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El deseo tras la vidriera: (h)ojeando el goce al correr de la pluma

(Una breve, apresurada introducción a El arte japonés, de Julián del Casal)

Francisco Morán,
consul japonés en el Barrio Chino de La Habana Elegante    

     El breve y en apariencia absolutamente prescindible texto de Casal* que aquí reproducimos puede ser, por el contrario, de interés no sólo para quienes se interesen en la obra de Casal, sino también, en general del modernismo. No se trata ciertamente de una crónica, ni de un cuento, o de un artículo, sino más bien de un anuncio comercial. Está todavía por hacerse un estudio que recupere y evalúe los anuncios comerciales del modernismo, forma textual en la que se entretejen las exigencias del mercado, las transformaciones que se estaban operando en el interior del periodismo, y la literatura.  El anuncio comercial fue la vitrina textual en la que se exhibían lo mismo los productos tecnológicos de la modernidad – véase el anuncio de Martí El gimnasio en casa – que los artículos de lujo que se vendían en las tiendas por departamentos.  En este sentido, el anuncio, al mismo tiempo que exhibe un producto, lo propone como deseo.
     Lo que me interesa aquí, por tanto, es que, tal y como sucede frecuentemente en el modernismo, el texto de Casal se destaca por su hibridez.  El libro sobre el arte japonés, de Gonze, da lugar a una aguda reflexión sobre los complejos itinerarios que el deseo produce entre el objeto artístico (el libro de arte), la venta comercial (la correspondiente propaganda a la Casa Alorda y al libro mismo) y el cuerpo.  De aquí que la significación misma del libro pasa se entretejan la operación bursátil – tasar –, la posesión erótica –
la promesa de “goces desconocidos,” las hojas que se dejan “acariciar febrilmente” y la venta, al record'arseles a los lectores que quedan más ejemplares en la Casa Alorda.  Como puede verse desaparece la distancia entre el objeto-libro y el objeto-cuerpo, así como entre el objeto-vidriera y el objeto-escritura.  La  escritura es la vidriera, el estuche, de la que emerge – mediado por el deseo del escritor – el libro como obra de arte, pero también como un objeto a consumir y que a su vez consume, devora.  Casal, por otra parte, demuestra su conocimiento de las técnicas de mercadeo al asociar el deseo con la distancia del libro, con su inaccesibilidad, con el objetivo, por supuesto, de incentivar ese mismo deseo en sus lectores.  Hay que aclarar, sin embargo, que lo enfatizado aquí no es esa inaccesibilidad que mencionamos - la carencia o la ausencia del objeto - sino el deseo producido, acicateado, inflamado por aquello que, por definición, siempre está en otra parte. Esto se expresa de una manera más explícita en la sugerencia de que la posesión del libro mataría, en efecto, el deseo.  Lo que se estimula, pues, en última instancia, no es sino la producción de un deseo cuya finalidad no es otra que la de posponer, avivándola, su satisfacción.  
     No quiero concluir esta breve introducción sin hacer referencia al hecho de que lo que aquí pudiera llamarse exotismo, es decir, las japonerías y el Oriente que está vendiéndoles Casal a sus lectores, apenas enmascara el contrabando del erotismo decadentista.  Si se leen estas líneas después de leerse el cuento El amante de las torturas se comprobará, una vez más, que la escritura casaliana se produce y reproduce como un efecto de espejo, como un continuo cambio de máscaras, de modo que cada texto viene a ser un probador, un camerino, una guardarropía de la que salen impredecibles trajes y pliegues.  Todo lo que hay que hacer es entrar y mover un poco las piezas de ropas.  Enseguida uno empieza a oír ruidos extraños, a oler perfumes perversos, a tocar superficies húmedas.
     El texto de Casal se refiere - obsérvese que difícilmente podría catalogarse de reseña -- a L’art japonais (1883).  Su autor, Louis Gonse (1846-1921), nació en el seno de una familia de aficionados al arte en París.  Habiendo estudiado arte y paleografía, empezó muy pronto a escribir criítica de arte y literaria y más tarde fue más ampliamente conocido como editor de la influyente Gazette des Beaux-Arts.  Fungió también como vicepresidente de la Commission des Monuments Historiques, y fue el autor de numerosas obras sobre historia y crítica de arte.  Recibió la légion d'honneur en 1889.
     Publicado en 1883, L'Art Japonais fue el texto pionero para los conocedores de arte japonés del siglo XIX, tanto en el sentido de creación de un canon como en el de proveer un marco conceptual para su estudio.  El libro ofreció una visión de todos los aspectos del arte japonés y tuvo una profunda influencia en el japonismo francés.
     Japón ejerció una profunda fascinación en los artistas occidentales en la segunda mitad del siglo XIX, y la influencia del japonismo en el arte occidental fue pervasiva, particularmente en Francia. Eventos claves en este interés de los franceses en el arte japonés fueron las exhibiciones mundiales de París de 1867 y 1878 (y sobre las cuales Gonze escribió un informe de cuatro volúmenes), las cuales mostraron al público un buen número de obras de arte japonés.  También hay que mencionar la Exposition Rétrospective de l'Art Japonais en 1883, que fue organizada por Gonse y exhibió más de tres mil obras de arte, entre artesanías, pinturas, impresos, etc; y, finalmente, la publicación de L'Art japonais, de Gonze, en el mismo año. Se trata del primer estudio, y el más importante, del arte japonés producido por un especialista occidental.  Esta magnífica obra en dos volúmenes fue publicada en una limitada edición de 1,400 copias y contiene cientos de ilustraciones y reproducciones del arte japonés de las más importantes colecciones francesas del siglo XIX, como las de Cernuschi, Bing, Hirsch, Burty, Duret, y la propia y sustanciosa colección de Gonze.

     La información referida a la época, autor y obra la hemos tomado y traducido de:
http://www.ganesha-publishing.com/japonais.htm

*firmado con el pseudónimo de Hernani





El arte japonés

(a vista de pájaro)

Julián del Casal

ntes de poseer esta obra, la había visto muchas veces, en la librería de Alorda, sin que despertara mi curiosidad. Tasábala en un precio tan elevado, que no me atrevía a dirigirle una mirada, para evitar que aumentara el número crecido de mis deseos irrealizables. Pero un día me decidí a clavar en ella los ojos, a sacarla de su nicho de cristal, a sostenerla un momento entre mis manos, a recorrer febrilmente sus hojas, a extasiarme ante sus bellezas tipográficas y, desde ese día, el deseo de poseerla se arraigó de tal modo en lo más profundo de mi corazón, que, por espacio de algún tiempo, no he vivido más que por ella y para ella.
     Desde que me levantaba, mi primer pensamiento, como una mariposa hacia un lirio, volaba hacia sus hojas. Durante el curso del día, le pasaba por delante muchas veces, para cerciorarme de que nadie la había comprado y de que aguardaba todavía que yo la viniera a buscar. Y siempre estaba tan linda, tan risueña, tan atrayente, tan misteriosa, tan prometedora de goces desconocidos, que yo la comparaba, al verla en su vidriera, a una mujer de imponderable belleza que, envuelta en el traje más suntuoso y ornada con las joyas más ricas que se pueden encontrar – joyas y trajes de Palmira, tal vez –, estuviera asomada perennemente a los postigos de su ventana, aguardando la venida del elegido de su corazón.
     ¿Quién no ha tenido un amor semejante en alguna época de su vida? Cuando nos sentimos aislados en medio de todos; cuando las ilusiones se alejan dejando en el alma un frío mortal; cuando las mujeres idolatradas nos apartan los labios y nos niegan sus caricias; cuando los amigos se dispersan para cumplir sus destinos; cuando se interpretan interesadamente nuestras mejores acciones; cuando nos convencemos de que los hombres son muy buenos, a cierta distancia; cuando la experiencia principia a hacer el vacío en nuestro corazón; el alma adolorida se enamora de un mueble, de un cuadro, de un jarrón o de un libro, lo mismo que de una persona, y se complace en revestirla de las cualidades que echa de menos en los seres animados.
     Una idea fija, ha dicho Víctor Hugo, es una barrena que taladra el cerebro, si no se la saca a tiempo. Nada más cierto. Y si no hubiera llegado a poseer la obra mencionada, habría experimentado, sin duda, algún mal capaz de producir un eclipse en mi razón, porque me forjaba la idea de que sólo ella podría consolarme de muchas cosas que arrojan mi espíritu en brazos de una agonía lenta, indefinida y cruel.
     Toda la obra es bella. Desde su pasta, forrada de raso japonés, color de marfil viejo, sobre la que se destacan el título, en un extremo, con letras rojizas y, en el otro, una bandada de estorninos que cruza por delante del disco amarañuelado del sol poniente, hasta su última hoja que, como las anteriores, es de pergamino asiático y exhala el mismo perfume delicado y sutil, no hay en ella nada que no sea digno de admiración.
     Está escrita en francés. Su autor M. Luis Gonze, director de la Gaceta de Bellas Artes de París, es un hombre que ha consagrado su vida al estudio de países lejanos, calificados de bárbaros por la civilización europea, llegando a alcanzar una gran reputación, tanto dentro como fuera de su país. Esa reputación se encuentra plenamente justificada por los conocimientos que revela en el libro de que me ocupo y que consta de dos tomos de igual tamaño, de igual forma y de iguales bellezas.
     Después de echar una ojeada rápida sobre la historia del Japón, suficiente para interesar al lector por todo lo que se refiere a ese país grandioso, artístico e ideal, donde la atmósfera está siempre impregnada de olores paradisíacos, donde las flores renacen con nuevos colores a cada estación, donde la producción literaria es la más considerable del mundo, después de la Francia e Inglaterra, donde los habitantes están dotados del instinto supremo de la armonía, donde no se piensa más que en deleitar los ojos humanos, y donde las mujeres, consumidas por la anemia, mueren en edad temprana, sin haber sentido los ataques crueles de la vejez; el autor nos hace una narración detallada de los progresos alcanzados por los japoneses en la pintura, en la arquitectura, en la escultura, en los tejidos, en la cerámica y en otras artes secundarias, lamentando al fin que se comiencen a introducir, en ese país privilegiado y eminentemente original, ciertas costumbres europeas.
     Viendo la obra por encima, muchos hombres que presumen de graves y de serios, la considerarán como un simple álbum de curiosidades, ornado de grullas picoteando granos de arroz, de monstruos terribles que soportan el cuerpo delicado de extrañas mujeres, de casas levantadas a orillas del agua, de tapices de seda, recamados de oro y de otras mil extravagancias que sólo interesan a los desocupados, sin detenerse a extraer la profunda filosofía que está contenida en cada una de esas aparentes fruslerías.
     Y ahora que poseo la obra, que puedo acariciarla o abandonarla, lo mismo que a una mujer, con la ventaja de que nunca se saciará de mis caricias, ni se quejará de desvíos, mi único pesar es el de que los ejemplares iguales (porque aún hay ejemplares en casa de Alorda), vayan a parar a manos de algunos de los entes que he mencionado en el párrafo anterior o las de alguien que, como yo, se enamore de ella, se apodere de ella y se hastíe de ella también.

Hernani

La Discusión, martes 17 de junio de 1890, Año II, núm. 301.

(Reproducido en Julián del Casal.  Prosas II.  Edición del Centenario.  La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963, 157 – 159) 

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