De
cómo Tom de Finlandia ilustra a Jean Paul Sartre
Diez
notas sobre la Política del Cuerpo en un espectáculo de
Carlos Díaz
Norge Espinosa Mendoza
Para Jaime, otra vez
I
Si algún director teatral cubano puede ser hoy calibrado por la
eficacia de sus golpes de efecto, ese es
Carlos Díaz. Mientras
otros insisten en la progresividad de las imágenes como recurso
para mantener esa convención que es lo teatral, o se concentran
en desarrollar talentos actorales en busca de una comunicación
con el espectador que matice el valor subversivo de lo que puede, en el
escenario, manipularse como indagación; Díaz persiste, a
más de quince años de su debut, en sacudir al espectador
con visiones radicales. Con lecturas dinamitadoras de una
tradición teatral que, no por cubana, debe reconocerse menos
cercana a esa capacidad de estremecimientos que, de vez en vez, puede
ganar un mecanismo teatral. Sus puestas, en verdad, no son otra cosa
que eso: mecanismos de provocación, dispositivos de complicidad,
arriesgándose en el ir y venir sobre temas tabúes, a los
cuales reinvindica en tanto posibles discusiones en este ámbito
teatral nuestro donde, justamente, la discusión desde el
escenario (que no fuera de él), tanto nos falta. Ahora mismo,
uno de sus espectáculos recombina distintas dosis de esa
voluntad incisiva, de esa posibilidad explosiva, que montajes como La
Celestina o Ícaros
– sus dos proyectos de gran formato más
recientes y aplaudidos: es decir: más polémicos –,
habían mostrado al público cubano. Ese público
para el cual sigue trabajando Teatro El Público. En un cine a
medio caer, sin aire acondicionado, en el centro de una Habana que, sin
embargo, como la propia foto que promociona a La puta respetuosa, se deja seducir
y nos seduce a través de la febrilidad que desatan
espectáculos como éste.
II
No es la primera ocasión en que Carlos Díaz reescribe
esta pieza de Jean Paul Sartre. Hace cerca de veinte años,
cuando dirigía el Teatro Ensayo en su natal pueblo, el
célebre Bejucal de Las Charangas al que alguna vez promete
regresar Andy García, La
ramera respetuosa fue escenificada allá. Uno de sus
actores de entonces lo acompaña en este revival. El director
teatral que hoy conocemos al frente de Teatro El Público, sin
embargo, tendría que atravesar otras estaciones para llegar al
instante en el que nos deja ver y discutir su nueva propuesta. Graduado
del ISA con un tesis sobre Abelardo Estorino, asistente de
dirección del Teatro Irrumpe, participante de una breve estancia
en el Escambray, asesor de Caridad Martínez en el Ballet Teatro
de La Habana, Díaz ha mostrado una fe teatral contaminada y
contaminante, que bebe sin recato en las referencias culturales de su
tiempo, y que coloca en niveles paralelos las esencias teatrales,
cinematográficas, literarias, danzarias, y de hondura popular
para hacerse dueño de uno de los imaginarios escénicos
más saturados de nuestro panorama: una red de redes donde
Blanche Dubois será siempre una imagen que repetirán sus
actrices bajo distintas máscaras, y donde la nieve imposible de
Casal puede hacer temblar de frío auténtico a sus actores
bajo una Navidad siempre incómoda al tiempo que gozable. De
Tennessee Williams a Albert Camus, de Jean Genet a Piñera, de
Lorca a Sastre, de Chéjov a Pirandello, de Estévez a
Espinosa; Díaz es uno de los escasos exponentes de una identidad
teatral específica en la Cuba de hoy, donde no faltan grupos
(más bien, son demasiados, si nos atenemos a los resultados
cualitativos que esperábamos de tantos de ellos), pero sí
falta ese concepto personalizado, organizado como una poética
coherente y en ascenso, que conforman la primera línea del arte
en cualquier país. En otras páginas me he referido a lo
que llamo su poética de la complicidad. Un sistema de
interacción teatral de alta temperatura, que posee entre sus
recursos expresivos y compositivos más patentes el manejo
múltiple de esas asociaciones, desde una postura posmoderna que
coloca al exceso, el pastiche, la desmesura y la propia reescritura
como algunos de sus cardinales. Desde el seguimiento puntual de esa
poética de la complicidad, que existe, es y funciona
según el grado de construcción mutua que logran, en tanto
diálogo metateatral, el espectáculo y su espectador,
puede elaborarse una línea permanente de búsquedas que
entrelaza todas sus producciones. Que unifica, aunque no iguala
agrisadamente, las irreverencias de la Trilogía
de Teatro Norteamericano (Un
tranvía llamado deseo, Té
y simpatía, Zoo de
cristal, 1990-1991) y Las
criadas (1992, nacimiento oficial de Teatro El Público).
Que deja leer, como un sistema comunicante, Calígula (1996), Escuadra hacia la muerte (1997) o Ícaros (2003). Que subraya
los retos asfixiantes de encarar hoy, en Cuba, proyectos tan ambiciosos
y desasosegantes como Rey Lear
(1997), La gaviota (2001) o La loca de Chaillot (2004). Y que
mezcla a la grandeza visual de éstos los acentos minimalistas,
dentro de lo que una estética signada por el lujo y la
inserción del oropel y el desparpajo puede permitir como
libertades, como valores de un discurso que también en esa
escala menos espectacular suele manejar ideas complejas y
problémicas, en Fresa y
chocolate (1998), Ceremonias
para actores desesperados (2005), y cómo no, ahora mismo,
en La puta respetuosa. Su
regreso a la pieza de Sartre no debe ser leído como un simple
gesto de homenaje, a pesar de que su estreno fue propiciado por el
evento que celebró, en Cuba, los cien años del nacimiento
de este filósofo y dramaturgo al que por tanto tiempo
aquí olvidábamos. Agente provocador, la postura de
Díaz, tal y cual ha sido cuando otros aniversarios le han
permitido abrir en su escenario el retorno de ciertos clásicos,
es la de un lector que borra y reescribe, que reconstruye desde un
diálogo físico y verbal la violencia implícita en
una obra que no lee mansamente. No solo porque sea un gesto muy suyo el
no dejarse entender ingenuamente como un creador previsible. Acaso sea
porque el mundo, Cuba, hoy mismo, vive otros grados de una violencia
moral y existencial que pugna por llegar al escenario.
III
En el escenario del Trianón se alza una jaula de hierro negro.
Es el primer golpe de efecto de La
puta respetuosa. Aunque
tal vez no, tal vez en realidad el primer golpe de efecto con el cual
Díaz se propone sacudir y advertir al público está
en la decisión misma de retomar la pieza desde una
traducción literal de su título. Durante décadas,
desde que la traducción de Aurora Bernárdez que
recibió la bendición papal de Ediciones Losada se hizo
común entre nosotros, esta obra, estrenada en
el París de
1946, se conoció como La
ramera respetuosa. Carlos elige traducirla como en un espejo: La putain respectuese será,
entre nosotros, simplemente, La puta
respetuosa. Pero un espejo alzado en el escenario del
Trianón mostrará siempre rostros insólitos. Si esa
primera elección irritó la presunta moralidad de algunos
y sigue creando, durante la temporada, graciosos equívocos en
tanto unos periodistas y críticos se alternan el uso de
cualquiera de los títulos; el espectáculo sostiene la
agresividad de la decisión como una clave imprescindible para su
comprensión y relectura total. No se trata solo de una
provocación burda, como tantos lectores ingenuos –y por tanto,
peligrosos–, creen adivinar tras los raptos más tremendos de
Díaz; sino de un acento que introduce alertas, y que comienza a
clarificar los códigos del espectáculo. La ramera… no es La puta… Así como ahora, a
cien años del acontecimiento, no leemos a Sartre como lo
haríamos a Sartre cuarenta años atrás. La pieza,
que tuvo el honor de ser representada ante el autor, Simone de Beauvoir
y Fidel Castro en una inacabada sala Covarrubias, dirigida por
Francisco Morín, regresa para ser debatida y no celebrada como
museo. Aquí late la memoria de su estreno en Cuba, en 1948, y
del exitoso montaje que, en 1954, dirigiera Erik
Santamaría para
Chela Castro, con tanta fortuna como para implantar definitivamente
entre nosotros la costumbre de las funciones continuas, y abrir de
inmediato la época de las “salitas teatrales” en una Habana que
se quería cosmopolita y se entendía, ya también,
como teatro. En esa Habana, coronando la fachada del Trianón,
asombra la gigantografía donde puede leerse el título
rescatado. Esa es la provocación primera. El público,
afortunadamente, ha caído ante el encanto y la tentación
que ello representa, colmando la temporada, sentándose en el
suelo cuando ya no hay más sillas, aguantando el calor que emana
de los equipos de luces. Y de la representación misma. No se
sabe bien, cuando se entra al escenario, qué animales van a
hacer su número de circo dentro de esa tenebrosa jaula negra.
IV
Si usted ha entrado alguna vez al Eagle,
uno de los club leather más famosos del mundo, tal vez no se
sorprenda cuando comience el espectáculo. Si no ha tenido la
oportunidad de adentrarse en las penumbras de ese bar neoyorquino, tal
vez tenga las referencias que Tom de Finlandia, uno de los más
potentes artistas plásticos del imaginario gay
contemporáneo, dejó plasmados en cientos de sus dibujos,
donde los fanáticos del vestuario sadomasoquista, elaborado con
cuero o sus sustitutos más provocativos, se entrelazan en
relaciones que mezclan sexo duro y camaradería. Tanto ese sitio
como esos dibujos son ya parte de una cultura que se revierte en formas
de producción comercial e industrial, en la elaboración e
intercambio de iconos, en la política de cuerpos que va minando
cada vez más los presupuestos de economía y
consideración radical con la cual la cultura va acuñando
símbolos, códigos, lenguajes, corporales y no, que se
articulan mal que bien a los Discursos Nacionales de Poder. Inscritos
como tatuajes en esa piel que deviene palimpsesto, a veces grabados en
los rincones más recónditos de esa anatomía, se
muestran solo de vez en vez, según asciendan o desciendan los
estamentos con los cuales construimos esa idea de nosotros mismos en
tanto seres dotados de una energía sexual, ideológica,
estética y reorganizadora de tantas normas a las que el mundo
hace estallar en los noticiarios. Si usted, en definitiva, no conoce
los dibujos del finlandés – tan
apreciados por Mapplethorpe o
Fassbinder, quien alzó desde ellos su póstuma e
inquietante versión de Querelle
de Brest –, o no se ha topado nunca con uno de los clientes
habituales del Eagle, sepa que La
puta respetuosa puede adelantarle algo de eso que desconoce. En
los cuerpos de sus intérpretes se intercambian las palabras
cifradas por Sartre, arropadas ahora en el envoltorio subversivo de una
piel que se deja ver o adivinar de una manera que Tom de Finlandia
hubiera aprobado rigurosamente.
Lizzie tiene que elegir. En 1946, al estrenarse, La puta respetuosa ofrecía
una disección de los argumentos nacionalistas de los Estados
Unidos en pleno marco de la posguerra, a la manera en que hoy, por
ejemplo, desde otros órdenes de incidencia, pretende hacerlo
Lars Von Triers con su proyecto cinematográfico Dogville-Manderlay-Chicago. Sin embargo, de la misma
forma en que podría ser una aproximación reductora el
creer que la carga política del cineasta danés
está disparada únicamente contra los performances demagógicos de
Norteamérica; la obra del autor de La náusea convoca a
otras claves de pensamiento, que van más allá de la mera
denuncia al racismo. Lo que se debate es un orden de Verdad que se
manipula abiertamente ante nuestros ojos, como alarma que nos indica de
qué manera esos preceptos morales son, en la vida, los mismos y
distintos según quien los controle. La vida de un hombre blanco
depende de una prostituta, quien debe denunciarlo tras presenciar
cómo ese “hombre de bien” asesina a un negro. Alrededor de ese
núcleo, Sartre organiza un complejo tejido de segundas
intenciones en la cual la política y el sexo son
básicamente elementos de atracción, y donde es la soledad
de Lizzie enfrentada a sí misma lo que subyace como verdad
doliente. El mundo está controlado, en su mayor parte, por hijos
de puta; pero una puta no puede controlar el mundo. O al menos, no debe
creérselo. A ella, al personaje que representa en ese entorno
sureño en el cual sus maneras más liberales son recibidas
con hostilidad, le toca defender su dignidad, su capacidad de
albedrío, su generosidad y su egoísmo. Entre la vida del
blanco y la vida del negro al que aún puede salvar, está
la fisura de su pasado, del cual apenas se dan dos o tres informaciones
esenciales, porque Lizzie, en realidad, existe a partir de ese momento
en el cual la obra comienza. Se valora a sí misma como ser
humano atrapada en esa decisión que debe o no tomar, y
deberá reconocer hasta qué punto es o se deja ser cuando
interactúa con Fred o El Senador. Si la existencia es un
infierno, a ella le toca descubrir que se trata de un infierno
simplemente humano, donde la política y no siempre la fe
garantiza la caída o el ascenso.
El espectáculo toma todo ello como punto de partida. Y siendo
fiel a lo que Carlos Díaz propone, lo convierte en una
provocación. Comenzando como un sex show, donde Estrellita, el
magnífico transformista que acompaña a Teatro El
Público desde La Celestina,
interpreta su himno de batalla: “New York, New York”; la puesta en
escena ofrece sus primeros desdoblamientos. Rodeada de fisiculturistas
que muestran su anatomía, sus triceps y bíceps sin
recato; será Liza Minnelli o la propia Lizzie, que llega desde
esa ciudad a la que canta a esta otra donde le esperan tan
insólitos acontecimientos. La canción está montada
como antecedente y espejo de la vida de Lizzie, esa mujer acosada por
hombres que la adoran y poseen, al tiempo que se devoran a sí
mismos bajo los aplausos de la grabación. Desdoblada, esa
imagen, también en fiel cumplimiento a una de las costumbres
más recordadas de Teatro El Público, Estrellita
interpreta las acotaciones iniciales de la pieza; mientras Lizzie y
Fred entran a la jaula donde ella ha sido una imagen triunfal. Es
entonces cuando el espectador debe comprender de qué manera ha
sido engatusado, quedando a solas frente a Lizzie y el hijo del senador
que intenta arrancar de ella la declaración que salvará a
su primo y condenará definitivamente al negro. Los
fisiculturistas se transformarán en agentes de la
policía, con vestuarios no menos provocativos, pródigos
en referencias priápicas, cuerpo de seguridad del Senador: sus
mejores perros. A quienes afirman que se trata de una arista del
espectáculo que bien podría no estar, respondo que ellos
encarnan aquí una de las inevitables exigencias del teatro de
Carlos Díaz: ser siempre algo más, rebasar la
línea de moderación que otros directores nuestros ponen a
la vista generalmente demasiado rápido. Esa imagen: sus cuerpos,
el estallido de una canción, la sordidez del cuerpo semidesnudo
en una situación equívoca, dicen de la manera con la cual
Carlos Díaz también responde a sus detractores, a los que
acusan a su teatro de excesivamente sensual. Como si el cuerpo no
tuviera su propia política expresiva, como si la anatomía
alzada en un escenario no cobrara un valor que no debe ser entendido
únicamente como explosión erótica. Como si se
olvidara que todo, allá arriba, cobra conciencia y sentido de
signo. Incluso cuando, como es el caso, esos fisiculturistas obren
desde un juego de representación evidentemente asumido sin toda
la carga de malicia teatral que tal vez alguien deseara. Se limitan a
mostrarse, como lo harían en un campeonato o frente a la mirada
de una admiradora febril. Desde esa transparencia, se hacen aún
mucho más mórbidos. Sólo Carlos Díaz,
quiero creer, es capaz de organizar imágenes como esas en tanto
pórtico de un espectáculo donde van a debatirse tantas
ideas. Entre nosotros, sólo él puede amonedar esos golpes
de efecto. Es su manera de ser. En y para la escena. Discutirlo
significa también aceptar en esos márgenes donde
él define su perspectiva teatral. Pero no entender tal cosa es
reducir el diálogo a toda la pobreza de lo obvio.
V
Durante el proceso de montaje, en el cual trabajé como asesor
tal y como vengo haciéndolo en la compañía desde
el año 2000, comenzó a elaborarse una aproximación
que, desde el rigor que nos exigía el homenaje, supo
metamorfosearse en otras zonas de contacto con el texto. Una obra que,
sin dudas, ha envejecido, y que demuestra la vieja sospecha de que el
teatro de Sartre es mucho menos potente hoy que el de Jean Genet, en el
cual la teatralidad y la fuerza de las ideas se combina con mayor
elocuencia. Preocupado a ratos por las grandes frases (A puertas cerradas es una
disertación más o menos insoportable acerca de las
sin-salidas del propio existencialismo), Sartre
elaboró
personajes-voceros; no siempre figuras vivas en la escena. Lizzie es,
afortunadamente, una sorprendente excepción. Recuerdo haber
visto, en una Bohemia de los 60, una serie de fotos en la que el autor
de El ser y la nada conversaba
con una Brigitte Bardott asombrosamente seria: una especie de Pigmalión y Galatea sin la
música de My Fair Lady.
Bardott, como la Monroe, es una referencia ineludible en la posible
concepción que toda actriz puede dibujar de esta prostituta,
consciente de su sex appeal pero no siempre de su capacidad
política. Para proponer un subrayado que fuera fiel al debate de
ideas, pero que también consiguiera acercar a un espectador de
hoy esta trama, Carlos Díaz propuso una clarificación de
los subtextos sexuales de la obra. Para ello, es obvio que echó
mano a todo lo que, como experiencia, pudo haberle aportado su
conocimiento de las obras más memorables del teatro
sicológico norteamericano, donde el fantasma de Freud resultaba
ser, por lo general, el deus ex
machina que aparecía para clarificarlo todo. Es como si
Tennessee Williams hubiera reescrito la pieza, o la hubiese traducido a
un lenguaje que Carlos Díaz supiera trasladar al escenario con
rapidez. Partiendo de la inseguridad sexual de Fred, ese muchacho
aparentemente afirmado en su pedigree pero no en su capacidad de
satisfacción erótica en la cual Lizzie logra enredarlo,
Díaz presupone un discurso en el cual esa dependencia revaloriza
todo el argumento. El poderío de Lizzie radica en su los
encantos de su femineidad, en su atractivo innegable, en el modo en que
su no contaminada libertad pone en crisis otros estados de moral y
consentimiento que Fred apenas logra preservar ante ella. Solo que su
tragedia consiste en que ella misma no tiene una conciencia clara del
asunto. Tal vez una heroína de Williams hubiera podido resolver
el dilema. Lizzie no puede. De ahí que al final, al confesar
dócilmente a Fred cuánto la hizo gozar en la noche previa
a la acción que vemos, quede reducida a una muñeca de
goma. Un objeto sexual que su dueño infla o desinfla a su antojo
más vulgar. La Política del Cuerpo, una vez que no
resulta debidamente controlada, es tal vez la más atroz de las
políticas.
VI
A lo largo de los ensayos, como una propuesta del director, empezaron a
filtrarse en los diálogos frases que el cubano de hoy maneja
como ases de agresión y escape ante una realidad cuya dureza se
va haciendo cada vez más palpable. En el teatro cubano existe
una tradición discreta sobre el manejo de las
mal-llamadas-malas-palabras, que tuvo en el Teatro Shangai exponentes
puntuales. Se trata de una suerte de recurso sin duda muy
gráfico, que es generalmente eludido, a pesar de que la
narrativa actual de nuestro país, desde Pedro Juan
Gutiérrez a Zoe Valdés y de ahí hasta Leonardo
Padura, bajo exigencias no solo de mercado, comienza a asumir ya con un
desenfreno que nos resulta muy propio. Hasta hace poco, decir ante el
auditorio palabras como “pinga”, “bollo”, “cojones”; o cosas
así, podía resultar de una agresividad desconcertante.
Una suerte de barrera entre la vida y el teatro “impedía” la
entrada de tales cosas en el mundo más o menos sacro y
organizado de los escenarios. La televisión, por ejemplo, se
esfuerza en subtitular filmes norteamericanos o ingleses donde palabras
tan elocuentes y descarnadas como “fuck”, “cock”, “dick”, “pussy”, “ass
hole” y otras, son transformadas en otras menos explícitas,
acaso con el mismo pudor con el cual los editores españoles
traducían a Aristófanes hasta principios del pasado
siglo. Pero varios de nuestros humoristas, por ejemplo, que se cuidan
de aparecer en algunos teatros manejando esos vocablos, los emplean
desde los acentos más soeces en espacios menos abiertos, como el
cabaret. No creo que se trate de una actitud que deba convertirse en
costumbre, en tanto de su uso como elemento dramático acertado
depende el que cobre o no un sentido real sobre la escena; que ya para
groserías uno tiene bastante en la calle. Se trata de poner a
prueba las resistencias de la escena y su espectador, poniéndolo
al límite de algo que escuche, vea y alcance a entender como un
auténtico peligro. Ahora, Carlos Díaz ha colmado la
paciencia de muchos al redibujar esas palabras, recogidas del fraseo
popular que las emplea como válvulas de escape para reaccionar
ante la dureza de una crisis, sobre la atmósfera opresiva
dominada por esa jaula de hierro negro. Si el lenguaje es un arma
expresiva, y si la intención es la de radicalizar su uso,
Díaz, que imagina a Lizzie como una emigrante latina que huye de
New York sin comprender que va a caer en la boca de un lobo
sureño, y apela a esas palabras para desmantelar la sacralidad
de un texto que hemos releído generalmente con aburrimiento.
También recuerdo que, durante su visita a Cuba en 1960, Sartre
preguntó a Fidel qué haría con las prostitutas. A
la respuesta de que pensaban ser eliminadas y convertidas en taxistas,
Sartre se llevó las manos a la cabeza. “No, no, no”; eso dicen
que dijo. Lizzie regresa ahora a una Habana donde puede referirse a su
oficio sin eufemismos. Las palabras groseras que llueven sobre el texto
del francés son otra máscara. Carlos Díaz apela a
ellas para activar una noción de alta expectativa que el cubano
comprende. Entre gentes que hoy hablen así, discutan entre ellos
manejando esos términos, puede pasar cualquier cosa. Y
Díaz aprovecha esa calidad de incertidumbre, esa intriga
también verbal, para introducirnos en lo que esos personajes
realmente discuten. Como sobresalto, ha sido eficaz. En algún
instante del rápido montaje, me descubrí conversando con
Yailene Sierra, encargada de asumir a la protagonista, acerca de
cuántos sinónimos de “verga”, “rabo”, “tranca”, etc.,
intercalar en una frase; o sobre si era más prudente
sustituirlas por otra palabra más o menos fuerte. En su
interpretación, ella ha conseguido hilvanar esos términos
mediante una organicidad que dota a Lizzie de una fuerza inesperada.
Incapaz ya de agarrarse a nada, hundida en la mierda hasta el cuello y
poseedora no más que de la serpiente que lleva en su
muñeca, se aferra al lenguaje para protestar, dar fe de vida.
Sin posibilidad alguna de esconderse jamás, manteniéndose
a la vista del público desde los primeros minutos hasta los
últimos, ella desarrolla una de las actuaciones más
sinceras y despojadas de artificio que haya visto nunca: desde la
incorporación de los lugares comunes de la seducción
hasta el abandono final más íntimo, cuando orina en
escena o grita su nombre, pidiendo que la saquen definitivamente de la
jaula donde quedará encerrada, todo ello en una línea
donde no pierde la tensión del rol ni elude las transiciones
más complejas. Ella demuestra que Carlos Díaz puede ser,
también, un soberbio director de actores, cuando puede manejar
un talento tan firme y despojado de falso divismo como el suyo. Sus
aplausos son tal vez los más merecidos de toda la temporada
habanera.
VII
Alrededor de la jaula negra diseñada por Ramón Casas, los
espectadores están sentados en una disposición de teatro
arena que rinde tributo a lo trazado por Erik Santamaría en 1954
y nos recuerda que, a más de año y medio de su rotura, el
Trianón sigue trabajando como teatro, a pesar de no contar con
el debido aire acondicionado. El emplazamiento de las sillas convierte
al espectáculo en un objeto a mirar desde una cercanía
que acentúa y profundiza la complicidad que, desde una
composición más o menos parecida, organizaba la lectura
de Ceremonias para actores
desesperados, aunque la atmósfera es aquí
distinta, mucho más viciada que la que podían convocar el
fantasma de una ahogada y un suicida amante de una estrella del rock. A
la vuelta de unos quince años de trabajo, Carlos Díaz ha
sabido reducir el aparataje teatral de su espectáculo a lo
imprescindible, desde una revisión crítica y
cínica que cambia un aspirador por una simple escoba, pero
que
también convoca a manejos más implícitos de lo que
aquí se debate. Si ha logrado exceder las normas de paciencia y
autocontrol del público desde el uso explosivo del lenguaje,
ametrallándolo con citas a una cotidianidad reconstruida desde
las malas-palabras, también despoja a la obra de todo color para
informar gráficamente de su oscuridad, de su presunta
tragicidad. La vinculación de las referencias que aporta el
imaginario de Tom of Finland son saetas clavadas en el cuerpo de esa
estructura, que el equipo de diseñadores (Vladimir Cuenca,
Roberto Ramos, Sandra de Huelbes, Karen Rivero) aprovecha en el
vestuario y sus elementos a conciencia. La serpiente de Lizzie, ese
símbolo de su condición ya maldita que aparece en su
brazo y cuelga del techo de barrotes, se repite en el pantalón
de Fred. Su traje acebrado del segundo cuadro la enmarca como animal de
feria, de zoológico: una segunda piel que la recubre mientras
Moraima Secada discute de tú a tú con su angustiada
conciencia. La escoba, que no el aspirador, nos dice que estamos
aquí; del mismo modo en que los bombillos ahorradores que
colocaron el director y Manolo Garriga en la jaula se encargan, desde
la iluminación, de repetir el guiño. Lo demás es
el inmenso abrigo del Senador, bajo el cual se esconde el dueño
mismo de este circo y de esa bestia a la que habrá que hacer
saltar por el aro, bajo acordes de reguetón y máquinas de
ritmo que retraducen el inevitable tema de Lo que el viento se llevó,
tan caro a las producciones de todo Teatro El Público, y ofrecen
en remix el tema de despedida
de San Nicolás del Peladero
para acompañar la campaña presidencial del futuro senador
Fred. Creo francamente que el montaje, concebido en una pequeña
escala, alcanza su mejor logro en esa palpabilidad, en esa visceralidad
lograda en sus momentos más desnudos, en los cuales se comprende
que aquí lo que se discute es la fragilidad de la dignidad
humana, y el modo en que, todos los días, decidimos para mal;
aun cuando estemos conscientes de que no todos los discursos debieran
convencernos. Discutir desde ese emplazamiento el modo en que perduran
en nuestra sociedad prejuicios racistas, que el espectáculo
comenta y critica desde posiciones incómodas, abre otro estado
de intercambios en el que la risa del espectador puede trocarse en otro
status de conciencia.
Estando dentro del espectáculo, sin embargo, no me niego a
plantearle nuevas exigencias. Participar en el proceso de su montaje y
representación, no me impide interrogarlo continuamente. Los
distintos actores que han interpretado el rol de Fred no aportan una
línea única de asunciones. Si Alexis Díaz de
Villegas acude a su voz y a un dibujo sicofísico que logra
convencer por encima de la juventud que el personaje debe mostrar, y
que el actor ya ha sobrepasado, su caracterización se refuerza
acentuando la malignidad de este carácter, sacando a flote toda
la oscuridad que tras este hijo de buena familia puede ocultarse; en un
desempeño que confirma el sitio que este actor posee hoy en el
teatro nacional. Félix González tiene ante sí la
mayor exigencia de su carrera hasta hoy; y tanto él como Sergio
Buitrago y Sándor Menéndez deben poner a toda capacidad
sus trayectorias recientísimas cuando se enfrentan a Yailene
Sierra, quien todas las noches produce nuevas señales,
manteniéndolos en un estado de alerta perpetua. Osvaldo
Doimeadiós, a solo unos meses de su Santa Cecilia esplendorosa, vuelve
con un personaje al que trabaja en un tono apropiadamente menor,
reduciendo al mínimo las posibilidades de convertirlo en mera
máscara, para sacar del enrevesado personaje un rostro limpio,
desde el cual ha sabido tamizar sus dotes de comediante para que la
obra, con su aparición, deje al descubierto la veracidad
horrible de todas las manipulaciones. Alternando con él,
Walfrido Serrano elige el camino opuesto, llevando a un punto de choteo
el mismo personaje, transformándolo justamente en una
máscara, en una construcción que desde la voz es ya una
especie de ser construido ex profeso mediante el artificio. Me parece,
sin embargo, que este personaje, en la puesta en escena, sufre con una
segunda aparición que no está resuelta con la misma
brillantez de su primera entrada; y francamente prefiero el sentido que
Doimeadiós ha dado a sus parlamentos. No porque crea desacertada
la labor de Serrano, tal vez sea solo una cuestión de gusto
personal. Algo parecido a lo que me ocurre con el trabajo de
Senén Morales, quien ha logrado crecer durante la temporada,
aunque sigue manteniendo su Negro en un tono a ratos discordante
con la exasperada naturaleza de los sucesos. En ese orden de reclamos,
sigo considerando que la aparición de Thomas, el primo de Fred
al que Lizzie debe o no acusar contra el Negro, encarnado aquí
por Sergio González, resulta demasiado ambigua y no siempre
acierta a integrarse, más allá del vestuario que conjuga
un abrigo de piel con atributos del sadomasoquismo (algo caro a
Mapplethorpe y a otros de sus contemporáneos de la
fotografía más atrevida, como Jimmy deSana), con el
discurso activo de la pieza, según va siendo leído en un
orden que, poco a poco, rebasa esos elementos de provocación
externa para profundizar en una calidad más incisiva y
comprometedora. Entiendo la intención de mostrar su
índice de depravación, opuesto a la imagen blanqueada que
Fred intenta defender, pero su presencia no siempre resulta un signo
claro, devorado tal vez por esos mismos atributos que lo visten. Es una
de esas opciones a las que Carlos Díaz me enfrenta desde el rol
de asesor al que me convoca: uno de los retos con los cuales me anima a
discutir. Creo que en determinados instantes se refuerza en exceso el
manejo de las palabrotas, a manera de morcillas no siempre justificadas
dramáticamente, que en varios momentos se desdibuja la
tensión de la historia ante chistes y desvíos que, por
suerte, no se repiten en los sucesos donde los personajes son
conminados a una acción e interacción de valores precisos
para la trama. Creo también que el montaje corre el peligro de
ser leído solo como una provocación. Pero eso es una
opción que corresponde ganar o no a los espectadores,
según cada cual maniobre en su conciencia. La carga
política del texto sigue estando a la vista. El montaje, creo,
ha dilatado su capacidad de protesta. Si La ramera respetuosa es una
denuncia; La puta respetuosa puede leerse como un libelo.
VIII
Una producción de El Público será siempre un
ejemplo de teatro reactivo. Las intencionalidades progresivas de su
director lo han llevado a confrontar de modo tenaz los juegos de
máscaras y verdades que sostiene no solo nuestra política
teatral en tanto tradición, sino también sus proyecciones
en tanto sistema institucional. Una confrontación que
rápidamente sobrepasa lo teatral para incidir en otros estratos
de la vida cubana contemporánea. Bajo la exigencia de una suerte
de compromiso más o menos inmediato con el hic et nunc, su teatro ha sido
juzgado, al tiempo que sus anhelos más personales (dirigir un
Shakespeare, un Chéjov, un Miller), se consideran empeños
no siempre debidamente ligados a una mirada que, por querer ser reflejo
de nuestra circunstancia, puede devenir epidérmica bajo esas
mismas exigencias. Por suerte, Díaz ha hecho de la
fórmula de trabajo, del no parar ante ninguna contingencia, una
suerte de regla dorada que ha permitido que su Proyecto persista, y que
lo lleva a no dudar en la búsqueda de sponsors o amigos que
desde el extranjero puedan conseguir algo imprescindible que en Cuba no
aparece para redondear su producción. Un Proyecto que es ya algo
más que el mero número de estrenos o reposiciones de la
compañía.
Un Proyecto en verdad que es esa identidad
teatral específica a la que me refería al principio,
argumentada en la solidez y estabilidad de sus principales
líneas expresivas, en el reacomodo dinámico de sus
recurrencias, de los lugares comunes que ya otros han agotado o no han
conseguido potenciar hasta el nivel que se prometían a sí
mismos. Los ataques que cada espectáculo de Teatro El
Público recibe, son también, qué duda cabe, parte
de ese Proyecto. La invectiva lanzada por Frank Padrón Nodarse
sobre La Celestina, o por el
Monseñor Carlos Manuel de Céspedes contra zonas de su
trayectoria; son ejemplos palmarios de la capacidad estremecedora de
sus entregas. Y de la incapacidad real de comprensión que,
más allá del escándalo o la mezquindad, puede
merecer entre nosotros la pretensión de construir un Teatro, que
no El Teatro como sueño utópico integrador de todas y
cada una de sus manifestaciones nacionales, a riesgo de confundirlo
todo en una misma masa equívoca y desjerarquizada. Creo que La puta respetuosa subraya esa
condición de Autor que Carlos Díaz coloca entre nosotros
como director escénico; ese derecho a ser una voz y un modo
particularizado de ofrecer diversas calidades de discusión
frente a la idea homogénea y aburrida de un arte que debe
conminar a todos en la misma dirección. Del modo en que lo
hiciera Víctor Varela, o como lo hacen hoy –por ejemplo– Flora
Lauten, Nelda Castillo o el Teatro de las Estaciones, sus producciones
implican ya un signo, por qué no, gozosamente perverso y
sedicioso; pero capaz de sostenerse como un hecho estético que
coloca en otra dimensión la discusión sobre sus
resultados, sobre el impacto que una pieza capaz de funcionar desde un
orden autónomo de sus incidencias, levantado en la
tradición propia del colectivo y en su habilidad para crear sus
propios referentes de análisis y transgresión, que lo
separa del conjunto en el cual tantos medran sin alcanzar la
contundencia que nos exige esa otra mirada. No quiero decir que sus
producciones sean tan distintas o exijan lecturas tan diferentes como
para que no se les pueda entender como parte del panorama teatral
cubano. Lo que quiero decir es que, dado el nivel y la densidad de sus
entregas, teniendo en cuenta el signo diferenciado que enlaza su
trabajo como un sistema orgánico que dilataciones y tensiones
específicas, este director, junto a los otros mencionados, puede
empezar a ser estudiado de un modo que tanto nos falta,
empeñados como parecemos en igualar los resultados de unos y
otros bajo esa égida no siempre feliz de la Familia Teatral
Cubana, que ha servido de escudo y bandera a la hora de marcar
territorios de acción teatral específica, y que confunde
la investigación con el mero homenaje. Una Identidad Teatral es
algo más, insisto, que una agrupación. Es un concepto que
dispara flechas a blancos singularizados, que tiene ya un
público que reconoce limpiamente sus asertos, que maneja
códigos permanentes en diversas escalas de ataque, que
acuña una poética desde una retroalimentación y
una operación de reciclaje que produce y pare teatro; un teatro
que es un rostro. Un Teatro que puede sobrevivir a la
incomprensión momentánea, a los prejuicios
políticos que acosan a un acto escénico vivo en cualquier
lugar del mundo, a la fragilidad de lo que, cada noche, se convoca,
invoca, revoca y desboca sobre un escenario. Y que echa por tierra las
bases de lo preconcebidamente correcto, en función de alentar
como un ritual conminatorio, que nos obligue, a ratos a pesar nuestro,
a ir a ver esa nueva puesta en escena, a reaccionar ante ella no desde
el aplauso formal sino desde el debate o la discusión. O, como
en mi caso, desde un sentido de pertenencia que me arrastra, una y otra
vez, a preguntarme sin descanso cuántas vidas vive en realidad
Teatro El Público. Supongo ahora, en esta temporada, que tantas
como espectadores que hayan llegado a estas mismas puertas desde que se
abrieron para este director, en un ya más o menos remoto 1994.
IX
Mirando desde su propio interior al espectáculo, trabajando en
él como un asesor al cual los actores piden un criterio, o
atendiendo las necesidades del director cuando un parlamento suena a
traducción y no a palabra estrictamente teatral, confieso que
una vez más Carlos Díaz ha logrado seducirme. Al punto de
que, por esta vez, redacto unas notas públicas, cosa que no he
hecho nunca antes. Para decirme a mí mismo cuánto me
asombra el modo en que este hombre puede replantearlo todo, y afirmar
en sus golpes de efecto la veracidad de un sistema de trabajo, de
repertorio, de expresividad teatral auténtica. Puedo contar
aquí cuánto me sorprendía el verlo condenando a
sus actores a moverse en el reducido espacio que luego ocuparía
la jaula, y que durante tanto tiempo sólo él veía
en su imaginación; a diferencia de los años en que les ha
pedido a esos mismos intérpretes desplazarse en amplias
diagonales de una punta a otra del escenario. Y cómo supo
trasladar al cuerpo de la actriz frases suyas, que en su imaginario
personal tienen un sentido no menos teatral pero que lograron
integrarse a la verdad del montaje desde un juego de compromisos que
rara vez se deja ver en nuestra escena. Un espectador, al salir del
Trianón, puede preguntarse qué clase de persona puede ser
este director. Creo que La puta
respetuosa ofrece informaciones de primera mano sobre su
acometividad, su escaso miedo a tocar allí donde la vida se
revela en sus recodos más tremendos, haciéndose palpable
desde un juego de espejos que desdeña las imágenes
preconcebidas o que anteponen el valor de lo teatral a cualquier
prejuicio moral preestablecido y que, cómo no, lo exponen:
ofrecen un esbozo retador de lo que dice y lo que piensa. La puta respetuosa es un
espectáculo que hace delirar desde su sentido activo del riesgo,
desde la desnudez que no oculta los instantes amables o desagradables
de su progresión, y que se traduce en una inquietante calidad
que solo he descubierto en poquísimas obras. Me deja en el
angustioso estado de saberme parte de una producción que no se
limita a exigir elogios o rápidos disensos; sino en el
territorio movedizo de quien, cada noche, se pregunta qué nueva
incertidumbre va a poner en marcha todo ese mecanismo teatral, ante un
público que ya, a esta altura de la temporada, no es el que
acude a las primeras representaciones de cada espectáculo, sino
el cubano común y de a pie –y también no el de a pie, no
faltan los que se bajan ante la puerta del Trianón de
carros lujoso y alquilados, y entran al teatro como quien va a Dios
sabe qué otro sitio, buscando qué, pero buscando. Puesta
elaborada en apenas dos, casi tres meses, La puta respetuosa puede convertirse
en una carta de presentación de lo que, a sus cincuenta
años, Carlos Díaz ha aprendido y ha decidido olvidar del
Teatro, de lo que quizás pueda brindarnos en sus futuras
producciones. Aunque con él, nunca se sabe. Como Lizzie, es un
personaje sorprendente. No sabremos nunca del todo con qué nueva
propuesta se aparecerá, ni como va a levantarla sobre el cada
vez más frágil escenario de este teatro. Como ella, eso
sí, puedo asegurar que intentará mantenerse fiel a
sí mismo. Y que como la actriz que la encarna, en el
último momento, no dudará en golpear los barrotes,
exigiendo una libertad que será posible también como
espectáculo.
X
A la altura de los días en que cierro estas líneas, una
nueva intérprete se dispone a doblar el rol principal de este
espectáculo. Su entrada será un atractivo que hará
regresar al Trianón a muchos de los que ya, tantas veces, han
aplaudido la puesta. También eso introducirá otra
química, no menos reactiva, en la disposición integral de
varios elementos, lo cual podrá corroborarse en las funciones
que, al menos hasta a mediados de mayo, seguirán
anunciándose. Durante todo ese tiempo, La Habana (y tal vez
otras provincias, ya el montaje visitó El Mejunje, en Santa
Clara), tendrá a la vista esta mezcla insólita de ideas y
cuerpos en la que Tom de Finlandia ilustra los parlamentos de Jean Paul
Sartre. De repente, los beefcakes
entienden algo de filosofía. La mujer, siempre más o
menos extraña visitante en el mundo del dibujante
finlandés, los obliga a comportarse desde otro orden de
pensamiento. Me pregunto si será políticamente correcto.
Me pregunto si no será suficiente. Si todavía, dentro y
fuera del límite probable que puede ser Teatro El
Público, no quede por quebrantar otro margen imposible. Cuando
lleguemos a las cien funciones, tal vez pueda responderme. O recibir,
del público, la respuesta que ahora me tienta. Eso espero. Eso
quiero. Sentado frente a la jaula negra, en la soledad final de una
noche de teatro. |