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El acontecimiento absoluto de la historia

Rogelio Saunders

No hace mucho un joven de 28 años me dijo: “El holocausto es una fábula”. Lo dijo de un modo ligero, rápido, contundente. Se refería, desde luego, al asesinato de millones de judíos durante el régimen de Hitler. No sé por qué (y este escrito sigue el rastro de ese por qué) mi mente dio un salto y pensé de pronto en la frase de Blanchot acerca de Auschwitz como “el acontecimiento absoluto de la historia”: el lugar donde la historia (toda la historia) habría ardido para siempre.
     Pero, me dije, pensando en el forcejeo de Blanchot (en su oscilación casi trágica entre extremos), no hay ninguna ruptura benéfica entre lo que pensamos y lo que dejamos de pensar, sino una continuidad, como la de una hoja de una sola cara, pues lo que pensamos (y más aún: lo que nos obsesiona) dice mucho sobre lo que también nos obsesiona, pero que está oculto. Así el pensar una y otra vez en Auschwitz y sobre todo el pensar una y otra vez en Auschwitz como lo absoluto, que hace de nuestro pensamiento —de esta obsesión— un absoluto, cegándonos al presente que se niega a ser historia. En cuanto al “acontecimiento absoluto de la historia”, es imposible hacerlo corresponder con algún acontecimiento dentro de la historia, porque la perspectiva desaparece en cuanto empleamos la palabra “absoluto”. Así ha sucedido con el Holocausto: se ha convertido en un modo de exclusión, de negación a la vez de la historia y del presente. Que el hombre puede ser destruido, lo sabemos. Que no puede morir, también lo sabemos. Él es todo límite: límite del mundo y  límite del habla. Pero la reacción a la exclusión no puede ser otra exclusión. Ni hay diálogo, ni éste es infinito dentro de Occidente. He ahí la espantosa verdad de Occidente. Su vocación de absoluto no es sino una vocación absolutista. Occidente no quiere hablar: quiere dictar. No quiere saber: quiere dominar. Infinita en él es sólo la recirculación del error y la culpa, del pecado y el arrepentimiento. Occidente habla (dicta) siempre desde su vocación absolutista, que se reafirma cada vez a través de las voces de sus “grandes” pensadores, filósofos y escritores, magnificadas por la megafonía y cuyo estruendo no deja oír la voz del Otro (de ese excluido de la historia por el acontecimiento absoluto de la historia). Siempre extremos que crean otros extremos (de la extrema derecha a la extrema izquierda, como en el caso de Blanchot). El miedo y el odio condujeron al exterminio de millones de inmigrantes (o aliens, que eso eran los judíos en Europa). Luego vino la expiación (la guerra y el juicio de Nürenberg). Después, la acogida de los nuevos inmigrantes (entre la vergüenza y la codicia). Ahora los viejos fantasmas reaparecen, pues el  horror al mestizaje creó el apartheid más “civilizado”: aquel en el que todos tienen derecho a excluirse (¿y no dijo Lévi-Strauss que el racismo era necesario para evitar la disolución de las culturas?). Práctica cuyo potencial explosivo comienza a revelarse.
     Siempre, pues, hablar y pensar (y sobre todo: hablar y pensar de cierto modo; desde cierto lugar único, absoluto) para evitar hablar y pensar lo inaceptable, lo evidente, lo insoslayable. Por ejemplo, el hecho de que cada 3 segundos muere un ser humano de hambre. Pero esa muerte de un ser humano cada 3 segundos ya no puede ser el acontecimiento absoluto de la historia, pues éste ha sido definido de una vez por todas por la vergüenza y la culpa de Occidente. Y así ahora en Occidente muchos se sienten liberados de la responsabilidad de pensar el horror que ocurre delante de sus ojos, pues no hay nada tan fácil de ignorar como un absoluto. Lo asombroso es constatar cómo esta habla de lo absoluto, que pretende ser universal (hablar por todos los hombres, por todos los lugares del hombre) no ha hablado nunca   sino del absoluto occidental. De sus estruendosas preguntas y de sus inexistentes respuestas. Y mientras los grandes pensadores piensan, el desierto avanza. Como si ese asesinato silencioso e invisible, esa muerte invisible del hombre  (invisible sobre todo allí donde hay toda la visibilia del mundo, toda la técnica del mundo) no existiera, fuera sólo una fábula, algo fuera del tiempo y de la historia, que no nos quema y nos pone entredicho como hombres, borrándonos la sonrisa de la cara. Algo que ocurre hoy mismo, no hace 60 años. Aquí mismo, ahora mismo. Desde su confortable posición tras las paredes de ese huerto cerrado y humanista, defendido por ejércitos de palabras, por pensamientos ilustres y por contundentes armas (sin contar la más poderosa de todas: la información, el centelleo colorinesco donde Punch persigue sin descanso a Judy) ese joven ignorante, soberbio como un nuevo Apolo, puede declarar risueñamente: “El holocausto es una fábula”.  ¿Acaso puedo aspirar yo, bajo este cielo protector de las letras y las armas, a proclamar la modesta muerte de un niño en África como el acontecimiento absoluto de la historia? ¿Tengo razón? ¿Es ése, siquiera modesto, el acontecimiento absoluto de la historia?

(Sabadell, 29 marzo de 2006

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