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Ofrecemos
en esta entrega el cuento La
Ballena, el cual forma parte del volumen de narraciones Lasvoces
del pantano. Su autor, Jorge Miralles, ganó con este libro
el Premio David 2000 de cuento. El jurado estuvo compuesto
por Eliseo Altunaga, Enrique Cirules y Carlos Jesús Cabrera.
Miralles nació en La Habana en 1967, y éste es su primer
libro. Como se afirma en la contracubierta, la verdadera protagonista
de estos relatos es la Ciudad de La Habana.
La Ballena Jorge Miralles
Para Ricardo A. Pérez
GyotakuUn tufillo rondaba por Boca de Jaruco al norte de La Habana. Era la noche de los Santos Inocentes y las aguas del trópico atraían cuanto animal se perdía por entre la corriente del golfo. Corriente era justo lo que necesitaba aquel apartado pueblo de las afueras de la ciudad. Desde hacía varios meses había quedado aislado por lo intrincado del paraje. Y sólo de vez en cuando - una vez por semana - suministraban luz y se podía encender el televisor. Las noticias siempre llegaban con retraso. Cada vez que el periódico iba a parar a las manos de algún lector, éste ayudaba a correr su imaginación, creyendo ganar para sí la última y más confiable noticia. La tan ambicionada como incierta mancha de petróleo no era aquello que el periodista creía ubicar con el rumor de la gente, ni con la insistencia del ingeniero dentro de la página ajada de unos planos de perforación. Ambos buscaban con la misma obsesión una cruz imaginaria sobre la costa. Pero como decía mi abuela: “el arrecife y la página tienen en común sus dientes de perro”. Eran años difíciles que fueron bautizados con el nombre de “período especial” y, por momentos, el apagón volvía tan impenetrable la noche como el más recóndito pueblo del oriente del país, a donde no llegaba ni la radio ni tampoco la televisión. Gracias a la débil llama de un mechero la gente podía alumbrar las calles y los caminos que, poco a poco, se estrechaban en oscuros pasillos hasta prolongarse en un laberinto que tenía la boca de un lobo y los dientes de un perro. - ¡Un suicidio! - gritó Yolanda desde el fondo de la casa.
Todos salimos corriendo para ver qué pasaba, y cuando encontramos
a la vieja jadeando encima del hueco que había para la salida de
los excrementos, no supimos qué hacer.
- Mierda, está toda embarrada de mierda - dijo, y le alcancé una funda de almohada que casi a tientas encontré sobre la cama. No habíamos terminado de limpiarnos las manos cuando de repente la luz iluminó aquella masa blanca y arrugada, como si fuese una ballena moribunda en medio de un témpano de hielo.
- No es nada, nada grave... - repetía Alberto, tratando de no atemorizarme.
Pero la vieja dio otra sacudida y se movió igual que un pez fuera
del agua. Parecía que iba a morir y, entonces, mi tío, mandó
buscar los espejuelos que seguramente habían caído en el
excusado.
- Está muerta, tío.
- No, es sólo un desmayo. Perdió el conocimiento. ¡Dame
el alcohol! Dame el alcohol... - y, lentamente, dejó de repetir
aquellas palabras que acompañaban un movimiento mecánico,
y que, lejos de acercarnos a la realidad, nos dejaban indefensos frente
al vacío de la muerte.
- Creo que está muerta, Ismael.
Yolanda extendió una sábana sobre la abuela. Traté
de ayudarla, pero me dijo que saliera del cuarto y que mejor acompañara
a mi tío.
- Ismael, tú sabes que no hay mucho que inventar. Le he dicho a tu padre que no puedo más... La comida no alcanza, y la que resolvemos de contrabando la guardamos en el congelador de la vecina. Pero ayer llegamos tarde y tuve que guardar las diez libras de pescado aquí; se fue la luz, y parece que el olor del agua que destiló fue tan fuerte que la puso muy mal. Este fin de semana tampoco habrá corriente, nos quedaremos sin comer. Con lo que dejaron ayer los turistas haremos el plato de nochebuena. Pero, y después..., qué hacer. No he visto pescado más caro que éste, ¡en toda mi puñetera vida!... Mi tío alternaba las palabras con el llanto, y ese nerviosismo lo hacía hablar con desenfreno. Se justificaba como si yo lo culpara por el deterioro de la casa. Llegó a decirme que él nunca fue el preferido de los hermanos, que el viejo y la vieja siempre quisieron más a mi padre, y así un montón de suposiciones. Hasta que, desesperado por el olor tan desagradable que salía del cuarto hacía el portal, le grité: - Alberto, ¿no sientes ese olor rancio que llega desde dentro? ¡Huele a mierda! ¿O la abuela se está pudriendo? Ambos salimos corriendo para el cuarto, pero el apagón nos sorprendió cuando cruzábamos el pasillo. Sólo alcancé a ver a Yolanda con una toalla envuelta que le tapaba la boca y, en el momento en que nos hacía una seña, se desmayó. - A buena hora - dijo Alberto -, súbela en la butaca de la esquina y cógeme aquella botella que está encima de la mesa de noche - cuando al aproximarme, di con el pie contra la pata de la mesa, lo poco que quedaba del alcohol se derramó. Mi tío agarró la vela que estaba en la gaveta y con un fósforo le dio fuego a la cera. Destapó la cabeza y, sorprendidos, vimos cómo el calor de la luz formaba extraños dibujos en su cara. - El Tonel de Heidelburgh - dije, como si las palabras se me escaparan de la boca y leyera aquel nombre marcado en su piel. - ¿Cómo? - preguntó Alberto, que pretendía deletrear en aquella palabra la orden de servicio de algún turista alemán. - El Tonel del cachalote..., Hei-del-burgh: lo recuerdo de niño, cuando ella me leía Moby Dick, ese libro donde se habla de unos extraños dibujos que llevan en la superficie los barriles. Según cuenta la historia, es el mejor vino del Rhin, así como el cachalote guarda en su cabeza el más preciado líquido, la esperma de la ballena. Mi tío seguía sin comprender; no obstante, asoció mis palabras al libro de cabecera de mi abuela, haló la gaveta, buscó la página subrayada, y leyó sin que le temblara la voz: “...el del cachalote contiene la flor y nata de sus olivares: la valiosa espermaceti en su estado más puro, límpido y odorífero que no se encuentra sin mezcla en ninguna otra región del cuerpo. Perfectamente líquida en vida del animal, esta substancia preciosa, apenas expuesta al aire después de su muerte, comienza a condensarse de inmediato en hermosos brotes cristalinos, como cuando la primera escarcha, fina y delicada, se empieza a concentrar en la superficie del agua.”
Cerró el libro y se sentó al pie de la cama. Miró
a través de la luz temblorosa de la vela y dijo:
Corrió el mantel y me acercó su navaja, el único recuerdo que el abuelo le había dejado. Era una de esas cuchillas que se ven en las revistas y que los pescadores se peleaban por tener. En uno de sus viajes a la ciudad el abuelo conoció a un marino, un viejo lobo de mar que le había contado sobre la pesca de las ballenas. Había cruzado el Atlántico en un ballenero, y mi abuelo, que conocía entonces muy poco de esa vida, le propuso enrolarse con él. El marino, que sólo recalaba en el puerto por unas horas, sacó del empeine su navaja y se la puso entre las manos.
“- Te pondré a prueba - le dijo, y señalando un extremo del
barco, agregó -. ¿Ves aquel bulto sobre la popa, debajo de
la lona? Dentro de él hay un pez en el que está escondido
el corazón de Jonás. Ve y arráncaselo con esta navaja.
Primero córtale el cuello; luego, descuera cuidadosamente cada tramo
del lomo, reserva para el final la cabeza sin que se derrame una
Mientras iba cortando cada tramo de sus miembros endurecidos la sangre salpicaba a borbotones, como si aquella piel curtida por los años guardara aún su calor debajo del cuero. Las entrañas regurgitaban, pero la navaja se hundía con su proa firme y avanzaba filosa igual que si cobrara la fuerza de un mástil; entraba más y más hasta manchamos las manos, y al aproximarme al corazón, dijo mi tío: - Ya está, ahora sólo falta cortar aquí y echarlo en esta bolsa. Son tiempos en que la sal hace milagros.
Limpié la navaja contra el doblez del mantel, y como nos quedaba
un rato para conversar mientras estaba listo el café, cortó
algunas rodajas de pan viejo y las puso sobre la mesa. Con la última
migaja terminó la charla y sirvió el café. Los platos
relucían de tal modo que sus destellos nos incitaron a buscar el
mar.
- Bajaría hasta el fondo, pero debo tener paciencia y no hundir
mi barco. Mientras pueda buscaré otro rumbo, no me estrellaré,
porque he de invocar con tu nombre a los vientos. Echaré de las
jarcias y las velas como un buen capitán. ¡Respóndeme,
maldito viejo! Acaso no adviertes que no sé navegar - pero el ruido
de las olas, en su ir y venir, ahogaba impasible mis sollozos. El viento
aligeraba mis lágrimas hasta secarlas, y nunca dejaron saber a mi
tío si yo quería reír o llorar.
- ¿Se enteraron? - Sí - respondió mi tío, y me adelantó una seña cómplice con la mano, mientras balanceaba el paquete donde llevábamos a la abuela -. Aquí adentro tengo parte del lomo, Ofelia. - Me han dicho que lo que hay allá abajo, en la costa, es un peje gordo. - ¡Ballena, carne de ballena! - Pero en esta zona no es frecuente ver ese tipo de pez. ¡Por Dios!, yo nunca he vendido de eso. A lo mejor va y nos trae mala suerte. - Bueno, no es para tanto, Ofelia, la gente lo que quiere es comer. Deja la superstición a un lado y ponte para el negocio, que esto es en grande - sacó un trozo del congelador y poniéndolo sobre la mesa, le dijo - : está curada de un modo especial. Seguro no la has comido así. - Ya ni me acuerdo, hace tanto tiempo que no pruebo la carne..., y menos de ballena. ¿Pero tú cómo conoces de esto? - Los viejos, ellos nos enseñaron todo sobre las ballenas. Fíjate que hoy fuimos de los primeros y ya ves - mi tío le acercó una vasija rebosante de esperma y ella, después de olerla, dijo: - Sí, es sangre de ballena. - Ámbar gris - repuso mi tío -. Te aseguro que si la vendes así tendrás de cliente a todo este pueblo de por vida. Es un condimento afrodisíaco. Te voy a dar un pedazo, pruébalo y luego dime qué tal sabe. - Alberto, ya te dije que no vendo ni como ballena. La comí hace muchos años cuando todavía tú eras un niño y tu padre le regaló un pedazo que trajo del barco a mi marido. Al otro día los sorprendió un norte a dos millas de la costa y murieron ahogados. ¡Ay, por los fuegos San Telmo, que Dios nos proteja allá arriba! - y diciendo esto con una mano en la cabeza, metió con la otra un paquete en su jaba.
Aquel mismo día, mientras un grupo de pescadores corría el
rumor de que una ballena había aparecido moribunda en la costa,
Ofelia y mi tío - adelantándose a la noticia que no demoraría
mucho en llegar a La Boca - vendían los paquetes de carne que, luego
de ser curada con ámbar gris, pasaban de puerta en puerta gracias
a las manos invisibles de la viuda.
- ¡Un Potemkin! ¡Dos Potemkim!...- ordenaban a voces en el
bar aquellos pescadores que jamás habían visto la película
del afamado director ruso.
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