Sartre
en La Habana o la rectificación de la mirada
Francisco
Morán
El filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre fue un testigo
de excepción de los primeros momentos
del fervor revolucionario en Cuba, y sus impresiones quedaron recogidas
en su libro sobre la Isla. Nosotros reproducimos aquí la traducción
del primer capítulo - “Havana - Skycrapers and Poverty” - de Sartre
on Cuba (New York: Ballantine Books, 1961). En cierta medida, este
primer capítulo dicta la tónica del libro: se trata de contraponer
el modelo de la Revolución Cubana a una idea, digamos que universal,
de la revolución, contraposición que conduce, inevitablemente,
a continuos ajustes y reajustes de la mirada sartreana. Curiosamente, estos
ajustes están mediados; o mejor, son iniciados, más que por
una reflexión del yo autorial, por la pedagogía revolucionaria.
Llama la atención el hecho de que, mientras Sartre ve el afán
pedagógico como rasgo característico de los discursos de
Fidel Castro, él, por su parte, ocupe constantemente el pupitre
del estudiante. Precisamente, la clave del libro de Sartre habría
que buscarla en la tensión entre comprender/no comprender, por un
lado, y explicar - enseñar, educar, - y finalmente aprender, por
el otro. No resulta, pues, casual, el comentario con que abre el libro:
“Esta ciudad, tan fácil de comprender en 1949, me ha confundido.
Esta vez no he entendido nada.”
En este sentido, la metáfora de la mirada, del ojo, resulta insoslayable.
Lo primero que perturba a Sartre es que no puede leer la ciudad: los rascacielos
no se unen, no forman un paisaje, se dispersan
y lo dispersan. Será el acto discursivo revolucionario - literalmente,
el discurso de un ministro, Oscar Pino Santos, el que le revele su padecimiento:
retinosis pigmentaria, enfermedad que “se manifiesta en una pérdida
de la visión lateral.” Obsérvese que dos de los aspectos
más llamativos de la ciudad que concentran la mirada sartreana -
el lujo y los rascacielos - lo llevan a lecturas que, en ambos casos, revelarían
esa carencia de “visión lateral,” y que serán igualmente
corregidas por la oftalmología revolucionaria; primero, por el ministro;
luego, por Carlos Franqui.
No queremos concluir esta breve introducción sin antes llamar la
atención sobre dos momentos del texto sartreano que nos parecen
importantes. El primero de ellos es la inquietud que, desde el momento
mismo del triunfo revolucionario, suscita el espacio urbano como escenario
de la disipación, del despilfarro, de la mascarada, y del deseo.
Este espacio, que Sartre descubre inicialmente con una indudable fascinación,
se transforma, casi enseguida, en metonimia de aquello que debe ser cancelado
por la acción revolucionaria: el capitalismo. De hecho - e irónicamente
- lo que provoca las fricciones entre Urrutia, el primer presidente, y
la comandancia del ejército rebelde, fue la intransigencia del primero,
empecinado en sanear la ciudad y extirparle sus vicios. Tal radicalización,
en los primeros momentos de la Revolución, era altamente peligrosa,
y fue rechazada por Fidel Castro.
Lo segundo que queremos subrayar es el carácter profético
- él no podía imaginar en qué extensión lo
serían - de las lucubraciones de Sarte sobre el destino de los carros
americanos en la Revolución Cubana.
No tenemos duda de que nuestros lectores disfrutarán de estas páginas,
que, para no aburrirlos con estas meditaciones, interrumpimos de una buena
vez.
La
Habana - rascacielos y pobreza
Jean
Paul Sartre
(traducción
de Francisco Morán)
Esta
ciudad, tan fácil de comprender en 1949, me ha confundido. Esta
vez no he entendido nada.
Estamos viviendo en la zona residencial. El Hotel Nacional es una fortaleza
de lujo, flanqueada por dos
torres cuadradas almenadas. A los clientes que proceden del continente
se les exigen dos cualidades: fortuna y gusto. Puesto que éstas
son raramente conciliables, si usted tiene lo primero, ellos asumirán,
sin examinarlo muy de cerca, que también tiene lo segundo.
A menudo me encuentro en el pasillo con altos, elegantes y deportivos “yankis”
(aún son llamados así en Cuba, a menos que uno los llame
“americanos”). Miro sorprendido sus rostros fríos. ¿Qué
es lo que los apabulla? ¿sus millones o sus sentimientos?
No es problema que me concierna en modo alguno.
Mi millonaria habitación de hotel podría contener mi apartamento
en París. ¿Qué puede uno decir sobre esto? Hay
sedas, mamparas, flores bordadas o en vasos, dos camas dobles para mí
solo - todas las comodidades.
Pongo el aire acondicionado al máximo para disfrutar del frío
del rico. Mientras hay 860 a la sombra, me acerco a la ventana y, tiritanto
voluptuosamente, miro al transeúnte que suda.
No tuve que buscar mucho para hallar las razones que subyacen en la supremacía
aún no desafiada del Nacional. Sólo tuve que correr las persianas.
Vi fantasmas estirando sus miembros hacia el cielo.
El Nacional domina el mar, a la manera de las ciudadelas coloniales, las
cuales han estado vigilando el puerto por tres siglos. Detrás de
él, nada: sólo el Vedado.
El Vedado era un espacio resguardado - contra los hombres, no contra las
plantas. Este suelo
prohibido estaba consumido por una jungla de hierba. Entonces en
1952 fue dividido en lotes, y súbitamente desapareció la
yerba. Queda un pago pedazo de suelo, henchido por la erupción de
esas locas protuberancias: los rascacielos.
Personalmente, me gustan los rascacielos: los del Vedado, tomados uno a
uno, son bonitos. Pero están por todas partes. Cuando
el ojo intenta unirlos, se escapan - no hay unidad, cada uno por su cuenta.
Muchos son hoteles: el Habana Hilton (ahora el Habana Libre), el Capri,
y otros veinte.
Es
una carrera por ganar pisos. “Uno más, ¿quién añadirá
uno mejor? A los quince pisos usted tiene un rascacielos de bolsillo.
Cada edificio lucha por mirar al mar por encima de los hombros de su vecino.
Poderoso, desdeñoso, el Nacional le vuelve la espalda a esta agitación.
Seis pisos, ni uno más: ahí reside su título de nobleza.
Está también esto: la revolución está inventado
su arquitectura, que será hermosa; está levantando
sus propias ciudades desde el suelo. Mientras tanto, combate la americanización
al oponerse a la herencia colonial.
Contra la voracidad de la madre patria que era España, Cuba citó
antes la independencia y la libertad de los Estados Unidos; hoy, contra
los Estados Unidos, busca las raíces nacionales y recuerda la imagen
de sus anteriores colonizadores.
Los rascacielos del Vedado son los testigos de su degradación; nacieron
bajo la dictadura. El Nacional, ciertamente, no es muy viejo, pero fue
construido antes de la decadencia, antes de la dimisión. Los revolucionarios
sólo son indulgentes con los edificios construidos por sus abuelos
durante el primer período de la democracia.
Por lo tanto, ellos opusieron una forma de lujo a otra; pero, me dije a
mí mismo, la aspiración nacional de Cuba no se redujo a esto.
Por supuesto, la gente me hablaba de la Revolución todos los días.
Pero era necesario verla trabajando, formulando un programa.
Mientras tanto, yo buscaba eso en las calles de la capital. Simone de Beauvoir
y yo caminamos durante horas cada en cada salida; fuimos a todas partes.
Encontré que nada había cambiado. O mejor, sí: en
las secciones de la clase trabajadora la condición del pobre no
me pareció, ni mejor, ni peor que antes; en los otros distritos
los visibles signos de riqueza se habían multiplicado.
El número de autos se había multiplicado y triplicado - Chevrolet,
Chrysler, Buick, De Soto, todas las marcas. Uno llamaba un taxi; se detenía
- era un Cadillac. Estos coches voluminosos y engalanados iban al paso
del caminante, o se alineaban detrás de una carretilla.
Cada tarde, un torrente de luz eléctrica se suelta en la ciudad.
El cielo está pintado de rosa, de malva; el neón parlotea
en todas partes y se jacta de los productos hechos en los Estados Unidos.
Sin
embargo supimos que el gobierno había gravado con impuestos los
artículos de lujo. Supimos también, o creímos que
sabíamos, que controlaba la moneda, aconsejaba contra viajes de
placer al extranjero, y había tomado una serie de medidas para alentar
el turismo doméstico. Esto no impedía que una aerolínea
ofreciera, en letras de fuego junto al borde del océano, transportar
cubanos a Miami.
Los restaurantes de lujo hacían lejión. Uno puede cenar cómodamente,
pero el precio es elevado: nunca por debajo de seis dólares por
cabeza, a menudo por encima de diez. Uno de ellos había sido el
“capricho” de un equívoco ministro. Su excelencia construyó
allí un jardín de rocas, con cristales y un elaborado trabajo
de gruta. Tenía rocas esculpidas a imagen de la naturaleza: había
marcado el cemento de los caminos con flora y fauna petrificadas, forzó
la percepción hasta el punto de reinventar el mundo mineral: la
piedra había sido tallada en la forma de una piedra. Para animar
este pequeño universo, añadió leones reales, enjaulados.
Ahora las jaulas están vacías.
En vez de los leones y el ministro, uno ve vestidos veraniegos. Caballeros,
obviamente extranjeros, contemplan con un aire desconcertado estos minerales
encantados. Cuando estuve allí, se hablaba inglés en todas
las mesas. Uno cenaba con velas - ése es el grado máximo
del lujo para un ciudadano libre de los Estados Unidos. La electricidad
fluirá si uno lo pide con una señal. Nadie hace esa señal.
La ostentación es desdeñada. Junto al lagrimeo de una vela
de cera uno les demuestra a todos la visible degradación de la costosa
pompa del consumo.
Los clubes nocturnos son más numerosos que nunca. Alrededor del
Prado - la calle del turismo norteamericano
- hay un enjambre de ellos. Sobre sus puertas, la electricidad reafirma
sus derechos. Nombres seductores y parpadeantes atraviesan los ojos del
caminante.
En Tropicana, el salón de baile más grande del mundo, había
una muchedumbre en torno a las mesas de juego. ¿Entonces se juega
en Cuba? ¿Todavía juegan? Uno de nuestros acompañantes
replicó brevemente: “jugamos.”
Las máquinas de monedas fueron suprimidas. Pero la lotería
nacional continúa. Hay casinos y, en todos los grandes hoteles,
salones de juego.
En cuanto a la prostitución, varias casas fueron cerradas al principio,
pero luego no volvieron a ser molestadas. Recordando este balance bastante
negativo me dije a mí mismo durante los primeros días, en
sus comienzos todas las revoluciones, o casi todas, tienen una característica
en común: la austeridad. ¿Dónde está la austeridad
cubana?
Hoy, en una mañana nublada, estoy sentado a la mesa; veo desde las
ventanas el congelado tumulto de paralelepípedos y rectángulos,
y me siento curado de esta maligna aflicción, la cual me había
escondido realmente la verdad sobre Cuba: retinosis pigmentaria.
No es una palabra de mi vocabulario. No me di cuenta hasta esta mañana
del mal que ella designa. Para decir la verdad, la encontré mientras
leía un discurso del ministro cubano, Oscar Pino
Santos, pronunciado el 10 de julio de 1959:
“Luego de varios días o varias horas en La Habana,” dijo, “no creo
que ningún turista extranjero pueda comprender que Cuba es una de
esas naciones más afectadas por esa tragedia internacional, el subdesarrollo...
“Él vería de esta isla sólo una ciudad con magnificentes
bulevares, vendiendo artículos de la más alta calidad en
las tiendas más modernas. ¿Cómo podría creer
en nuestra miseria si cuenta las antenas de televisión junto a las
avenidas? ¿Piensa, luego de tantas señales, que somos ricos,
con las herramientas modernas que nos permiten tener una alta productividad?”
Hay, dijo Pinos Santos, un tipo de enfermedad de los ojos llamada retinosis
pigmentaria que se manifiesta en una pérdida de la visión
lateral. Todos los que se han ido con una visión optimista de Cuba
están bastante enfermos. Ellos miran directamente al frente, nunca
desde la esquina del ojo.
Bien.
El viajero mal informado no carece de excusas. Me dije a mí mismo,
ya tranquilizado, que me estaba culpando por nada. Uno se sobrepone rápidamente
a esta enfermedad. Sólo es culpable el turista si se permite a sí
mismo desconcertarse y se marcha contento.
“Retinosis.” La palabra se me escapaba. Pero por varios días ya
he entendido mi profundo error. Sentí que mis prejuicios vacilaban.
Para descubrir la verdad de esta capital, tendría que ver las cosas
al revés.
Fue por la noche. Regresaba en avión de un viaje por el interior
de la isla. El piloto me llamó a la cabina de mando: estábamos
aterrizando. Ya metíamos la nariz en un grupo de joyas - diamantes,
rubíes, turquesas. El recuerdo de una conversación reciente
volvió a mí en ese momento, impidiéndome admirar ese
archipiélago de fuego contra el cristal negro del mar. Estas riquezas
no eran cubanas. Una compañía yanki producía y distribuía
la energía eléctrica para toda la isla. Había invertido
sus fondos “yankis” en Cuba, pero sus oficinas permanecían en los
Estados Unidos y repatriaba sus ganancias.
El fuego creció, las piedras preciosas enorgullecidas, se volvieron
chispeantes frutas; el vestido de la noche se alejó. Casi tocando
pista, vi aparecer las luces, pero me dije a mí mismo, “lo que está
brillando es oro extranjero.”
A partir de ese momento, cuando apretaba el interruptor por las tardes,
sabía que mi habitación se iluminaba
por la gracia de una compañía eléctrica - la misma,
por tanto ellos me dijeron, que controlaba el monopolio de la electricidad
en casi toda América Latina. En el puerto de Nueva York la lámpara
sostenida por la inmensa e inútil Estatua de la Libertad tomaba
su verdadero sentido: los norteamericanos iluminaban el Nuevo Mundo al
venderle, a un precio bastante caro, su propia electricidad.
De modo similar la telefónica cubana pertenecía a una firma
americana. Esta compañía había invertido en este negocio
algún capital excesivo. Cuando los cubanos llamaban, se comunicaban,
para decirlo en breve, con la benevolente autorización de los Estados
Unidos.
Yo lo había malinterpretado todo. Los que tomé como signos
de riqueza eran, en efecto, signos de pobreza y de dependencia. A cada
timbre del teléfono, a cada pestañeo del neón, una
pequeña pieza de dólar dejaba la isla y formaba, en el continente
americano, todo un dólar con las otras piezas que estaban esperando
por ella.
¿Qué hay que decir de un país cuyos servicios públicos
son delegados en los extranjeros? Conflictos de intereses. ¿Qué
podían hacer los cubanos contra el inmenso fondo de inversiones
que monopoliza la corriente eléctrica en todos los estados latinoamericanos?
Esta compañía debe tener una política extranjera,
y Cuba es sólo un peón en el tablero de ajedrez.
Ahora, una nación forja su unidad en la misma medida en que sus
miembros se comunican entre sí. Si el extranjero se impone sobre
los ciudadanos como un permanente intermediario, si hace falta ir a través
suyo para encender la luz en el trabajo, en el estudio, o aún en
la vida privada, si la electrificación del campo es decidida o postergada
en otra capital, por los habitantes de otro país, la nación
se fractura, sus ciudadanos profundamente divididos. Los monopolios norteamericanos
introdujeron en Cuba un estado dentro del estado. Están reinando
en una isla vuelta anémica por una hemorragia financiera.
Cada vez que la grúa del puerto descarga un nuevo carro americano
en los muelles, la sangre corre más fuerte y más rápido.
Me dijeron, “cada año los autos nos cuestan millones.”
Miré más de cerca los carros en Cuba y descubrí la
primera marca de la revolución. Los cubanos
los hacían brillar, ciertamente - el cromo y el níquel resplandecían.
Pero estaban algo pasados de moda. Los carros más nuevos ya eran
al menos 14 meses viejos, quizá 18. En Chicago o Milwaukee sus hermanas
gemelas habían sido lanzadas al basurero. Dicho en pocas palabras,
Cuba no estaba ya más en la avanzada. El gobierno sabía lo
que hacía cuando golpeó tan fuertemente sobre estas lujosas
importaciones. Los propietarios de carros ya no podían mantener
el ritmo del continente.
Mirando el incesante desfile de carros, el cual me había sorprendido
la noche anterior, me dije a mí mismo que estaba mirando a los muertos.
Fue la revolución la que los había restaurado, la que había
emprendido la tarea de mantenerlos funcionando. Tenían que durar
un largo tiempo.
Cubanos por adopción, estos carros americanos servirían aún
a Cuba por largos años. Luego de diez
o de veinte trabajos de reparación, les habrán ahorrado a
la isla diez, veinte veces más millones que los que habían
costado. En este sector, al menos, la hemorragia se había detenido.
Por lo que siguió, comprendí mejor el sistema que había
atascado las calles de La Habana con estas pesadas máquinas. Vi
que seis o siete personas se apretaban en cada carro y que los propietarios
vestían sin refinamiento, a veces pobremente. En Europa los carros
marchan con la holgura en el vestir, con la prosperidad económica.
Por lo general es la clase media la que los compra. Pero por mucho tiempo
Cuba se había rendido a la influencia de los Estados Unidos, donde
la clase media más baja y los trabajadores mejor pagados tienen
los medios para adquirir un automóvil.
Los cubanos imitaban a los yankis sin tener sus medios. Las cosas más
caras eran accesibles, para decirlo en pocas palabras, para carteras bastante
vacías, a condición de morirse de hambre. Los
cubanos aceptaron morir un poco, detrás de sus paredes, a fin de
aparecer en público tras el timón de un Chrysler.
Aprendí también a ver de una manera distinta el Vedado y
sus rascacielos. Una tarde le pregunté a Carlos Franqui, el director
del periódico Revolución, acerca de la fiebre que
se había apoderado del Vedado en 1952.
¿Quiénes habían construido los rascacielos? Los cubanos.
¿Con qué capital? Con capital cubano.
“¿Son tan ricos?”
“En verdad, no,” me dijo. “Hay algunas grandes inversiones, pero mayormente
viene de pequeños y medianos ahorros. Imagina algunos comerciantes
maduros de edad que han guardado cinco mil, diez mil dólares en
su vida. ¿Dónde querrías que los invirtieran, puesto
que la industria no existe en Cuba?
“¿Nadie les propuso crear sus propias industrias?”
“Varios aventureros: algunos pequeños minoristas que querían
desarrollar sus empresas. Nunca salió bien; a los terratenientes
no les gustó. Lo expresaron así, y el apresurado fabricante
terminó por comprender. Además, en ningún caso él
habría vendido ni una sola parte de la reserva. Esa es la costumbre
entre nosotros - la construcción de edificios lo consume todo. Para
nuestra clase media es la inversión más segura.”
Veo ahora que estos modernos palacios nacieron de los malos hábitos
de un país subdesarrollado.
La riqueza, en Cuba, significa la tierra. Les ha dado a varias familias
millones de dólares y una virtual nobleza. La clase media, impresionada
por la aparente estabilidad de la propiedad de la tierra, imaginó
que era una inversión segura. Debido a la escasez de tierra, adquirieron
parcelas; debido a que no podían sembrarlas, las cubrieron de edificios.
A la ventura industrial, prefirieron la engañosa estabilidad de
la renta. Las máquinas giran; cambian; son cambiadas. Todo gira
en torno a la pregunta ¿a dónde va todo? La riqueza de los
bienes raíces, por el contrario, por su nombre mismo, es tranquilizadora.
La piedra construida es inerte, y por lo tanto, estable; y nadie puede
trasladarla a otro lugar puesto que no se mueve.
Instigados por Batista y por los especuladores que lo rodeaban, estos pequeños
ricos de un país pobre fueron lanzados, sin preveer las consecuencias,
a la loca aventura de competir con Miami. Hoy, estos soberbios apartamentos
son una carga para ellos. El rascacielo del Vedado es una copia que contradice
a su modelo. En los Estados Unidos la máquina vino primero; ella
determinó el estilo de la morada.
En Cuba, la locura de los rascacielos tuvo un sólo significado -
reveló la terca negativa de la burguesía acaparadora a industrializar
el país. |