La
Azotea de Reina | El barco ebrio |
Café París | Ecos
y murmullos |
||
Hojas al viento | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa | ||
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
Ficción
y realidad del solar habanero (y
breve dossier sobre condiciones de vida en Cuba según la mirada
de los higienistas) Pedro Marqués de Armas 1 Aunque los barrios marginales de La Habana siempre fueron señalados con aprehensión por las autoridades sanitarias de la colonia, fue el surgimiento del “solar” a finales de siglo XIX el elemento que redobló la ansiedad. Montadas por lo común en antiguas mansiones semejantes a los “conventillos” de Buenos Aires, en las que se apiñan las familias más pobres y buen número individuos solitarios, estas viviendas colectivas aparecieron en Cuba en un contexto cargado de tensiones demográficas y raciales, como consecuencia de la masiva inmigración española, del fin de la esclavitud y de la extensión de núcleos obreros. Si el primero de estos factores apunta a una “amenaza externa” y el segundo –- vinculado a un éxodo de ex-esclavos rurales y a la por sí sola notable liberación de los urbanos –- coloca la “cuestión interior”; los tres en conjunto informan de un peligro más grande: el miedo a las mezclas en todas sus variantes –- de vivos y muertos, de hombres y animales, de negros y blancos, de sanos y enfermos, de anarquistas y ñañigos, etc. –-, miedo agitado por los médicos higienistas, convertidos entonces en los nuevos iluminados de la era bacteriológica. A cada uno de estos temores correspondió el emplazamiento de dispositivos que no tuvieron, por lo general, suficiente alcance en las postrimerías de la colonia, pero que sí lo van a tener durante la intervención, cuando se les acople y despliegue en toda su intensidad. Así, en las últimas décadas del siglo XIX, en las que son comunes las “muertes repentinas” en plena calle –- los filtros de Carlos III se habían convertido en el moritorio elegido por los suicidas y donde los mendigos se dejan caer –-, en carruajes y cuartos baratos, aparecen al unísono la Morgue y la estadística de mortalidad por causas y se vuelve a encauzar a los cementerios. El temor al maridaje de hombres y animales impulsa, por su parte, los estudios sobre la rabia y el muermo, así como los consabidos reclamos contra el matadero de Cristina y los mercados, o a favor de la recogida de la basura, todo ello a la sombra del Laboratorio de la Crónica Médico Quirúrgica (1887), o bien de la Sociedad de Higiene (1891), sin duda las dos asociaciones sanitarias más importantes del momento. A su vez, se producen trasformaciones en la prensa, entre ellas la introducción del fotograbado, que garantiza el éxito de la crónica de sucesos e influye en la formación de públicos diferentes, incluso –- como veremos –- un público de solares, al que se le acusa de repetir la misma violencia que consume. Es entonces, también, que la Morgue abre sus puertas a los reporteros y se comienza a vender el croquis de los cadáveres, a menudo a tamaño de página, aderezados con comentarios satíricos y términos médicos legales. Circulan además folletines estruendosos y catálogos de fotografías de delincuentes y se refuerza, mientras tanto, la invención del ñáñigo y de otros tipos criminales. El miedo al contagio no deja fuera nada y alcanza a coches y tranvías, picaportes y pasamanos, e incluso a los juguetes. La revista La Higiene, por ejemplo, emprende todo una campaña contra los pitos que los niños se llevan a la boca, acusando a las tiendas de Obispo de venderlos sin protección alguna. Descrita con frecuencia como una ciudad que reposa sobre sus propias inmundicias, se habla entonces de una “forma de ser de nuestras excretas”, al tiempo que se determina el volumen producido en cada localidad y por individuos. Cálculos que tienen por modelo el conteo de colonias de microorganismos bajo el microscopio, llegan a ser tan maravillosamente precisos que nadie duda, como refiere con ironía un comentarista, que la higiene no sea una ciencia exacta. Las varias ensenadas portuarias y los colindantes barrios bajos de La Habana conforman, al decir de los higienistas, un légamo que se alimenta con los residuos del matadero, así como de los desperdicios que vierten fábricas, cuarteles, hospitales y las casas de vecindad. La de Atarés en particular (pero igual toda la urbe), es vista entonces como un enorme caldo de cultivo donde “por acción de los rayos solares” se desprenden emanaciones que los vientos empujan hacia Chávez, Jesús María y otros sitios “de notoria mortalidad por toda clase de enfermedades, y en especial por la tuberculosis”. Si bien al solar se le calificó desde un inicio –- antes de que la criminología y las prácticas policiales cobren toda su fuerza –- “de antro de ladrones y asesinos”, en principio se le vincula sobre todo a la prostitución y a una alta incidencia de enfermedades contagiosas. Y será la tisis y no la fiebre amarilla –- todavía asimilada a un enemigo invisible y por lo general externo, y sólo más tarde controlada –- a la que se le caracterice como la patología social por excelencia, en particular como “enfermedad de los solares” y por extensión de los negros. Cuando en 1892 la Junta Provincial de Sanidad de la Habana organiza las “visitas a domicilio”, estas comienzan por las ciudadelas, en las que se supone se produce más de la tercera parte de la basura de la ciudad y tiene lugar el mayor número de violaciones sanitarias. Allí, comenta Antonio de Gordon y Acosta en su emblemático artículo “La tuberculosis en La Habana desde el punto de vista social y económico”, publicado en enero de 1899: “se ven todos los horrores a que expone la carencia de recursos, en las que hay que censurar más que lo expuesto (…) sobre las viviendas de los indigentes (…) y son letras muerta los artículos de las ordenanzas municipales”. Por su parte Diego Tamayo, discípulo de Pasteur y fundador de la bacteriología cubana, lo dirá con meridiana claridad pocos años más tarde en su estudio “La vivienda en procomún” (ver dossier): además de campo donde “fructifican todas las malas pasiones”, el solar es “el semillero de la tuberculosis”. Si con otros elementos ahondásemos en estas descripciones finiseculares, veremos que a casi toda la ciudad –- a excepción del “manto rocalloso de San Lázaro” y algunas pocas alturas –- se le adjudica la misma consistencia de un pulmón dañado: sus bronquios colapsan (a falta de parques y de amplias avenidas); sus arterias se obstruyen (por el drenaje deficiente de “caños moriscos” y “pozos negros”) y sus alvéolos se encharcan “lo mismo que la base completamente mojada de la población”. De hecho, se trata de “manchas” –- semejantes a las que se observan en una radiografía –- que se extienden desde la periferia hacia centro, invadiendo el espacio en que aún habitan algunas de “las familias más acomodadas y alrededor de aquellos sitios en que es más activo el tráfico mercantil”. Los “caños moriscos” y las “mal llamadas cloacas” son expresión de una nefasta herencia hispanoárabe que liga la urbe, como ha apreciado el estudioso Carlos Venegas, “a otras ciudades del mundo oriental y antiguo”, impresión que tienen algunos viajeros y militares médicos norteamericanos. Por supuesto, dichas viviendas vienen a ser epítome –-y no meramente parte –- de ese submundo mefítico que tanto cuadra a la imagen del régimen colonial recién depuesto: “Fabricadas en contacto íntimo con las vecinas, su suelo –- inútil parece afirmarlo, dice Tamayo –- carece de drenaje adecuado y a él van a parar los desechos, impregnando de este modo los terrenos limítrofes que no sería exagerado afirmar que el subsuelo de la ciudad está formado por una capa excrementicia”. Discurso fecal –- Lacan ha dicho que la civilización es puro excremento con el añadido de un cartel que indica: prohibido cagar –-, legitima el orden de la higienización “civilizadora”, dispuesto a construir espacios respirables para el ejercicio de la democracia. Tan temprano como el 17 de enero de 1899, en junta celebrada en la Academia de Ciencias y presidida por el mayor Davis, se anunció que la ciudad sería dividida en cien distritos sanitarios. Al frente de éstos fueron colocados “profesores médicos” que, escoltados por patrullas de voluntarios, dieron inicio a la campaña de saneamiento, comenzando las acciones por la inspección de todas las casas de la urbe. Además de vacunar y de velar por la recogida de basuras y de animales muertos, los médicos debían instruir a los moradores en diversas materias e informar sobre las condiciones de habitabilidad. Para ello se confeccionó un modelo de procesamiento de datos en el que quedaba registrado el número de familias, sus componentes, las enfermedades detectadas, el estado de letrinas y cloacas, la condición física de los inquilinos, su mayor o menor pobreza, entre otras muchas cuestiones. De esta empresa se concluyó que sólo el 10 por ciento de las casas de la capital tenía inodoros, por lo que comenzó la importación de éstos, siendo instalados a precios módicos y profusamente, incluso antes de concluido el sistema de tuberías y la red de alcantarillados. Aunque en esta misma sesión académica se determinó establecer el Servicio de Cuarentenas, los resultados sanitarios no se hicieron esperar, descansando fundamentalmente en este modelo capilar (los médicos hablaban de “cuarentena interior”), basado en la identificación y el control de focos, esto es en una vigilancia individualizada que condujo en breve al disciplinamiento de la ciudad. Si bien no exenta de antecedentes en la isla, la distribución panóptica rompía el binarismo dentro/fuera, y venía a reforzar (y a ser reforzada por) otra visibilidad: la inmediata confirmación del mosquito como agente transmisor de la fiebre amarilla, que sin duda encontraba el terreno abonado. Puesto en jaque el flagelo del vómito, quedaba entonces la “cuestión social de la tuberculosis”, verdadera punta de lanza para la conversión de los higienistas en criminólogos, o por lo menos para su eficaz ligamen. A fin de apreciar mejor el temor a las mezclas desde esta perspectiva, basta repasar lo expuesto por Ortiz en Los Negros Brujos, y en otros artículos, donde se explaya sobre lo conveniente de reprimir a ñáñigos y brujos aplicando lo aprendido durante la campaña contra el mosquito: el control de focos. Curiosamente, Ortiz enfoca a las relaciones de éstos con obreros blancos, entre los cuales sospecha alta cuota de anarquistas y de miembros de la secta Abakuá, así como una suerte de inteligencia secreta, interesada en promover alianzas. Se trata, para el etnólogo, de erigir una vigilancia migratorio-portuaria, a la vez médico-sanitaria y criminológica, en un entorno donde pululan antiguos cabildos, solares, bares y prostíbulos. Claro que, entre los enfermos contagiosos y los supuestos criminales, mediaba el problema de la mendicidad y la locura, disparado como consecuencia de la guerra, la reconcentración y la general orfandad. De ahí que tras el saneamiento inicial, comenzara (en el verano de 1900) una segunda campaña para recluir en asilos, orfanatos y hospitales a un importante número de desamparados. La población del manicomio experimentó, por supuesto, un crecimiento muy superior a la del país durante la llamada recuperación post-bélica. 2 “Al levantarse el velo descolorido que cubría su rostro, contemplamos la imagen de la desolación. Era una mujer de mediana edad. Tenía la piel amarilla, pegada a los huesos; los párpados hinchados, como si las lágrimas no pudiesen brotar; los labios lívidos, arqueados en los extremos; y los ojos enrojecidos, donde resplandecían, como en focos pequeños, los fulgores de la cólera. Estrujaba un periódico entre sus dedos y no podía sostenerse en pie. Se adivinaba que la miseria había minado su organismo y que el sufrimiento le comunicaba su doliente expresión”. Así describe Julián del Casal –- en Al borde del abismo –- a la mujer pobre y tísica que un mediodía de 1890 irrumpe en la redacción de La Discusión con el ánimo de contar su desgraciada experiencia en un solar habanero. No es casual que quien fuera inquilino de tantos cuartos, entre ellos uno ubicado en el antiguo Convento de Compostela, ya entonces convertido en “casa de vecindad”, prefiera asistir de soslayo al lugar de los hechos y apoyarse en buena medida en el consecuente estilo indirecto. A fin de mostrar la indefensión del ciudadano y la impunidad del delincuente, pero con el propósito, sobre todo, de formular a su modo el rol de la crónica de sucesos en el vacío que deja la oposición espacio público/leyes, Casal opta por llevar a su personaje, Angela Quesada, hasta el umbral mismo de su propio dispositivo de representación: el periódico. A diferencia del higienista que inspecciona in situ y elabora luego el informe publicado en alguna revista académica, pero lejos también del reportero especializado en crímenes, se trata aquí de un modelo de crónica que linda con la ficción, más elaborada y no por ello menos verosímil que la nota roja de cada día, y que se entiende a sí misma, sin duda, como entidad especular. No estando exenta de afanes normativos, vende el crimen a un público presumiblemente medio, a buen recaudo, y capaz de señalar el horror como próximo y de apartarse de él mientras se le educa con nociones más tamizadas, aunque igualmente impregnadas de los consabidos de valores raza, género, etc. A través del personaje que aprieta contra sí un ejemplar del mismo diario que en breve contará su historia (o que la cuenta ya, mientras se hace del fetiche que sostiene entre las manos tan solo reproducción o mera serie), se nos describe al solar habanero como “madriguera de bandidos” y al mismo tiempo como un reservorio (de lectores) que consumen (y consuman) “esas historias que interesan a la muchedumbre y le inspiran el deseo de saber el nombre de los personajes principales”. Desheredada igual que Casal, en principio la pobre mujer cree encontrar refugio “en el último cuarto de una casa de vecindad” a la que ido a dar por obra de algún accidente incontestable, cuando no es sino el comienzo de secuencias que ahondan su caída –- solar es sinónimo de cloaca, lupanar, prostitución, etc.–- y que la llevan por último hasta el despacho de prensa. Acogida de momento, viviendo allí su efímero instante, el personaje servirá de vehículo entre la “realidad” y su fabricación por los medios. Apenas termina de narrar su historia, en la cual la desfloración de la hija y el acto común de seducción de que ha sido víctima tienen más peso que la violación propiamente, y ya el cronista retoma la primera persona, para explayar no sólo un final desastroso, sino además un relato criminal siempre por venir: Yo me imagino el desenlace trágico de este drama vulgar. Una noche, al volver de una esquina, la mujer encuentra al culpable y le asesta una puñalada. La policía la detiene y la conduce a una prisión. La muchacha deshonrada, falta de recursos, llamará a la puerta de una casa de prostitutas y se le abrirán de par en par. Los niños, sin freno alguno, pasarán el día en las calles, en las plazas, y en las tabernas. Aprenderán de todo, menos a trabajar. En presidio les estará reservado un sitio de honor. Pudiera suceder otra cosa también: la madre, en vez de matar al culpable, se pone enferma y se muere al fin. El criminal, satisfecho de su obra y libre de remordimiento, se presentará impunemente por todas partes. Es probable que se jacte de su hazaña y la cuente a sus amigos. La actitud de la justicia le infundirá valor para repetir la acción. Crítica social a escala de crónica roja, y por ello mismo atenuada, lo cierto es que desde finales del siglo XIX la prensa comienza a diferenciar entre un público burgués y serio, por un lado (al que por cierto el propio Casal clasifica con gracia casi borgeana en otro texto suyo), y la gran muchedumbre-lectora propensa al contagio, por otro. La idea, cara a Tarde, de las masas como particularmente proclives a efectuar la misma violencia con que se la representa en los medios (los famosos “crímenes en oleadas”, en que centra su teoría del contagio), tendrá enorme acogida entre los médicos y moralistas cubanos de la época, quienes, al contrario de Casal, pondrán por lo general el acento en la Ley y contra la opinión libre en materia de hechos criminales, esta última sancionada en el Congreso Científico de Buenos Aires (1898) como principal responsable de la criminalidad. Así en 1904, al analizar las condiciones de vida en los solares de la capital, el citado Tamayo apunta al consumo de cierta prensa como un rasgo más del modo de existencia allí imperante: “El pasto intelectual lo suministra el periódico La Caricatura; y se explica, porque tiene más muñecos que hileras de letras, y su lectura se reduce a un artículo barriotero –- para usar el vocablo consagrado –- y al relato de crímenes y de cuantos atentados realiza diariamente la bestia humana”. Del igual manera, el demógrafo Jorge Le Roy y Cassá se muestra convencido de que el alza de los suicidios –- sobre todo el “horroroso y repugnante” método de darse candela que jóvenes negras y mestizas han puesto entonces de moda –- radica en el influjo negativo de la prensa. Para Le Roy el germen de mal anida en los “caracteres de Guttemberg”, lo mismo que en los solares donde habitan mayormente estas mujeres, algunas prostitutas, cuyas costumbres son alimento y causa –- según refiere –- de otros tantos focos: tuberculosis, sífilis, anemia, etc. De ahí que se imponga conminar la representación de la violencia en instancias narrativas cerradas: “Guárdense para los anales policíacos y para las publicaciones especiales esas descripciones” y “cuídese que el papel que cae en manos del niño, que lee la joven impresionable y nerviosa o que devora el desequilibrado en la tertulia, en el café, en el tranvía, etc., le lleve en sus columnas gérmenes de disolución y de muerte”. Por su parte, ya Martí se había encargado de censurar la lectura de La Caricatura. En visita que realiza a la casa de Gerardo Castellanos, en el exilio de Cayo Hueso, sorprende al hijo de éste –-futuro historiador del mismo nombre –- leyendo un ejemplar que oculta tras la espalda instintivamente, tan pronto le ve llegar. Entonces Martí, que cae en la cuenta, con superior disimulo y mientras le pregunta por el padre, le corta el paso hasta que lo acorrala y se lo arrebata. No basta que el niño jure que el único interés que le mueve es “la tira cómica” –- por cierto, otro de los ingredientes que explica su popularidad –-; tiene que soportar un dilatado sermón sobre todo lo bueno y correcto que se ha escrito en Cuba y perder además el semanario, que Martí se lleva, ocultándolo, entre un fajo de papeles. Claro está, para Castellanos hijo, que narra la historia, se trató de un gran aprendizaje. El solar también va a ser mostrado en novelas escritas durante la primera República, en las que se pretende recrear “las cosas de la realidad”. Por estas desfilan criadas y costureras, a menudo ellas mismas –- o sus hermanas –- prostitutas, tísicas y suicidas, como además empeñistas, garroteros y toda clase de truhanes. Por ejemplo en La vida de un pernicioso (1918), del militante anarquista Antonio Penichet, la criada Ana Rosa –- huérfana y violada por el señor de la casa –- se incinera arrojándose un botella de alcohol, mientras Natalia –- también nacida y criada en una ciudadela y redimida de la prostitución por Ramiro (alter ego del autor), con quien se casa –- no puede escapar a una muerte por tuberculosis. 3 Claro que la construcción social de la realidad en Cuba a comienzos del siglo XX, y en el sentido más amplio de habitus donde se vive en representación y para ser representado, y donde se internaliza el entorno desde varios ángulos, pasa por instancias más complejas y diversas que la mera folletinización de los conflictos, tanto en la prensa como en la novela, aunque estos rindan no pocas claves para tal estudio. Fue precisamente en el solar habanero donde se formó, por ejemplo, una parte importante de la cultura urbana del suicidio. Allí –- y en progresión casi geométrica desde 1899 hasta alcanzar en la década de 1930 niveles notablemente altos, muy superiores a los reportados en cualquier otra parte del mundo, y también por encima (aunque a mucho menos distancia) de lo que acontecía en otras regiones del país –- se forjó y encontró locus el suicidio por fuego; esto es, su dinámica, sus expresiones y su simbólica. Dicho en otras palabras: además de varios ritmos musicales afrocubanos, el solar habanero aportó a la cultura cubensis el no menos mestizo recurso a darse candela. Bien diferente fue la evolución de la mortalidad por tuberculosis, como resultado, por supuesto, de los cambios higiénicos y nutricionales, así como de una mayor cultura sanitaria, de la vacunación y más tarde de los antibióticos. Esta inicia tras la Independencia un lento pero sucesivo descenso que, si bien se estanca con la crisis económica de 1929, se acelera en cambio de modo ostensible durante los últimos años de la República, tanto en la capital como en todo el país. Y aunque las tasas más elevadas se reportan, desde comienzos de siglo, entre los afrocubanos, lo cierto es que tampoco fueron bajas en otros sectores de la población. Así que la “enfermedad del solar” no pasó de un interesado estereotipo racial. Al contrario, sí aumentaron el número de solares, el hacinamiento y la proporción de negros y mestizos respecto a blancos, situaciones que no se modifican –- algunas empeoran –- después de 1959. A las primeras ciudadelas de La Habana Vieja, se suman luego las construidas en el barrio de Cayo Hueso para los tabaqueros y las casonas aristocráticas del Cerro, habilitadas mayormente en las primeros años de la República, sin olvidar esa otra variante que es la “accesoria”, de la que Piñera nos dejó aquel verso de su poema La Gran Puta: “Solo en mi accesoria haciendo mis versitos/ veía pasar La Habana como un río de sangre…”. De cerca de 86 000 individuos que según Tamayo vivían en 2839 ciudadelas hacia 1904, se pasa a 200 000 en 1951, por lo que el número de estas viviendas debió duplicarse. Se trata, en cada caso, de un tercio de la población de la capital. Sesenta años más tarde se estima en 8000 los solares existentes en la Ciudad de La Habana, donde, a juzgar por cifras oficiales –- y sin incluir ciertos tipos de cuarterías –- debe de residir más de medio millón de personas. En cuanto al hacinamiento se alcanzan índices altos en la década del 30, tras el colapso de la industria azucarera, pero éste desciende bastante en los años cincuenta. En la actualidad, pese al acortamiento de las familias, pudiera haber como promedio 3 individuos por habitación. En el barrio de Jesús María, donde fui médico a mediados de la década de 1990, no bajaba de 5, incluyendo en este caso no sólo cuarto y/o barbacoa, sino también “la sala”, por lo común dormitorio. Pero según el Censo de 2002 el promedio de personas por total de piezas de la vivienda es de 0, 8, y por piezas para dormir de 1,3, "lo cual revela que no hay hacinamiento". Si en 1904 habitan “personas de todas las clases, condiciones y razas” –- y sin duda moró allí, por lo menos hasta la década de 1920, un nutrido contingente de españoles y de cubanos blancos de bajos ingresos –-, diversas referencias posteriores apuntan hasta más de un 90 por ciento de inquilinos negros o mulatos. A lo largo de la República, mientras para las familias blancas el solar fue con frecuencia sitio de paso, para las negras y mestizas resultó en cambio recinto sin salida, como lo ha sido, para todos, durante la llamada Revolución…. Además de los textos citados Al borde de abismo, de Julián del Casal y La vivienda en procomún, de Diego Tamayo, incluimos –- para una apreciación más amplia –- otro artículo de este último autor: Una de las principales causas de la pobreza de nuestras familias, así como La casa del pobre, de Manuel Delfín, quien fuera por muchos años director de La Higiene y lograra establecer en Luyanó la asociación que se proponía. Con ello conformamos un pequeño dossier sobre las condiciones de vida en La Habana de entre siglos y en particular sobre el solar y sus diferentes representaciones. La ubicación de los textos aparece a pie de página. Al borde del abismo Julián del Casal Era la una de la tarde. Hacía un calor sofocante que inflamaba la atmósfera e impedía respirar. La brisa estaba dormida bajo los besos ardientes del sol. Abrumados de cansancio, nos hallábamos reunidos, en las oficinas de este periódico, algunos compañeros de redacción, hablando de cuestiones palpitantes. Ya el número del día andaba por la calle y se escuchaba el vocerío de los vendedores. Disponíamos a proseguir nuestra labor cotidiana, cuando vimos ascender, por la ancha escalera de piedra, la figura velada de extraña mujer que avanzó silenciosa y se detuvo un instante, encuadrándose en el marco de la puerta. Al levantarse el velo descolorido que cubría su rostro, contemplamos la imagen de la desolación. Era una mujer de mediana edad. Tenía la piel amarilla, pegada a los huesos; los párpados hinchados, como si las lágrimas no pudiesen brotar; los labios lívidos, arqueados en los extremos; y los ojos enrojecidos, donde resplandecían, como en focos pequeños, los fulgores de la cólera. Estrujaba un periódico entre sus dedos y no podía sostenerse en pie. Adivinábase que la miseria había minado su organismo y que el sufrimiento le comunicaba su doliente expresión. Interrogada acerca del objetivo de su visita, manifestó que deseaba hablar con el director. Este le ofreció una silla y se dispuso a escucharla. Todos nos apartamos por temor a ser indiscretos. Antes de abrir los labios, la mujer desdobló el periódico y enseñó un número de La Discusión. Después empezó a contar en voz muy baja, como si temiese que la escucháramos, una historia triste, tan triste como vulgar, una de esas historias que interesan a la muchedumbre y le inspiran el deseo de saber el nombre de los personajes principales. Yo la voy a transmitir a mis lectores, por encargo del director, quien me la ha transmitido a su vez, lamentando que mi pluma no pueda reproducir el acento desgarrador, los gestos desesperados y las frases elocuentes de aquella mujer. –-Yo vengo –- exclamó la desdichada –-, porque he visto denunciado, en este periódico, el crimen de un burlador cometido hace unos días. Aquí está el número en que se denuncia. Lo conservo para traérselo y contarle un caso semejante. Tengo que buscar el apoyo de la prensa, porque no he encontrado el de la justicia. Carezco de recursos y no conozco personas influyentes. Ambas cosas son necesarias, como usted sabe, para vencer una situación. Ya habrá comprendido usted, al ver mi pobre traje, que soy una mujer del pueblo. Hasta hace poco tiempo, he vivido maritalmente (hago esta confesión, porque no la creo deshonrosa y para que dé usted más crédito a los que le voy a contar) con un hombre que me adoraba y satisfacía mis necesidades. Me llamo Angela Quesada. A su lado he sido la mujer más dichosa del mundo. El año pasado tuve la desgracia de perderlo. No sé cómo he podido sobrevivirle. Sólo el amor a mis hijos me sostiene en el mundo y reanima mis fuerzas perdidas. Después de su muerte, no he tenido un solo día de tranquilidad. Parece mentira que viva todavía. He sufrido lo que usted no se puede imaginar. La miseria me devora y estoy bastante enferma. No lo siento por mí, sino por mis hijos. El trabajo me mata y no me proporciona lo suficiente para mantenerlos. Están desnudos y siempre tienen hambre. Cada vez que los veo, se me cae el alma a los pies. No sé qué hacer para remediar mi situación. Paso mi vida sentada a la máquina y no gano más que cuatro reales diarios. Para colmo de infortunio, me ha sucedido una desgracia irreparable. No me avergüenzo de contársela, porque usted me sabrá compadecer. No he tenido la culpa de nada. Siento tranquila mi conciencia. Pero estoy dispuesta a vengarme, si no consigo nada por los medios legales. Antes de dar un mal paso, lo vengo a ver. Necesito que usted me ayude y me ilumine con sus consejos. Ahora tenga la bondad de oir lo que voy a contar. Hallándome en la mayor miseria, tuve que refugiarme en el último cuarto de una casa de vecindad. Ya sabe usted lo que pasa en ellas. Son madrigueras de bandidos. Allí se conciben los crímenes más horrorosos que se cometen en La Habana. Todos los días se ven inquilinos nuevos, desconocidos y sospechosos. Nadie sabe de lo que viven. Entran a las altas horas de la noche y se pasan el día durmiendo. Algunos se mudan a los pocos días. Además de esos individuos, hay otros muchos que, sin ser inquilinos, entran y salen con la mayor facilidad. Tengo una hija de catorce años. Es la mayor de todos. Yo no diré que es bonita, pero me la celebran mucho. Todo el que la ve se queda encantado. Tiene muy buen carácter y goza de grandes simpatías. Nadie le encuentra defectos. A pesar de su edad, no sabe distinguir lo bueno de lo malo. Juega todavía con las muñecas y me ayuda a limpiar la habitación. Era la única esperanza de mi vejez. Pensaba buscarle un buen marido y hacerla feliz. Ella hubiera sido una excelente mujer, pero ya no será más que una… desgraciada. Desde que nos mudamos a la casa de vecindad, trabamos conocimiento con varias personas. Un joven que frecuentaba la ciudadela se hizo gran amigo de nosotros. Al principio no me agradaba y rehuía su conversación. Las madres tenemos fatales presentimientos. Pero ese canalla me llegó a conquistar. No se de qué medio se valía para conseguir juguetes que regalaba a mis hijos. Estos se disputaban por hacerle caricias. Hasta llegué a tener celos de él. Varias veces me ofreció dinero y no se lo acepté jamás. Un día que salí a llevar la costura al taller, el miserable se aprovechó de mi ausencia para cometer un acto brutal. Esperó la hora de mi salida y penetró en mi cuarto. Nunca lo había hecho en los momentos en que me hallaba fuera. Pero nadie se lo podía impedir. Repartió dulces entre los muchachos y logró distraerlos. Después empezó a hablar con mi hija y la condujo hasta el lecho. Allí la estrechó en sus brazos y satisfizo sus deseos. Al regresar a mi casa, me enteré de lo ocurrido. Creí volverme loca. Eché a andar en busca del miserable y ya no pude encontrarlo. Entonces me resolví a dar parte. Fui al Juzgado del Oeste y dije lo que me pasaba. El juez me contestó que hiciera la denuncia en forma. No pude hacerla por falta de dinero. Ante el caso de esta mujer, profunda piedad se apodera del corazón. Hasta los indiferentes la compadecerán. Aunque el hecho es de los que se repiten todos los días, se ve en ella un ser humano que sufre crueles torturas y se encuentra desamparado por las leyes sociales que parecen haber sido dictadas, en casos análogos, para conseguir dos cosas: la desesperación de las víctimas y la tranquilidad de los delincuentes. La ley debe castigar a los culpables y amparar a los débiles. Si esta pobre mujer se decidiese a presentar la denuncia en forma, tendría que pagar el producto de veinte y cinco días de trabajo. Una vez presentada ¿cuánto tiempo tardaría en resolverse la causa? ¿Con qué dinero mantendría a sus hijos en tan largo plazo? ¿Se encontraría al criminal al cabo de tantos días? Yo me imagino el desenlace trágico de este drama vulgar. Una noche, al volver de una esquina, la mujer encuentra al culpable y le asesta una puñalada. La policía la detiene y la conduce a una prisión. La muchacha deshonrada, falta de recursos, llamará a la puerta de una casa de prostitutas y se le abrirán de par en par. Los niños, sin freno alguno, pasarán el día en las calles, en las plazas, y en las tabernas. Aprenderán de todo, menos a trabajar. En el presidio les estará reservado un sitio de honor. Pudiera suceder otra cosa también: la madre, en vez de matar al culpable, se pone enferma y se muere al fin. El criminal, satisfecho de su obra y libre de remordimiento, se presentará impunemente por todas partes. Es probable que se jacte de su hazaña y la cuente a sus amigos. La actitud de la justicia le infundirá valor para repetir la acción. Suponiendo que esta historia se desenlace de una de estas maneras, lo cual es presumible teniendo en cuenta el estado actual de nuestros procedimientos judiciales, podremos entonces repetir que las leyes han sido dictadas para conseguir dos fines: la desesperación de las víctimas y la tranquilidad de los delincuentes. Hernani La Discusión, lunes 27 de enero de 1890, No.187. Reproducido en: Julián del Casal. Prosas II. La vivienda en procomún (casa de vecindad) Sus inconvenientes y reformas que deben introducirse por el Dr. Diego Tamayo (Catedrático de la Universidad) El Comité Seccional á que tengo el honor de pertenecer ha formulado este tema: “La vivienda en procomún (casa de vecindad) sus inconvenientes y reformas que deben introducirse.” Nuestras observaciones se refieren a la casa de vecindad de la ciudad de la Habana; á lo que allí se conoce impropiamente con el nombre de ciudadela. El área extensa que ocupa la capital de la República, está por todas partes manchada con estas viviendas insalubres, que abundan en las zonas extremas, pero que la imprevisión tradicional y el lucro inmoderado las han injertado en los barrios que habitan las familias más acomodadas y alrededor de aquellos sitios en que es más activo el tráfico mercantil. No todas tienen las mismas condiciones, ni su instalación corresponde al mismo tipo; por esto se hace necesario agruparlas en cuatro clases distintas: La 1ra, que comprende las instaladas en casas de antigua construcción señorial; la 2da, las construidas expresamente para vivienda en procomún; la 3ra, las adscritas a los Establos, en las cuales viven, en primitiva comunidad, hombres y solípedos, y la 4ta, habitaciones con paredes de tablas y techo movedizo. Todas obedecen á este principio general: almacenar en el menor espacio el mayor número de individuos. En las casas de la primera categoría, las habitaciones, en su origen amplias y espaciosas, se dividen y subdividen por tableros de ajustes imperfectos y que no alcanzan al techo, lo que da por resultado que las distintas familias que las ocupan vivan en perfecta comunidad. El modelo de las segundas es un patio central, estrecho, que tiene alrededor una fábrica baja unas veces, pero más frecuentemente de piso bajo y alto y en éste un balcón corrido. Cada habitación tiene una puerta y junto á ella una ventana por donde penetra todo: el aire y la luz; los hombres y las cosas; la vida y la muerte. En el piso bajo estos huecos se abren directamente al patio y en los altos al balcón. En las que alojan hombres y caballos, una veces los caballos están á la derecha y los hombres á la izquierda, y otras los caballos en la planta baja y encima, separados por un tablado, los hombres. De donde resulta, más que una habitación humana, un corral con todas sus inmundicias. Pero las más sorprendentes, las que rompen con los hábitos de la cultura moderna y entran en ese período incierto y poco definido que caracteriza los primeros albores de un pueblo civilizado, es la cuarta clase cuyo tipo lo da la casa de vecindad conocida con el pintoresco nombre de “El solar de la Cáscara de Coco.” Cuatro tablas mal unidas sostienen un par de vigas, y sobre éstas, a manera de techo, descansan por la acción de la gravedad y mantenidas en posición por fragmentos de ladrillos y cáscaras de coco, pedazos de hoja de lata y planchas de zinc carcomidas por el uso. Estas covachas se alquilan en diez centavos diarios, y cuando el infortunado inquilino no paga con puntualidad cronométrica, el cancerbero de ese infierno gigantesco, donde viven y fructifican todas las malas pasiones, levanta el techo movedizo y el huésped mísero que la habita se queda completamente á la intemperie. Es un método de desahucio no definido en los Códigos, pero corriente en las prácticas seguidas en ese medio social tenebroso que la miseria emponzoña y degenera. Pero antes de entrar en más detalles, veamos --aunque sea en términos generales-- para qué necesita el hombre la habitación y qué condiciones generales debe reunir ésta. La casa, cualquiera que ella sea, debe resguardar al que la habita de los accidentes desagradables y a veces perjudiciales, que se producen por las oscilaciones incesantes a que están sujetas las propiedades físicas de la atmósfera. La habitación ideal sería la que le sustrajera a la acción de estos accidentes en la medida estrictamente necesaria, permitiéndole, al mismo tiempo, utilizar las propiedades químicas y biológicas del aire. Es decir, que el problema consiste en colocar al individuo fuera de la acción perniciosa de los cambios físicos de la atmósfera, pero de manera que pueda utilizar, en su mayor pureza, las propiedades bioquímicas del aire. De donde se deduce que una de las condiciones fundamentales de salubridad de una habitación, es que su construcción garantice la integridad del aire que en ella se respira. Pero esto no es suficiente; la conservación del estado fisiológico exige que se pongan en juego otros factores naturales de la salud, que lo mismo que la atmósfera, son también necesarios, como las aguas, la luz y el calor. En efecto, no basta que una casa esté fabricada artísticamente; que su distribución sea cómoda y útil, es necesario además que tenga aeración natural suficiente; luz adecuada a las funciones normales de nuestros ojos; agua en la medida de nuestras necesidades; manera de evacuar completa y rápidamente todas las materias de desecho, y distribuido el calor y la ventilación de modo que no disminuyan las propiedades respiratorias de la atmósfera. Pues bien, estas condiciones nunca se encuentran reunidas en nuestras casas de vecindad. Fabricadas en contacto íntimo con las vecinas, su suelo --inútil parece afirmarlo-- carece de drenaje adecuado y a él van a parar, impregnando de este modo los terrenos limítrofes de tal modo que no sería exagerado afirmar que el subsuelo de la ciudad está formado por una capa excrementicia. En algunas de estas casas se afirma que sus desagues están conectados con la cloaca; pero si recordamos que no hay en toda la ciudad verdaderas cloacas, sino malos caños, se comprenderá lo falaz y peligroso que es mantener esa falsa creencia, pues estos caños, de construcción morisca, con sus paredes porosas, lo que hacen es extender las zonas de infiltración a los terrenos que atraviesan. El aire, como sólo tiene paso por un costado de la habitación, porque, generalmente, la puerta y la ventana están abiertas en una misma pared, la corriente que entra por la parte inferior y sale por la superior de estos huecos, hace una curva de convexidad interna que penetra poco en el interior, y por lo tanto la renovación es muy limitada. En las habitaciones que tienen ventanas en paredes opuestas, el problema varía, pues por poco que sea el movimiento de la atmósfera o la diferencia de temperatura entre las dos paredes opuestas, se establecen fuertes columnas de aire que atraviesan el local. Con un viento muy poco sensible -de un metro por segundo-- y una ventana de cuatro metros cuadrados en cada costado de la habitación, pasarán por hora 1m.x 4m. X 60x60 igual a 14 400 m. cúbicos de aire; mientras que con una sola ventana tendremos menos de la tercera parte: próximamente unos 4000 metros cúbicos. Y bueno es advertir aquí que no compartimos con el vulgo el temor tradicional a las llamadas corrientes de aire, nombre más propio del que se enfila por las rendijas que de las masas que se precipitan por una amplia ventana y que van a oxigenar el espacio en que se difunden. Estas consideraciones de higiene elemental nos hacen suponer que la aeración es de lo más imperfecto posible y que la distribución del calor es completamente irregular. Por otra parte, como el sol tiene acceso a puntos determinados solamente, la luz no alcanza a los lugares recónditos, perdiéndose por esto su acción vivificadora y desinfectante. El agua, que en nuestro clima más que en ningún otro, es un elemento poderoso para la conservación de la salud y el mantenimiento de la vida, se distribuye tan mal, que mientas a los Depósitos de Palatino les han abierto un escape que desperdicia, sin utilidad alguna, más de la tercera parte del agua que le inyecta la vena líquida de Vento, en las casas de vecindad escasea tanto que es frecuente el tomar turno para proveerse de ella, y en los pisos altos necesario bombear, y bombear con energía y por largo rato, para tener la indispensable. De aquí que el aseo resulta un lujo, y sus refinamientos cosa inusitada o desconocida. En síntesis, que los factores naturales de la salud están muy mal representados en las casas de vecindad, y este es uno de los inconvenientes fundamentales de nuestras viviendas en comunidad. Pero lo más grave es que la Habana tiene 2839 casas de vecindad y que entre todas suman 33 230 habitaciones, donde se alojan 86 000 personas de todas las clases, condiciones, edades y razas. Es decir, que la tercera parte de los habitantes de la capital de la República viven en estas casas insalubres, y eso que no contamos los mercados (Plaza de Vapor, Colón, etc.), arcas de Noé que encierran, en aglomeración repulsiva, cuanto la ciudad consume, confundiendo lo vivo y lo muerto, los hombres y los animales, lo sano y lo enfermo envuelto en una capa de suciedad que hace de cosas tan complejas un todo homogéneo capaz de engendrar, por el maridaje de la incuria y la aglomeración, toda clase de dolencias patológicas. Pero, ya que conocemos la casa de vecindad, veamos como se vive en ella. Aunque las cifras generales arrojan dos y medio (2,58) inquilinos por cada habitación, es muy corriente encontrar mayor número cuando la casa no pertenece a las que hemos clasificado en la primera clase. Lo frecuente es disponer de un solo cuarto para toda la familia; el marido trabaja afuera y la mujer cuida los hijos y se ocupa de los quehaceres domésticos. Junto a la puerta está la cocina portátil que funciona con carbón vegetal, y como no tiene chimenea, el humo entra ampliamente en la habitación que decoran las manchas de humedad que se divisan a través de la lechada de cal y las telas de araña entre cuyas mallas permanecen suspendidos cadáveres de moscas. El ajuar es pobre, y son desconocidos multitud de detalles que hacen cómoda y agradable la vida: la falta de luz justifica la exhibición de artefactos domésticos poco edificantes, y los catres, como galgos rendidos a la fatiga, inclinan sus largas patas contra un costado de la habitación, esperando la noche para abrir su vientre, en el que solo guardan una almohada mugrienta que el niño famélico masca por una punta, para llamar el sueño engañando el hambre. La letrina, por regla general, de uso común, da lugar a inconvenientes tales y tan evidentes, que no necesito señalarlos, pues es fácil imaginarse los conflictos que semejante sistema crea a la salud y el pudor. El pasto intelectual lo suministra el periódico La Caricatura; y se explica, porque tiene más muñecos que hileras de letras, y su lectura se reduce a un artículo barriotero --para usar el vocablo consagrado-- y al relato de crímenes y de cuantos atentados realiza diariamente la bestia humana. Los niños descalzos, en cueros a veces, sucios siempre y llevando, con frecuencia entre sus cabellos enmarañados, las señales de la incuria, viven en perfecta familiaridad con toda clase de animales domésticos, y juntos retozan sobre un suelo que manchan con toda clase de excretas. Con frecuencia el cuadro es más sombrío: sobre una cama o en un sillón, que a fuerza de ataduras se sostiene, se ve un ser pálido, demacrado, con la piel ardiente y la mirada brillante, que tose frecuentemente y arroja sobre el suelo y contra el muro ese esputo amarillento que se aplasta chorreando en la pared donde parece que escribe, con sus fibras elásticas, y sus vetas albuminosas, cuajadas de bacillus de Koch, la maldición que una miseria emponzoñada por todos los desconsuelos lanza contra los que se ufanan de disfrutar los muelles placeres de la vida cómoda y regalada. Ahí está el semillero de la TUBERCULOSIS; enfermedad tremenda que diezma esta sociedad con una epidemia constante y con una mortalidad que ocupa siempre el primer lugar, la cifra más alta en nuestras estadísticas demográficas. La Habana tiene sólo en sus casas de vecindad, 3407 tuberculosos. Pensadlo bien: ó se mejora el alojamiento del infortunado que vive muriendo de miseria ó pereza; pero perece esparciendo en torno suyo gérmenes de muerte que no respetan ni a los ricos, ni a los poderosos. Pero continuemos: ya hemos dicho que el aseo es sumamente elemental, porque el agua escasea y disponer un baño es cosa de romanos. Sucia la piel y sucia la ropa que la cubre; ahí tenéis un campo bien abonado para que vivan felices toda clase de parásitos. La alimentación, por lo común deficiente es a veces IDEAL. Los estudiantes de Medicina que me acompañan en la Policlínica del “Dispensario Tamayo”, extrañándoles que la cabeza de cherna figurase entre las sustancias alimenticias de uso frecuente en nuestros enfermos, investigaron el asunto y descubrieron --porque realmente es un descubrimiento-- que esas cabezas las regalan los industriales porque están invadidas por un gusano especial que con su presencia hace la mercancía imposible de salida. Y algunos enfermos afirmaban que esos restos asquerosos daban un caldo muy alimenticio! Yo he tenido en la Policlínica del “Dispensario Tamayo”, durante el año 1903, un número de enfermos que llega a 602 y que casi todos son inquilinos de casas de vecindad; de ellos 236 sufren de cloro-anemia o sea el 38 por ciento. Durante los meses de Enero, Febrero y Marzo de este año he visto 208 enfermos; son cloro-anémicos 77, o sea, el 37 por ciento. La proporción, aproximadamente, es la misma. Tomando como término mínimo el 33 por ciento, tendremos que la tercera parte de los no-tuberculosos --porque éstos van a otro Dispensario--, que viven en casas de vecindad, son cloro-anémicos. Sabemos que el total de habitantes en las casas de vecindad es de 86000, de los cuales son tuberculosos 3407, nos quedan 82593, cuya tercera parte, es decir, 27530 son cloro-anémicos que reflejan en su cara lo deficiente de la alimentación que los nutre, y lo insalubre de la casa que los cobija, y que empujados por la necesidad desempeñan los deberes que les están confiados en el continuo batallar de la vida, pero revelando, al ojo experimentado, que son terreno perfectamente abonado para que prendan y den sus frutos de muerte todas las infecciones. Resumiendo tenemos: que en esa atmósfera asfixiante donde el aire se renueva difícilmente; donde la luz es escasa; donde el aseo es imposible y la alimentación deficiente, se aglomera la familia pobre e infortunada, para vivir en perfecta comunidad grandes y chicos, dóciles y rebeldes, normales y degenerados; que las largas jornadas de trabajo hacen imposible toda elevación en la esfera intelectual y lo escaso del salario solo permite disfrutar los placeres que se originan en los sentidos; que la escasez de recursos determina una sobre sobreexcitación constante que hace el carácter violento y trato áspero, desapareciendo todas esas medias tintas, esos tonos de suavidad intermedia, con que la cultura social encubre al mamífero bimano para que aparezca siempre el hombre como representante supremo de todo lo que vive. Se comprende así, que tras la degeneración física venga la degeneración moral, y que sean algunas casas de vecindad escuelas de vicios y camino para caer en las redes que a la criminalidad tiende el Código Penal. De todo esto podemos concluir, que en las casas de vecindad los factores naturales de la salud están muy mal representados; que la cultura intelectual deja mucho que desear y que en el sentido moral corre grave peligro de extraviarse por los senderos que conducen a la criminalidad y a la degradación. En tales condiciones las reformas deben ser radicales. Los Municipios populosos, como la Habana, deben tener una “Comisión Permanente” que solo se ocupe de las habitaciones insalubres, para que, oyendo a todo el mundo, pueda trazar el modelo á que ha de sujetarse la construcción de las casas para los pobres que en un clima como el nuestro podían tener por tipo el cotage inglés, aislado o en pareja. Pero de todos modos, sea cual fuere la solución que se dé a este problema es preciso que nadie esté privado de lo que la naturaleza á todos nos brinda por igual: la tierra y el aire, el agua y la luz; que todos disfruten de las brisas que oxigenan nuestra atmósfera renovándola veinte y cuatro horas, y del sol, con excesiva prodigalidad, cada mañana se distribuye por todas partes para desinfectar cuanto toca con sus rayos benéficos, porque así, confortado el cuerpo y en reposo el espíritu, se inflamen en el cerebro ideas de justicia y germinen en el corazón sentimientos de confraternidad y de amor. III Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba (1904), Memoria Oficial, La Habana, 1904, Imprenta La Moderna Poesía, pp. 235-242. Una de las causas principales de la pobreza en nuestras familias por el Dr. Diego Tamayo La causa principal de la pobreza en nuestras familias tiene su base en la usura, que como una excrecencia ponzoñosa ha brotado en nuestra sociedad revistiendo formas muy variadas y creando tipos propios y característicos. Presentaremos solamente tres, porque son los que dan la medida que ha alcanzado entre nosotros esa especulación desenfrenada que corroe todas nuestras clases sociales. TIPOS DE LA USURA CUBANA 1º.- El empeñista, que tiene establecida Casa de Empeño, de compra venta, ó Rastro. = 2º.- El Garrotero, que en la tabaquería, en el muelle y por todas partes a hacer préstamos al obrero necesitado = 3º.- El usurero, que negocia sueldos a los empleados públicos. Estudiemos cada uno de estos tipos en la ciudad de la Habana, que es para mi terreno conocido, y que, además, puede servir de pauta por ser la más populosa y radicar en ella la capital de la República. EMPEÑISTA CON CASA DE EMPEÑO O RASTRO Según la relación que tengo en mi poder, existen inscriptos en las oficinas municipales de la Habana, ciento diez (110) de estos establecimientos, de ellos treinta y siete (37) bajo el epígrafe de Prestamistas, y setenta y tres (73) con el de Rastros. Los prestamistas pagan ciento cincuenta y nueve (159) pesos con seis (6) centavos, y los rastros, ciento trece (113) pesos con sesenta y cuatro centavos (64) centavos al año: en total ingresan en la Tesorería Municipal la suma de catorce mil ciento ochenta (14.180) pesos con noventa y cuatro (94) centavos. Se les calcula, por término medio, una ganancia de diez mil pesos por establecimiento, que da, para los ciento diez que en la actualidad existen, una utilidad líquida, por año, de un millón cien mil pesos. La Revista Municipal, en número de enero pasado, dice que existen ciento cincuenta casas de préstamos y que obtienen una utilidad de dos millones doscientos cincuenta mil pesos (2.250.000). Se ve, pues, que mis cifras representan cantidades mínimas, y no dudo que la Revista esté más en lo cierto que yo, porque su director, el señor Carrera Jústiz, es una autoridad en cuanto hace relación a la vida de nuestros municipios. ¿De dónde salen esos millones de pesos y como se sacan de su fuente original? Todo ese dinero sale de los pequeñas industriales, de los artesanos, de los obreros, del pobre de levita, de la familias que en los reveses de la fortuna sacrifica al qué dirán y á la vanidad las alhajas que representan recuerdos familias ó manifestaciones de cariño; de cesantes que queman el lujo de los días abundosos; de estudiantes que sacrifican hasta sus libros á las necesidades de liviandad; de mujeres disolutas que, con la virtud han perdido la previsión; de rateros y tahúres; y de toda esa cohorte de merodeadores que viven de lo imprevisto en las ciudades populosas. El método es el mismo que se usaba en la Edad media: el empeñista es el árbitro; valúa la prenda en la cuarta parte de su valor, y de este precio descuenta el diez por ciento de interés adelantado por el primer mes; cumplido este hay que pagar el segundo, de modo que en treinta días ha pagado el veinte por ciento. Si no se satisface adelantado el interés mensual con toda puntualidad, la prenda empeñada pasa á ser propiedad del empeñista que por este procedimiento la adquiere por la quinta ó la sexta parte de valor real. En síntesis, el que lleva una prenda al empeñista está en las mismas condiciones del que da pan á perro ajeno, que pierde el pan y pierde el perro. Pero después de todo, la Casa de préstamos ó el Rastro es una tienda abierta que paga su impuesto correspondiente, y donde, bajo capa industrial, se ejerce la piratería más estupenda que ha inventado la codicia humana: la explotación de la miseria, de la liviandad y de la delincuencia. En cambio, el garrotero es un tipo nómada, que vive sin rey ni roque, como el zángano de la colmena, del trabajo de los demás. No esta inscripto en parte alguna; no tiene libros en dónde asentar sus operaciones y a título de guapo de esquina garantiza sus cobros. Su campo de acción abraza: Tabaqueros.................................. 11.000 Estibadores...................................... 800 Lancheros y boteros....................... 400 Braceros de muelle...................... 1.200 Albañiles....................................... 800 Carpinteros.................................... 400 Empleados de tranvía................... 1.200 Cocheros y carreros........................ 800 Obreros de otros gremios.............. 1.400 Total.............................. 18.000 Pongamos, en número redondo, veinte mil obreros de todas clases. Según mis informes existen en la Habana doscientos garroteros que por término medio tienen en negocio activo mil pesos cada uno, que en total son doscientos mil pesos. Este capital gana un interés de veinte por ciento semanal, es decir que cada peso paga una peseta, según la terminología usada en el contrato. De modo que los doscientos mil pesos producen cada semana, doscientas mil pesetas, que son cuarenta mil pesos semanales. ¡El ochenta por ciento mensual! Éste saqueo espantoso está tolerado, y á ocasiones protegido, en las manufacturas de tabaco, donde el garrotero funciona con perfecta regularidad y extiende sus tentáculos de pulpos devorador por todas las fábricas y aglomeraciones obreras y hasta llega a alcanzar determinados departamentos del Estado. Generalmente el garrotero tiene por socio al capataz ó al pagador de la fábrica cuyos obreros explota, y éste, al pagar el sábado, descuenta al agarrotado lo que adeuda: si ha recibido diez le descuenta doce pesos. Como el negocio es semanal y el garrotero no es hombre de números, lo mismo cobra por lo que dio el lunes como por lo que dio el jueves: es la bellaquería más rufianesca que ha amamantado la conciencia encallecida de estos especuladores. Cuando el agarrotado se resiste á pagar, el garrotero lo insulta, lo amenaza y hasta lo atropella; si no es suficiente se le hace perder la colocación con pretextos fútiles que nunca faltan al capataz, y, además, como ha perdido el crédito, no hay garrotero que le dé un centavo aunque consiga volver á trabajar. El dilema es ineludible: ó liquida con el garrotero ó perece; ó lo que es lo mismo, la esclavitud económica ó el hambre. Nos queda el usurero propiamente dicho; la aristocracia del género: el que especula con los empleados públicos. Es un tipo colonial que no ha perdido los caracteres que le son propios a través de las grandes convulsiones porque ha pasado el país, si acaso se ha refinado. La colonia pagaba con gran retraso el sueldo de sus empleados; la Intervención y la República han pagado siempre al día, pues para el usurero es este un hecho que carece de significación: cobra ahora como cobraba entonces. La ascendencia aproximada del importe del personal de las distintas Secretarías, incluyendo el personal de los regimientos de las Fuerzas Armadas, el de la policía y los empleados municipales de la Habana, podemos calcularlo, como mínimun, en cuatrocientos mil (400.000) pesos mensuales de los cuales caen en manos del usurero trescientos mil (300.000) á los que sacan un diez por ciento; ó lo que es lo mismo, treinta mil pesos cada treinta días, ó sean mil pesos diarios que pierden los que cobran del Estado y del Municipio en la ciudad de la Habana solamente. En resumen, tres formas de usura que le arrancan a la ciudad de la Habana mensualmente, las siguientes cantidades de dinero: 1º Casas de empeño y rastros.......... $91.666, 66 2º Garroteros........................................ $160.000,00 3º Usureros de empleados públicos....... $30.000, 66 Total cada mes........................ $281.667,32 Lo que da, en los doce meses del año, la espantosa suma de 3.379.999,92 pesos! Económicamente nada hay en el mundo más pavoroso que este cálculo tan elemental y tan claro. Pues bien, si esto no se remedia, nuestro pueblo será siempre un pueblo miserable que vivirá trabajando para que á la postre lo devore la miseria: ahí está la raíz que enredada en nuestra organización económica absorbe cuanto producimos, manteniendo en la pobreza á la familia cubana no redimida todavía. El remedio de estos males es sobrado conocido en todos los pueblos civilizados desde hace siglos: Montes de Piedad, Cajas de ahorro, Bancos de peniques y de diez centavos, Sociedades Cooperativas. Como el amor supremo es el amor á la verdad, declaremos ingenuamente que nos faltan muchos caminos que andar para podernos sumergir en el seno fecundo de la civilización. V Conferencia de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba (1906), Memoria Oficial, La Habana, 1906, La Moderna Poesía, pp. 98-104. La casa del pobre Asociación para socorrer a las mujeres y niños desvalidos por el Dr. Manuel Delfin (Secretario de la Junta Central de Beneficencia) El ruido de los coches, el bullicio de los parques y paseos, la deslumbrante luz de los comercios, el constante batallar de las industrias, el vocerío de los vendedores; las músicas, los repiques de las campanas de las Iglesias, el silbato de los trenes y vapores, el ir y venir de los que se afanan por realizar sus negocios y la sonriente alegría de los satisfechos, ocultan á nuestra vista las lacerías de esa sociedad, acallan el gemido de los que lloran allá en su humilde é insalubre rincón por sus amargas penas, por su horripilante miseria. Cuba, dicen los cubanos y repiten todos los pueblos de la tierra, es un edén de riqueza: produce más de un millón de toneladas de azúcar, y el rico aroma de su tabaco embalsama el palacio de todos los reyes. En su suelo fértil como ninguno, nace la dulcísima piña y crece el gigantesco cedro… pero !ay! señores, todo eso sirve sólo para hacer más claro el relieve del contraste entre la riqueza y la miseria; el amargo de la pobreza es más subido cuando se ha libado el dulce de la felicidad. Aquí, en esta tierra rica y pródiga hasta lo inverosímil, hay una muchedumbre tan pobre que carece de lo más indispensable para conservar la salud y lograr la vida. Vive en habitaciones húmedas, oscuras, no ventiladas y sucias; arrastra su existencia larga en el ayuno obligado; duerme en lecho inmundo y mal oliente, sin sábanas, sin almohadas, sin aire para sus pulmones, sin alegría para su espíritu. No es el mendigo anciano, vencido por una dolencia cualquiera, es el niño, esperanza del porvenir, el que así perece en los grandes centros de población; es la joven soltera ó viuda, que opilada por el ambiente se rinde vencida por la miseria. La pobreza extrema, señores, es el factor más eficaz para producir graves trastornos sociales: en el orden material, generaciones enteras de tuberculosos; en el orden moral, falanges interminables de criminales. Cuando yo veo que la tisis pulmonar cada día se difunde más, así en extranjeras tierras como en tierra cubana, no busco la causa en otro lugar, sino en el tugurio inmundo del miserable abandonado y olvidado de la sociedad poderosa; me doy cabal cuenta de esas cifras aterradoras al ver que junto al fausto deslumbrante de los poderosos se abre la covacha de los desheredados de la fortuna. Allí nace el niño, sus labios buscan en vano en el exhausto pecho de la joven engañada y anémica un alimento que no nutre; allí crece el nuevo ser respirando los miasmas pútridos del caño ó de la cloaca ó de la letrina; alimentándose con el merodeo de las plazas y mercados; y allí, ó muere sin haberse desarrollado, ó si logra alcanzar la edad juvenil, es sólo para vivir en el presidio o para llevar los gérmenes tuberculosos a toda la ciudad. Y así multiplicada esa familia forma una generación decrépita por viciosa y enclenque. Ante ese espectáculo aterrador, pero que no por aterrador deja de ser real y positivo, hube de pensar en poner remedio a tanto mal, y, confiado en la virtualidad de los grandes ideales, convoqué con diez mil avisos, distribuidos por toda la ciudad, a las almas generosas y á los patriotas no contaminados por el egoísmo, para exponerles mi pensamiento, para revelarles el secreto que hace años llevaba encarnado en mi corazón: la constitución de un asociación que busque y rebusque con empeño á esos seres que sufren en el olvido; que se hallan envueltos en la negra noche de la más cruel desesperación, que no tienen cama donde dormir, abrigo para cubrirse en el frío de su miseria, que no respiran aire puro sino fétidas emanaciones; y acudieron cuarenta personas á las cuales pude comunicar mi entusiasmo y mis deseos, y en una sesión les expuse la manera de redimir de su desgracia á tanto niño hambriento y á tanta mujer anémica. Esta obra de redención, si logra echar profundas raíces en las grandes ciudades cubanas, evitará males sin cuento á nuestra patria; pues cuando se levanta el espíritu a los desvalidos, haciendo á su derredor un ambiente de luz y de vida, censan las amenazas de grandes perturbaciones sociales, desaparecen esas grandes tempestades que cubren de negras nubes el cielo y de sombras densas la tierra. Porque, señores, es preciso que todos nos convenzamos de que un pueblo no puede ser feliz, libre ni independiente cuando una gran parte de sus moradores muere de hambre, mientras otra parte tira al abismo de los vicios y del lujo cuantiosa fortuna. La casa del pobre no puede seguir en la tierra de la luz y del oxígeno, obscura y mortífera; no puede ser que en Cuba, la tierra pródiga, tengamos una gran parte de nuestra población viviendo en antros tenebrosos, y condenada á la tuberculosis y á la muerte. Si en el año de 1902 la estadística nos avisó que en las provincias cubanas fallecieron 3963 personas de tisis, también ha tocado á nuestras puertas para avisarnos el grave peligro que corre un pueblo naciente con semejante mortalidad, causada por esa afección, que como el moho solo brota en los edificios en ruina y mal construidos; y su aviso no debemos echarlo en olvido. Agítase en estos momentos el gran problema de la construcción de un sanatorio para asistir a los tuberculosos: yo no voy á discutiros si es ó no oportuna su fundación, creo que si se llegase a realizar el pensamiento de sus iniciadores, nuestro país habría dado un gran paso en el camino del progreso y de la civilización; pero el sanatorio sería para las clases pobres y desheredadas solo una tregua; puesto que el infeliz tuberculoso, después de recobrada su salud ó mejorado en algo de su dolencia, tendría --al volver á su casa-- que ponerse otra vez en el mismo medio que le produjo su mal: volvería a respirar en un ambiente infecto, en una atmósfera saturada de amarguras y tristezas. Y he aquí la altísima misión de la asociación naciente: preparar al enfermo, ya curado ó notablemente mejorado, un hogar apropiado á su estado de convalecencia. Y si así no lo hacemos, el sanatorio ó será una ilusión ó sólo se levantará para los favorecidos de la fortuna. La “Casa del Pobre”, que así se denomina la asociación, tiene, pues, por objeto sanear el hogar del menesteroso, cuidar del niño desvalido, levantar á la mujer que ha caído en la sima de la miseria y del dolor. Para realizar este bellísimo ideal cuenta con el generoso pueblo de Cuba, pues llama á la puerta de los que algo poseen para socorrer á los que nada tienen: con el insignificante centavo del niño pudiente, del obrero dadivoso, del comerciante, del hacendado, en una palabra: de todos los que vivan bajo el cielo azul de este pedazo de tierra americana, se propone realizar el ideal de la caridad moderna, de poner al necesitado en condiciones de trabajar y luchar por la vida con probabilidades de éxito. No va á crear un nuevo ejército de holgazanes, sino á llevar oxígeno á la sangre de los anémicos, para que sean factores poderosos de nuestro progreso y de nuestra civilización naciente. Para llevar al terreno de la práctica nuestro pensamiento, hemos de dividir la ciudad en secciones, y en cada sección tendremos delegados que busquen el desvalido, que atiendan á sus lamentos y sus quejas. Y llevaremos al hogar inmundo los beneficios de las ciencias, las alegrías de la limpieza y el aseo, sin olvidar que, junto al pobre digno de amparo y de misericordia, se halla también el perezoso que busca en el sentimiento caritativo de los demás una manera de rehuir el trabajo. Difícil es la empresa, señores: no se nos ocultan las asperezas del camino que hemos de recorrer: ya hemos descontado de mano la censura de los egoístas, la crítica de los indiferentes, la burla de los descreídos y la maledicencia de los inconformes de siempre. Yo no diré que nuestro pueblo no está educado para empresa tan ardua, porque la educación la han de realizar los que se creen capacitados para emprenderla. Yo no temo á los que nos combatirán, sino á los que con la sonrisa en los labios y aplaudiendo nuestras intenciones, rehuyen prestarnos su cooperación. Somos veleidosos; en un momento de entusiasmo somos capaces de llegar hasta el sacrificio, aunque éste resulte inútil; pero tenemos poca perseverancia, nos entregamos vencidos sin haber luchado, y si luchamos, nos amedrenta más la duración del combate que las armas del enemigo. La Casa del Pobre será; porque así está escrito y porque es una necesidad hondamente sentida por nuestro pueblo desvalido. III Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba (1904), Memoria Oficial, La Habana, 1904, imprenta La Moderna Poesía, pp. 229-32. |
La
Azotea de Reina | El barco ebrio |
Café París | Ecos
y murmullos |
Hojas al viento | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa |
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
Arriba |