Una
extraña evocación o Julián del Casal por Agustín
Acosta
Ofrecemos
esta vez a nuestros lectores las palabras que, junto a la tumba de Casal,
pronunció el poeta
Agustín Acosta el 21 de octubre de 1943 con motivo de conmemorarse
el 50 aniversario de la muerte del poeta de Hojas al viento. Pero
antes de dejar al lector con estas páginas las comentaremos brevemente.
Que los restos de Casal no se hayan estremecido con la “evocación”
de Agustín Acosta sólo prueba, o que ya habían desaparecido
del sepulcro donde fueron inhumados, o que - para bien del orador - la
vida eterna no es sino un cuento chino. Si el lector quiere convencerse
de que no exageramos, sólo tiene que leer el discurso de Agustín
Acosta, discurso que pudo haber firmado cualquiera de los críticos
que acosaron a Casal, empezando por el mismísimo Enrique José
Varona.
Tras una breve invocación amorosa al fantasma de Casal:
Aquí estamos, poeta, como en los primeros años del siglo
que ahora media. Yo no tenía sino quince años y un conmovedor
deslumbramiento. Me llegaba tu verso excepcional, como algo que transpiraba
emanaciones de esta misma tumba; me llegaba el eco de tu nombre agudo,
en que la primera vocal del alfabeto se hace afirmación edificante
y luminosa. Sabía que habías muerto muy joven, pero como
yo contaba tres lustros apenas, casi viejo te veía en la añoranza,
como hoy te veo eternamente joven en el Parnaso de nuestra tierra, alternativamente
feliz o desgraciada.
y
luego de asegurarnos que no trata “de unir [su] pobre nombre que anda a
tientas, al nombre aquél que todas las antologías consagran,
que todas las bandera saludan, y que todos los espíritus selectos
aman y reverencian,” Agustín Acosta nos recuerda que no es su intención
hacer un “juicio crítico,” aunque añade enseguida que el
alma humana es “presuntuosa,” y puesto que la suya “no es distinta de las
otras almas” y “en nada difiere de aquéllas que tienen el orgullo
o la vanidad incontestable de su juicio,” quiere expresar - eso sí,
“humildemente” - “lo que a su juicio fue Julián del Casal en la
Poesía de Cuba.” ¿En qué quedamos, podría
preguntarse el lector? ¿Es humilde o
vanidoso? ¿Es una mera “evocación,” o un juicio crítico?
Y si era su intención hacer ambas cosas - cosa que estaba en todo
su derecho de hacer - ¿por qué no decirlo de una buena vez?
Admitamos, no obstante, que el cónclave cardenalicio en que convierte
la peregrinación a la tumba de Casal, ya era un indicio de lo que
se avecinaba: había llegado el momento de oficiar la canonización
de Casal, de decidir si ascendía o no al empíreo de la poesía
y de la nación cubana: es decir, a la sombra tutelar de José
Martí.
Lo primero que hace Agustín Acosta es separar a Martí del
modernismo: “su verso fuerte, medular, sincero, sin artificio y sin rebuscamiento
[nos dice] no puede haber sido la fuente de un modernismo de aguas turbias
y de mármoles rotos, cuyo claro diamante salvador no fue otro que
Rubén Darío.” Se trata de una lectura del modernismo muy
similar a la que hará Juan Marinello en 1959. De acuerdo con
la misma, los valores martianos - la vocación americanista y redentora
y [aunque no siempre claramente formulado] el eros heterosexual, masculino
de José Martí serían incompatibles con aquéllos
del modernismo: la impostura, lo extranjerizante, la pose, el artificio.
Es por ello que concluye Agustín Acosta: “digamos de una vez que
[la poesía de Martí] no puede haber sido la fuente de un
modernismo de aguas turbias y de mármoles rotos, cuyo claro diamante
salvador no fue otro que Rubén Darío.” Martí,
expresa Acosta, “no fue un precursor del Modernismo, porque era superior
a él.” Entonces, luego de caer en otro lugar común
- Darío no es simplemente modernista, sino el Modernismo -, Agustín
Acosta da un paso más lejos: “Y si persistiéramos aún
en esta jornada difícil, sin vacilaciones y sin miedos, acaso podríamos
añadir: La Escuela Modernista no ha existido nunca. El vocablo modernista,
aplicado a la renovación literaria de América, carece de
sentido.” ¡¡Cómo quien no dice nada!! No
acostumbrados a escuchar algo así, esperaríamos ansiosos
por las razones que lo llevan a sugerir esto [el intríngulis retórico
en que se mete lo lleva lo mismo a la cautela que a la afirmación
rotunda], pero el poeta de “La zafra” pasa la página sin más
ni más.
Ha llegado, pues, el momento esperado. Anubis se dispone a pesar el corazón
literario de Casal, sólo para constatar en él los mismos
“males” que padeció el modernismo: “simbolismo tímido,” “decandentismo
patológico,” la “modalidad francesa,” lo “artificioso” y lo “meramente
formal.” Ha llegado el momento de dar la cuchillada amistosa: “No
puede decirse de él que fuera un poeta enteramente artificial, pero
justo es confesar que le faltaba la emoción, el grito de vida pujante
que desdeña palabras y acentos y giros, y da al verso un ritmo personal
que lo hace inconfundible y lo mantiene siempre vivo en el recuerdo.”
Si Casal carecía de aquello que es tan necesario - sea lo que fuere
- para mantener a un poeta en el recuerdo, ¿cómo justifica
Agustín Acosta su “evocación”? Además, ¿por
qué, después de todo, recordamos más a Casal que a
su pésimo panegirista?
Detrás de este pésimo juicio crítico se esconden -
como ya hemos dicho - los mismos reproches que ya habían hecho los
críticos de la época de Casal. Por ejemplo, lo extranjerizante
(Acosta menciona las “tierras absurdas” con que soñaba Casal; Aurelia
Castillo de González - según Manuel de la Cruz - le aconsejó
“recorrer a pie y a caballo los valles y eminencias de la Sierra Maestra,”
y Nicolás Heredia le recordó en su momento que Cuba no era
Europa, “y que los caracteres de la vida criolla difieren, esencialmente,
de esos síntomas de disolución moral que pululan como gusanos
en las sociedades europeas”); la (in)definición de su sexualidad
(“No puede afirmarse que un amor humano, que un fecundo amor de mujer embelleciera
o atormentara sus horas,” afirma Acosta, mientras que Faustino Diez Gaviño
- también según De la Cruz - habría dicho que en Nieve
“se echa de menos la imagen de una mujer”) su “dudoso” patriotismo (“no
puede decirse que el amor de la Patria enardeciera de rebeldías
su corazón,” nos dice Acosta, y Francisco Chacón había
expresado que Casal “nunca [hablaba] de política”). La ambigüedad
en que necesariamente ha de moverse el lector de Casal es lo que saca de
sus casillas al crítico. Más doloroso, sin embargo,
es constatar que la crítica de Agustín Acosta llegó
con casi 58 años de retraso.
En su introducción a la edición facsimilar de Ala
(Miami: Editorial Cubana, 1993), de Agustín Acosta, Luis Mario cae
en un error tan craso como inexplicable. Allí se nos dice
que la “golondrina-condor-quetzal” (Darío) cruzó por Cuba
un poco tardíamente, pero no se posó en el nido del ruiseñor
criollo, sino que - paradoja poética - se posó en un ala...
Ala,
de Agustín Acosta”(i). La idea - un tanto confusa - de que
la figura del modernismo cubano fue Agustín Acosta gana claridad
en el siguiente comentario: “En medio de una amalgama poética, donde
los rasgos modernistas habían aparecido tímidamente en poetas
como Bonifacio Byrne y los hermanos Carlos Pío y Federico Uhrbach,
este libro, Ala - honrando su propio nombre - desafiaba alturas
con el primer gran aporte de Cuba al modernismo”(i). Tal afirmación
sólo sugiere un garrafal desconocimiento de la obra de la figura
más importante del modernismo cubano: Julián del Casal.
Extrañamente, el prologuista se deshace de un plumazo de otras figuras
como son los casos de José Manuel Poveda y de Regino E. Boti, y
ni siquiera menciona, ni una sola vez, a Casal. Así, para
que pudiera volar el Ala de Acosta hubo primero que negar la
Nieve
casaliana. Pero de lo que se trataba era de canonizar a Acosta como
“el Poeta Nacional de un país que muere en su propia georgrafía
para sobrevivir en el destierro” (iv) Entre Nicolás Guillén
(el Poeta Nacional de allá) y Agustín Acosta
(el Poeta Nacional, de acá), Casal (ése que
no puede ser reclamado por los jugadores de ninguno de los dos estadiums)
tiene que ser negado y ninguneado. O “La Zafra,” o “Tengo.”
Pareciera que no nos quedara otra alternativa. ¿O sí?
¿Quizá sentarnos junto a la ventana, en una casita en Coral
Gables o en la Víbora, a ver caer la nieve?
Francisco
Morán
Evocación
de Julián del Casal (*)
Agustín
Acosta
Él ha permanecido solo demasiado tiempo. Junto a su tumba él
no sentía el rumor del mundo, cuando en las noches deslumbradoras,
o en los días ennegrecidos, él vagaba por estos lugares alegres,
tenaz perseguidor del alma amiga, del alma hermana que le sonriera en su
largo silencio.
Culpables hemos sido todos, y yo más que ninguno; porque, si bien
hiriéndome de sinceridad el corazón,
acaso no supe reconocerle su innata jerarquía, la noche aquélla
en que la Academia de Artes y Letras me abría sus brazos maternales.
Culpables hemos sido todos, por omisión justificada, ya que nuestro
egoísmo ama la vida que nos enardece o nos embriaga; y aunque el
recuerdo suele ser la más dulce corona de flores que dedicamos a
los que se fueron, digamos con pesar infinito que el recuerdo a veces se
deshace en cenizas obscuras.
Hace años que pasaron los días aquéllos en que desde
la redacción de “El Fígaro” - ¡oh inolvidable! - salía
la caravana de poetas a dejar azucenas y rosas sobre esta tumba venerada.
Hace muchos años que el olvido nieva sobre esta losa endurecida
de asombros y de espantos. Se han acumulado los días unos sobre
otros, amigos míos, y Julián del Casal no ha sentido la proximidad
de nuestra ternura.
Al evocar al poeta doloroso yo quiero evocar también, en este amable
momento en que se hallan recogidos los corazones, la figura entrañable
de Ramón Catalá, alma de las jornadas aquéllas, héroe
de la triste sonrisa, de la palabra enguirnaldada, gran señor de
la delicadeza y del cariño. Sin ser él poeta, tenía
con la poesía los más puros contactos; y cuando se trataba
de reverenciar a un alma agobiada por la estéril incomodidad de
una lira, Ramón Catalá mostraba siempre su rostro risueño,
su mano acogedora, su palabra cuajada de gratos estímulos, como
si palabra, mano y rostro pudieran tener transfiguraciones milagrosas,
y ser, para los poetas de todas las latitudes, consolación y alivio,
impulso y esperanza.
¡Ah, señores! No es bueno dar a esta visita un carácter
patético que marchite las rosas memorables y aplome nuestro corazón.
No incurramos, como ciertas almas, en el error de llegar poseídas
de negras tribulaciones a los lugares donde reposan los muertos amados.
Sonriamos, si la sonrisa brilla en nuestros ojos y asoma a nuestros labios;
charlemos si el afecto cordial a ello nos invita. Seamos nosotros mismos,
en fin, sin ensombrecemos de tristeza las caras radiantes, porque así
ellos nos verán cómo somos realmente, como ellos recuerdan
que éramos, y no sentirán el dolor de que intentamos engañarlos
con generosos disimulos.
Aquí estamos, poeta, como en los primeros años del siglo
que ahora media. Yo no tenía sino quince años y un conmovedor
deslumbramiento. Me llegaba tu verso excepcional, como algo que transpiraba
emanaciones de esta misma tumba; me llegaba el eco de tu nombre agudo,
en que la primera vocal del alfabeto se hace afirmación edificante
y luminosa. Sabía que habías muerto muy joven, pero como
yo contaba tres lustros apenas, casi viejo te veía en la añoranza,
como hoy te veo eternamente joven en el Parnaso de nuestra tierra, alternativamente
feliz o desgraciada.
Llegaban los otros, los poetas de “Arpas Cubanas”, románticos todavía
a pesar de su nueva orientación. Y me llegabas tú, oh Federico
Uhrbach, mi grande y amado Federico, poniendo cortinas deslumbradoras frente
a paisajes exóticos, dando a tu corazón un ritmo nuevo y
un sendero invisible.
Llegaste tú, oh incomprendido, y en los ya borrosos amaneceres del
siglo, Julián del Casal, para mi entusiasmo y para mi locura, no
fue sino una dulce sombra taciturna.
Yo me acuso de indiferencia, ya que también me he acusado de locura.
No es plausible que hable
de mí, o que trate de unir mi pobre nombre que anda a tientas, al
nombre aquél que todas las antologías consagran, que todas
las bandera saludan, y que todos los espíritus selectos aman y reverencian.
Pero quiero que él oiga estas palabras como si fueran dichas a su
oído; porque oído es una tumba a la cual, en las noches tranquilas,
acude el alma del enterrado para conocer pensamientos que fueron dejados
junto a las flores, o sobre el mármol, o prendidos en los hierros
de las verjas protectoras. Recordad, amigos, que estas palabras llenas
de angustia y de torpeza son una mera evocación del poeta de “Nieve,”
y que evocación no quiere decir juicio crítico de su obra.
Pero es tan presuntuosa el alma humana, - más ávida de aparentar
sabiduría, que de realmente poseerla - que no se sentiría
contenta de sí misma, si a la evocación conmovida no añadiera
la opinión enfática, el engolado juicio, el dictamen magistral,
seguramente equivocados.
Por eso mi alma, que no es distinta de las otras almas que todavía
se embriagan con el viejo absintio de la luna; que en nada difiere de aquéllas
que tienen el orgullo o la vanidad incontestable de su juicio; por eso
mi alma, humildemente, ante un conclave de cardenales ilustres de la palabra,
y del sentimiento artístico, quiere decir lo que a su juicio fue
Julián del Casal en la Poesía de Cuba, aún conociendo
de antemano que con este juicio no estarán conformes lo que enjuiciaron
antes o critiquen después.
Buscarle antecedentes a un poeta no es difícil tarea, ya que para
encontrarlos apenas hay que ir demasiado lejos. En torno suyo se encuentran,
coexistiendo con su vida y con su obra, palpitante entre sus contemporáneos.
Las escuelas literarias no son otra cosa que la acentuada imitación
- sin propósito - entre escritores de una misma generación;
la natural influencia de las conversaciones, de los puntos de vista, de
los propios acontecimientos. Hay escuelas literarias y hay modas literarias.
Las primeras responden a un principio de renovación y de cultura;
se asientan sobre cánones preconcebidos; se van ensanchando y transformando
a la vez; crean un ambiente espiritual propicio a la expresión idéntica,
si no a idéntico sentimiento; anhelan realizar una vitalidad de
contenido en el tiempo y de permanencia en el espacio. Las escuelas son
creadoras y constructivas, y dondequiera que una de ellas aparece, ha surgido
antes su complemento inseparable: el maestro.
Las modas literarias son el ladrido de la ignorancia frente a lo indestructible
y eterno, el pregón que sobre un coche de alquiler lanza a las multitudes
regocijadas un charlatán de feria.
La escuela, cuando ya se ha definido, excluye lo extravagante; la moda
no tiene otro principio y otro
fin que la propia extravagancia. La escuela es la cabellera hermosa y fragante
de una mujer. La moda es el peinado ridículo que inventan los peluqueros
del día para humillar la belleza con la prueba de su mal gusto.
Cuando un poeta, dentro de las aulas de una escuela, no ha logrado figurar
entre los primeros alumnos, y se marchitan, antes de ser corona, los laureles;
y se le oxidan, antes de condecorarle el pecho, las medallas; y es el silencio
la única resonancia de su nombre, ese poeta, o crea una moda - si
es bastante audaz para realizarlo - o se adhiere a ella con el ímpetu
que suelen demostrar los fracasados de una actividad cualquiera cuando
emprenden una nueva labor.
No podríamos afirmar, a ciencia cierta, de cuáles maestros
recibió enseñanzas Julián del
Casal.
Sería aventurado atribuirle influencias que no fueran directas y
notorias, ya que muchas veces aquello que llamamos coincidencia no es otra
cosa que la captación simultánea de las mismas ideas emitidas
por mentes poderosas, y recogidas por mentes vigilantes, muy cerca o muy
lejos unas de las otras.
En torno del año 1885 comenzó Julián del Casal a manifestarse
el poeta que fue luego. Ocho años solamente duró aquella
fuente de pesimismo y de neurosis.
¿Quiénes eran los poetas que en el curso de esos mismos años
renovaban en España y en
América
los cánones desacreditados del Romanticismo aparatoso?
En Cuba, Martí lo reformaba todo con su palabra. Martí llenaba
de santas rebeldías los espíritus; pero si enjuiciamos seriamente
su labor de poeta, sin limitarnos a repetir lo que alguien dijo por vez
primera en virtud de no se sabe cuáles razones, a Martí no
puede considerársele, apropiadamente, como un precursor del Modernismo.
La poesía que advino en los tiempos en que el Apóstol caía
en Dos Ríos, y cobró vigencia y realce en años sucesivos,
no era ciertamente la que él anunciaba o prometía. Si el
Modernismo hubiera sido una consecuencia de aquel magnífico apostolado
de belleza y de luz, sin duda sería algo esencialmente distinto
a lo que fue. Martí, excepcional en la vida y en el Arte, rechaza
afiliaciones equívocas. Pero si alguna es necesaria para catalogarlo
como a cosa común, digamos de una vez que Martí fue el clásico
más extraordinario de la Lengua Española, y que su verso
fuerte, medular, sincero, sin artificio y sin rebuscamiento, no puede haber
sido la fuente de un modernismo de aguas turbias y de mármoles rotos,
cuyo claro diamante salvador no fue otro que Rubén Darío.
Y si nos internamos un poco en estas selvas, señores, sin mucha
acuciosidad y con ánimo ligero, llegaríamos a una conclusión
sorprendente: Rubén Darío no fue propiamente un modernista.
Y si persistiéramos aún en esta jornada difícil, sin
vacilaciones y sin miedos, acaso podríamos añadir: La Escuela
Modernista no ha existido nunca. El vocablo modernista, aplicado a la renovación
literaria de América, carece de sentido.
Pero estas palabras no deben ser sino una evocación del poeta cubano
desaparecido prematuramente, y hace mal el evocador en convertirlas en
divagaciones sin substancia y sin método.
Decíamos que Martí oficiaba en Cuba, sacerdote de los más
blancos altares; Díaz Mirón y Gutiérrez Nájera
en México; González Prada en el Perú; Ricardo Gil
y Manuel Reina en España. Ah,
señores, pero en España oficiaba también Ralvador
Rueda, que fue amigo de Casal. Si en algunos poemas de Casal hiciéramos
abstracción de aquella modalidad amarga y pesimista de su espíritu,
encontraríamos la sonoridad plástica y recia, el ornamento
y la música con que en aquellos años pontificaba sin ser
comprendida, la musa soberbia y fecunda de Salvador Rueda.
Y si a algunos de los versos de Casal añadiéramos lo que
hay de alegre despreocupación en algunos poemas de Gutiérrez
Nájera, en aquéllos encontraríamos la garra dulce
y suave del Duque Job acariciando el alma de nuestro poeta atormentado.
¿Pero es que Jiulián del Casal no influyó también
sobre Rueda, sobre Reina, sobre Nájera? Contemporáneos como
eran, no sería aventurando afirmar influencias recíprocas
entre los mismos, ya que todos volaban en un cielo igualmente luminoso,
y todos ellos conocían por igual su doloroso oficio.
Martí - dijimos - no fue un precursor del Modernismo, porque era
superior a él. No puede ser adelantado de una escuela quien de toda
escuela se desorbita. Los revolucionarios no son precursores, porque la
revolución no traza surcos.
El más destacado precursor del Modernismo en la América Española,
fue, por tanto, Julián del Casal. Lo que hay de simbolismo tímido
en su obra, de decandentismo patológico, de modalidad francesa,
de artificioso y de meramente formal, se encuentra años más
tarde en casi todos los poetas que abrazaron el credo modernista.
Para comprobar hasta dónde Casal fué un precursor no hay
sino leer con espíritu y visión de
ahora
versos escritos por él a fines del siglo pasado:
Bate
la lluvia la vidriera
y
las rejas de los balcones,
donde
tupida enredadera
cuelga
sus floridos festones.
Bajo
las hojas de los álamos
que
estremecen los vientos frescos,
piar
se escucha entre sus tálamos
a
los gorriones picarescos.
Abrillántanse
los laureles,
y en la arena de los jardines
sangran
corolas de claveles,
nievan
pétalos de jazmines.
Estos versos corresponden al poema “Tardes de lluvia,” uno de los más
bellos de Casal, uno de los más cuidados en su expresión,
ya que es fácil advertir que nuestro poeta no fue un exquisito de
la palabra, y que en muchos de sus más famosos poemas se observa
un cansancio expresivo que contradice el refinamiento exótico que
ornamentaba su triste vida de recluso.
No puede decirse de él que fuera un poeta enteramente artificial,
pero justo es confesar que le faltaba la emoción, el grito de vida
pujante que desdeña palabras y acentos y giros, y da al verso un
ritmo personal que lo hace inconfundible y lo mantiene siempre vivo en
el recuerdo.
Hijo de marino, o de hombre que había interrogado muchas veces horizontes
al mar[sic], sueña con países lejanos, con tierras absurdas
donde un reposo espiritual completo propicie sus imaginaciones.
No puede afirmarse que un amor humano, que un fecundo amor de mujer embelleciera
o atormentara sus horas; no puede decirse que el amor de la Patria enardeciera
de rebeldías su corazón. No son bastantes una crónica
y un soneto para justificar una actitud que, a la postre, bien justificada
se halla en aquel temperamento impasible.
No hay acusación alguna en las palabras dichas. No era Casal, si
se le enmarcara en la moderna ciencia del psicoanálisis, hombre
de responsabilidad plena en sus acciones o en sus inhibiciones. Si le faltaba
el ímpetu gozoso que da la salud, y para él era desaliento
la esperanza, ¿por qué reclamarle entusiasmo al gran indiferente?
Él mismo lo expresa, él mismo nos dice cuán efímeros
eran en él los más hermosos sentimientos del hombre :
Amor,
patria, familia, gloria, rango,
sueños
de calurosa fantasía,
cual
nelumbios abiertos en el fango,
sólo
vivisteis en mi alma un día.
Ese sentimiento así expresado, ¿es queja o es desdén?
Llama fango a su alma el dulce descontento de sí mismo y del mundo
que lo rodeaba. Llama fango a lo que en él había de más
hermoso y de más triste; llama fango, en fin, al lago de aguas muertas
en el cual, merced a un espejismo de desesperada ansiedad, se reflejaban
paisajes exóticos, flores montruosas, y se hundían
en los quietos cristales las lunas que no existen.
Y, ahora, señores, vamos a dedicar un recuerdo amoroso a otro gran
poeta, cuyos son los versos con que cerraré esta evocación:
a José Manuel Poveda. Para honor mío, nuestros nombres marchan
juntos en cierto movimiento de la Lírica cubana. No importa que
tus restos no descansen aquí, en esta necrópolis suntuosa,
grande y querido Poveda.
Yo sé que el latido de los corazones que hoy recuerdan a Julián
del Casal, es el mismo que se hace más rápido al conjuro
de tu nombre clarísimo. Y mientas la otra peregrinación al
lugar de tu descanso se hace posible, para que tu espíritu se acerque
al nuestro en este instante de evocaciones infinitas, rezaré tu
poema al hermano que duerme bajo esta losa.
JULIAN
DEL CASAL
CANTO
ÉLEGO**
Grave
campanero, nocturno mastín funerario
que
atisbas el tránsito al brillo de tu lampadario,
y
doblas tus dobles con lento ademán:
dime
si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue
el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero
que espías a los que se van.
Aquel
heresiarca fue todo de pétalo y cantico,
bardo
decadente, llevó un dulce nombre romántico;
cantó
en loa del bien sonatinas del mal,
loco
de tristeza, gimió su pesar taciturno,
flamínea
en su frente la lívida luz de Saturno,
rapsoda
del propio relato fatal.
Niño
alucinado, previó que se iría temprano,
e
indolentemente, tendió hacia la sombra su mano,
cual
vaso vacío al escanciador.
Murió
para el gozo, que artero un callado verdugo
le
puso en el vaso, tal como los magos de Hugo,
perenne
brebaje de angustia y rencor.
Le
halló la alborada tallando en zafiro el espacio,
lanzando
sus hojas marchitas al viento despacio,
puliendo
en facetas su desilusión;
fogoso
y doliente, con fuego y dolores del trópico,
torvo
e intranquilo, debajo de su credo utópico,
y
con sed de vicios en el corazón.
Mas
vino la tarde. Nevaba, y un lírico anhelo
llevóle
a otra senda, bajo otro mirífico cielo,
sobre
una gran cumbre de serenidad.
Vio
egregias visiones; a Saulo en el santo camino,
y
al bardo del Lacio, gozando su infausto destino,
con
indecible voluptuosidad.
Y
al fin fue la noche. Satán murmuró su trisagio
y
dijo el ritual. Baudelaire en monótono adagio
cantó
las antífonas turbias del mal;
Volupta
fue diosa, Tristeza fue goce y demencia,
fue
cuerda quebrada de orgasmo y de luto Juvencia,
Saturno
vertía su lumbre letal.
Abrióse
una tumba. Cayó como cae una estrella
en
el infinito, sin más oblación ni otra huella
que
lívida estela de efímera luz.
Divino
blasfemo para el que fue odiosa Natura,
no
pudo en el vago Moriah donde halló sepultura
crecer
una flor ni elevarse una cruz.
Grave
campanero, nocturno mastín funerario
que
atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario,
y
doblas tus dobles con lento ademán:
dime
si le viste, y dime a qué obscura ribera
fue
el dulce poeta precito en su marcha postrera,
Cerbero
que espías a los que se van.
He
terminado.
*
Trabajo leído por su autor en la tumba de Julián del Casal,
durante la peregrinación llevada a cabo por la Sociedad Nacional
de Bellas Artes, el 21 de octubre de 1943, cincuentenario de su muerte.
** Églego
Revista
Cubana, Enero-Junio, 1945 vol. XIX p. 5 - 15.
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