 1985, pp. 178-208) de José Luciano Franco.

(3) ver López Sánchez, José: Cuba, medicina y civilización, Editorial Científico-Técnica, 1997, pp. 157 y 165; y Preto, Paolo: Epidemia, paura e politica nell´Italia moderna, Laterza, Roma, 1988.

(4) El matadero en cuestión debió ser erigido en las últimas décadas del siglo XVII, en el marco de gestiones del Obispo de Compostela.

(5) Al establecerse en 1828 a raíz de una epidemia de dengue la Junta de Sanidad, se forman los mencionados distrintos, según mapa que divide a la ciudad en Zanja norte, sur, este, oeste. Las labores de la Junta serán apreciables en el contexto del cólera, un lustro más tarde.

(6) Sánchez Rubio, Marcos Tratado sobre las fiebres biliosas y otras enfermedades, Imprenta del Comercio, La Habana, 1814 (El primer capítulo es un análisis médico topográfico de La Habana; no es el primero, ni se trata de una monografía propiamente dicha).

(7) Jáuregui, Andrés: “Aviso conveniendo arreglar el uso de las aguas de la zanja que provee a esta ciudad y sus inmediaciones” (Papel Periódico de la Havana, no 77, 2 de septiembre de 1803); Zequeira y Arango, Manuel: “Consideraciones sobre La Habana” (La literatura en el Papel Periódico de La Havana, 1790-1805, Letras Cubanas, 1990, p. 98).

(8), ver para el caso cubano “La pederastia en Cuba”, de Luis Montané, en esta misma publicación; y el desarrollo de esta tesis en Médicos, maleantes y maricas, de Jorge Salessi (Beatriz Viterbo, Argentina, 1995).

(9) Los efectos del cierre de las murallas son reflejados por el Obispo Morell de Santa Cruz en estos términos: “se han engrosado las fiebres, y los calores se han hecho más sensibles por falta de ventilación de los ayres de que francamente gozan”; pero los pequeños pánicos internos no sólo son climáticos. También se sospecha de la carne de puerco, ya desde entonces vinculada a la lepra; de los males venéreos; del carácter díscolo de los vegueros; de los pobres y los hospitales; la brujería y los negros; la rabia, etc.

(10) Arturo Sorhegui y Aliadna Cartaya analizan este contexto en Las tres primeras Habana: Su expansión en el siglo XVIII y sus implicaciones para una caracterización-tipificación de la ciudad. Citan el acta del Cabildo de 21 de julio de 1713 en que se acuerda “se conozca mejor paraje (para matadero, y) en el ínterin se mate en casa que está afuera de la muralla”. Consideran esta tendencia, a trasladar el matadero y otros edificios públicos a extramuros de la ciudad, como indicadora de conflictos entre intereses militares y civiles, estos últimos en ascenso.

(11) Sin embargo, no pocos planos lo ubican, hasta finales del siglo XVIII, entre los muros. Para una descripción del traslado, ver: Antonio José Valdés ¿Historia de Cuba o de La Habana?, Ciencias Sociales, 1987, pp. 121-22.  

(12) Ver entre otros: Zequeira y Arango, Manuel (“Sobre hospitales”), Romay, Tomás (Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente vómito negro) y la ya citada obra de Marcos Sánchez Rubio.

(13) Los médicos cubanos no dejaron, a incios del siglo XIX, de señalar la aparente contradicción manifiesta en la mayor morbi-mortalidad extramuros, que siguió a los cambios en el entorno habanero. En cuanto al Hospital Militar de San Ambrosio, se mantiene hasta bien entrado el siglo el debate sobre su fatal emplazamiento. Todavía en 1870 es calificado de “ancha fosa que se ha tragado a lo mejor de nuestro ejército” (de Leyvas, Luis: Memorias para mejorar las condiciones sanitarias en las Islas de Cuba y Puerto Rico, s/p, 1870).  

(14) “Al incendio del barrio de Jesús María”, s/a (en Colección de poesías arregladas por un aficionado a las musas, 2 tomos, Oficina de D. J. Boloña, La Habana, 1833, pp. 173 en adelante).

(15) cito a Francisco Morán (inédito); para una observación en el contexto del positivismo, ver: “Matadero de La Habana”, en Crónica Médico Quirúrgica, 1888, pp. 213 y 259; y para un uso literario y alegórico de la cultura cubensis, los excelentes relatos “La carne”, de Virgilio Piñera y “Matadero”, de C. A. Aguilera.


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