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Rayuela o la fatalidad de la novela Duanel Díaz, La Habana Los primeros comentaristas de Rayuela no dejaron de señalar que ha sido bastante común que las grandes novelas se presentaran como antinovelas, siendo en este sentido, como en muchos otros, quijotescas. Pues la vocación “antinovelística” es ya una parte esencial del repertorio del género, al punto de que podría afirmarse sin mucha exageración que en esa apertura fundamental radica precisamente lo novelístico. La novela sería aquello que, a diferencia de la tragedia, género clásico por excelencia, no se puede subvertir o trascender. Esencialmente antigenérica y anticanónica, la novela, para Bajtín, no tiene afuera: es la modernidad misma, la tendencia general de la literatura en la época pos-paródica, irónica y crítica que se abre con el humanismo renacentista. Es obvio, además, que la novela con la que Rayuela polemiza no es sino un tipo de novela, cuando no una caricatura de ella: la novela “rollo chino”, la decimonónica. La misma que anatematizó Breton en el primer Manifiesto surrealista, texto a todas luces tutelar de la célebre “antinovela” cortazariana. Kundera ha recordado que lo que el autor de Nadja criticaba en la novela decimonónica, balzaciana, era precisamente su falta de poesía. “Hablo de la poesía – explica el novelista checo – en el sentido en que los surrealistas y todo el arte moderno la han exaltado, la poesía no como un género literario, escritura versificada, sino como un cierto concepto de la belleza, como explosión de lo maravilloso, momento sublime de la vida, emoción concentrada, originalidad de la mirada, sorpresa fascinante. A los ojos de Breton, la novela es una no-poesía por excelencia.” (“Des oevres et des araignées”, en Les testaments trahis, Gallimard, Paris, 1993.) Es justamente esta poesía el objeto de una búsqueda que se tematiza una y otra vez en Rayuela, cuyo tópico de la doble revolución es, como de sobra ha señalado la crítica y el propio Cortázar, de clara filiación vanguardista y romántica. Revolución en las costumbres, en la vida cotidiana; revolución en las convenciones literarias, y, sobre todo, en el lenguaje. Utopía radicalísima, empeñada en el recobro de lo que Paz ha llamado “la mitad perdida del hombre”, en la completa desalienación de un Occidente extraviado en el callejón sin salida de la dialéctica. Tonta y sabia, intuitiva e ingenua, plena de “derecho de ciudad” en todo lo que toca, la Maga representa la inocencia original que Horacio Oliveira, culto y cínico, ha perdido. Ella es “primeval being”, la que vive la veritable existence que para su amante, como para Rimbaud y para Breton, está ailleurs. De lo que se trata, entonces, es de pasar a ese “otro lado”. Y la Maga se vuelve un antagonista en el momento – momento fundamental del que toda la novela deviene comentario – en que Oliveira es incapaz de pasar: “Amor mío, no te quiero por vos, ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto…” Oliveira no puede acceder a esas “terrazas sin tiempo” que sólo la Maga vislumbra, lo cual se hace evidente desde que él mismo razona que “una elección no puede ser dialéctica”. Es decir, su deseo no se puede colmar hasta tanto no deje de planteárselo como una meta. Y aquí la Maga sigue siendo ejemplar: asombra una vez más a Horacio cuando este después de revisarle el bolso desordenado se da cuenta de que “para ella no había desorden”. Oliveira, en cambio, vive de modo existencial, absurdamente, un exilio que se afinca en la equivocidad de las palabras, las cuales impiden un contacto directo con la realidad plena. De ahí las especulaciones suyas y de Morelli sobre una cultura que se exprese por medios no lingüísticos como la mímica o el macramé. Como en el juego que conserva aún la sacralidad del paso al “más allá”, aquí la nostalgia es el “paideuma infantil” que dice Lezama en su ensayo sobre Rayuela. In - fans, el niño es el que todavía no habla, el que aun no ha abandonado el reino. Las “morellianas”, apuntes del escritor Morelli sobre su proyecto literario (que, desde luego, se quiere antiliterario), están recorridas por el deseo surrealista de liberar a las palabras de la costra de la costumbre. A lo que subyace, claro está, el motivo típicamente romántico de la redención de la prostituta: se trata de redimir a las “perras negras”, al “lenguaje emputecido”. Esencialmente romántico es, desde luego, el manifiesto contra la “Gran Costumbre” que aparece ya en el primer capítulo de la novela si la leemos en su versión mayor, que incluye los llamados irónicamente “capítulos imprescindibles”. Discípulo de Rimbaud, quien veía sus Iluminaciones como un mundo otro cuyo carácter poético residía en “la frescura de la novedad de visión que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incognita cualquiera, sino en el corazón mismo de la realidad sensible, conmovedora para nuestros ojos liberados por fin de la catarata de la costumbre y las nociones aprendidas”, Oliveira, el buscador, exclama con el tono de Zaratustra: “Nuestra verdad posible tiene que ser invención”. Un tornillo no lo es forzosamente porque tenga la forma de un tornillo, es preciso reconocer que puede ser otra cosa. “Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella… ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?” La obviedad programática de esta ideología vanguardista, cuyo contexto es el de los poéticos años sesenta – la joven Revolución cubana, la descolonización en Asia y África, el marxismo existencialista y humanista de Sartre – , es algo que ciertamente puede llegar a aburrir si nos disponemos hoy a releer Rayuela. Una ingenuidad que resaltaría aun más si pensamos en ficciones que, como algunas novelas de Kundera o Los cuadernos de don Rigoberto, de Vargas Llosa, le ofrecen una obvia contrapartida, la cual responde no sólo a la experiencia histórica posterior a 1963, año de publicación de la novela de Cortázar, sino a la de todo un siglo seducido por la revolución total. Del esteticismo decimonónico Rigoberto conserva el ideal de la vie factice y la certeza de pertenecer a una aristocracia espiritual, pero a todo esto añade grandes dosis de realismo. Frente al hombre utópico representado por el eterno buscador e “inconformista” Oliveira, Rigoberto vendría a representar al hombre post-utópico, que de vuelta del horror del siglo se instala pragmática y cínicamente en el orden burgués para realizarse totalmente en ese mundo privado que Benjamin ha descrito como una esencial conquista de la centuria de Marx y Baudelaire. No le agrada la vida social, pero sabe que no puede sustraerse a ella. No le gusta su trabajo, pero consume ocho horas diarias en tareas burocráticas de oficina, lo cual le permite costearse sus secretos placeres: su magnífica colección de obras de arte, su biblioteca, su intensa vida erótica con Lucrecia. Sus cuadernos proclaman (para sí mismo, pues nadie más que él los leerá) un individualismo acérrimo: completa libertad sexual, rechazo de todo proyecto que tienda a la uniformización, convencimiento antiguevariano de que la realización del hombre ocurre durante el tiempo libre, y no en el trabajo. Si la revolución total busca suprimir el abismo, propio del orden burgués, entre lo público y lo privado, para Rigoberto la persona y su privacidad constituyen límites que no deben ser traspasados. No es difícil encontrar detrás de esta certeza la dolorosa enseñanza de una época marcada por experimentos sociales que en nombre de la utopía han reforzado la policía. A propósito, Kundera señalaba que el sueño bretoniano de la “casa de cristal”, de la disolución de la frontera entre lo público y lo privado, se trueca en la insoportable realidad del mundo estalinista o de modo menos grave en el lamentable irrespeto por la privacidad cultivado por la prensa en los países capitalistas. Para Oliveira-Cortázar se trataría justamente de una revolución que no terminara sustituyendo una opresión por otra, sino que, subvirtiendo el utilitario orden sostenido por “la raza de los que aprietan desde abajo el tubo del dentrífico”, condujera a una liberación individual que fuera a la vez una liberación de la sociedad toda. Pero es justamente el carácter romántico de esta utopía lo que parece dejar atrás la sabiduría de Vargas Llosa y de Kundera. ¿No sería Oliveira, desde la perspectiva realista que caracteriza a Rigoberto y a algunos personajes del gran novelista checo, un neurótico aquejado de estupidez secular? Frente al pesimismo de héroes como Rigoberto – antihéroes, contrapartes del héroe romántico –, Oliveira representa, a pesar de lo que a primera vista podría pensarse, un optimismo persistente y raigal. Pues en el reverso de la nostalgia del reino está la creencia de que en algún momento se torció el rumbo, comenzando la “Burrada Infinita”, la “Equivocación total” de “siglos de tradición aristotélica” que desembocan en el mezquino mundo burgués. ¿No subyace a esto un providencialismo que remite, en última instancia, a un Dios que sería el único garante de que las cosas, como asume el personaje cortazariano, estuvieran de algún modo predestinadas a salir bien? Contrastando con este optimismo, ¿no representaría el pesimismo alegre de Kundera la asunción plena de la muerte de Dios? Si Rayuela tematiza y propugna la poesía, La vida está en otra parte la critica implacablemente, y La insoportable levedad del ser tematiza y propugna la novela. Se ha afirmado que el tema maestro de la novela es el hombre en conflicto con la sociedad; también puede decirse que es la muerte de Dios con todas sus implicaciones. El espíritu novelístico, legado de Rabelais y Cervantes, consiste precisamente en el escepticismo y el humor, en la crítica y la no identificación: antítesis de un lirismo que puede confundirse con el kitsch rosado o sangriento. Como alternativa a la cultura de la revelación, de ascendencia romántica, Kundera afirma consecuentemente valores antilíricos que antes que al acerbo romántico se remontan a la época del Ilustración. Por supuesto, es posible leer, acaso a contrapelo del propio Cortázar, Rayuela como una presentación irónica de la utopía que seduce a Oliveira. Hay suficiente riqueza, suficiente “novela” en la novela de Cortázar para soportar esta lectura. Como mismo se la puede leer como “novela rollo chino”, simple relato de las peripecias existenciales de Horacio o como catálogo pret-à-porter de tópicos románticos de la cultura moderna. Pues aunque los valores que preconiza Oliveira son poéticos (siempre en el sentido de Kundera), él es esencialmente novelesco, esto es, un personaje dramático o cómico. De ahí que no haya gustado demasiado a quienes reclamaban una literatura cercana al realismo socialista, que constituye la negación por excelencia del espíritu novelístico. José Antonio Portuondo, importante crítico y ensayista cubano afiliado desde la década del 40 al primer Partido Comunista Cubano, que seguía como los demás de su tipo la línea estalinista, señala en una conferencia sobre Cortázar pronunciada en la Habana en 1969, la persistencia en Rayuela de la ideología irracional denunciada por Lukács en El asalto a la razón. El tipo del “inconformista” – encarnado por Oliveira – resume para Portuondo la evasión y la rebeldía que caracterizan a la cultura burguesa en su etapa de decadencia. Por su parte, otro crítico cubano, Gilberto Valdés Gutiérrez, concluía un artículo sobre la novela de Cortázar afirmando que “Rayuela se vislumbra como la novela de la pequeña burguesía intelectual en la época violenta de transición mundial al socialismo, como el panfleto del temor del artista liberal frente al partidismo de la clase obrera; temor que se desvanece ante el acto creador más hermoso y libre: la revolución.” (“Rayuela: teoría de la ficción, ficción de la teoría”, en Universidad de La Habana, abril-diciembre, 1977.) En el mismo sentido, Portuondo culminaba su conferencia oponiendo a la idea de Cortázar según la cual “en Latinoamérica hacen falta Ches Guevaras de la literatura”, el fragmento de El socialismo y el hombre en Cuba donde se afirma que el “pecado original” de muchos intelectuales y artistas era no ser “auténticamente revolucionarios.” (“Julio Cortázar”, en Universidad de La Habana, enero-marzo, 1972.) Estas dos lecturas cubanas de Rayuela, que no son las únicas de su tipo pero ejemplifican muy bien el espíritu del llamado “quinquenio gris” y de toda la nefasta década del 70, pueden contrastarse con el ensayo que a la gran novela de Cortázar dedicara Lezama Lima, el cual sirvió de prólogo a la edición cubana realizada por Casa de las Américas en 1967. “Rayuela y el comienzo de la otra novela” llamó el autor de Paradiso a sus páginas llenas de admiración hacia aquella novela signada por la búsqueda de la “antropofanía”. Hoy, a cuatro décadas de su aparición, más que el acta de fundación de una novelística nueva, y más que la poesía que programáticamente propugna, de Rayuela nos queda la fatalidad de la novela. Definitivamente triunfante de los criterios estalinistas que no propiciaron sino obras mediocres, la gran novela de Cortázar nos viene a recordar que no es a la libertad, como creía Sartre, a lo que estamos condenados, sino a la novela. La Habana, junio de 2003 |
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