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En esta ocasión hemos querido rescatar para esta sección el cuento “Las ratas,” de Surama Ferrer, narradora de la etapa republicana, y prácticamente olvidada. Tanto el cuento como la presentación de la escritora los hemos tomado de la Antología del cuento en Cuba (1902 - 1952), editada por Salvador Bueno, y publicada en La Habana en 1953, y del Panorama histórico de la literatura cubana (1492 - 1952), de Max Henríquez Ureña (1963). Agradecemos a nuestro amigo, el prof. Manolo Castellón de la Universidad de Nueva Orleáns, el envío de estos materiales. Antología del cuento en Cuba (1902 - 1952) Surama
Ferrer
Nació en Alquízar, provincia de La Habana, el nueve de diciembre
de 1923. Estudia en la Escuela Normal de Maestros y trabaja durante siete
años como maestra en una Escuela Pública Nocturna. Más
tarde [sic]gradúa en la Escuela de Filosofía y Letras de
la Universidad de La Habana. Trabaja como “locutora” en una estación
de radio y prepara libretos para programas femeninos. Hace estudios de
etnografía cubana bajo la dirección de Fernando Ortiz. Colabora
en distintos periódicos, publicando artículos, entrevistas,
notas bibliográficas y al mismo tiempo da a conocer sus primeros
cuentos. Es Jefe de la Sección de Literatura de la Sociedad Juvenil
“Nuestro Tiempo”. Actualmente es Asesora Técnica de la Dirección
General de Cultura del Ministerio de Educación. Tiene un libro de
poemas en preparación titulado Insomnios y dos volúmenes
de cuentos. Ha publicado en 1912 su novela Romelia Vargas. En 1950
obtuvo el Premio Nacional de Cuentos “Hernández Catá”, con
“Alcohol número uno”; y con Romelia Vargas, el Premio Nacional
de Novela del Ministerio de Educación en 1951.
OBRA NARRATIVA Romelia
Vargas (novela), La Habana, 1952.
Panorama histórico de la literatura cubana (1492 - 1952) 3. Novelistas de la nueva hora
Surama Ferrer (n. 1923) conquistó con Romelia Vargas el Premio
Nacional de Novela en 1951. Ha escrito además algunos cuentos, avalorados
por su fuerte sentido del realismo, entre los cuales se destacan cuadros
impresionantes como Las ratas y Alcohol número uno.
Las ratas Sentado en un rincón de la habitación contempló ávidamente la entrada de una rata de oscura pelambre y nervioso andar a saltos cortos. La siguió con los ojos, por el piso de ladrillos desajustados; olisqueando hacia el otro rincón, donde la cuna permanecía inmóvil. La rata dió vueltas en torno a los balancines del pequeño mueble y emitió chillidos penetrante, como para darse valor y escalarlos... A sus chillidos contestaron, de la habitación contigua, otros... El corazón le latió apresurado. - Van a venir más - se dijo -. Y esperó anhelante. Dos animales grisáceos, enflaquecidos, asomaron sus ojillos relucientes, interrogantes, temerosos de imprevistos peligros. El permaneció inmóvil, diciéndose: - Si me muevo, huirán... Me estaré quieto, para darles confianza y que entren... ¡que entren! Contuvo la respiración sin quitar la vista de los ojillos inquisitivos. Entró una rata y se detuvo, Chilló y echó a andar... El contó:
- Una.
La plaga de roedores atravesó desordenadamente la habitación distrayendo a cada paso el olfato, la vista y el apetito con alguna migaja o alguna pieza de ropa tirada bajo los muebles. El pensó: - Qué despacio van, para estar tan hambrientas... Se distraen con cualquier cosa. Es que tienen miedo, ¡cobardes! ¡asquerosas! Lo huelen todo... Y mira aquella, todavía rondando la cuna, sin atreverse a subir... ¡cochinos ratones! En un montón de ropas se detuvo una de ellas... Chilló fuerte. Acudieron las otras y se metieron por los repliegues de las telas. Revisaban meticulosamente cada oquedad, asegurándose la salida. Desenvolvían las telas, se enredaban, tiraban de sus extremos. Una roía una tira y se alejaba de las otras...
- ¡Animales! Entretenerse con los trapos de ella, llenos de sangre.
- Reflexionó: - Le metieron muchos y todos se empaparon de sangre.
Cuanto más crecía la tonga de trapos ensangrentados,
más se me moría ella...
- Yo quisiera hacer algo. Yo le dije a la Comadre:
El se calló y estuvo muy quieto mirándola, desde allí, desde la misma puerta por donde entraron las ratas... ¡Las ratas!... Miró alrededor y las vió en circulo, rodeando la cuna, chillando y chocando unas con otras, sin decidirse a subir. Retornó a sus recuerdos... Ella seguía gritando y su voz era un sonido horripilante en la quietud de la madrugada... Los gritos salían por todas las puertas de la casucha miserable y volvían a entrar y se llenaba la casa de gritos que le helaban el sudor en los poros... La voz se debilitaba. Sonó uno de hembra herida, desgarrada. Fué el último... Entró en el cuarto y vió a la Comadre afanosa, con algo rojizo entre las manos.
- ¡Un macho! - le dijo por encima del hombro -... Toma, cógelo,
y ponlo en la cuna... Después échame acá todos los
trapos del armario... Le sale mucha sangre...
Eran aquellos mismos trapos que las ratas revolvieron como si fueran golosinas. Los trapos con la sangre de ella. ¡Con toda la sangre de ella! El quiso gemir, y los recuerdos se interpusieron a su necesidad de desahogarse... - ¡Más trapos... más trapos! - jadeaba la Comadre -. ¡Pronto, que se desangra, la muy boba! ... ¡Más! ...
El corrió de la mesa al armario. Lo vació; abrió después
el baúl y sacó su ropa, sus vestidos ingenuos, con cintas
descoloridas y un olor suave a sudor de mujercita desflorada...
- No más... ya no más, - oyó que le dijo a sus espaldas,
y puesto en pie miró a la Comadre...
Entonces, no supo lo que le sucedió. Se fué acercando a la
mesa y le miró la carita blanca, afilándose por momentos...
Blanca y larga como la hoja de una daga mora. Y los ojillos negros haciendo
una cruz con la línea de la nariz... Estaba desnuda, con las manos
crispadas en sus senos chiquitos, de mujercita recién desflorada...
Y entre las piernas abiertas, aquel infierno rojo angular, hirviente...
Tenía que taparla, y se le echó encima a llorar, cubriéndola
toda...
- No debes llorar. Las hombres de aquí de la Ciénaga no lloran...
Ahora tienes que atender al crío. Yo le voy a dar leche, pero cuando
me vaya, si grita, se la das en esta botella... ¡pobrecito! ¡mira
como se le llena la boca con la chupeta! ¡y cómo se embarra!
La mujer se reía, ¡se reía!, ¡con ella muerta
encima de la mesa!
- Este machito, necesita de una mujer que lo cuide... ¡si senor! Cuando se la lleven a ella al amanecer, cuando yo vaya y dé el aviso, te debes buscar otra enseguida... - pensó un momento: - ¡Ajá! ¡Ya sé: la hembrita del botero, la más chiquita, tiene catorce años, pero puede servir... ¡puede servir para los dos! El se dijo: todavía se ríe, se ríe, la muy cínica, con ella muerta aquí arriba de la mesa... - Ya está. Se embuchó la leche... ¡Bueno! ¡Me voy! Te acompaño en el sentimiento... Cuando venga por la mañana las envuelves con algo y ellos se la llevan para la Ciénaga... Allí están enterrados todos los de aquí, en la tembladera del centro... Una piedra en los pies, y ya está... El seguía llorando. - ¡Ah! Antes que se me olvide... No te estés ahí tirado encima de ella, la pobre, déjala descansar... Júntale las piernas... Cuida al crío, que las ratas del cayo son unas fieras y se meten en las casas y le comen pedazos a la gente... Ten cuidado con el machito y esas ratas de manigua... Todo pasó tan rápido... Se la llevaron. Se quedó solo con el machito que dormía en la cuna... Dió unas vueltas por la casa y no quería acercarse a la cuna... Pasó el día y no hizo nada, sólo podía pensar en aquello mismo, oyendo sus gritos... El último, sobre todo, el último que fué la despedida. Se cansó de dar vueltas y se tiró en el rincón del cuarto, vigilando la cuna... Se dijo que no valía la pena estar toda la vida vigilando aquello, que le mató a la mujer... El machito era culpable, no debía cuidarlo. ¿Para qué?... De pronto se acordó de las ratas... Sí... allí estaban, revolviéndolo todo. Entraba poca luz, casi no las veía, pero escuchaba el ruidillo de sus uñas en los ladrillos... No se decidían a la faena... Porque, ¿qué se haría él con un crío? El hijo la mató a ella y debía morir también... Pero él no sabía matar. No podía matarlo... Las ratas sí sabían: roe que roe la carne blanda, las venitas débiles, los pulmones chiquitos, el corazón vivo. Ellas sabían. Y él tenía que esperar a que acabaran, para estar libre de aquello... Tenía que esperar. Se balanceó la cuna. Los chillidos de los roedores lo paralizaron. Oía atentamente. - Están subiendo por los balancines de la cuna... Se empujan... Se demoran... ¡animales! ... No... ¡Llegan! La cuna se movió con rapidez. Ellas chillaban fuerte... Un grito inarticulado comenzó a invadir la cuna. Se fué dilatando, haciéndose continuo y desesperado... El respiró hondo desde el rincón: - Lo están mordiendo... ¡Cómo grita! El grito del recién nacido se ahogaba, para resonar con más intensidad... Las ratas se disputaban las porciones mis suculentas... La cuna saltaba sobre los balancines al empuje de las bestezuelas, devorando al infeliz ser humano indefenso. A medida que aumentaba la furia del ataque y arreciaba el grito animal del hijo, él comenzó a sentirse mejor: - Qué alegría... Cómo trabajan estas ratas cochinas... Están locas con el olor a leche del crío y con las masitas blandas... Me están librando... En cuanto acaben me largo a la Ciénaga, a tocarle a ella los senos, debajo del fango... ¡Pobrecita! Me estará esperando... ¡Qué se lo coman de una vez! ¡asesino! Mató a su madre... El balanceo de la cuna disminuía. El grito enronquecido se ahogó definitivamente... Una rata saltó al suelo y huyó a la manigua... Le siguieron las otras... El cuarto ae adormiló en un silencio roto a intervalos por una risa reposada... Se alzó y rió con mis frecuencia... Alargando sus carcajadas en una a abierta, gutural... Se agarró los cabellos... Después abrió los brazos y riendo echó a correr por la manigua. Entró en el caserío sorteando las casas y las gentes que se quedaban mirándole boquiabiertas... Enfiló hacia el puente de tierra, que moría en la tembladera del centro... Un carbonero acertó a gritarle: - ¡Por ahí no, animal, que te entierras en la tembladera...! Rió más y contestó: - ¡Las ratas! Las ratas... ¡Ya voy...!
Faltó la tierra apisonada del puente bajo sus pies... Saltó,
y cayó rígido, como una saeta hendiendo la tersura de la
Ciénaga... El regazo oscuro y corrompido del fangal acogió
la risa loca del hombre suicida, y la devolvió lentamente a la superficie,
en burbujas semiesféricas, de un gris opaco...
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