El
éxtasis de la mercancía
(De
la Crítica de la economía política de la mercancía
a la Crítica de la economía política del signo)
Emilio
Ichikawa Morín
Cuando en 1845 Marx y Engels dan a la publicidad las tesis básicas
de La ideología alemana, su segunda gran obra en colaboración,
(1) predominaba en el “espíritu intelectual” de su entorno el cientificismo,
es decir, el ideal epistémico de las ciencias naturales que después
Augusto Comte convirtió en modelo de la filosofía social
(el positivismo). (2)
En La ideología alemana hay por lo menos dos momentos fundamentales:
el Capítulo Primero, que es lo que generalmente se estudia en la
tradición marxista como fundamento de una concepción materialista
de la historia; y una valoración del llamado “socialismo verdadero”,
el grueso del gran volumen, que les sirve para resumir las características
básicas de las corrientes socialistas de su tiempo. Critican al
anarquismo, y en particular a Stirner y su concepción de las relaciones
de propiedad.
En ese Capítulo Primero Marx y Engels presentan la definición
clásica de ideología como falsa conciencia. El adjetivo
“falsa”, en el contexto cientificista dominante de la época, va
más allá de un juicio descriptivo. Implica también
un contenido axiológico, un juicio en términos de negatividad.
La “falsedad” es, en fin de cuentas, un anti-valor dentro de la ciencia.
La “ideología” sería entonces algo cuestionable, al menos
sospechoso; lo que muestra una vez más que Marx no era un político,
ni un ideólogo, ni siquiera, según algunos estudios biográficos,
un
buen “padre de familia” sino ante todo, y por encima de todo, un zoo-epistémico.
(3)
Vivir en la falsedad era algo que debería ser superado; primero,
por los filósofos, después, por el proletariado. Marx no
había universalizado aún las observaciones sociológicas
de carácter materialista; por eso pensaba que la falsa conciencia,
esa forma de ver como independientes del cuerpo social a las formas superestructurales,
era una “costumbre” específicamente alemana. De ahí el nombre
el libro. Después de 1846, específicamente en su libro Miseria
de la filosofía, comprenderá que el llamado vicio ideológico
alemán era una desviación universal de la conciencia social,
y se inclina a la fundamentación de un materialismo histórico;
algo que hará también con fines prácticos visibles.
Por eso dice a Engels en una carta: “Tenemos que agregar a la opresión,
la conciencia de la opresión.”
Aunque se venía preparando con anterioridad, es el siglo XX quien
llega a experimentar un quiebre del paradigma científico-positivista,
el mismo que hiciera intolerable aquello que calificara en el ámbito
de lo “falso”, como la “ideología”, según fue entendida por
el marxismo.
El desmontaje del absolutismo cientificista fue asistido simultáneamente
por la nuevas ciencias (las llamadas no-clásicas, indeterministas),
la tecnología comunicacional, las artes de vanguardia, ciertas experiencias
histórico-políticas traumáticas y la misma filosofía,
las cuales avanzaron un paradigma epistemológico relativista que
prácticamente hace inservible la tradición gnoseológica
acerca de la categoría “verdad”. Quizás el derrumbe de este
valor intelectual, elevado a rango de “ambiente” o “condición” de
una forma de ver el mundo, constituya el eje filosófico de lo que
con alguna
insistencia hemos venido llamando “postmodernidad”.
Este cambio de “espíritu” epocal permite una reconsideración
de “lo falso” en la historia, es decir, una mirada de lo acontecido desde
una perspectiva más inclusiva. Esta dimensión de inclusividad
si bien no tiene necesariamente que prestigiar la falsedad, al menos
permite reconsiderarla. De aquí se infiere que los eventos y ámbitos
de falsa conciencia, digamos los ideológicos y mitológicos,
deban ser vistos desde otra perspectiva. Una de estas miradas posibles,
y que pertenece a la tradición filosófica clásica,
es la fenomenológica; por demás, la fenomenología
califica en la concepción
constructivista
acerca de la verdad, y es afín al ambiente relativista de la postmodernidad.
Una de las tareas más interesantes que nos propone este curso es
el reconocimiento y aceptación piadosa de nuestras falsedades históricas,
que no por falsas son menos “reales”. Vivimos en un mundo de imágenes,
de signos astutos (Baudrillard), y no nos sirve de mucho determinar la
falsedad o veracidad de los mismos. Uno de nuestros “mitos” (aquí
el uso de comillas es necesario) más recurrentes es el mercado,
que como toda mitología, está contenida en algo que podemos
llamar “portadores materiales”. El mito tradicional se hacía cosa,
por ejemplo, en los iconos; el mito contemporáneo nos llega
a través de las mercancías, que Marx consideró en
tiempo como una forma particular de fetiche.
II
Se ha conocido de una nota enviada por Aristóteles a Alejandro donde
le confiesa que, a pesar de todo el esfuerzo racional realizado, nada había
podido al fin y al cabo con los mitos de sus vecinos.
En fin de cuentas, ¿qué valor pudo tener que alguien se desmarcara
del resto de la multitud vanagloriándose de que él no creía
en los mitos homéricos?. Si un vecino de Atenas no creyó
realmente en el mito de Prometeo, ¿es por eso más inteligente?.
Con esa ajenidad quizás lo único que haya conseguido es un
problema de socialidad, un incomodidad en su existir cotidiano.
Los mitos antiguos tenían sus portadores materiales. El arte antiguo
y medieval fue un gran productor de material incónico; también
la técnica, por supuesto, y esa tierra intermedia entre ambas que
es la arquitectura.
De la misma forma, la modernidad genera portadores materiales de sus mitos;
con la particularidad de que se vuelven mitos esos mismos portadores. En
el capitalismo, (4) como dice Marx, ese “portador” es la mercancía,
que es ella misma un fetiche. A pesar de que la tradición
marxista prefiere hacer una lectura mas política del legado de sus
clásicos, lo cierto es que el núcleo bibliográfico
de la misma es el Tomo I de Das Kapital, escrito, preparado y publicado
por el propio Carlos Marx. Los llamados tomos II y III fueron preparados
por Engels y Kautsky a partir de notas dejadas por Marx, lo que no es exactamente
lo mismo, al menos en el orden de la exposición de la teoría.
En el Tomo I de Das Kapital hay un par de títulos muy importantes
para la comprensión del proceso
de conversión de la mercancía en fetiche, en mito. Proceso
que ha llegado a su máxima expresión en la época contemporánea
de capitalismo global y que nos permite expresar que el mercado es ya el
depositario de los mitos postmodernos. Nuestras tiendas son, cuando menos,
el Olimpo de la posmodernidad, la arcada de nuestros fetiches. Macy's
o Sears pueden ser los templos donde el zoo-postmoderno peregrina
en busca de sentido mítico. Renunciar a ese tipo de mito, por prejuicio
intelectual o incapacidad de adaptación social, resulta un gesto
tan impotente como aquel vecino de Atenas que dijo no haber creído
en los mitos homéricos.
Marx comienza advirtiendo en el título El carácter fetichista
de la mercancía y su secreto que solo en apariencia es ella
un “objeto trivial” y “obvio”. (5) No es casual entonces que haya afirmado
que hay en ella un “secreto”, un significado oculto que nos llevaría
a hablar de la posibilidad de una hermenéutica de las cosas.
Marx afirma un misterio en la mercancía, una “complicación”
que abre un universo de posibilidades especulativas: “De su análisis
resulta que es una cosa muy complicada, llena de sutilezas metafísicas
y de caprichos teológicos.” (p.101) Con esta afirmación se
da un paso mas allá de la tradición, sugiriéndose,
al menos, dos posibilidades disciplinarias mas: una metafísica
de la mercancía y una teología de la producción. El
capitalismo estaría produciendo sentido divino para el mercado,
y sería éste la nueva arcada de los dioses, la sede del politeísmo
objetual.
La exégesis del texto sagrado devendría así
en exégesis de la cosa sagrada, un abrazo insospechado
entre teología y ontología en el marco del mercado global,
que es donde el valor de cambio cobra un sentido metastático. La
interpretación de la cosa, la metafísica de la mercancía,
exigiría una reconsideración de la tradición especulativa
en términos de revelación del misterio. “Specus”, “speculum”,
espejo y cueva, mirada a uno mismo a través de las cosas: dime qué
compras y te diré quién eres; o, por lo menos, dime que pretendes
y te diré el ser que te asiste.
El mundo del fetiche mercantil se ha divinizado en la postmodernidad, y
la devoción por la mercancía expresa la nueva fe en el mercado.
Es necesario, como diría Baudrillard, una Economía
Política del signo, una Teología de la marca registrada.
El conocimiento de uno mismo esta atravesado por el conocimiento de las
cosas que le expresan. No hay esencialidad que traspase al fetiche mercantil;
como diría Hegel, en su Ciencia de la lógica, “la
apariencia es la esencia en la existencia”, y somos lo que “lucimos” en
el mundo fenoménico. Habermas ha observado con mucha sagacidad que
no por gusto la Fenomenología es la única filosofía
moderna que no ha tenido que ser reactualizada con un “post”. La descripción
del “ser acontecido” es, en fin de cuentas, una expresión intelectual
genuina de la sensibilidad postmoderna.
Aunque en su análisis en Das Kapital Marx considera el “valor
de uso” se desmarca filosóficamente de el al no observar aquí
“nada misterioso”, (ibid) algo que vaya mas allá de la satisfacción
de una necesidad a partir de una propiedad de expresión física.
Dice Marx: “Es evidente que, con su actividad, el hombre cambia las formas
de las materias naturales de una manera útil para él.
La
forma de la madera se modifica, por ejemplo, cuando se hace una mesa de
ella”. (ibid. Subrayado EI.) Es muy importante aquí la
lectura del objeto (valor de uso-valor de cambio) “mesa” por cuanto constituye
un guiño referencial que después retomará Baudrillard.
Cuando el pensador francés nos dice que hace falta una Crítica
de la economía política del signo, indirectamente nos
está diciendo que hay que ir más allá de la Crítica
de economía política “de la mercancía”, que es precisamente
el subtítulo que lleva Das Kapital.
Hay por lo menos dos cosas importantes en el trabajo de Baudrillard. Primero
un dialogo con la más genuina tradición filosófica.
Diógenes Laercio, en su tomo Vida de los filósofos más
ilustres, cuando estudia a los Cínicos, particularmente a Diógenes
de Sinope, menciona la polémica que este sostuvo con Platón
acerca de la “mesidad”. El filósofo de Atenas negaría la
existencia de la mesa como valor de uso a favor del concepto de mesa (mesidad);
Baudrillard, en cambio, se movería desde el mismo sitio pero hacia
algo mas activo en el universo mercantil que le da sentido, como es el
“valor de cambio” (de ese mismo “valor de uso”).
En segundo lugar, Baudrillard esta legitimando la propia tradición
intelectual marxista en el flujo de la sensibilidad postmoderna. Nos dice
que hay un nuevo fenómeno por estudiar, que es la metástasis
del signo; y acto seguido nos está proponiendo el análisis
del ese nuevo evento en los marcos de la mas convencional perspectiva marxista:
la economía política.
El propio Marx, según Habermas, estuvo tentado de hacer un movimiento
como este. En La sagrada familia (1844), texto concebido bajo la
influencia de la critica de Feuerbach a la “enajenación”, supone
una curiosa utopía. El obrero debería encontrar en la producción
de una levita o
un sombrero (son sus imágenes) tanta realización como un
artesano o un artista cuando crea una obra de arte. Esto podría
lograrse entregando los medios de producción a ese obrero, para
que quede en posesión del producto inmediato de su tratabjo. Así,
según el joven Marx, habría “cosificación”, pero no
“enajenación”. En Das Kapital, por su parte, Marx comprende
la imposibilidad de este movimiento emancipatorio, por lo comienza un análisis
de la propia producción artística a partir de categorías
de las ciencias sociales. De tal suerte que se habría movido desde
el proyecto de una “estética de la producción” a una “economía
política del arte”; conclusión muy afín a la propuesta
de Baudrillard. (6)
Marx sugiere una suerte de carácter supranatural (teológico)
de la mercancía. Cuando la madera se convierte en mesa, asegura,
“se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible” (p. 102)
Pero Marx va mas allá y accede a una antropomorfización de
la mercancía; a veces parece como si estuviera proponiendo una suerte
de zoología del mercado, o algo más concreto como una antropología
de la mercancía (¿no tiene que ver con esto una parte de
lo que hoy llamamos “Cultural Studies”?). Dice Marx de la “mesa”: “No solo
se apoya con las patas en el suelo, sino que ante todas las demás
mercancías se presenta patas arriba, y de su cabeza de madera salen
caprichos más extravagantes que si se pusieran a bailar.”(Ibid).
Las mercancías de Marx, como en el film The Beauty and the Beast
(Coucteau) en el Alice in the wonderland de Carroll, asisten a un
encantamiento, a una fiesta donde ellas mismas se mueven y
visten autotélicamente. Se independizan de su creador, y de su consumidor
para asistir a la vanidad de su propia mirada. En lugar de una enajenacion
del hombre en el mercando, como creía el joven Marx, tenemos aquí
una enajenación del mercado del mismo mundo de lo humano. Como dice
Marx, las mercancías “bailan”, e incluso, llegan a tener “caprichos”.
De aquí se infire que la mercancía, al igual que el “signo”
(Baudrillard), no solo es “astuta” sino también “coqueta” (Simmel);
puede acceder también a la experiencia de la “extravagancia”. En
el mundo global la mercancía es la verdadera diáspora, la
emigrante absoluta; el ser con movilidad mayor, libre de restricciones
nacionales y patrias limitantes. El sujeto con presión y valor,
la persona con valor de cambio y valor de uso: ese es el verdadero protagonista
de la demografía postmoderna. La lectura del mercado puede hacerse
entonces según las claves de Marx y de Baudrillard, pero igual podemos
dar una mirada a la mercancía como sujeto; en fin de cuentas, la
ciudadanía global de la
Coca-Cola es más real que la de cualquier ciudadano con pasaporte
de primer orden. (7). Marx continúa su exposición alegando
el “carácter místico” de la mercancía. ¿Cuál
es el origen de ese carácter, cuales sus fuentes?. Marx utiliza
un recurso retórico importante; va proponiendo y a la vez negando
las respuestas posibles. Su respuesta es ambigua: de la “forma social”;
es decir, de algo que se comparte y no hace la diferencia; de la indistinción.
Vale la pena citar su respuesta en extenso: “Lo misterioso de la forma
mercancía consiste, pues, sencillamente en el hecho de que les refleja
a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres
objetivos de los productos del trabajo, como propiedades naturales sociales
de estas cosas, y, por tanto, también refleja la relación
social de los productores con el trabajo total como una relación
social de objetos, existentes fuera de ellos.” (p.103)
Esta explicación, ciertamente, nos parece decepcionante desde el
punto de vista especulativo. Marx trata de mantenerse aquí en lo
marcos de una autoimpuesta cientificidad. Sin embargo, el
mismo detecta prontamente el forceps interpretativo ante el que ha cedido
y trata de superarlo desplazándose a un terreno mas movedizo, pero
quizás más creativo. Como la relación entre los hombres
se da en una dimensión de elusividad, hay que atrapar (entender)
la misma traduciéndola a una relación entre cosas. Las cosas
se presentan como traductoras del mundo humano, de donde se infiere un
doble sentido ya propuesto con anterioridad: una cosificación del
mundo de los hombres, o una humanización del mundo de las cosas.
Antropología de la mercancía y economía política
de lo humano. Dice Marx al respecto: “No es más que la relación
social determinada de los mismos hombres, la cual adopta aquí la
forma fantasmagórica de una relación entre cosas. De ahí
que para hallar una lógica tengamos que trasladarnos a las regiones
nebulosas del mundo religioso. Aquí, los productos del cerebro humano
parecen dotados de vida propia, independientes, en relación entre
sí y con los hombres. Lo mismo ocurre en el mundo de las mercancías
con los productos de la mano humana.” (ibid.). Este es el proceso de la
conversión de la mercancía en mito, de su conversión
radical a la nueva fe de la economía política; es la metástasis
de un evento que se había anunciado en la modernidad. El arte se
hace mercancía, se hace mercancía, la ciencia, la religión,
el mundo entero de lo humano; incluyendo al hombre mismo. Ante este hecho
el pensamiento utópico había asumido una posición
crítica, y hasta subversiva; es decir, había tratado de atajarlo
con un archivo de resistencias que, como dice Octavio Paz, incluía
“revueltas”, “rebeliones” y “revoluciones”. Creo que hoy, frente a la irreversibilidad
del mismo, hay que ensayar por lo menos un par de posturas más:
la meramente
descriptiva, una que aspire a la neutralidad axiológica; y otra,
quizás mas atrevida, que sea capaz de encontrar un rumbo positivo
a este proceso de cosificación mercantil (¿enajenación
también?) que marca la nueva era. Es decir, tratar de formular una
suerte de “humanismo global”.
Marx es muy claro a la hora de definir este proceso: “Esto es lo que yo
llamo fetichismo, que se adhiere a los productos del trabajo en cuanto
se producen como mercancías y que, por consiguiente, es inseparable
de la producción de mercancías. Este carácter fetichista
del mundo de la mercancía brota, como mostró ya el análisis
precedente, del carácter social peculiar del trabajo que produce
mercancías” (pp. 103-104).
Marx sigue considerando a la mercancía en términos teológicos
y antropológicos; le asigna el recato,
el pudor, la astucia; digamos la máscara, que es, en fin de cuentas,
lo que significa “persona”. La mercancía, dice, esconden su valor:
“el valor no lleva escrito en la frente lo que es”; el valor no se muestra:
“Más bien el valor transforma todo producto del trabajo en un jeroglífico
social.” (p. 105). El valor es en sí mismo un “jeroglífico”,
un código, de donde se infiere también la existencia de un
lenguaje de la mercancía. Las mercancías hablan, exigen una
fundación disciplinaria, una suerte de lingüística de
las cosas, una gramática de los precios. Acerca de este esfuerzo
intelectual dice Marx: “Más tarde procuran los hombres descifrar
el sentido del jeroglífico, penetrar el secreto de su propio producto
social, pues la determinación de los objetivos de uso como valores
es su producto social, lo mismo que lo es el lenguaje.” (ibid.).
La forma abstracta de “trabajo humano” permite la internalización
de las formas extrañas, de lo alienado (alien, extranjero). Es en
el ambiente gaseoso del trabajo abstracto donde los trabajos concretos,
solideos, pueden traducirse mutuamente: “Lo que ante todo interesa en la
práctica a quienes intercambian productos es la cuestión
de cuantos productos extraños recibirán a cambio del suyo,
en que proporción se intercambian los productos” (ibid.).
En la sociedad mercantil moderna, y aún más, en la sociedad
global de la cinética mercantil, el
hombre debe atender a su relación con las cosas. Frankenstein ha
dejado de ser un monstruo: ahora es un ciudadano, alguien con quien debemos
tratar a la manera en que se trataban príncipes o mayordomos; es
decir, como resumen de la historia humana, específicamente como
punto de llegada de la historia occidental. Marx ha anunciado a Weber,
ha anunciado el hallazgo poético de Baudelaire traducido después
por Octavio Paz: “Para una sociedad de productores de mercancías
cuya relación de producción generalmente social consiste
en relacionarse con sus productos en calidad de mercancías, o sea,
como valores, y en relacionarse entre sí, de esta forma objetiva,
los trabajos privados como trabajo humano igual, es el cristianismo, con
su culto del hombre abstracto, especialmente en su evolución burguesa,
el protestantismo, deísmo, etc., la forma religiosa que mejor le
corresponde” (p. 111).
Si Baudelaire había asegurado que en la modernidad la experiencia
histórica se adelantaba como experiencia estética, cruzándose
con un Marx que entra especulativamente en el terreno de la economía
política, y con un Weber que se realizará como científico
y se perderá como profeta, hay un
par de escritores que se ubican con sagacidad en el flujo de esta tradición
intelectual critica de la modernidad. Whitman, quien, efectivamente, logra
describir (y cantar) con bastante exactitud la enérgica arquitectura
social del capitalismo decimonónico, pero frente al que experimenta
una curiosa posición de comodidad, incluso de agradecimiento. El
otro es Malraux, quien se resistirá a todos los pronósticos
de racionalidad y expresará con enfado: “El siglo XXI será
religioso o no será.”
Marx termina este título con una frase que es ya la expresión
máxima de una concepción antropomórfica
de la mercancía; después de esta cita, la ciudadanía
del mercado en el lobby de la liturgia de los hombres debería quedar
aceptada (al menos en la tradición marxista): “Si las mercancías
pudieran hablar dirían: nuestro valor de uso tal vez tal vez interese
a los hombres. Pero a nosotras, en cuanto objetos, nos tiene sin cuidado.
Lo que nos interesa objetivamente es nuestro valor. Nuestra propia circulación
como cosas-mercancías así lo demuestra. Solo nos referimos
unas a otras como valores de cambio.” (p. 116).
Marx imagina pues a unas mercancías que hablan. Si como parte de
esa facultad, las mercancías pudieran
solicitar el ser compradas, la publicidad pudiera ser entendida entonces
como una tarea lingüística en el más amplio sentido
de esta palabra; como un ejercicio de traducción e interpretación
de los deseos de unos protagonistas en busca de amos, o esclavos; de consumidores
o nuevos vecinos en los rincones universales de la ciudadanía global.
Finalmente, quisiera destacar la existencia de otro título muy importante
a la hora de ensayar un
acercamiento especulativo a la mercancía. Se trata de “La metamorfosis
de la mercancía”, que mar analiza en el apartado “Medios de producción”.
En esta segmento Marx abunda en el proceso a través del cual la
mercancía deviene fetiche; explora en este caso las circunstancias
económica en un ámbito “extraproductivo”.Le interesa el movimiento
de la mercancía como “valor de uso”, ámbito en el que se
dan las ficciones y traducciones más insólitas. Con ironía,
y hasta con cierto sentido del humor, Marx utiliza ejemplos insólitos
para ilustrar el intercambio mercantil. Así, hay un momento en que
presenta la transición legítima de mercancías que,
aparentemente, no pueden ser enlazadas por analogía alguna: trigo,
tela, aguardiente, Biblia; y dinero como equivalente universal, por supuesto.
Notas:
1-La
primera se tituló La sagrada familia, de 1844. Ellos habían
tratado de nombrarla Crítica de la crítica, pues identificaba
a sus rivales teóricos del momento, los hermanos Bauer y el resto
de la izquierda hegeliana. El editor consideró ese título
poco conveniente para la empresa, propuso otro, y ellos aceptaron.
2-El
Curso
de filosofía positiva (y el más discutido Catecismo
positivista) fue redactado por Comte tras salir del manicomio, se conocen
por demás las singularidades caracterológicas de Marx, y
que Max Weber padecía depresiones radicales. No deja de ser curioso,
al menos desde esta perspectiva biográfica, que la llamaba “sociología
científica” occidental haya sido concebida por personalidades tan
vulnerables. Aunque la gran obra pensante lleve sus firmas, también
se conoce que sin Jenny de Westfalia, Marianne Weber y Grettel Adorno,
parte de este legado intelectual hubiera quedado trunco.
3-La
torpeza de la personalidad política de Marx puede constatarse en
las sucesivas rupturas que tuvo, por motivos científicos, con potenciales
aliados en su lucha contra el capital. En 1838 el padre le escribe una
legendaria carta a la Universidad de Berlín donde ya le alertaba
acerca de esta característica suya: “Sueles ser mas apasionado que
equitativo.” Marx rompió Arnold Ruge, el temperamento político
más destacado de la izquierda hegeliana; polemizo hasta la enemistad
con P. J. Proudhon, líder de la clase obrera francesa; con todos
los socialistas alemanes de la época, desde Stirner hasta Duhring;
se enemisto con Lassalle, Bakunin, y demás lideres de la I Internacional, incluyendo
a su yerno Pablo Lafargue.
4-En
este contexto hemos utilizado como sinónimos a los términos
“capitalismo” y “modernidad”, como se infiere de algunas lecturas realizadas
de los trabajos del propio Marx. En algunos autores tal transición
no es legítima ya que consideran al socialismo, y aún al
comunismo, proyectos sociales o incluso vías de acceso a la misma
modernidad. El mismo stalinismo es considerado una vía de
acceso acelerado, extensivo, al mundo moderno.
5-A
partir de ahora las citas del texto marxista se añadirán
entre paréntesis a continuación de la referencia. Se harán
según la siguiente edición: Marx, C. El Capital (L
I-T I) Editorial Akal, Madrid, 1976.
6-Para
valorar la reinterpretación habermasiana de este proyecto marxista
y su asimilación por teóricos más cercanos a nosotros
como Walter Benjamin, se puede consultar el ensayo La modernidad: su
conciencia del tiempo y su necesidad de autocercioramiento. En: El
discurso filosófico de la modernidad. Taurus, Madrid, 1989.
(pp. 11-37. Se incluye el “excurso” correspondiente).
7-Puede
ensayarse una lectura de este tópico desde el epígrafe “Estar
en contra: nomadismo, deserción y éxodo”, perteneciente al
“Intermezzo” titulado “El contraimperio”. Ver: Michael Hardt y Antonio
Negri, Imperio. Paidós, B.A. Barcelona, 2002. |