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Homenaje
a Alejo Carpentier (1904 -- 2004)
Presentamos a los lectores de La Habana Elegante el ensayo El recurso del método o la picaresca del dictador, del poeta, narrador y ensayista cubano Rogelio Saunders, así como el artículo Manuel Rueda, el exorcista del cuerpo insular dominicano, del profesor y poeta dominicano Néstor E. Rodríguez. El ensayo de Saunders es uno de los capítulos de un libro suyo, aún en preparación, y del cual publicaremos otro capítulo en la próxima edición de esta revista. Agradecemos, tanto a Rogelio Saunders como a Néstor E. Rdguez, la cortesía de habernos permitido publicar sus respectivos trabajos. Con los ensayos de Saunders sobre la obra de Carpentier, rendimos un merecido tributo al escritor con motivo de celebrarse el próximo año el Centenario de su nacimiento (1904 -- 2004). La redacción
El recurso del método o la picaresca del dictador Rogelio
Saunders © 2002
«¿Qué es el Pícaro? El hombre sin oficio que busca las maneras de vivir. El hombre sin oficio que hace cualquier oficio por falta de oficio».
«...el Primer Magistrado se veía como quien ha sido encerrado en un círculo mágico trazado por la espada de un Príncipe de las Tinieblas. La Historia, que era la suya puesto que en ella desempeñaba un papel, era historia que se repetía, se mordía la cola, se tragaba a sí misma, se inmovilizaba cada vez -poco importaba que las hojas de los calendarios ostentaran un 185(?), 189(?), 190(?), 190(¿6?)...-: era un mismo desfile de uniformes y de levitas de altas chisteras a la inglesa alternando con cascos emplumados a la boliviana, como ocurre en los teatros de poca figuración donde se hacen cortejos triunfales con treinta hombres que pasan y vuelven a pasar frente al mismo telón, cuando están detrás de él, para volver a entrar a tiempo en el escenario, gritando, por quinta vez: “¡Victoria! ¡Viva el orden! ¡Viva la libertad!”... El cuchillo clásico al que cambian de mango cuando está gastado, y cambian la hoja cuando a su vez se gasta, resultando que, al cabo de años, el cuchillo es el mismo -inmovilizado en el tiempo- aunque haya cambiado de mango y hoja tantas veces que ya resultan incontables sus mutaciones. Tiempo detenido en un cuartelazo, toque de queda, suspensión de garantías constitucionales, restablecimiento de la normalidad, y palabras, palabras, palabras, un ser o no ser, subir o no subir, sostenerse o no sostenerse, caer o no caer, que son cada vez, como el regreso de un reloj a su posición de ayer cuando ayer marcaban las horas de hoy... Miraba las sedas, los rasos, los terciopelos, el reciario derribado, la ninfa dormida, el lobo de Gubbio, la Santa Radegunda. Quería quedarse, salir del círculo mágico, y, como encerrado en el círculo, no lo podía.»
Hay dos elementos en esta cita que revelan el mecanismo interno de la poética de Carpentier. Primero, la visión de América como espacio y tiempo de la alteración (de la anamorfosis, como si lo escrito en Europa, con trazo mínimo, se amplificase en América al modo en que lo hacen las sombras en la pared de un cuarto). Y segundo, el conceptualismo carpenteriano, genuinamente barroco, que busca la generalización de los elementos previamente separados mediante un continuo e intenso proceso de observación. Al cabo, surge la original versión de la picaresca postulada por el escritor. Una picaresca que gira en torno a un eje nuevo, ausente en la picaresca clásica: la parodia. El elemento maravilloso (para Carpentier lo maravilloso es lo insólito, lo teratológico en tanto asombroso) es precisamente ese gigantismo espacial que América presta al “personajillo de sainete” que había sido hasta entonces el pícaro, y que lo convierte en una gran sombra chinesca:Durante años - dice Carpentier - soñé yo con escribir una novela que habría de titularse Picaresca y que sería la novela de las andanzas del personaje de Quevedo, modernizado, por tierras de América. Pero, observando al pícaro trasladado a América, me di cuenta un buen día que ese pícaro español, ocurrente, tramposo, fullero, mentiroso, grato en algunos momentos, ingenioso siempre, al pasar a América - pues el pícaro pasó a América de verdad, y ahí está la novela de Lizardi - se nos agigantaba en un continente agigantado. Desconcierto del que Carpentier extrae los dividendos más jugosos, pues la desmesurada y rocambolesca figura del dictador constituye un perfecto ejemplo de lo real-maravilloso en la historia, como se comprueba cuando expone la genealogía fantástica del dictador latinoamericano, que califica, con giro verbal característico, como“lo real-maravilloso al estado bruto”:El pícaro español pasaba, de un plano secundario, a un plano histórico, para desgracia nuestra, puesto que en el continente donde vivimos nos encontramos que la galería de dictadores es una cosa tan monstruosa que desconcierta el entendimiento más razonable.2 Obsérvese la semejanza de esta relación con la que aparece en el discurso de recepción del Premio Nobel leído por Gabriel García Márquez en Suecia, cinco años después de esta entrevista de Carpentier (aunque García Márquez no se referiría sólo a los dictadores latinoamericanos, sino a toda una serie de hechos diseminados en la historia americana). Lo interesante aquí, por una parte, es esa postulación de lo maravilloso como rasgo distintivo de lo americano (que hallará su correspondencia literaria en la mezcla de espacios y tiempos de la novelística latinoamericana), y por otra, la relación de desdoblamiento entre lo real-maravilloso de Carpentier y el realismo mágico de García Márquez, como si a partir de los mismos hechos hubiesen surgido dos posibilidades diferentes pero contiguas. (El estilo de García Márquez se inclina más hacia el mito y la fábula, mientras que el de Carpentier es más conceptual y reflexivo. Son como dos paralelas divergentes que surgen de una misma anamorfosis: de un mismo sueño vasto y confuso.)Un solo país de América latina ha tenido, desde los días de nuestra independencia, o sea en muy poco más de ciento cincuenta años, treintisiete dictadores. Un país del Caribe, hasta fecha muy reciente, ha tenido veintisiete. Dos países del continente, y no de los menos importantes, han tenido veinte cada uno. Hay dictadores que han estado treinta y cinco años en el poder. Tenemos uno en el Caribe con treinta y un años, uno en Venezuela con veintisiete, uno en Guatemala con veintidós, y, en fin de cuentas, entre eso que llamaba Miranda, precursor de nuestra independencia, “bochinches y cuartelazos”, más de mil en la totalidad del hemisferio insular y de tierra firme, en algo más de medio siglo. Pensé, pues, que el pícaro había cambiado de dimensión, y en mi novela quise hacer la picaresca del dictador.3 El dictador, pues, es el gran Pícaro. Un pícaro que casi siempre va acompañado de un acólito (de un secretario y confidente que es como su sombra u alter ego contradictorio: Peralta en el caso del Primer Magistrado de Carpentier; Patiño en el caso de el Supremo de Roa Bastos). Casi como si se tratase de Don Quijote y Sancho Panza, pero en tinta de aguafuerte y siempre como parodia, como anamorfosis en que el lenguaje (entendido como proliferación de lenguajes) se convierte en protagonista. El lenguaje es clave en la novela del dictador, de Tirano Banderas de Valle-Inclán a El otoño del patriarca de García Márquez, pasando por El señor presidente de Miguel Ángel Asturias. (Pero esta presencia del lenguaje estaba ya en la picaresca española, pues lo picaresco no es otra cosa que la lengua - la narración - del Pícaro). El caso extremo es Yo el Supremo, de Roa Bastos, donde surge toda una lengua en que se fusionan armónicamente la sintaxis española y la guaraní (y los mitos populares e indígenas del Paraguay con el discurso literario y cultural contemporáneo), dando lugar a una Historia y una Ficción complejas, nacidas de la boca del mítico Karaí Guasú.4 Por otra parte, así como se ha perdido el que hubiera sido el primer texto de América Latina (el muchas veces citado Diario de Colón, presente sólo en las transcripciones de Fray Bartolomé de Las Casas), así también la primera gran novela latinoamericana es la última gran obra de la picaresca española: El Periquillo Sarniento, del mexicano Lizardi. (Para Carpentier, que es quien da ese lugar a Lizardi, la picaresca está en el origen mismo de la novelística latinoamericana.) El origen de lo latinoamericano, pues, es siempre como mínimo doble, compartido, discutido: un Diario transcrito, una novela-bisagra. Lo propiamente latinoamericano es siempre la mezcla de orígenes y, en última, instancia, el vórtice originado por los movimientos contrarios de la dispersión y el Deseo (por la mezcla y dispersión de las civilizaciones bajo el movimiento ciego del Deseo). En el comienzo de América (y dando forma perenne a su carácter, ya que nada marca tanto como el origen) están la ilusión y la duda: la confusión y la triquiñuela. (El buhonero Colón hipnotiza a Isabel la Católica con un número de circo, y el Padre Las Casas nos deja una transcripción del Diario más famoso que no sabemos si es fiel.) El origen mismo de Colón es tema de polémica, y una confusa idea salvadora del propio Las Casas inicia la trata de negros esclavos que va a cambiar radicalmente la faz de América. Por una parte, América es hija de la confusión (tanto Las Casas como Colón se equivocaron, pero sus errores tuvieron repercusiones mundiales: otra vez el efecto “amplificador” de América), y por otra, es “hija de barcos”: siempre el espacio a donde llegaron otros. No deja de oírse, por otra parte, en todo el libro un tono que recuerda a la prosa del gran satírico cubano Miguel de Marcos, precursor casi fantasmal de la sátira latinoamericana del siglo XX. Y también aparece, en un momento dado, una referencia a la novela satírica Generales y doctores, de Carlos Loveira, que postuló una alternancia clave en la política cubana: el intercambio perpetuo del poder entre dos únicos estamentos sociales. (En efecto: al general Fulgencio Batista, que había dado un golpe de estado en 1952, le sucedió el doctor Fidel Castro, que llegó al poder de forma violenta en 1959.) Carpentier establece así una relación genealógica directa con la tradición satírica cubana, rica en símbolos profundos y en desarrollos grotescos. Hay muchas parodias en El recurso del método, pero sobre todo hay un gesto doblemente irónico: irónico con relación al autor (que se burla de su propio culteranismo, de su conceptualismo y su retórica) e irónico con relación al poder (al mostrar el fútil atareamiento de la actividad política y su carácter siniestro). Al mismo tiempo, el círculo mágico que aparece en un momento dado en la novela podría verse, por una parte, como un símbolo del encantamiento colectivo que sufre América Latina (tiempo detenido en el tiempo, “astillado en un cuarto”, como un perpetuum mobile), pero también del dilema del propio Carpentier, encerrado en su estilo literario y en su compromiso político. (Finalmente, es el círculo mismo de la Historia en tanto mecanismo que se repite, que recomienza siempre a causa del deseo, tal como puede verse en el relato Viaje a la semilla.) La figura del dictador es el elemento simbólico - puramente representativo - que le permite a Carpentier poner en obra sus reflexiones sobre la política, la cultura, la existencia y la creación literaria. Dice el crítico Roberto González Echevarría al respecto: Dividido entre su amor por Francia y su admiración por los alemanes (que representan el “orden”), el Primer Magistrado es más bien una suma viviente de cosas adquiridas, entremezcladas y contrapuestas. Un símbolo de la vasta realidad confusa que es América Latina (donde los elementos latinos y germánicos se han entremezclado y confundido haciendo posible lo insólito, emborronando los nacionalismos europeos, confundiendo los orígenes), abocada a ese estilo de lo sin estilo que -como apunta Carpentier a propósito de la arquitectura de las ciudades latinoamericanas- es en sí mismo un estilo (llega a ser un estilo). La realidad de América Latina es, desde el origen, una realidad esencialmente ecléctica. El dictador carpenteriano (ese Primer Magistrado que habla con una lengua florida que no suena a nada, pero que lo dice todo) es una imagen literaria del eclecticismo americano, la suma de todas sus virtudes y sus males.El dictador, en el centro de esa proliferante artificialidad, resulta no tener control sobre nada; su propia figura es artificial, hueca, el punto de intersección de varias tradiciones. Esto constituye no sólo una crítica de la autoridad política, sino de la autoridad del autor, pequeño dictador que controla, suponemos, su universo ficticio. El dictador de Carpentier, melómano, afrancesado, que divide su tiempo entre Hispanoamérica y Francia, es una figura del propio Carpentier.5 En la novela, al mismo tiempo, puede escucharse en todo momento una especie de “tercera voz”. Una voz sabia y paródica que hace el relato del relato. Voz que parodia el relato, que parodia al autor, que parodia al dictador. Que parodia la historia, la política y la literatura. Voz última que no aspira a ese nombre y que es la del propio hombre en tanto horizonte último de lo narrado: ojo que ve el sinsentido de la historia y cuya risa liberadora da un sentido profundo a la novela (si hay una burla en lo que se lee, es la burla del hombre). El recurso del método es el verdadero punto de inflexión en la metamorfosis estilística final de Alejo Carpentier. El momento en que aparece ya, madura, esa sonrisa profunda que no deja en pie ninguna certeza, pues sabe que toda certeza es un error cuando se le mide contra la vastedad de lo desconocido (y también contra el dato aleccionador de lo ya conocido: nada es tan irónico como la propia Historia). Tener certezas es creer que lo que vemos a nuestro alrededor permanece. Llegados a cierta edad, nos damos cuenta de que es otra ilusión. A medida que Carpentier se adentra en el tiempo y se acerca a la muerte, su estilo se vuelve a la vez más conciso y más sabio, y sus novelas asumen enteramente un destino de “epopeya menor”, en que los emblemas de la cultura se vuelven dibujos abstractos y los vectores fluyen en todas direcciones, como en un gran baile donde conviven, en plano de igualdad, los mitos y las noticias de prensa, los anuncios publicitarios y las cavilaciones filosóficas. En El recurso del método, la fusión de lenguas y de caracteres se vuelve abstracción y símbolo del devenir mismo de la política. (El dictador, siendo abstracción, es también compendio: a un tiempo crítica y catálogo de cultura). Y el devenir de la política, a su vez, es símbolo del devenir humano, ya que todos somos ese hombre solitario que muere sin saber muy bien por qué ha vivido. En un sentido más profundo, es el hombre encerrado en el círculo mágico de la historia y de sus propios errores. Por otra parte, para el dictador de Carpentier (figura representativa y burla al mismo tiempo de toda representación), la nacionalidad, la raza y la cultura son meros valores de cambio. Cuando se trata de defenderse de las acusaciones de genocidio frente a la Francia que ama con amor infantil (Francia es la Tierra de Jauja, una castálica isla de cultura hecha de pura nostalgia por la Belle Époque), declara que la rebelión es cosa de “negros e indios”, mientras que, cuando se trata de oponerse al General Hoffman, que ha promovido una rebelión y que representa los valores “germanos” (pero unos valores germanos siempre puestos en duda por el mestizaje, por la presencia insoslayable de “Aunt Jemima”), se erige súbitamente en defensor de la “latinidad” y remite a ella los valores del ser latinoamericano y de Occidente mismo: Una momia encontrada por el dictador y sus acólitos en un cueva (y nombrada ex oficio por éste mismo “el Abuelo de América”), se vuelve valor de cambio a la hora de recuperar el favor de Francia. El autoproclamado defensor de los valores nacionales resulta ser, así, un mero contrabandista que vendería a su propia madre por seguir cobijado bajo el mito infantil del Deseo; por preservar ese pequeño paraíso hecho de prostitutas refinadas, de conversaciones intelectuales y de mundanidad parisiense. (Dice de él Carpentier en una entrevista: «Lee malas novelas francesas, lee mediocre filosofía francesa». El Primer Magistrado, pues, es también una parodia de la Ilustración.) Como autoproclamado “dueño vitalicio de la patria”, se cree con derecho a venderla (así como el fantástico dictador de El otoño del patriarca llega a vender el mar).Además -¡carajo, ahora me doy cuenta!- las Vírgenes todas, de nuestras tierras, eran latinas. Porque la Madre de Dios era latina, doblemente latina, ya que los luteranos de mierda -como Hoffman y los “Segundos Federiquitos” que con él andaban- la habían arrojado de sus templos. La Divina Pastora de Nueva Córdoba, las de Chiquinquirá, de los Coromotos, de Guadalupe, de la Caridad del Cobre, y todas las que formaban en la Inefable Legión de Intercesoras, eran ubicuas presencias de quien, una y eterna, fuese entronizada por Luis XIII en las naves de Notre-Dame, en consagración de su reino al culto marial (pág. 143)6 De modo que para el Dictador carpenteriano “latinidad” y “germanidad” son sólo palabras huecas. Máscaras que él se pone y se quita a conveniencia, como si no tuviera entidad propia. Y en efecto: no la tiene, ya que se trata de una pura representación (con lo cual la palabra “representación” adquiere una ambigüedad máxima.) El Dictador, en realidad, ni representa nada, ni cree en nada. Confirma la inconsistencia de los valores, pero de un modo negativo. De hecho, en la novela, cuando llega el momento de huir (con lo que se demuestra también que no es un héroe: ningún dictador lo es. Todo dictador es solamente un pícaro y el objetivo de todo pícaro es sobrevivir, no morir), lo hace en el mismo Trencito de juguete que recorre la colonia alemana que desprecia (los dictadores carecen también de verdaderos principios: todo pícaro es siempre un Gran Fingidor). Al mismo tiempo, en esa crítica y disminución de lo germano que hay en toda la novela - la colonia alemana es perfecta, pero a escala de rompecabezas o de cuento de hadas - hay también una crítica de la “pureza” y el aislamiento raciales, siguiendo una línea presente en toda la novela y que opone el mestizaje (la mezcla, la flexibilidad) a la siniestra regularidad de lo Único. El criollismo (el mestizaje) es para Carpentier la característica esencial del espacio americano: Se sabe que el odio a lo francés, característico de la Alemania nazi, era precisamente odio a esa “funesta” tendencia al “mestizaje” incompatible con la “pureza” germana. Carpentier equipara a esos amanuenses de la pureza con los siniestros trabajadores del Santo Oficio, siguiendo un proceso habitual en él y que lleva los temas hacia generalizaciones cada vez más amplias. Los inquisidores, viene a decirnos Carpentier, son siempre los mismos: creadores de una pureza inexistente en pro de una Máquina de fabricar culpables. La base ideológica de este maquinismo terrible es precisamente el impuro ideal de la “pureza de sangre”, a contrapelo de la historia y de la misma ciencia.Al fin y al cabo, “latinidad” no significaba “pureza de sangre” ni “limpieza de sangre” -como solía decirse en desusados términos de Santo Oficio. Todas las razas del mundo antiguo se habían malaxado en la prodigiosa cuenca mediterránea, madre de nuestra cultura. Tremenda cama redonda había sido aquella, de romano con egipcia, de troyano con cartaginesa, de helena famosa con gente de color quebrado. Decir Latinidad era decir mestizaje, y todos éramos mestizos en América Latina; todos teníamos de negro o de indio, de fenicio o de moro, de gaditano o de celtíbero -con alguna Loción Walker, para alisarnos el pelo, puesta en el secreto de arcones familiares. (pág. 144) América, por el contrario, es el espacio por excelencia del trasvase, del trastueque, de la transformación. Espacio de la incorporación creativa (que acoge, no que rechaza). Carpentier llegó a afirmar incluso que quizá el destino mismo de América no fuera sino el de proveer un espacio para que en él pudieran mezclarse razas y culturas hasta entonces separadas. América sería el espacio de la experimentación (de lo desconocido, de lo nuevo). Pero la reflexión de Carpentier cala más profundo y alcanza a los valores tradicionales de la cultura a ambos lados del Atlántico. Lo que él pone en duda es la existencia misma de unos valores fijos e inmutables y, en última, instancia, de un origen único (tema que se hará más patente en su novela final, El arpa y la sombra). La suya es, a la vez, una crítica del origen y una crítica del lugar utópico.7 La novela - nos dice - es historia y la historia es círculo encantado. Y el hombre gira al mismo tiempo en el círculo encantado del deseo y en el círculo de la Historia como deseo (como sustituto de la infancia), del que quiere salir pero del que al mismo tiempo no quiere (en el fondo -nos dice Carpentier por boca del Primer Magistrado - no puede salir porque no quiere). Por otra parte, dictador o no, paródico o no, este Pícaro con mayúsculas sigue siendo representativo de lo latinoamericano. Ésta es la razón por la que reaparece de vez en cuando en la literatura, a partir del Tirano Banderas (a cuyo autor justamente Carpentier tenía en gran estima8 ). No es el dictador “real” lo que importa, sino el espacio de la desmesura que representa el gigantesco Pícaro ajedrezado. Él es como un mapa de lo americano, atravesado por sus fobias y sus pasiones, y en el vértice de este cruce o nodo que se halla en el origen de lo latinoamericano. Un origen, por excelencia, múltiple. (Recordemos que el Diario de Colón tiene dos padres: Colón y el Padre Las Casas.) Continente, de haberlo, postmoderno. En Europa hubo una modernidad. En América, postmodernidad sólo. Lo posterior siempre, lo terciario. América es el espacio de lo Otro. Porque, por lo demás, si América es, como afirma Gabriel García Márquez (dómine barroco paralelo a Carpentier), un continente signado por la soledad (y, cuanto más vasto, más solitario), nada representa tanto esa soledad como la soledad multitudinaria del Dictador. Máquina de representar que encarna todos los clisés, los dialectos y las muecas del poder, de la cultura y de la historia, y que se despoja de vida propia en el afán lunático de poseer sin límites, de territorializar sin límites La distancia entre su deseo y el objeto de su deseo convierte al dictador en una figura no sólo ridícula sino tragicómica: digna al mismo tiempo de compasión y condena. La novela abarca unos 15 años del siglo XX (entre 1913 y 1928 ó 29, aproximadamente), pero ese tiempo es relativo (como lo es la fecha del 16 de junio de 1904 en Ulises, de James Joyce), porque su verdadero tiempo es mucho más amplio. Es el tiempo o la duración poética bajo la forma del espacio alterado propio de América Latina (espacio en que el tiempo se bifurca, se multiplica o queda indefinidamente suspendido). El lector tiene la impresión de que la novela abarca un período mucho más amplio, o que vive en una indefinida atmósfera de finales del siglo XIX. En el fondo (y éste es el sentido profundo de la forma creada por Carpentier), se trata el tiempo sin tiempo de la conciencia humana -que no conoce principio ni fin-, representado por la conciencia del dictador. Una conciencia que da vueltas infinitamente sobre sí misma, hasta tal punto, que da la impresión de que la propia muerte debería ir seguida de unos puntos suspensivos. (Procedimiento que aparece también en Yo el Supremo, de Roa Bastos, donde el protagonista se mueve hacia atrás y hacia delante en el tiempo con toda naturalidad.) Desde su utópico refugio parisiense dirige el Primer Magistrado su bananera república, volviendo a ella sólo para sofocar las rebeliones cíclicas que desafían su poder despótico, y a las que responde primero por medio de cables9, antes de ponerse cómodamente en camino para unas campañas que más bien parecen ocasiones de lucimiento de sus habilidades castrenses y pábulo para sus reflexiones culturales y políticas. Puesto en vena de sainete tragicómico, el Primer Magistrado hace a cada momento la parodia del poder, en una lengua que dobla y satiriza la tradición de la realeza europea, pero que sobre todo parodia el texto canónico del poder, la figura mítica del Conductor: Obsérvese cómo el “Conductor” - el “Guía de Hombres”- sólo quiere “conservar el poder”, denunciando así inadvertidamente el eje oculto de sus afanes, que es el de auparse in aeternum a un trono (figura simbólica de todo Deseo) y no el de defender una nacionalidad o unos principios. Éstos sólo tienen un valor táctico. Lo fundamental es retener el poder; permanecer en el poder. Por lo demás, la crítica mirada del dictador ilustrado lo alcanza también a él mismo:Había, pues, que poner a las Vírgenes de nuestro lado -conmigo en el combate, con imagen alzada en lábaro- ya que el Príncipe, ante una fuerza adversa, tenía el deber de echar mano a cuanto pudiese ser favorable a su causa. Flexible y nunca empecinado debía ser el Conductor de hombres, el Guía de Hombres, aunque para conservar el poder tuviese que renunciar, en un momento dado, a muy personales anhelos. La figura amplificada de este Pícaro machista, campechano y siempre siniestro (a la vez pobre cosa humana e infecto gendarme, especie de gran muñeco plano o hueco), sirve para muchas cosas. En particular, para poner en juego una serie de emblemas, opiniones, vectores, movimientos y máscaras que atraviesan de parte a parte la sociedad humana (del amor a la geografía, de la cocina a la política, de la religión a la música). En ese gran baile de máscaras todo es intercambiable; todo es posible. La prostituta de hoy puede ser la Primera Dama de mañana, y el “personajillo de sainete” se convierte en dueño de todo un país, con un ejército propio y domicilio en Francia. América -nos dice Carpentier- es el espacio de la Alteración donde lo insólito (para bien y para mal) es la norma. A través de la boca de sombra del Dictador (marioneta política y marioneta literaria), Carpentier puede afirmar algo y negarlo al mismo tiempo (ambigüedad propia de toda sátira). La figura del Dictador no sólo le sirve para la caricatura demoledora, sino para un elogio siempre cargado de autoironía, de parodia.Y miraba nuevamente las puntas de sus botas, sus espuelas, su correaje. Y pensaba, burlándose de sí mismo, en el personaje de la comedia de Moliere que era cocinero cuando usaba gorro y cochero cuando se ponía librea. (pág. 62) Pero el Dictador, al mismo tiempo, aparece en todo momento bajo una doble luz. No solamente es un gran oportunista, sino también un relator autorizado de las cosas americanas. Sus reacciones, expresadas en un punzante despliegue lingüístico, son en sí mismas una forma de crítica: Se trata de un mecanismo clave en toda la obra de Carpentier. Más allá de su tenebrosa investidura, el Primer Magistrado es sobre todo una voz crítica, que pasa por todo y por la que todo pasa. Y la distancia que le permite el análisis (esa burlona objetividad) es su misma condición americana, pues él no es sino la gran sombra proyectada en el espacio por aquel “personajillo de sainete” que era el pícaro a la española (transportado inadvertidamente de una dimensión histórica a otra por causa del Deseo, que lo ha hecho caer, como al ratoncito Pérez, en la gran olla metamórfica americana: conquistador conquistado, alguacil alguacilado). América sería no sólo el espacio de la experimentación, sino de la crítica (de la parodia y la ironía: espacio postmoderno y más aún: ulterior). Crítica y parodia de los grandes discursos de la cultura; de sus grandes emblemas.Durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México -dice el Primer Magistrado-, las autoridades se las arreglaron para que las gentes de huaraches y rebozo, los mariachis y tullidos, no se acercaran a los lugares de grandes ceremonias, pues era mejor que los visitantes extranjeros e invitados del gobierno no viesen a esos que nuestro amigo Yves Limantour llamaba “los cafres”. Pero en mi país, donde son muchos -¡demasiados!- los indios, negros, zambos, cholos y mulatos, sería difícil ocultar a “los cafres”. (p.99) Pero lo más importante de esta puesta en escena satírica es el habla del dictador. Un habla, en principio, doble. Una primera persona que es siempre una tercera. Una lengua siempre otra, hecha de gramáticas y dialectos diversos. El Dictador mismo no es sino una especie de ojo que cuelga; un observatorio privilegiado que pasa revista a la Historia y a los clisés humanos (a los emblemas de la cultura, el arte y la política) como un agua que lo refleja todo. Debajo de la última máscara (pero también de la primera) está siempre la muerte, la nada, el vacío que vela implacable en todo afán. Es la muerte como Reina del Carnaval, tal como puede verse en el célebre carnaval de Venecia. Y la novela está llena precisamente de referencias carnavalescas, de sustituciones e intercambios entre lo alto y lo bajo. Carpentier, que también se acercaba a la muerte, veía cada vez con mayor claridad la futilidad de todo esfuerzo y sobre todo del forcejeo político. (La sucesión vertiginosa y cómica del poder, símbolo del forcejeo humano en pos del deseo y que acaba siempre con un golpe seco de guadaña.) El recurso del método es una novela de máscaras (empezando por Descartes y las citas de su obra que encabezan los capítulos). No hay -viene a decirnos Carpentier- ninguna Verdad canónica. Sólo verdades parciales que en la distancia van convirtiéndose en falsas nociones. No hay ningún Origen o Raza: sólo emblemas de la cultura y la política. No hay una tierra que representaría la Tierra, sino tierras y tierras por todas partes, como hay hombres y hombres por todas partes. La Historia gira en círculos y el hombre sueña su sueño. Las máscaras sólo cubren momentáneamente el vacío, pero el vacío sigue estando ahí.
El tiempo de la dictadura es tiempo que ha implosionado. Tiempo detenido
y cíclico, que gira sobre sí mismo. (Un tiempo como ése
es el de los cien años de soledad de Gabriel García Márquez,
sólo que allí el tiempo “astillado” y que gira en círculos
engendra el tiempo mítico de la fábula: un texto cuyo desciframiento
no aclara el misterio sino que lo hace volver todo a la nada, en espera
del recomienzo.) Cuando se acerca la muerte, el Dictador recuerda una frase
leída en el Pequeño Larousse y que habría
pronunciado el dictador romano Augusto: Acta est fabula (“la representación
ha terminado”, o: «La commedia è finita», como dice
un personaje al final de la ópera Los payasos, de Leoncavallo
- y Carpentier era un buen conocedor de la ópera). No sólo
el arte es representación, sino que lo son también la vida
y la Historia. No hay sino citas y citas de citas, como ese fantasmático
Diario de Colón que sólo sobrevive en la escritura del Padre
Las Casas. Pero la cultura
de segunda mano, amplificada, transformada (caída en otro suelo),
se vuelve de pronto cultura de primera mano. Apropiación americana
auténtica, y sabiduría auténtica del hombre enfrentado
a la muerte, su última lección. La frase pronunciada por
este hombre no es una simple repetición: es una frase nueva
(todo hombre que muere es el primer hombre). Como América no es
simple repetición, sino el lugar donde se mezclan cosas distintas
y donde por lo tanto surge lo nuevo.
Notas 1. Carpentier, Alejo: “Habla Alejo Carpentier”, en Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier (Casa de las Américas, La Habana, 1977). 2. Ídem. 3. Ídem. 4. Karaí Guasú, que significa “gran señor” en guaraní, fue el nombre que le dieron los indios y los pobres del Paraguay al doctor Gaspar Rodríguez de Francia, que gobernó con mano de hierro el país durante 26 años. (N. del A.) 5. González Echevarría, Roberto: Introducción a Los pasos perdidos (Ediciones Cátedra, S. A., Madrid, 1985) 6. Todas las citas de El recurso del método contenidas en este capítulo pertenecen a la edición de Alianza Editorial, Biblioteca Carpentier (Madrid, 1998). 7. Quizá toda crítica de lo primero es crítica de lo segundo. 8. No obstante, para Carpentier el más lejano antecedente de la novela latinoamericana del dictador era el relato El matadero, de Esteban Echevarría, al que consideraba magistral. 9.
Veinticinco años después de publicada esta novela, Fidel
Castro afirmará también haber dirigido la guerra de Angola
enviando cables desde La Habana. Los dictadores históricos remedan
a los ficticios. La sátira de Carpentier ha descrito una parábola
y ha alcanzado al dictador cubano.
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