De
cómo Tom de Finlandia ilustra a Jean Paul Sartre Diez notas sobre la Política del Cuerpo en un espectáculo de Carlos Díaz Norge Espinosa Mendoza Para Jaime, otra vez I Si algún director teatral cubano puede ser hoy calibrado por la eficacia de sus golpes de efecto, ese es Carlos Díaz. Mientras otros insisten en la progresividad de las imágenes como recurso para mantener esa convención que es lo teatral, o se concentran en desarrollar talentos actorales en busca de una comunicación con el espectador que matice el valor subversivo de lo que puede, en el escenario, manipularse como indagación; Díaz persiste, a más de quince años de su debut, en sacudir al espectador con visiones radicales. Con lecturas dinamitadoras de una tradición teatral que, no por cubana, debe reconocerse menos cercana a esa capacidad de estremecimientos que, de vez en vez, puede ganar un mecanismo teatral. Sus puestas, en verdad, no son otra cosa que eso: mecanismos de provocación, dispositivos de complicidad, arriesgándose en el ir y venir sobre temas tabúes, a los cuales reinvindica en tanto posibles discusiones en este ámbito teatral nuestro donde, justamente, la discusión desde el escenario (que no fuera de él), tanto nos falta. Ahora mismo, uno de sus espectáculos recombina distintas dosis de esa voluntad incisiva, de esa posibilidad explosiva, que montajes como La Celestina o Ícaros – sus dos proyectos de gran formato más recientes y aplaudidos: es decir: más polémicos –, habían mostrado al público cubano. Ese público para el cual sigue trabajando Teatro El Público. En un cine a medio caer, sin aire acondicionado, en el centro de una Habana que, sin embargo, como la propia foto que promociona a La puta respetuosa, se deja seducir y nos seduce a través de la febrilidad que desatan espectáculos como éste. II No es la primera ocasión en que Carlos Díaz reescribe esta pieza de Jean Paul Sartre. Hace cerca de veinte años, cuando dirigía el Teatro Ensayo en su natal pueblo, el célebre Bejucal de Las Charangas al que alguna vez promete regresar Andy García, La ramera respetuosa fue escenificada allá. Uno de sus actores de entonces lo acompaña en este revival. El director teatral que hoy conocemos al frente de Teatro El Público, sin embargo, tendría que atravesar otras estaciones para llegar al instante en el que nos deja ver y discutir su nueva propuesta. Graduado del ISA con un tesis sobre Abelardo Estorino, asistente de dirección del Teatro Irrumpe, participante de una breve estancia en el Escambray, asesor de Caridad Martínez en el Ballet Teatro de La Habana, Díaz ha mostrado una fe teatral contaminada y contaminante, que bebe sin recato en las referencias culturales de su tiempo, y que coloca en niveles paralelos las esencias teatrales, cinematográficas, literarias, danzarias, y de hondura popular para hacerse dueño de uno de los imaginarios escénicos más saturados de nuestro panorama: una red de redes donde Blanche Dubois será siempre una imagen que repetirán sus actrices bajo distintas máscaras, y donde la nieve imposible de Casal puede hacer temblar de frío auténtico a sus actores bajo una Navidad siempre incómoda al tiempo que gozable. De Tennessee Williams a Albert Camus, de Jean Genet a Piñera, de Lorca a Sastre, de Chéjov a Pirandello, de Estévez a Espinosa; Díaz es uno de los escasos exponentes de una identidad teatral específica en la Cuba de hoy, donde no faltan grupos (más bien, son demasiados, si nos atenemos a los resultados cualitativos que esperábamos de tantos de ellos), pero sí falta ese concepto personalizado, organizado como una poética coherente y en ascenso, que conforman la primera línea del arte en cualquier país. En otras páginas me he referido a lo que llamo su poética de la complicidad. Un sistema de interacción teatral de alta temperatura, que posee entre sus recursos expresivos y compositivos más patentes el manejo múltiple de esas asociaciones, desde una postura posmoderna que coloca al exceso, el pastiche, la desmesura y la propia reescritura como algunos de sus cardinales. Desde el seguimiento puntual de esa poética de la complicidad, que existe, es y funciona según el grado de construcción mutua que logran, en tanto diálogo metateatral, el espectáculo y su espectador, puede elaborarse una línea permanente de búsquedas que entrelaza todas sus producciones. Que unifica, aunque no iguala agrisadamente, las irreverencias de la Trilogía de Teatro Norteamericano (Un tranvía llamado deseo, Té y simpatía, Zoo de cristal, 1990-1991) y Las criadas (1992, nacimiento oficial de Teatro El Público). Que deja leer, como un sistema comunicante, Calígula (1996), Escuadra hacia la muerte (1997) o Ícaros (2003). Que subraya los retos asfixiantes de encarar hoy, en Cuba, proyectos tan ambiciosos y desasosegantes como Rey Lear (1997), La gaviota (2001) o La loca de Chaillot (2004). Y que mezcla a la grandeza visual de éstos los acentos minimalistas, dentro de lo que una estética signada por el lujo y la inserción del oropel y el desparpajo puede permitir como libertades, como valores de un discurso que también en esa escala menos espectacular suele manejar ideas complejas y problémicas, en Fresa y chocolate (1998), Ceremonias para actores desesperados (2005), y cómo no, ahora mismo, en La puta respetuosa. Su regreso a la pieza de Sartre no debe ser leído como un simple gesto de homenaje, a pesar de que su estreno fue propiciado por el evento que celebró, en Cuba, los cien años del nacimiento de este filósofo y dramaturgo al que por tanto tiempo aquí olvidábamos. Agente provocador, la postura de Díaz, tal y cual ha sido cuando otros aniversarios le han permitido abrir en su escenario el retorno de ciertos clásicos, es la de un lector que borra y reescribe, que reconstruye desde un diálogo físico y verbal la violencia implícita en una obra que no lee mansamente. No solo porque sea un gesto muy suyo el no dejarse entender ingenuamente como un creador previsible. Acaso sea porque el mundo, Cuba, hoy mismo, vive otros grados de una violencia moral y existencial que pugna por llegar al escenario. III En el escenario del Trianón se alza una jaula de hierro negro. Es el primer golpe de efecto de La puta respetuosa. Aunque tal vez no, tal vez en realidad el primer golpe de efecto con el cual Díaz se propone sacudir y advertir al público está en la decisión misma de retomar la pieza desde una traducción literal de su título. Durante décadas, desde que la traducción de Aurora Bernárdez que recibió la bendición papal de Ediciones Losada se hizo común entre nosotros, esta obra, estrenada en el París de 1946, se conoció como La ramera respetuosa. Carlos elige traducirla como en un espejo: La putain respectuese será, entre nosotros, simplemente, La puta respetuosa. Pero un espejo alzado en el escenario del Trianón mostrará siempre rostros insólitos. Si esa primera elección irritó la presunta moralidad de algunos y sigue creando, durante la temporada, graciosos equívocos en tanto unos periodistas y críticos se alternan el uso de cualquiera de los títulos; el espectáculo sostiene la agresividad de la decisión como una clave imprescindible para su comprensión y relectura total. No se trata solo de una provocación burda, como tantos lectores ingenuos –y por tanto, peligrosos–, creen adivinar tras los raptos más tremendos de Díaz; sino de un acento que introduce alertas, y que comienza a clarificar los códigos del espectáculo. La ramera… no es La puta… Así como ahora, a cien años del acontecimiento, no leemos a Sartre como lo haríamos a Sartre cuarenta años atrás. La pieza, que tuvo el honor de ser representada ante el autor, Simone de Beauvoir y Fidel Castro en una inacabada sala Covarrubias, dirigida por Francisco Morín, regresa para ser debatida y no celebrada como museo. Aquí late la memoria de su estreno en Cuba, en 1948, y del exitoso montaje que, en 1954, dirigiera Erik Santamaría para Chela Castro, con tanta fortuna como para implantar definitivamente entre nosotros la costumbre de las funciones continuas, y abrir de inmediato la época de las “salitas teatrales” en una Habana que se quería cosmopolita y se entendía, ya también, como teatro. En esa Habana, coronando la fachada del Trianón, asombra la gigantografía donde puede leerse el título rescatado. Esa es la provocación primera. El público, afortunadamente, ha caído ante el encanto y la tentación que ello representa, colmando la temporada, sentándose en el suelo cuando ya no hay más sillas, aguantando el calor que emana de los equipos de luces. Y de la representación misma. No se sabe bien, cuando se entra al escenario, qué animales van a hacer su número de circo dentro de esa tenebrosa jaula negra. IV Si usted ha entrado alguna vez al Eagle, uno de los club leather más famosos del mundo, tal vez no se sorprenda cuando comience el espectáculo. Si no ha tenido la oportunidad de adentrarse en las penumbras de ese bar neoyorquino, tal vez tenga las referencias que Tom de Finlandia, uno de los más potentes artistas plásticos del imaginario gay contemporáneo, dejó plasmados en cientos de sus dibujos, donde los fanáticos del vestuario sadomasoquista, elaborado con cuero o sus sustitutos más provocativos, se entrelazan en relaciones que mezclan sexo duro y camaradería. Tanto ese sitio como esos dibujos son ya parte de una cultura que se revierte en formas de producción comercial e industrial, en la elaboración e intercambio de iconos, en la política de cuerpos que va minando cada vez más los presupuestos de economía y consideración radical con la cual la cultura va acuñando símbolos, códigos, lenguajes, corporales y no, que se articulan mal que bien a los Discursos Nacionales de Poder. Inscritos como tatuajes en esa piel que deviene palimpsesto, a veces grabados en los rincones más recónditos de esa anatomía, se muestran solo de vez en vez, según asciendan o desciendan los estamentos con los cuales construimos esa idea de nosotros mismos en tanto seres dotados de una energía sexual, ideológica, estética y reorganizadora de tantas normas a las que el mundo hace estallar en los noticiarios. Si usted, en definitiva, no conoce los dibujos del finlandés – tan apreciados por Mapplethorpe o Fassbinder, quien alzó desde ellos su póstuma e inquietante versión de Querelle de Brest –, o no se ha topado nunca con uno de los clientes habituales del Eagle, sepa que La puta respetuosa puede adelantarle algo de eso que desconoce. En los cuerpos de sus intérpretes se intercambian las palabras cifradas por Sartre, arropadas ahora en el envoltorio subversivo de una piel que se deja ver o adivinar de una manera que Tom de Finlandia hubiera aprobado rigurosamente. Lizzie tiene que elegir. En 1946, al estrenarse, La puta respetuosa ofrecía una disección de los argumentos nacionalistas de los Estados Unidos en pleno marco de la posguerra, a la manera en que hoy, por ejemplo, desde otros órdenes de incidencia, pretende hacerlo Lars Von Triers con su proyecto cinematográfico Dogville-Manderlay-Chicago. Sin embargo, de la misma forma en que podría ser una aproximación reductora el creer que la carga política del cineasta danés está disparada únicamente contra los performances demagógicos de Norteamérica; la obra del autor de La náusea convoca a otras claves de pensamiento, que van más allá de la mera denuncia al racismo. Lo que se debate es un orden de Verdad que se manipula abiertamente ante nuestros ojos, como alarma que nos indica de qué manera esos preceptos morales son, en la vida, los mismos y distintos según quien los controle. La vida de un hombre blanco depende de una prostituta, quien debe denunciarlo tras presenciar cómo ese “hombre de bien” asesina a un negro. Alrededor de ese núcleo, Sartre organiza un complejo tejido de segundas intenciones en la cual la política y el sexo son básicamente elementos de atracción, y donde es la soledad de Lizzie enfrentada a sí misma lo que subyace como verdad doliente. El mundo está controlado, en su mayor parte, por hijos de puta; pero una puta no puede controlar el mundo. O al menos, no debe creérselo. A ella, al personaje que representa en ese entorno sureño en el cual sus maneras más liberales son recibidas con hostilidad, le toca defender su dignidad, su capacidad de albedrío, su generosidad y su egoísmo. Entre la vida del blanco y la vida del negro al que aún puede salvar, está la fisura de su pasado, del cual apenas se dan dos o tres informaciones esenciales, porque Lizzie, en realidad, existe a partir de ese momento en el cual la obra comienza. Se valora a sí misma como ser humano atrapada en esa decisión que debe o no tomar, y deberá reconocer hasta qué punto es o se deja ser cuando interactúa con Fred o El Senador. Si la existencia es un infierno, a ella le toca descubrir que se trata de un infierno simplemente humano, donde la política y no siempre la fe garantiza la caída o el ascenso. El espectáculo toma todo ello como punto de partida. Y siendo fiel a lo que Carlos Díaz propone, lo convierte en una provocación. Comenzando como un sex show, donde Estrellita, el magnífico transformista que acompaña a Teatro El Público desde La Celestina, interpreta su himno de batalla: “New York, New York”; la puesta en escena ofrece sus primeros desdoblamientos. Rodeada de fisiculturistas que muestran su anatomía, sus triceps y bíceps sin recato; será Liza Minnelli o la propia Lizzie, que llega desde esa ciudad a la que canta a esta otra donde le esperan tan insólitos acontecimientos. La canción está montada como antecedente y espejo de la vida de Lizzie, esa mujer acosada por hombres que la adoran y poseen, al tiempo que se devoran a sí mismos bajo los aplausos de la grabación. Desdoblada, esa imagen, también en fiel cumplimiento a una de las costumbres más recordadas de Teatro El Público, Estrellita interpreta las acotaciones iniciales de la pieza; mientras Lizzie y Fred entran a la jaula donde ella ha sido una imagen triunfal. Es entonces cuando el espectador debe comprender de qué manera ha sido engatusado, quedando a solas frente a Lizzie y el hijo del senador que intenta arrancar de ella la declaración que salvará a su primo y condenará definitivamente al negro. Los fisiculturistas se transformarán en agentes de la policía, con vestuarios no menos provocativos, pródigos en referencias priápicas, cuerpo de seguridad del Senador: sus mejores perros. A quienes afirman que se trata de una arista del espectáculo que bien podría no estar, respondo que ellos encarnan aquí una de las inevitables exigencias del teatro de Carlos Díaz: ser siempre algo más, rebasar la línea de moderación que otros directores nuestros ponen a la vista generalmente demasiado rápido. Esa imagen: sus cuerpos, el estallido de una canción, la sordidez del cuerpo semidesnudo en una situación equívoca, dicen de la manera con la cual Carlos Díaz también responde a sus detractores, a los que acusan a su teatro de excesivamente sensual. Como si el cuerpo no tuviera su propia política expresiva, como si la anatomía alzada en un escenario no cobrara un valor que no debe ser entendido únicamente como explosión erótica. Como si se olvidara que todo, allá arriba, cobra conciencia y sentido de signo. Incluso cuando, como es el caso, esos fisiculturistas obren desde un juego de representación evidentemente asumido sin toda la carga de malicia teatral que tal vez alguien deseara. Se limitan a mostrarse, como lo harían en un campeonato o frente a la mirada de una admiradora febril. Desde esa transparencia, se hacen aún mucho más mórbidos. Sólo Carlos Díaz, quiero creer, es capaz de organizar imágenes como esas en tanto pórtico de un espectáculo donde van a debatirse tantas ideas. Entre nosotros, sólo él puede amonedar esos golpes de efecto. Es su manera de ser. En y para la escena. Discutirlo significa también aceptar en esos márgenes donde él define su perspectiva teatral. Pero no entender tal cosa es reducir el diálogo a toda la pobreza de lo obvio. V Durante el proceso de montaje, en el cual trabajé como asesor tal y como vengo haciéndolo en la compañía desde el año 2000, comenzó a elaborarse una aproximación que, desde el rigor que nos exigía el homenaje, supo metamorfosearse en otras zonas de contacto con el texto. Una obra que, sin dudas, ha envejecido, y que demuestra la vieja sospecha de que el teatro de Sartre es mucho menos potente hoy que el de Jean Genet, en el cual la teatralidad y la fuerza de las ideas se combina con mayor elocuencia. Preocupado a ratos por las grandes frases (A puertas cerradas es una disertación más o menos insoportable acerca de las sin-salidas del propio existencialismo), Sartre elaboró personajes-voceros; no siempre figuras vivas en la escena. Lizzie es, afortunadamente, una sorprendente excepción. Recuerdo haber visto, en una Bohemia de los 60, una serie de fotos en la que el autor de El ser y la nada conversaba con una Brigitte Bardott asombrosamente seria: una especie de Pigmalión y Galatea sin la música de My Fair Lady. Bardott, como la Monroe, es una referencia ineludible en la posible concepción que toda actriz puede dibujar de esta prostituta, consciente de su sex appeal pero no siempre de su capacidad política. Para proponer un subrayado que fuera fiel al debate de ideas, pero que también consiguiera acercar a un espectador de hoy esta trama, Carlos Díaz propuso una clarificación de los subtextos sexuales de la obra. Para ello, es obvio que echó mano a todo lo que, como experiencia, pudo haberle aportado su conocimiento de las obras más memorables del teatro sicológico norteamericano, donde el fantasma de Freud resultaba ser, por lo general, el deus ex machina que aparecía para clarificarlo todo. Es como si Tennessee Williams hubiera reescrito la pieza, o la hubiese traducido a un lenguaje que Carlos Díaz supiera trasladar al escenario con rapidez. Partiendo de la inseguridad sexual de Fred, ese muchacho aparentemente afirmado en su pedigree pero no en su capacidad de satisfacción erótica en la cual Lizzie logra enredarlo, Díaz presupone un discurso en el cual esa dependencia revaloriza todo el argumento. El poderío de Lizzie radica en su los encantos de su femineidad, en su atractivo innegable, en el modo en que su no contaminada libertad pone en crisis otros estados de moral y consentimiento que Fred apenas logra preservar ante ella. Solo que su tragedia consiste en que ella misma no tiene una conciencia clara del asunto. Tal vez una heroína de Williams hubiera podido resolver el dilema. Lizzie no puede. De ahí que al final, al confesar dócilmente a Fred cuánto la hizo gozar en la noche previa a la acción que vemos, quede reducida a una muñeca de goma. Un objeto sexual que su dueño infla o desinfla a su antojo más vulgar. La Política del Cuerpo, una vez que no resulta debidamente controlada, es tal vez la más atroz de las políticas. VI A lo largo de los ensayos, como una propuesta del director, empezaron a filtrarse en los diálogos frases que el cubano de hoy maneja como ases de agresión y escape ante una realidad cuya dureza se va haciendo cada vez más palpable. En el teatro cubano existe una tradición discreta sobre el manejo de las mal-llamadas-malas-palabras, que tuvo en el Teatro Shangai exponentes puntuales. Se trata de una suerte de recurso sin duda muy gráfico, que es generalmente eludido, a pesar de que la narrativa actual de nuestro país, desde Pedro Juan Gutiérrez a Zoe Valdés y de ahí hasta Leonardo Padura, bajo exigencias no solo de mercado, comienza a asumir ya con un desenfreno que nos resulta muy propio. Hasta hace poco, decir ante el auditorio palabras como “pinga”, “bollo”, “cojones”; o cosas así, podía resultar de una agresividad desconcertante. Una suerte de barrera entre la vida y el teatro “impedía” la entrada de tales cosas en el mundo más o menos sacro y organizado de los escenarios. La televisión, por ejemplo, se esfuerza en subtitular filmes norteamericanos o ingleses donde palabras tan elocuentes y descarnadas como “fuck”, “cock”, “dick”, “pussy”, “ass hole” y otras, son transformadas en otras menos explícitas, acaso con el mismo pudor con el cual los editores españoles traducían a Aristófanes hasta principios del pasado siglo. Pero varios de nuestros humoristas, por ejemplo, que se cuidan de aparecer en algunos teatros manejando esos vocablos, los emplean desde los acentos más soeces en espacios menos abiertos, como el cabaret. No creo que se trate de una actitud que deba convertirse en costumbre, en tanto de su uso como elemento dramático acertado depende el que cobre o no un sentido real sobre la escena; que ya para groserías uno tiene bastante en la calle. Se trata de poner a prueba las resistencias de la escena y su espectador, poniéndolo al límite de algo que escuche, vea y alcance a entender como un auténtico peligro. Ahora, Carlos Díaz ha colmado la paciencia de muchos al redibujar esas palabras, recogidas del fraseo popular que las emplea como válvulas de escape para reaccionar ante la dureza de una crisis, sobre la atmósfera opresiva dominada por esa jaula de hierro negro. Si el lenguaje es un arma expresiva, y si la intención es la de radicalizar su uso, Díaz, que imagina a Lizzie como una emigrante latina que huye de New York sin comprender que va a caer en la boca de un lobo sureño, y apela a esas palabras para desmantelar la sacralidad de un texto que hemos releído generalmente con aburrimiento. También recuerdo que, durante su visita a Cuba en 1960, Sartre preguntó a Fidel qué haría con las prostitutas. A la respuesta de que pensaban ser eliminadas y convertidas en taxistas, Sartre se llevó las manos a la cabeza. “No, no, no”; eso dicen que dijo. Lizzie regresa ahora a una Habana donde puede referirse a su oficio sin eufemismos. Las palabras groseras que llueven sobre el texto del francés son otra máscara. Carlos Díaz apela a ellas para activar una noción de alta expectativa que el cubano comprende. Entre gentes que hoy hablen así, discutan entre ellos manejando esos términos, puede pasar cualquier cosa. Y Díaz aprovecha esa calidad de incertidumbre, esa intriga también verbal, para introducirnos en lo que esos personajes realmente discuten. Como sobresalto, ha sido eficaz. En algún instante del rápido montaje, me descubrí conversando con Yailene Sierra, encargada de asumir a la protagonista, acerca de cuántos sinónimos de “verga”, “rabo”, “tranca”, etc., intercalar en una frase; o sobre si era más prudente sustituirlas por otra palabra más o menos fuerte. En su interpretación, ella ha conseguido hilvanar esos términos mediante una organicidad que dota a Lizzie de una fuerza inesperada. Incapaz ya de agarrarse a nada, hundida en la mierda hasta el cuello y poseedora no más que de la serpiente que lleva en su muñeca, se aferra al lenguaje para protestar, dar fe de vida. Sin posibilidad alguna de esconderse jamás, manteniéndose a la vista del público desde los primeros minutos hasta los últimos, ella desarrolla una de las actuaciones más sinceras y despojadas de artificio que haya visto nunca: desde la incorporación de los lugares comunes de la seducción hasta el abandono final más íntimo, cuando orina en escena o grita su nombre, pidiendo que la saquen definitivamente de la jaula donde quedará encerrada, todo ello en una línea donde no pierde la tensión del rol ni elude las transiciones más complejas. Ella demuestra que Carlos Díaz puede ser, también, un soberbio director de actores, cuando puede manejar un talento tan firme y despojado de falso divismo como el suyo. Sus aplausos son tal vez los más merecidos de toda la temporada habanera. VII Alrededor de la jaula negra diseñada por Ramón Casas, los espectadores están sentados en una disposición de teatro arena que rinde tributo a lo trazado por Erik Santamaría en 1954 y nos recuerda que, a más de año y medio de su rotura, el Trianón sigue trabajando como teatro, a pesar de no contar con el debido aire acondicionado. El emplazamiento de las sillas convierte al espectáculo en un objeto a mirar desde una cercanía que acentúa y profundiza la complicidad que, desde una composición más o menos parecida, organizaba la lectura de Ceremonias para actores desesperados, aunque la atmósfera es aquí distinta, mucho más viciada que la que podían convocar el fantasma de una ahogada y un suicida amante de una estrella del rock. A la vuelta de unos quince años de trabajo, Carlos Díaz ha sabido reducir el aparataje teatral de su espectáculo a lo imprescindible, desde una revisión crítica y cínica que cambia un aspirador por una simple escoba, pero que también convoca a manejos más implícitos de lo que aquí se debate. Si ha logrado exceder las normas de paciencia y autocontrol del público desde el uso explosivo del lenguaje, ametrallándolo con citas a una cotidianidad reconstruida desde las malas-palabras, también despoja a la obra de todo color para informar gráficamente de su oscuridad, de su presunta tragicidad. La vinculación de las referencias que aporta el imaginario de Tom of Finland son saetas clavadas en el cuerpo de esa estructura, que el equipo de diseñadores (Vladimir Cuenca, Roberto Ramos, Sandra de Huelbes, Karen Rivero) aprovecha en el vestuario y sus elementos a conciencia. La serpiente de Lizzie, ese símbolo de su condición ya maldita que aparece en su brazo y cuelga del techo de barrotes, se repite en el pantalón de Fred. Su traje acebrado del segundo cuadro la enmarca como animal de feria, de zoológico: una segunda piel que la recubre mientras Moraima Secada discute de tú a tú con su angustiada conciencia. La escoba, que no el aspirador, nos dice que estamos aquí; del mismo modo en que los bombillos ahorradores que colocaron el director y Manolo Garriga en la jaula se encargan, desde la iluminación, de repetir el guiño. Lo demás es el inmenso abrigo del Senador, bajo el cual se esconde el dueño mismo de este circo y de esa bestia a la que habrá que hacer saltar por el aro, bajo acordes de reguetón y máquinas de ritmo que retraducen el inevitable tema de Lo que el viento se llevó, tan caro a las producciones de todo Teatro El Público, y ofrecen en remix el tema de despedida de San Nicolás del Peladero para acompañar la campaña presidencial del futuro senador Fred. Creo francamente que el montaje, concebido en una pequeña escala, alcanza su mejor logro en esa palpabilidad, en esa visceralidad lograda en sus momentos más desnudos, en los cuales se comprende que aquí lo que se discute es la fragilidad de la dignidad humana, y el modo en que, todos los días, decidimos para mal; aun cuando estemos conscientes de que no todos los discursos debieran convencernos. Discutir desde ese emplazamiento el modo en que perduran en nuestra sociedad prejuicios racistas, que el espectáculo comenta y critica desde posiciones incómodas, abre otro estado de intercambios en el que la risa del espectador puede trocarse en otro status de conciencia. Estando dentro del espectáculo, sin embargo, no me niego a plantearle nuevas exigencias. Participar en el proceso de su montaje y representación, no me impide interrogarlo continuamente. Los distintos actores que han interpretado el rol de Fred no aportan una línea única de asunciones. Si Alexis Díaz de Villegas acude a su voz y a un dibujo sicofísico que logra convencer por encima de la juventud que el personaje debe mostrar, y que el actor ya ha sobrepasado, su caracterización se refuerza acentuando la malignidad de este carácter, sacando a flote toda la oscuridad que tras este hijo de buena familia puede ocultarse; en un desempeño que confirma el sitio que este actor posee hoy en el teatro nacional. Félix González tiene ante sí la mayor exigencia de su carrera hasta hoy; y tanto él como Sergio Buitrago y Sándor Menéndez deben poner a toda capacidad sus trayectorias recientísimas cuando se enfrentan a Yailene Sierra, quien todas las noches produce nuevas señales, manteniéndolos en un estado de alerta perpetua. Osvaldo Doimeadiós, a solo unos meses de su Santa Cecilia esplendorosa, vuelve con un personaje al que trabaja en un tono apropiadamente menor, reduciendo al mínimo las posibilidades de convertirlo en mera máscara, para sacar del enrevesado personaje un rostro limpio, desde el cual ha sabido tamizar sus dotes de comediante para que la obra, con su aparición, deje al descubierto la veracidad horrible de todas las manipulaciones. Alternando con él, Walfrido Serrano elige el camino opuesto, llevando a un punto de choteo el mismo personaje, transformándolo justamente en una máscara, en una construcción que desde la voz es ya una especie de ser construido ex profeso mediante el artificio. Me parece, sin embargo, que este personaje, en la puesta en escena, sufre con una segunda aparición que no está resuelta con la misma brillantez de su primera entrada; y francamente prefiero el sentido que Doimeadiós ha dado a sus parlamentos. No porque crea desacertada la labor de Serrano, tal vez sea solo una cuestión de gusto personal. Algo parecido a lo que me ocurre con el trabajo de Senén Morales, quien ha logrado crecer durante la temporada, aunque sigue manteniendo su Negro en un tono a ratos discordante con la exasperada naturaleza de los sucesos. En ese orden de reclamos, sigo considerando que la aparición de Thomas, el primo de Fred al que Lizzie debe o no acusar contra el Negro, encarnado aquí por Sergio González, resulta demasiado ambigua y no siempre acierta a integrarse, más allá del vestuario que conjuga un abrigo de piel con atributos del sadomasoquismo (algo caro a Mapplethorpe y a otros de sus contemporáneos de la fotografía más atrevida, como Jimmy deSana), con el discurso activo de la pieza, según va siendo leído en un orden que, poco a poco, rebasa esos elementos de provocación externa para profundizar en una calidad más incisiva y comprometedora. Entiendo la intención de mostrar su índice de depravación, opuesto a la imagen blanqueada que Fred intenta defender, pero su presencia no siempre resulta un signo claro, devorado tal vez por esos mismos atributos que lo visten. Es una de esas opciones a las que Carlos Díaz me enfrenta desde el rol de asesor al que me convoca: uno de los retos con los cuales me anima a discutir. Creo que en determinados instantes se refuerza en exceso el manejo de las palabrotas, a manera de morcillas no siempre justificadas dramáticamente, que en varios momentos se desdibuja la tensión de la historia ante chistes y desvíos que, por suerte, no se repiten en los sucesos donde los personajes son conminados a una acción e interacción de valores precisos para la trama. Creo también que el montaje corre el peligro de ser leído solo como una provocación. Pero eso es una opción que corresponde ganar o no a los espectadores, según cada cual maniobre en su conciencia. La carga política del texto sigue estando a la vista. El montaje, creo, ha dilatado su capacidad de protesta. Si La ramera respetuosa es una denuncia; La puta respetuosa puede leerse como un libelo. VIII Una producción de El Público será siempre un ejemplo de teatro reactivo. Las intencionalidades progresivas de su director lo han llevado a confrontar de modo tenaz los juegos de máscaras y verdades que sostiene no solo nuestra política teatral en tanto tradición, sino también sus proyecciones en tanto sistema institucional. Una confrontación que rápidamente sobrepasa lo teatral para incidir en otros estratos de la vida cubana contemporánea. Bajo la exigencia de una suerte de compromiso más o menos inmediato con el hic et nunc, su teatro ha sido juzgado, al tiempo que sus anhelos más personales (dirigir un Shakespeare, un Chéjov, un Miller), se consideran empeños no siempre debidamente ligados a una mirada que, por querer ser reflejo de nuestra circunstancia, puede devenir epidérmica bajo esas mismas exigencias. Por suerte, Díaz ha hecho de la fórmula de trabajo, del no parar ante ninguna contingencia, una suerte de regla dorada que ha permitido que su Proyecto persista, y que lo lleva a no dudar en la búsqueda de sponsors o amigos que desde el extranjero puedan conseguir algo imprescindible que en Cuba no aparece para redondear su producción. Un Proyecto que es ya algo más que el mero número de estrenos o reposiciones de la compañía. Un Proyecto en verdad que es esa identidad teatral específica a la que me refería al principio, argumentada en la solidez y estabilidad de sus principales líneas expresivas, en el reacomodo dinámico de sus recurrencias, de los lugares comunes que ya otros han agotado o no han conseguido potenciar hasta el nivel que se prometían a sí mismos. Los ataques que cada espectáculo de Teatro El Público recibe, son también, qué duda cabe, parte de ese Proyecto. La invectiva lanzada por Frank Padrón Nodarse sobre La Celestina, o por el Monseñor Carlos Manuel de Céspedes contra zonas de su trayectoria; son ejemplos palmarios de la capacidad estremecedora de sus entregas. Y de la incapacidad real de comprensión que, más allá del escándalo o la mezquindad, puede merecer entre nosotros la pretensión de construir un Teatro, que no El Teatro como sueño utópico integrador de todas y cada una de sus manifestaciones nacionales, a riesgo de confundirlo todo en una misma masa equívoca y desjerarquizada. Creo que La puta respetuosa subraya esa condición de Autor que Carlos Díaz coloca entre nosotros como director escénico; ese derecho a ser una voz y un modo particularizado de ofrecer diversas calidades de discusión frente a la idea homogénea y aburrida de un arte que debe conminar a todos en la misma dirección. Del modo en que lo hiciera Víctor Varela, o como lo hacen hoy –por ejemplo– Flora Lauten, Nelda Castillo o el Teatro de las Estaciones, sus producciones implican ya un signo, por qué no, gozosamente perverso y sedicioso; pero capaz de sostenerse como un hecho estético que coloca en otra dimensión la discusión sobre sus resultados, sobre el impacto que una pieza capaz de funcionar desde un orden autónomo de sus incidencias, levantado en la tradición propia del colectivo y en su habilidad para crear sus propios referentes de análisis y transgresión, que lo separa del conjunto en el cual tantos medran sin alcanzar la contundencia que nos exige esa otra mirada. No quiero decir que sus producciones sean tan distintas o exijan lecturas tan diferentes como para que no se les pueda entender como parte del panorama teatral cubano. Lo que quiero decir es que, dado el nivel y la densidad de sus entregas, teniendo en cuenta el signo diferenciado que enlaza su trabajo como un sistema orgánico que dilataciones y tensiones específicas, este director, junto a los otros mencionados, puede empezar a ser estudiado de un modo que tanto nos falta, empeñados como parecemos en igualar los resultados de unos y otros bajo esa égida no siempre feliz de la Familia Teatral Cubana, que ha servido de escudo y bandera a la hora de marcar territorios de acción teatral específica, y que confunde la investigación con el mero homenaje. Una Identidad Teatral es algo más, insisto, que una agrupación. Es un concepto que dispara flechas a blancos singularizados, que tiene ya un público que reconoce limpiamente sus asertos, que maneja códigos permanentes en diversas escalas de ataque, que acuña una poética desde una retroalimentación y una operación de reciclaje que produce y pare teatro; un teatro que es un rostro. Un Teatro que puede sobrevivir a la incomprensión momentánea, a los prejuicios políticos que acosan a un acto escénico vivo en cualquier lugar del mundo, a la fragilidad de lo que, cada noche, se convoca, invoca, revoca y desboca sobre un escenario. Y que echa por tierra las bases de lo preconcebidamente correcto, en función de alentar como un ritual conminatorio, que nos obligue, a ratos a pesar nuestro, a ir a ver esa nueva puesta en escena, a reaccionar ante ella no desde el aplauso formal sino desde el debate o la discusión. O, como en mi caso, desde un sentido de pertenencia que me arrastra, una y otra vez, a preguntarme sin descanso cuántas vidas vive en realidad Teatro El Público. Supongo ahora, en esta temporada, que tantas como espectadores que hayan llegado a estas mismas puertas desde que se abrieron para este director, en un ya más o menos remoto 1994. IX Mirando desde su propio interior al espectáculo, trabajando en él como un asesor al cual los actores piden un criterio, o atendiendo las necesidades del director cuando un parlamento suena a traducción y no a palabra estrictamente teatral, confieso que una vez más Carlos Díaz ha logrado seducirme. Al punto de que, por esta vez, redacto unas notas públicas, cosa que no he hecho nunca antes. Para decirme a mí mismo cuánto me asombra el modo en que este hombre puede replantearlo todo, y afirmar en sus golpes de efecto la veracidad de un sistema de trabajo, de repertorio, de expresividad teatral auténtica. Puedo contar aquí cuánto me sorprendía el verlo condenando a sus actores a moverse en el reducido espacio que luego ocuparía la jaula, y que durante tanto tiempo sólo él veía en su imaginación; a diferencia de los años en que les ha pedido a esos mismos intérpretes desplazarse en amplias diagonales de una punta a otra del escenario. Y cómo supo trasladar al cuerpo de la actriz frases suyas, que en su imaginario personal tienen un sentido no menos teatral pero que lograron integrarse a la verdad del montaje desde un juego de compromisos que rara vez se deja ver en nuestra escena. Un espectador, al salir del Trianón, puede preguntarse qué clase de persona puede ser este director. Creo que La puta respetuosa ofrece informaciones de primera mano sobre su acometividad, su escaso miedo a tocar allí donde la vida se revela en sus recodos más tremendos, haciéndose palpable desde un juego de espejos que desdeña las imágenes preconcebidas o que anteponen el valor de lo teatral a cualquier prejuicio moral preestablecido y que, cómo no, lo exponen: ofrecen un esbozo retador de lo que dice y lo que piensa. La puta respetuosa es un espectáculo que hace delirar desde su sentido activo del riesgo, desde la desnudez que no oculta los instantes amables o desagradables de su progresión, y que se traduce en una inquietante calidad que solo he descubierto en poquísimas obras. Me deja en el angustioso estado de saberme parte de una producción que no se limita a exigir elogios o rápidos disensos; sino en el territorio movedizo de quien, cada noche, se pregunta qué nueva incertidumbre va a poner en marcha todo ese mecanismo teatral, ante un público que ya, a esta altura de la temporada, no es el que acude a las primeras representaciones de cada espectáculo, sino el cubano común y de a pie –y también no el de a pie, no faltan los que se bajan ante la puerta del Trianón de carros lujoso y alquilados, y entran al teatro como quien va a Dios sabe qué otro sitio, buscando qué, pero buscando. Puesta elaborada en apenas dos, casi tres meses, La puta respetuosa puede convertirse en una carta de presentación de lo que, a sus cincuenta años, Carlos Díaz ha aprendido y ha decidido olvidar del Teatro, de lo que quizás pueda brindarnos en sus futuras producciones. Aunque con él, nunca se sabe. Como Lizzie, es un personaje sorprendente. No sabremos nunca del todo con qué nueva propuesta se aparecerá, ni como va a levantarla sobre el cada vez más frágil escenario de este teatro. Como ella, eso sí, puedo asegurar que intentará mantenerse fiel a sí mismo. Y que como la actriz que la encarna, en el último momento, no dudará en golpear los barrotes, exigiendo una libertad que será posible también como espectáculo. X A la altura de los días en que cierro estas líneas, una nueva intérprete se dispone a doblar el rol principal de este espectáculo. Su entrada será un atractivo que hará regresar al Trianón a muchos de los que ya, tantas veces, han aplaudido la puesta. También eso introducirá otra química, no menos reactiva, en la disposición integral de varios elementos, lo cual podrá corroborarse en las funciones que, al menos hasta a mediados de mayo, seguirán anunciándose. Durante todo ese tiempo, La Habana (y tal vez otras provincias, ya el montaje visitó El Mejunje, en Santa Clara), tendrá a la vista esta mezcla insólita de ideas y cuerpos en la que Tom de Finlandia ilustra los parlamentos de Jean Paul Sartre. De repente, los beefcakes entienden algo de filosofía. La mujer, siempre más o menos extraña visitante en el mundo del dibujante finlandés, los obliga a comportarse desde otro orden de pensamiento. Me pregunto si será políticamente correcto. Me pregunto si no será suficiente. Si todavía, dentro y fuera del límite probable que puede ser Teatro El Público, no quede por quebrantar otro margen imposible. Cuando lleguemos a las cien funciones, tal vez pueda responderme. O recibir, del público, la respuesta que ahora me tienta. Eso espero. Eso quiero. Sentado frente a la jaula negra, en la soledad final de una noche de teatro. |