La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | La expresión americana | ||
Hojas al viento | La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa | ||
Álbum | Búsquedas | Índice | El templete | Portada de este número | Página principal |
Homenaje
a Edward Said
El pasado 24 de septiembre Edward W. Said murió, a los 67 años,
en un hospital de Nueva York. Autor
de títulos tan influyentes en los estudios postcoloniales como su
célebre Orientalismo, y Cultura e imperialismo, Said
se destacó también por su eticidad y su posición revolucionaria
como intelectual y académico. Su crítica del imperialismo
fue, sin dudas, una de las más lúcidas y brillantes.
En 1999 fue elegido presidente de la Modern Language Association.
Al morir era profesor de la Universidad de Columbia. Sin lugar a dudas,
la muerte de Said representó un duro golpe para el mundo académico
-- en el que se destacó como crítico literario y pensador
de la cultura -- pero también constituyó un golpe devastador
para todos los que siguen perseverando en soñar un mundo mejor y
más justo. La Habana Elegante, al reproducir la "Introducción"
de Cultura e imperialismo (Anagrama, Barcelona, 1996) rinde un modesto
homenaje al recuerdo de Said, y de la manera quizá más efectiva
de hacerlo: contribuyendo a la divulgación de su obra.
Cultura e imperialismo INTRODUCCIÓN
En 1978, cinco años después de la publicación de Orientalismo,
empecé a reunir ciertas ideas que se me habían hecho evidentes,
durante la escritura del libro, acerca de la relación general entre
cultura e imperio. El primer resultado fue la serie de conferencias dictadas
en universidades de Estados Unidos, Canadá e Inglaterra entre 1985
y 1986. Esas conferencias forman el núcleo central
del presente libro, que me ha ocupado constantemente desde entonces. Las
ideas expuestas en Orientalismo, que se limitaba a Oriente Medio,
han sufrido un considerable desarrollo en el campo académico de
la antropología, la historia y los estudios especializados. De la
misma manera, yo intento aquí extender las ideas del libro anterior
para así describir un esquema más general de relación
entre el moderno Occidente metropolitano y sus territorios de ultramar.
Dickens anudó varias tendencias de la visión inglesa respecto de los convictos en Australia a finales de la época de su traslado. Podían triunfar, pero difícilmente podían volver de verdad. Podían expiar sus crímenes en sentido técnico, legal, pero lo que habían sufrido allí los había convertido en excluidos para siempre. Y, sin embargo, eran capaces de redención, mientras se quedaran en Australia.1La investigación de Carter acerca de lo que él denomina historia espacial de Australia nos ofrece otra versión de la misma experiencia. Aquí los exploradores, convictos, etnógrafos, acaparadores y soldados dibujan el vasto y relativamente vacío continente, y cada uno lo hace en un discurso específico que choca, desplaza o incorpora el de los otros. Por lo tanto, Botany Bay es, antes que nada, un discurso ilustrado de viaje y descubrimiento, y a continuación un conjunto de narradores viajeros (incluyendo a Cook) cuyas palabras, itinerarios e intenciones acumulan los extraños territorios y gradualmente los transforman en «un hogar». Para Carter, la vecindad entre la organización benthaminiana del espacio (que dio como resultado la ciudad de Melbourne) y el aparente desorden del monte australiano es lo que ha hecho posible la transformación optimista del espacio social que, hacia 1840, produjo un Eliseo para los caballeros y un Edén para los trabajadores.2 Lo que Dickens imagina para Pip, en su papel del «caballero londinense» de Magwitch, es brutalmente equivalente a lo que la benevolencia inglesa diseñó para Australia: un espacio social que autoriza otro. Pero Dickens no escribió Grandes esperanzas preocupándose de alguna manera por los relatos de los nativos australianos, como sí lo hacen Hughes o Carter, ni adivinó o previó la tradición literaria australiana, que, de hecho, vino mucho más tarde a incluir las obras de David Malouf, Peter Carey y Patrick White. La prohibición del retorno de Magwitch no es sólo penal sino «imperial»: los súbditos podían ser llevados a lugares como Australia, pero no se les permitía el «retorno» al espacio metropolitano, que, como la novela de Dickens acredita, está meticulosamente asignado, reservado y habitado por una jerarquía de personajes metropolitanos. Por un lado, hay intérpretes como Hughes o Carter que amplían la presencia relativamente débil de Australia en la narrativa inglesa del siglo XIX, intentando así expresar la plenitud y la recién adquirida integridad de la historia de Australia, que se independizaría de Gran Bretaña en el siglo XX. Por el otro, no obstante, si leemos con atención Grandes esperanzas, deberemos notar que después de que Magwitch expíe su pena o, digamos, tras el reconocimiento redentor por parte de Pip de su deuda con el viejo convicto, enérgicamente amargo y vengativo, Pip sufre un colapso y luego sana de dos maneras explícitamente positivas. Surge un Pip nuevo, menos sujeto que el antiguo a las ataduras del pasado; lo entrevemos similar a aquel niño también llamado Pip. Y el viejo Pip emprende una nueva carrera con Herbert Pocket, su amigo de la infancia, esta vez no como frívolo caballero sino como comerciante esforzado en Oriente, donde las otras colonias británicas ofrecen una suerte de normalidad imposible para Australia. Así, a pesar de que Dickens zanje el problema con Australia, otro complejo de actitudes y referencias emerge apuntando ahora a las relaciones de Gran Bretaña con Oriente a través de los viajes y el comercio. En su nueva carrera como hombre de negocios colonial, Pip no llega a ser una figura excepcional, puesto que casi todos los hombres de negocios de Dickens, parientes caprichosos o temibles marginales, mantienen una relación abiertamente normal y firme con el imperio. Lo que sucede es que sólo desde hace pocos años estas relaciones han adquirido importancia desde el punto de vista de la interpretación. Una nueva generación de eruditos y críticos - en algunos casos hijos de la descolonización, y en otros beneficiarios, como las minorías sexuales, religiosas y raciales, de los avances de las libertades en sus propios países - han descubierto en esos grandes textos de la literatura occidental un permanente interés por lo que se consideraba como mundo inferior, poblado por gente inferior de color, retratada siempre en actitud receptiva ante la intervención de muchos Robinsones Crusoes. Hacia finales del siglo XIX, el imperio no constituye únicamente una presencia fantasmal o encarnada apenas en la desagradable aparición de un convicto fugitivo, sino un área central de preocupación en las obras de escritores como Conrad, Kipling, Gide y Loti. Nostromo (1904) de Conrad, mi segundo ejemplo, transcurre en una república de América Central independiente (al revés de los paisajes coloniales africanos y asiáticos de sus novelas anteriores) dominada al mismo tiempo por intereses foráneos a causa de su inmensa mina de plata. Para un norteamericano contemporáneo lo más impresionante de la obra es la presciencia de Conrad: previó la constante inestabilidad y «desgobierno» de las repúblicas latinoamericanas (dice, citando a Bolívar, que gobernarlas era como arar el mar) y describió las particulares maniobras norteamericanas orientadas a crear condiciones de influencia de modo decisivo aunque apenas visible. Holroyd, el financiero de San Francisco que respalda a Charles Gould, propietario inglés de la mina de Santo Tomé, advierte a su protégé que «como inversores, no nos dejaremos arrastrar a grandes conflictos». No obstante Podemos sentarnos y mirar. Por supuesto, alguna vez tenemos que intervenir. Estamos obligados. Pero no hay prisa. Hasta el tiempo ha tenido que sentarse a esperar en este país, el más grande de todos los del universo de Dios. Deberemos responder por todo; por la industria, el comercio, la ley, el periodismo, el arte, la política y la religión, desde el Cabo de Hornos hasta Surith's Sound, y más allá, si algo que valga la pena aparece en el Polo Norte. Y después nos daremos el gusto de apoderamos de las islas distantes y los continentes de la tierra. Dirigiremos los asuntos del mundo tanto si al mundo le gusta como si no. El mundo no puede hacer nada por evitarlo, y nosotros tampoco, supongo.3Mucha de la retórica del «Nuevo Orden Mundial» promulgada por el gobierno norteamericano tras el final de la guerra fría, con su repetitivo autobombo, su inocultable triunfalismo y sus proclamas solemnes de responsabilidad, podría haber sido suscrita por el personaje de Conrad: somos el número uno, estamos obligados a dirigir, defendemos la libertad y el orden, y así sucesivamente. Ningún norteamericano es inmune a este tipo de sentimientos y, sin embargo, la amenaza implícita contenida en los retratos de Holroyd y Gould, raramente es perceptible dentro de la retórica del poder, porque cuando éste se despliega en un decorado imperial, el decorado produce con demasiada facilidad una ilusión de benevolencia. No obstante, se trata de una retórica cuya característica más clara es que ha sido utilizada con anterioridad, no sólo una vez (por España y Portugal) sino en la era moderna, con ensordecedora y repetitiva frecuencia, por los británicos, los franceses, los belgas, los japoneses, los rusos y ahora los norteamericanos. Pero sería incompleta una lectura de Conrad que considerase esta gran novela únicamente como predicción temprana de lo que hemos visto suceder en Latinoamérica durante el siglo XX, con su cascada de United Fruit Companies, coroneles, fuerzas de liberación, y mercenarios Financiados por Estados Unidos. Conrad es también el precursor de otra visión del Tercer Mundo, que encontramos en la obra de narradores tan diferentes como Graham Greene, V. S. Naipaul y Robert Stone, de teóricos del imperialismo como Hannah Arendt y de viajeros, cineastas y polemistas cuya especialidad es poner el mundo no europeo a disposición tanto de las tareas de análisis y valoración como para satisfacción de audiencias europeas y norteamericanas con gustos exóticos. Pues si bien es verdad que Conrad trata irónicamente los sentimientos antiimperialistas de los propietarios ingleses y norteamericanos de la mina de Santo Tomé, no menos cierto es que él escribe como alguien cuya perspectiva occidental del mundo no occidental está tan arraigada que lo ciega respecto a otras historias, otras culturas y otras aspiraciones. Todo lo que Conrad puede ver es un mundo totalmente dominado por el Atlántico occidental, dentro del cual cualquier oposición a Occidente únicamente sirve para confirmar el poder perverso del propio Occidente. Lo que Conrad no pudo ver es una alternativa a esta tautología cruel. No podía entender que India, África o Sudamérica poseían vidas y culturas con ámbitos no totalmente controlados por los imperialistas gringos y los reformadores de este mundo: no podía permitirse pensar que no todos los movimientos antiimperialistas y de independencia eran corruptos y pagados por los hombres de paja de Londres o de Washington. Estas limitaciones fundamentales de su perspectiva forman parte de Nostromo, tanto como sus personajes y su intriga. La novela de Conrad encarna esa misma arrogancia paternalista propia del imperialismo de la cual se burla en sus propios personajes, como Gould y Holroyd. Conrad parece estar diciendo: «Nosotros los occidentales decidiremos quién es un buen o un mal nativo, porque los nativos tienen existencia únicamente en virtud de nuestro reconocimiento. Los hemos creado, les hemos enseñado a hablar y a pensar y cuando se rebelan lo que hacen es sencillamente confirmar nuestra visión de ellos como simples niños, embaucados por alguno de sus amos occidentales.» Esto es en efecto lo que los norteamericanos sentimos acerca de los vecinos del Sur: que su independencia es siempre deseable mientras sea la clase de independencia que nosotros aprobamos. Cualquier otra cosa es inaceptable y, aun peor, impensable. No constituye un paradoja, por lo tanto, que Conrad sea a la vez antiimperialista e imperialista; progresista cuando se trata de interpretar con audacia; pesimista si debe informar sobre la tranquilizadora y a la vez decepcionante corrupción del dominio de ultramar; profundamente reaccionario cuando ha de aceptar que África y/o Sudamérica puedan poseer una historia o una cultura independientes, que los imperialistas perturbaron violentamente a pesar de que luego fuesen derrotados. Cuando, con menos condescendencia cada vez, dejemos de considerar a Conrad como producto de su propio tiempo, mejor captaremos que las actitudes recientes en Washington y entre la mayoría de los políticos e intelectuales de Occidente muestra muy pocas modificaciones respecto de las de aquél. Lo que Conrad vio como futilidad latente en la filantropía imperialista - cuyas intenciones incluían ideas tales como «salvar el mundo para la democracia» - el gobierno de Estados Unidos es todavía hoy incapaz de percibirlo: así intenta realizar todos sus deseos a lo ancho del planeta, especialmente en el Oriente Medio. Conrad tenía, al menos, el valor de comprender que esos esquemas jamás triunfan, porque atrapan a sus inventores en una creciente ilusión de omnipotencia y errónea autocomplacencia (como en Vietnam) y porque por su propia naturaleza falsifican lo que es evidente. Conviene tener presente todo esto si se desea leer Nostromo prestando atención tanto a sus impresionantes logros como a sus limitaciones internas. El estado independiente de Sulaco que surge al final de la novela es tan sólo una versión más pequeña, pero más estrechamente controlada e intolerante, del estado mayor del cual se ha separado y al que ahora ha relegado en riqueza e importancia. Conrad consigue que el lector comprenda que el imperialismo es un sistema. En cada núcleo de experiencia, la vida soporta la impronta de las ficciones y fantasías del núcleo superior. Pero la inversa también es verdadera, porque la experiencia, en la sociedad dominante, pasa a depender, de modo acrítico, de los nativos y de sus territorios, vistos como carentes y necesitados de la mission civilisatrice. Leído de una u otra manera, Nostromo nos brinda una perspectiva profundamente inolvidable, que ha hecho posible las visiones igualmente acusadoras de Graham Greene en El americano impasible y de V. S. Naipaul en A Bend in the River, novelas con muy diversos asuntos. Pocos lectores dejarían de admitir hoy, tras Vietnam, Irán, Filipinas, Argelia, Cuba, Nicaragua e Iraq, que es precisamente la ferviente inocencia de Pyle, el personaje de Greene, o la del padre Huismans de Naipaul, hombres para quienes los nativos pueden ser educados, llevados «hacia» nuestra civilización, lo que arrastra a la postre al asesinato, la subversión y la inacabable inestabilidad de las so-iedades «primitivas». Semejante sentimiento invade también ciertas películas, como Salvador de Oliver Stone, Apocalypse Now de Francis Ford Coppola y Desaparecido, de Constantin Costa-Gavras, en la cual inescrupulosos agentes de la CIA, y oficiales locos de poder manipulan tanto a nativos como a norteamericanos bien intencionados. Pero todas estas obras, que tanto deben a la ironía antiimperialista de Conrad en Nostromo, afirman que la fuente de la vida y de la accción con sentido reside en Occidente, cuyos representantes parecen siempre tener la libertad de volcar sus fantasías y sentimientos filantrópicos sobre un Tercer Mundo medio agonizante. Desde este punto de vista, las regiones sumergidas del mundo carecen, por así decirlo, de vida, de historia, de cultura, de independencia o de integridad, de algo que valga la pena representar sin Occidente. Cuando algo de ese mundo impone su descripción, ese algo aparece, siguiendo en esto a Conrad, como inexpresablemente corrupto, degenerado e irredimible. La diferencia es que mientras Conrad escribió Nostromo en una época en que en Europa prevalecía un enorme e indiscutido entusiasmo imperialista, los novelistas y directores contemporáneos que tan bien han captado esta ironía producen sus obras tras la descolonización, tras la masiva revisión y deconstruccción intelectual, moral e imaginativa de la representación occidental del mundo no occidental, tras Frantz Fanon, Amílcar Cabral, C. L. R. James, Walter Rodney, tras las novelas y dramas de Chinua Achebe, Ngugi wa Thiongo, Wole Soyinka, Salman Rushdie, Gabriel García Márquez y muchos otros. Así Conrad es capaz de superar sus propias tendencias imperialistas, mientras que sus herederos apenas tienen excusas para justificar las suyas, frecuentemente soterradas e irreflexivas. Éste no es sólo un problema de aquellos occidentales que no experimenten excesiva simpatía por o comprensión de las culturas extranjeras. Después de todo, algunos creadores e intelectuales han cruzado la línea: Jean Genet, Basil Davidson, Albert Memmi, Juan Goytisolo y otros. Más notable es la disposición política a tomar en serio las alternativas al imperialismo; entre ellas la existencia de otras culturas y sociedades. Ya creamos que las extraordinarias novelas de Conrad confirman las habituales suspicacias occidentales respecto de América Latina, Asia y África, ya veamos en Nostromo y en Grandes esperanzas las líneas de una perspectiva imperialista asombrosamente duradera, capaz de pervertir tanto la mirada del autor como la del lector, ambos modos de interpretar la auténtica alternativa nos parecen hoy anticuadas. Actualmente el mundo no existe como espectáculo acerca del cual se pueda ser optimista o pesimista, acerca del cual nuestros textos pueden ser ingeniosos o aburridos. Las dos actitudes suponen un despliegue de poder y de intereses concretos. Desde la época de Conrad y Dickens el mundo se ha transformado de maneras que muchas veces han sorprendido y alarmado a los europeos y a los norteamericanos metropolitanos, que ahora se enfrentan con vastas poblaciones no europeas en su propio medio y con un impresionante desfile de nuevas y potentes voces, que exigen que sus relatos sean escuchados. La tesis de mi libro es que esas poblaciones y esas voces hace tiempo que están allí, gracias al proceso globalizador puesto en movimiento por el imperialismo moderno. Perderemos de vista lo esencial acerca del mundo en la última centuria, si desdeñamos o no tomamos en cuenta la experiencia cruzada de occidentales y orientales, y la interdependencia de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus proyecciones, sus geografías rivales, sus relatos, y sus historias. Por primera vez, la historia del imperialismo y de su cultura no puede ser estudiada como monolítica o compartimentada de manera reductiva, como separada o distinta. Es verdad que existen inquietantes erupciones de discursos separatistas y chauvinistas tanto en India como en Líbano o en Yugoeslavia, o afirmaciones afrocéntricas, islamocéntricas o eurocéntricas. Pero lejos de invalidar la lucha por liberarse del imperio, estas reducciones del discurso de la cultura en realidad prueban el valor de la energía fundamentalmente liberadora que anima el deseo de ser independiente, de hablar libremente y sin el peso de una dominación injusta. Sin embargo, el único modo de comprender esta energía es histórico. De ahí la ambición más bien geográfica e histórica que anima este libro. En nuestro deseo de hacernos oír, tendemos muchas veces a olvidar que el mundo es un sitio pobladísimo, y que si todos se obstinaran en insistir acerca de la pureza radical o el predominio de su propia voz, nos quedaríamos sólo con el desagradable estrépito de una contienda interminable y con un sangriento embrollo político. El auténtico horror de esta posición ha empezado a ser visible aquí y allá en la emergencia de políticas racistas en Europa, en la cacofonía de los debates acerca de lo «políticamente correcto», en las políticas «de identidad» en Estados Unidos y - para referirme a mi propia parte del mundo - en la intolerancia de los prejuicios religiosos y las ilusas promesas del despotismo a la Bismack de Sadam Husein y de sus numerosos epígonos y adversarios árabes. Qué magnífico e inspirador es, por lo tanto, leer no sólo nuestra propia perspectiva, sino, por ejemplo, captar cómo un gran artista como Kipling - pocos hubo más imperialistas y reaccionarios que él - fue capaz de escribir sobre India con tal oficio. Y cómo, al hacerlo, su novela Kim no únicamente se apoya en la larga historia del punto de vista angloindio, sino que, a pesar de sí mismo, entrevé la imposibilidad misma de tal punto de vista al insistir en que la realidad india exigía y de hecho suplicaba el tutelaje británico de modo más o menos indefinido. Sostengo que el gran archivo cultural se encuentra donde se hacen las grandes inversiones intelectuales y estéticas en los dominios de ultramar. Si se era británico o francés alrededor de 1860, se veía y se sentía respecto a India y el Norte de África una combinación de sentimientos de familiaridad y distancia, pero nunca se experimentaba la sensación de que poseyesen una soberanía separada de la metrópoli. En las narraciones, historias, relatos de viajes y exploraciones, la conciencia estaba representada como autoridad principal, como una fuente de energía que daba sentido no sólo a las actividades colonizadoras sino también a las geografías y los pueblos exóticos. Y, sobre todo, el sentimiento de poder casi no permitía imaginar que aquellos «nativos» que tan pronto se presentaban como excesivamente serviciales, tan pronto como hoscos y poco cooperativos, fueran a ser capaces alguna vez de echar al inglés o al francés de India o de Argelia. O capaces de decir algo que fuese quizá a contradecir, desafiar o de alguna otra manera interrumpir el discurso dominante. La cultura del imperialismo no era invisible, ni ocultaba sus afinidades e intereses mundanos. Existe suficiente claridad en las principales tendencias de la cultura como para tener en cuenta que se llevaban registros muchas veces escrupulosos, y así mismo comprender por qué nunca se les ha prestado demasiada atención. La razón de que hoy tengan tanta importancia, de que hayan dado origen a éste y a otros trabajos, se deriva menos de una suerte de vindicación retrospectiva que de una necesidad perentoria de establecer lazos y conexiones. Uno de los logros del imperialismo fue unir más el mundo, y aunque en ese proceso la separación entre europeos y nativos fue insidiosa y fundamentalmente injusta, muchos de nosotros debemos ahora considerar la experiencia histórica del imperio como algo común a ambos lados. Por eso, la tarea es describirla en lo que tiene de común para indios y británicos, argelinos y franceses, occidentales y africanos, asiáticos, latinoamericanos y australianos a pesar de la sangre derramada, del horror y del amargo resentimiento. Mi método consiste en trabajar lo más posible sobre obras individuales, leyéndolas primero como grandiosos productos de la imaginación creadora e interpretativa, y luego mostrándolas dentro de la relación entre cultura e imperio. No creo que los escritores estén mecánicamente determinados por la ideología, la clase o la historia económica, pero sí creo que pertenecen en gran medida a la historia de sus sociedades, y son modelados y modelan tal historia y experiencia social en diferentes grados. Tanto la cultura como las formas estéticas que ésta contiene derivan de la experiencia histórica, que, en efecto, es uno de los asuntos principales de este libro. Según descubrí mientras escribía Orientalismo, no se puede abarcar la experiencia histórica mediante listas o catálogos; no importa cuánta información se ofrezca, algunos libros, artículos e ideas van a quedar fuera. En cambio, he tratado de analizar lo que considero importante y esencial, admitiendo de entrada que una elección y una selección conscientes han gobernado mi producción. Espero que los lectores y críticos de este libro lo utilizarán para profundizar las líneas de investigación y discusión acerca de la experiencia histórica del imperialismo aquí adelantadas. Al discutir y analizar lo que de hecho es un proceso planetario, he tenido que ser, ocasionalmente, generalizador y sumario. ¡Pero nadie, estoy seguro, desearía que este libro fuese más extenso de lo que ya es! Más aún, hay diversos imperios que no trato aquí: el austro-húngara, el ruso, el otomano, el español y el portugués. No obstante, estas omisiones no quieren sugerir que la dominación rusa del Asia Central y Europa del Este, la de Estambul sobre el mundo árabe, la de Portugal sobre lo que hoy son Angola y Mozambique, y la de España tanto en el Pacífico como en América Latina hayan sido sido más benignas - y por lo tanto aceptables - o menos imperialistas. Lo que digo acerca de la experiencia imperial de los británicos, los franceses y los norteamericanos es que poseyó una centralidad cultural especial y una coherencia única. Desde luego, Inglaterra constituye una clase imperial por sí misma, más grande, más amplia, más dominante que cualquier otra: durante casi dos siglos Francia mantuvo con ella una directa rivalidad. Puesto que la narrativa juega un papel tan importante en la tarea imperial, no es sorprendente que Francia, y especialmente Inglaterra, poseyesen una tradición novelística continua sin paralelo con otras. Estados Unidos comenzó a ser un imperio durante el siglo XIX, pero sólo en la segunda mitad del XX, tras la descolonización de los imperios británico y francés, siguió directamente el derrotero de sus antecesores. Existen dos razones adicionales para centrarme, como lo hago, en ellos. Una es que la idea del dominio de ultramar - que saltaba por encima de los territorios vecinos para llegar a tierras muy distantes - tuvo un lugar privilegiado en estas tres culturas. Y esta idea tiene mucho que ver con proyecciones, ya en la ficción, en la geografía o el arte, y adquiere una presencia continua mediante la expansión real, la administración, la inversión y el compromiso. Hay algo por tanto sistemático sobre la cultura imperial que no es tan evidente en ningún otro imperio como lo es en Inglaterra, Francia o Estados Unidos. Tengo eso presente cuando uso los términos «estructura de actitud y referencia». La segunda razón es que esos países son los tres en cuyas órbitas nací, crecí y ahora vivo. Aunque los siento como mi hogar, sigo siendo, como originario del mundo árabe y musulmán, alguien que también pertenece al otro lado. Esto me ha permitido, en cierta forma, vivir en los dos lados y tratar de ejercer de mediador entre ellos. Más profundamente, éste es un libro acerca del pasado y del presente, acerca de «nosotros» y de «ellos», según como los vean las partes implicadas, que son varias y habitualmente están separadas. Su momento histórico, para decirlo de algún modo, es el del período posterior al fin de la guerra fría, cuando Estados Unidos emerge como la última superpotencia. Al haber vivido allí durante este lapso, eso me ha supuesto, como educador e intelectual con raíces en el mundo árabe, una serie de preocupaciones bastante peculiares, todas las cuales han influido en este libro, como también en todo lo que llevo escrito desde Orientalismo. Primero, está esa sensación deprimente de que uno ha leído y visto con anterioridad todas las propuestas actuales de la política norteamericana. Cada uno de los grandes centros metropolitanos con aspiraciones al dominio planetario ha dicho y, ay, hecho muchas de estas cosas. Siempre la llamada al poder y el interés nacional mientras se dirigen los asuntos de pueblos más débiles; siempre el mismo celo destructivo cuando las cosas se ponen difíciles, o cuando los nativos se alzan contra el gobernante complaciente e impopular atrapado y mantenido en su lugar por el poder imperial; siempre la horriblemente predecible afirmación de que «nosotros» somos excepcionales, no imperialistas, y que no repetiremos el error de potencias anteriores, afirmación que va a ser rutinariamente seguida por la comisión del error, como lo prueban las guerras de Vietnam y del Golfo. Peor aún ha sido la sorprendente aunque pasiva colaboración con estas prácticas por parte de intelectuales, artistas, o periodistas, cuyas posiciones en sus propios países son progresistas y llenas de sentimientos admirables, pero se convierten en lo opuesto cuando atañen a lo que en su propio nombre se lleva a cabo fuera de sus fronteras. Mi esperanza (quizá ilusoria) reside en que esta historia de la aventura imperialista sirva, por ende, a un propósito ilustrativo y hasta disuasorio. Puesto que, a pesar de que durante los siglos XIX y XX el imperialismo avanzó implacablemente, también lo hizo la resistencia. Por eso, desde el punto de vista metodológico, he tratado de mostrar las dos fuerzas al mismo tiempo. Lo cual de ninguna manera deja fuera de la crítica a los pueblos agraviados por la colonización; como cualquier investigación de los estados poscoloniales revela, las fortunas y desventuras del nacionalismo, de eso que podemos llamar separatismo y nativismo, no suelen exhibir perfiles demasiado estimulantes. También debemos narrar esa historia, aunque sea sólo para mostrar que siempre ha habido alternativas a los Idi Amin y los Sadam Husein. El imperialismo occidental y el nacionalismo del Tercer Mundo se alimentan mutuamente, pero aun en sus peores aspectos no son monolíticos ni guardan entre sí relaciones deterministas. Además, la cultura tampoco es monolítica, ni es propiedad exclusiva de Oriente u Occidente, ni de grupos pequeños de mujeres o de hombres. Sin embargo se trata de una historia sombría y muchas veces descorazonadora. Lo que hoy la atempera es la emergencia, aquí y allá, de una nueva conciencia intelectual y política. Ésta es la segunda preocupación presente en la producción de este libro. Aunque actualmente sean tan estentóreos los reclamos acerca de la sujeción del viejo curso de los estudios humanistas a la presiones políticas, por parte de lo que ha dado en llamarse la «cultura del lamento» o a favor de los valores «occidentales», o «feministas», o «afrocéntricos», o «islamocéntricos», hoy existe algo más que eso. Tomemos como ejemplo el extraordinario cambio en los estudios del Medio Oriente, que, cuando yo escribí Orientalismo, estaban todavía dominados por un talante agresivamente condescendiente y masculino. Para mencionar sólo obras que hayan aparecido en los tres o cuatro últimos años - Veiled Sentiments de Lila Abu-Lughod, Women and Gender in Islam de Leila Ahmed, Woman’s Body, Woman’s World de Fedwa Malti-Douglas4 - veremos que desafían el antiguo despotismo mediante un tipo muy distinto de ideas acerca del islam, de los árabes y de Oriente Medio. Se trata de obras no exclusivamente feministas: demuestran la complejidad y diversidad de experiencia que subyace en los discursos totalizadores del orientalismo y del nacionalismo (arrolladoramente masculino) de Oriente Medio. Son, además, obras intelectual y políticamente sofisticadas, en consonancia con la mejor erudición teórica e histórica, comprometidas pero no demagógicas, cargadas de sensibilidad pero no de sensiblería respecto a la experiencia de las mujeres; finalmente, aunque sus autoras sean estudiosas de diferentes formaciones y educación, se trata de obras que dialogan y que contribuyen al diálogo acerca de la situación de las mujeres en Oriente Medio. Junto con The Rhetoric of English India de Sara Suleri y Critical Terrains5 de Lisa Lowe, estas investigaciones han modificado, si no roto, la visión reductiva y homogénea de la geografía de Oriente Medio y de India. Liquidadas están las divisones binarias tan queridas a empresas nacionalistas e imperialistas. En cambio, hemos empezado a sentir que la vieja autoridad no puede ser sencillamente reeemplazada por una nueva, sino que han surgido con celeridad nuevos alineamientos entre fronteras, tipos, naciones y esencias. Y son estos nuevos alineamientos los que provocan y desafían la noción fundamentalmente estática de identidad que ha sido el meollo del pensamiento cultural durante la era del imperialismo. A lo largo del intercambio entre los europeos y sus «otros» que empezó de modo sistemático hace medio milenio, la única idea que apenas ha variado es que existe un «nosotros» y un «ellos», cada uno asentado, claro, evidente por sí mismo e irrebatible. Como yo lo señalaba en Orientalismo, esta división se remonta hasta el pensamiento griego sobre los bárbaros, pero, fuese quien fuese el iniciador de la reílexión acerca de la «identidad», durante el siglo XIX ésta se convirtió en el sello de las culturas imperialistas y también en el de las que trataban de resistir los asedios de Europa. Somos aún los herederos de ese estilo por el cual cada uno se define por la nación, que a su vez extrae su autoridad de una tradición supuestamente continua. En Estados Unidos tal preocupación acerca de la identidad cultural ha restado fuerza a la impugnación del intento de afirmar cuáles libros y cuáles autoridades forman «nuestra» tradición. Además, el ejercicio de establecer si este o aquel libro forma (o no) parte de «nuestra» tradición, es uno de los más empobrecedores que imaginarse pueda. Por otra parte, sus excesos son mucho más frecuentes que sus contribuciones a la precisión histórica. Así, no muestro la menor paciencia ante la afirmación de que «nosotros» única o principalmente debemos ocuparnos de lo que es «nuestro», de igual manera que tampoco la demostraré ante la idea de que sólo los árabes puedan leer textos árabes, usar métodos árabes o cosas por el estilo. Como solía decir C. L. R. James, Beethoven pertenece tanto a los habitantes de las Indias occidentales como a los alemanes, porque su música forma parte de la herencia de la humanidad. Pero la preocupación ideológica por la identidad está relacionada, como es comprensible, con los intereses y los programas de varios grupos - no todos minorías oprimidas - deseosos de fijar las prioridades que afectan a esos intereses. Puesto que gran parte de este libro discute qué leer de la historia reciente y cómo hacerlo, resumiré aquí mis ideas de modo muy escueto. Antes de que nos pongamos de acuerdo acerca de qué constituye la identidad norteamericana, deberemos aceptar que como sociedad de inmigrantes formada sobre los restos de una presencia nativa considerable, la identidad norteamericana es demasiado variada como para configurar algo unitario y homogéneo. De hecho, la batalla en su interior se dirime entre los abogados de una identidad unitaria y aquellos que consideran el conjunto como un complejo, pero no reductivamente unificado. Esta oposición implica dos perspectivas diferentes y dos historiografías: una lineal y jerárquica, la otra en un contrapunto muchas veces flexible. En mi opinión sólo la segunda perspectiva muestra una auténtica sensibilidad ante la realidad de la experiencia histórica. En parte a causa de la existencia de los imperios, todas las culturas están en relación unas con otras, ninguna es única y pura, todas son híbridas, heterogéneas, extraordinariamente diferenciadas y no monolíticas. Lo cual, según creo, es verdad tanto en los Estados Unidos de hoy como en el mundo árabe moderno; en ambas sociedades, se han temido igualmente los peligros del «antiamericanismo» y las amenazas contra el «arabismo». Lamentablemente, este nacionalismo defensivo, reactivo y hasta paranoide se encuentra entretejido muchas veces con la esencia misma de la educación, en la que se instruye tanto a los niños como a los estudiantes mayores en la veneración y celebración de sus tradiciones (habitualmente con la envidia y a expensas de otros). Apunto precisamente a esas formas de educación y pensamiento acríticas e irreflexivas como una alternativa paciente y modificatoria, como una posibilidad francamente exploratoria. Durante el curso de la escritura del libro me beneficié del espacio utópico todavía hoy accesible en la universidad, que creo que debe seguir siendo el sitio donde se investiguen, discutan y reflejen esos problemas vitales. Porque si la universidad se convirtiese en un lugar donde las cuestiones políticas y sociales realmente se impusieran o se resolviesen, esto supondía liquidar su función y convertirla en algo subordinado a cualquier partido político en el poder. No quiero ser mal entendido. A pesar de su extraordinaria diversidad cultural, Estados Unidos es y seguirá siendo una nación coherente. Tal cosa es verdad también respecto de otros países anglófonos (Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Australia, Canadá) y hasta Francia, que hoy engloba numerosos grupos de inmigrantes. Existe realmente esa carga en la polémica divisoriedad y polarización del debate que, según señala acusatoriamente Arthur Schlesinger en The Disuniting of America,6 afecta a los estudios históricos, pero en mi opinión tal cosa no supone la disolución de la república. Siempre es mejor investigar la historia que reprimirla o negarla; el hecho de que Estados Unidos contenga tantas historias, y que hoy muchas de ellas exijan ser atendidas no es de temer, porque estaban allí desde siempre. Desde ellas se creó una historia norteamericana, e incluso un estilo de escritura de la historia. En otras palabras, los debates actuales sobre multiculturalismo difícilmente pueden llegar a convertirse en una «libanización». Y si estos debates indican formas de cambio político, y también de cambio en el modo en que las mujeres, las minorías y los inmigrantes recientes se ven a sí mismos, entonces no hay por qué defenderse de ello ni temerlo. Lo que sí necesitamos es recordar que en sus modos más definidos los relatos de emancipación e ilustración son historias de integración, no de separación, historias de pueblos excluidos del grupo principal pero que ahora están luchando por un lugar dentro de él. Y si las viejas ideas habituales del grupo dominante no eran lo suficientemente flexibles o generosas como para admitir nuevos grupos, entonces estas ideas necesitan cambiar, lo cual es mejor que rechazar a los grupos emergentes. El último punto que quiero señalar es que éste es el libro de un exiliado. Por razones objetivas y fuera de mi arbitrio, crecí como árabe pero con una educación occidental. Desde que tengo memoria he sentido que pertenezco a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro. A lo largo de mi vida, no obstante, las partes del mundo árabe a las cuales me sentía más ligado han cambiado del todo debido a los alzamientos civiles o a la guerra, o han dejado simplemente de existir. Y durante largos períodos he sido un outsider en Estados Unidos, particularmente cuando éste se impuso frontalmente e hizo la guerra contra las culturas y sociedades (muy lejanas a la perfección) del mundo árabe. Sin embargo, cuando uso la palabras «exiliado» no me refiero a algo triste o desvalido. Al contrario, la pertenencia a los dos lados de la división imperial permite comprenderlos con más facilidad. Más aún, el lugar donde escribí casi todo el libro es Nueva York, en muchos sentidos ciudad del exilio par excellence, que hasta incluye la estructura maniquea de la ciudad colonial descrita por Fanon. Quizá todo esto estimuló el tipo de intereses e interpretaciones aquí esbozadas; lo que es seguro es que estas circunstancias hicieron posible mi sentimiento de pertenecer a más de un grupo y de una historia. Lo que el lector debe decidir es si se puede considerar tal situación como alternativa realmente saludable al sentimiento corriente de pertenencia a una sola cultura y de lealtad a una sola nación. Primero presenté las tesis de este libro en varias conferencias en universidades del Reino Unido, Estados Unidos, y Ca-nadá, desde 1985 a 1988. Por las oportunidades que se me brindaron estoy enormemente agradecido a la facultad y los estudiantes de la University of Kent, Cornell University, University of Western Ontario, University of Toronto y University of Essex y, respecto de una versión considerablemente anterior de las mismas ideas, a la University of Chicago. Ofrecí versiones posteriores de algunas secciones del libro como conferencias en la Yeats International School de Chicago, Oxford University (en forma de George Antonius Lecture en Saint Antony College) la University of Minnesota, King's College de la University of Cambridge, el Princeton University Davis Center, el Birkbeck College de la London University y la Universidad de Puerto Rico. Es cálida y sincera mi gratitud hacia Declan Kiberd, Seamus Deane, Derek Hopwood, Peter Nesselroth, Tony Tanner, Natalie Davis y Gayan Prakash, A. Walton Litz, Peter Hulme, Deirdre David, Ken Bates, Tessa Blackstone, Bernard Sharrett, Lyn Innis, Peter Mulford, Gervasio Luis García y María de los Ángeles Castro. En 1989 se me concedió el honor de impartir la primera Raymond Williams Memorial Lecture en Londres; en tal ocasión hablé sobre Camus, y, gracias a Graham Martín y al desaparecido Joy Williams, fue una experiencia memorable para mí. Casi sería innecesario señalar que muchas partes de este libro están penetradas por las ideas y el ejemplo moral y humano de Raymond Williams, buen amigo y gran crítico. Sin reparos reconoceré las varias relaciones intelectuales, políticas y culturales mientras elaboraba este libro. Estas incluyen amigos personales cercanos que son también editores de revistas en las[sic] aparecieron algunas de estas páginas: Tom Mitchell (de Critical Inquiry), Richard Poirier (de Raritan Re-view), Ben Sonnenberg (de Grand Street), A. Sivanandan (de Race and Class), Joanne Wypejewski (de The Nation), Karl Miller (de The London Review of Books). También agradezco a los editores de The Guardian (Londres) y a Paul Keegan de Penguin, bajo cuyos auspicios tuve ocasión de expresar por primera vez algunas de las ideas de este libro. Otros amigos de cuya indulgencia, hospitalidad y críticas he dependido son Donald Mitchell, Ibrahim Abu-Lughod, Masao Miyoshi, Jean Franco, Marianne McDonald, Anwar Abdel-Malek, Eqbal Ah-mad, Jonathan Culler, Gayatri Spivak, Homi Bhabha, Benita Parry y Barbara Harlow. Siento particular satisfacción al reconocer la lucidez y perspicacia de varios de mis estudiantes de la Universidad de Columbia, de quienes cualquier profesor se sentiría orgulloso. Estos jóvenes críticos y estudiosos me brindaron el beneficio completo de sus estimulantes trabajos, hoy publicados y bien conocidos: Arme McClintock, Rob Nixon, Suvendi Perera, Gauri Viswanathan y Tim Brennan. En la preparación del manuscrito me beneficié de diferentes maneras de la ayuda y la gran destreza de Yumna Siddiqi, Aamir Mufti, Susan Lhota, David Beams, Paola di Robilant, Deborah Poole, Ana Dopico, Pierre Gagnier, y Kieran Kennedy. Zaineb Istrabadi desempeñó la difícil tarea de desciframiento de mi desesperante caligrafía y luego la vertió en sucesivos borradores con admirable oficio y paciencia. En varios estadios de preparación editorial Frances Coady y Carmen Callil fueron buenas amigas y lectoras solidarias de lo que yo intentaba presentar. Debo también señalar mi profunda gratitud y casi estentórea admiración por Elisabeth Sifton: amiga de muchos años, soberbia editora y siempre crítica con simpatía. George Andreou fue infaliblemente servicial mientras supervisaba el proceso de publicación. A Mariam, Wadie y Najla Said, que vivieron con el autor en circunstancias muchas veces difíciles, gracias de corazón por su apoyo y amor constantes. Nueva York, Nueva York, julio de 1992 Notas 1.
Robert Hughes, The Fatal Shore: The Epic of Australia's Founding
(Nueva York, Knopf, 1987), p. 586.
|
La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | La expresión americana |
Hojas al viento | La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa |
Álbum | Búsquedas | Índice | El templete | Portada de este número | Página principal |
Arriba |