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Itinerarios
del deseo: apuntes para una lectura del poema “Bajo-relieve,” de Julián
del Casal
a Julián del casal, en el 140 aniversario de su nacimiento, y en el 110 de la edición mexicana de Nieve I
De los tres libros de Casal, Nieve es el único que aparece
dividido en secciones: “Bocetos antiguos,” “Mi museo ideal,” “Cromos españoles,”
“Marfiles viejos” y “La gruta del ensueño.” Fue, además,
el último libro publicado en vida de Casal, puesto que Bustos
y rimas - el tercero y último - se publicó póstumamente.
Exceptuando “La gruta del ensueño,” los títulos de las demás
secciones nos remiten al espacio del museo, de la galería, de la
tienda incluso. Es el mundo del coleccionista y el del «reino
interior». No obstante, el título de la última
sección podría sugerir, a su vez, una imagen metafórica
del museo y de la tienda, en tanto espacios incentivadores del consumo
de objetos-copias-fragmentos de la modernidad. El ensueño
respondería, entonces, a esa exaltación fetichista suscitada
por la vista del objeto. Ello no cancela, por otra parte - ni está
en contradicción con todos los otros significados que podríamos
igualmente atribuirle a la gruta: el locus de lo cerrado, de lo oculto
y misterioso.
Yo, que estoy habituado a reírme de muchas cosas que el vulgo tiene por sacrosantas [...], confieso que encuentro algo en las poesía de Casal que me corta la risa. Al ocuparme en sus estrofas, no encuentro el buen humor que casi siempre me acompaña cuando escribo, sino al contrario, cierta dolorosa impresión, una especie de decaimiento que me hace más perezoso de lo que suelo. (1978 429)¿Cómo explicarnos - al mismo tiempo - la vaciedad del libro de Casal y el desasosiego, la zozobra que suscita en Gálvez? Y finalmente, ¿qué hay en Nieve que corta la risa? El comentario de Gálvez ilumina la razón principal por la que la poética decadentista de Casal se había tornado tan amenazante: era trasmisible. No se trataba, pues, de una mera tendencia individual, de un “caso” que pudiera sin más echarse a un lado, sino de un “caso” que cuestionaba la ficción misma de los discursos que pretendían negarlo o cancelarlo encerrándolo en su “diferencia.” Casal les revelaba aquello que no querían ver: ellos no eran tan refractarios como habían creído. Pero no fue Gálvez el único en ponerse serio; también Varona se preocupa. Así, mientras ve con pesar que “[l]a última edición de las poesías del dulce Mendive rodó por las librerías casi inadvertida” - y lo mismo en los casos de José Joaquín Palma y del “culto Sellén” - reconoce que algo muy diferente ha sucedido con Nieve: “El aplauso ha sido general, y ha resonado a lo lejos, fuera de la Isla. Ha habido reservas, ¿cómo no? pero ha prevalecido la aprobación, que en muchos casos ha frisado con el entusiasmo” (1978 436 - 7). Entre el comentario de Gálvez y el de Varona se dibujan, como bien puede apreciarse, dos zonas de reticencia crítica que están íntimamente conectadas. Lo que probablemente le corta la risa a Gálvez y lo que incomoda a Varona es la violenta irrupción de lo sexual, del cuerpo travestido, de lo enfermo; en suma, de lo decadente. Y, unido a ello, el riesgo de contagio que la poética de Casal parecía portar. Tanto la ansiedad de Gálvez como la de Varona se movilizan, alarmadas, ante el mismo problema: el virus Casal se extendía rápida y arrasadoramente. La crítica, en consecuencia, se hace eco de la preocupación higienista por excelencia: la necesidad de alertar, prevenir, o enfrentar el contagio. Si Hojas al viento había preocupado, Nieve no podía fallar en escandalizar. El protagonismo de lo fálico, del artificio, de la pose, se muestra aquí en todo su apogeo. Al lado de Nieve, Hojas al viento parece un libro absolutamente inocuo, menos desafiante. Por eso es tan interesante la observación de Varona: donde más admiración ha concitado el libro de Casal es “lejos, fuera de la Isla.” La primera conclusión es que no es posible reconocer en Nieve al libro de un poeta “cubano.” Sus deseos, sus poses no podían pertenecernos. Su nieve es extranjera, y cae lejos, en otra parte, fuera de lo sanitario, fuera de la Isla. De más está decir que ese prestigio que comenzaba a deparársele en el extranjero era aún más peligroso que si se tratara de un entusiasmo local. Una vez pasado por agua - literalmente hablando - y bendecido por la aceptación fuera de la Isla, Nieve no tardaría en volverse profeta en su propia tierra. Cuando se comparan las críticas que provocó la edición de Hojas al viento con aquéllas que siguieron a Nieve, asombra la virulencia, el ataque frontal y en modo alguno disimulado que caracterizaron a éstas últimas. No se trata, por supuesto, de que en uno y otro no asomen las mismas ansiedades - la supuesta extranjería de Casal, su exotización, su pesimismo - sino de que si antes la crítica se conformaba con un regaño, o con expresar la esperanza de que esos “males” fueran pasajeros, ahora - vistos la obstinación, y por tanto el desafío que en ello estaba implícito - es obvio que ya no cabe ninguna esperanza de encarrilar a Casal. Y eso es algo que no se le escapa a Varona, por ejemplo, quien - ante la formidable aceptación que ha disfrutado Nieve “a lo lejos, fuera de la isla,” decide asumir la posición del advocatus diaboli, según él mismo dice, reconociendo que “Casal se muestra muy desdeñoso de la crítica” (1978 437). Esta observación que Varona, por cierto, no es el único en hacer, contrasta con la imagen del Casal débil, franciscano y carente de voluntad que insistentemente construyeron sus amigos, y cuya estética, más que de una convicción íntima, habría sido el resultado de la seducción ejercida sobre él por decadentes y simbolistas. Un ejemplo de esto que decimos es el caso de Rafael Montoro quien nos dice que a Casal “teníasele por blando y por débil.” ¿Y qué mejor prueba de ello que el epíteto con que sus amigos - y aún quienes estrictamente hablando no podían considerarse tales, como Martí - se referían a él: “pobre Casal”? Compárese, sin embargo, esa percepción del carácter de Casal con ésta de Gálvez - en el comentario crítico sobre Nieve a que nos hemos referido -, por cierto, tan similar a la de Varona: “Lo más doloroso es que el poeta ha tomado ya su resolución y cada vez acentúa más su tendencia” (Gálvez 431) (énfasis nuestro). Sin esta convicción que empezaba ya a arraigarse en la crítica no podríamos comprender, particularmente, el tono casi amenazador, policíaco, de Varona: “Si en nuestras manos estuviera, no repetiría Casal descripciones como las de su cadáver en Horridum Somnium” (438). Pero toda esta agresividad al descubierto tiene su explicación en lo que decíamos al principio: Casal había llegado, en Nieve, demasiado lejos; había traspasado el límite de lo tolerable, y se había revelado, finalmente, como un sujeto demasiado peligroso. Y es Varona mismo quien lo dice: “hay un límite que no debe salvar ningún artista, y que ha marcado con singular penetración el psicólogo Bain, cuando ha dicho que la verdadera antítesis de lo bello no es lo feo, sino lo nauseabundo” (438 - 9) (énfasis mío). En efecto, Nieve está poblado de imágenes del cuerpo en descomposición, de carroña (moral y física), de hospitales y enfermedades, de símbolos perversos (Salomé, Petronio), sumamente ambiguos (el torero), travestidos (Kakemono) y de un paisajismo psicológico (es el caso de “Paisaje de verano”) que ya no era posible vincular - como si se había hecho con cierto éxito con Hojas al viento - con el romanticismo. La respuesta de la crítica será, por tanto, tan airada en su reacción como unánime en su dictamen: condena el “afrancesamiento” de Casal, su “amaneramiento,” y sus regodeos en lo nauseabundo. Para Enrique Trujillo, Casal “quiere formar fila entre los modernistas de la literatura, los decadentistas, que pululan en París” (432), mientras que para Gálvez, ora es un “pobre joven que anda tan descaminado” (428), o le parece “que sus poesías son la labor de un extraviado” (429), pero - como Varona y Gálvez - toma nota del peligro que ve en Casal: “es una lástima que [...] pierda su tiempo en esos extravíos, envolviendo en su caída ¡Quién sabe a cuántos!...” (431). De todos ellos, es Varona quien diseña el plan dietético encaminado al saneamiento moral de Casal: “hojear menos a Verlaine,” “evitar el terrible escollo hacia el cual parece desviarse, el amaneramiento”(437) y, finalmente, invocando el nosotros nacional: “nos agradaría ver empleadas las facultades exquisitas de Casal en asuntos más altos, que en pintar jarrones, biombos, platos, estuches o abanicos, una gentil criolla con los atavíos postizos de una emperatriz de los nipones en un bal masqué” (439). Desde luego que de haber llegado a los pobres oídos de Varona alguna noticia sobre el bal masqué casaliano en casa de Raoul Cay, la alarma habría sido mayor. ¡Y quién sabe si detrás de este comentario - sin dudas referido al performance travestista de “Kakemono” - no habría algo de eso! Debemos decir, sin embargo, que observamos en la crítica un curioso movimiento contradictorio. De vez en cuando, junto a las acusaciones de exotismo o de afrancesamiento aparece también el reconocimiento de la sinceridad casaliana. A mi juicio esto constituye una de las notas más sobrecogedoras de la autenticidad de Casal, aún cuando estoy consciente de las naturales sospechas que este término - autenticidad - no falla en concitar hoy. Wen Gálvez, por ejemplo, no “[se inclina] a creer que [Casal] cultive ese género gotoso porque viene de París y por seguir las corrientes de la moda.” Y añade: “Yo, que conozco algo íntimamente a Casal, entiendo que su alma estaba preparada - por acontecimientos ajenos al arte - para dejarse influir por el decadentismo, [el cual] encajaba bien en su manera de ser y en su pesimismo prematuro” (431). Es evidente que Casal se había revelado como un exceso que no podía ser contenido, ni con consejos paternalistas, ni con ataques personales. Quien mejor comprendió el conflicto que Casal hubo de enfrentar no fue Martí - como hasta hace poco yo mismo, al igual que no pocos críticos, había creído - sino el periodista Manuel Márquez Sterling, el cual afirmaba en 1902: Para nosotros, un poeta como Casal era un exceso al que no resistíamos por falta de preparación; no nos era posible, tampoco, estimularle, y lentamente, como una luz que oscila y describe enigmas en la sombra, el poeta fue haciéndose exótico. No pudo ejercer la influencia que su arte necesitaba; no tuvo horizonte; su verso palpitaba solo, en el hastío de su retiro, y la vida, para él, era algo triste, una cueva insoportable, de la que tenía que escapar, con las alas que al espíritu lleva a la muerte. Este proceso pasó inadvertido para las multitudes; su fin se lamentó porque las gentes le consideraban un «buen muchacho, un muchacho de talento...» y sus versos, reproducidos con escasa frecuencia, eran gemidos de ultratumba que apenas lograban conmover a los mismos que hoy van a recitar sus versos y a llevarle flores...Irónico, incisivo, conmovedor y honesto, el comentario de Márquez Sterling resulta, todavía hoy, sorprendente en su lucidez. No era que Casal hubiese sido algo realmente exótico, sino que la crítica lo fue exotizando. Pero llaman la atención dos cosas: por un lado, la falta de preparación, de madurez, de la cultura cubana - requerida, según Márquez Sterling, para recibir un don como el de Casal - y, por el otro, que era esa misma falta de preparación lo que habría de hacer de Casal una rareza, algo exótico en su propio tiempo, pero que, por lo mismo, fue eso lo que hizo de él un poeta cuya recepción no podía ser sino futura, es decir, moderna. Había que esperar a que pasara eso que nunca ha de dejado de pasar en Cuba - el estremecimiento revolucionario -, o a que nos decidiéramos a saltar sobre las vallas de esos estremecimientos - para poder leer con alguna calma, para bajar hasta esa luz que había escrito enigmas en la sombra: nuestro propio enigma, nuestra propia sombra. II De los poemas que integran la sección “Bocetos antiguos” quisiera detenerme en “Bajo-relieve.” Desde el título mismo, Casal nos presenta un texto híbrido, es decir, uno que oscila fantasmagóricamente entre diferentes modos de representación. El bajo-relieve supone una representación con un volumen suficientemente independiente del fondo como para liberarse de la pintura, pero no tanto como para constituirse completamente en escultura. De la misma manera, Casal crea un cuadro; o mejor, lo pinta, y encomienda a la escritura - como si de un cincel se tratara - la tarea de tallar el relieve. Hay que añadir que el entretejido de la representación - entendida como baile de máscaras - no termina aquí, puesto que este bajo-relieve se pinta-talla, no en una pared, ni en un lienzo, sino en un escenario, es decir, en la arena de la representación teatral. Y no se trata aquí de una expresión metafórica, sino literal: el poema nos lleva a la arena del circo romano; más exactamente, a la figura moribunda de un joven gladiador agonizante, y cuya agonía está rigurosamente enmarcada por el deseo de la multitud que se aglomera en las gradas: Bajo-relieve A Vivino Govantes y Govantes
El joven gladiador yace en la arena
Sacudiendo el cansancio del vencido
Al escuchar las voces agitadas,
Comencemos por el asunto mismo del poema: un guerrero sorprendido, no en el momento épico de la victoria, sino nada menos que en la renuncia de la acción guerrera. La languidez del cuerpo en su abandono recuerda al de Petronio en su bañera de mármol, hasta el punto de que los finales de ambos poemas parecen ser imágenes especulares uno de otro:
Y, desdeñando los placeres vanos
Y como se doblega el mustio nardo,
En
uno y otro texto el cuerpo masculino se repliega sobre sí mismo,
sobre sus heridas, y el sacrificio -
que en uno y en otro bien podría decirse que se trata del suicidio
- se niega a pagar el correspondiente peaje que exigen los deberes sociales.
Hay, incluso, un indudable sabor necrofílico en ambos textos, que,
por otra parte, está conectado al homoerotismo que emana de ellos.
El joven gladiador yace en la arena
o:
Sepulta la cabeza entre las manos
la sangre se transforma en objeto precioso, en una gema. La pobreza, el destino de desclasado que prácticamente persigue a todos los modernistas - particularmente a Casal - alcanza a redimirse, al menos en términos simbólicos, en el trabajo artesanal, estilizador, a que es sometida la sangre. Debido a este carácter estético - no utilitario -, y por tanto proclive al derroche, que adquiere la sangre, es que el modernismo puede todavía guardar un objeto cuyo valor artístico no está comprometido con el valor de cambio. Quizá no se trate más que de otra ilusión, de otro subterfugio, pero pienso que en la sangre que Martí derrama en Dos Ríos, o Casal en una sobremesa, o Silva en su casa, se mantiene incólume, frente a las oscilaciones de la oferta y la demanda, cierta inocencia, o, lo que es más importante, cierto poder de agencia de la mirada estetizante. Puede parecer extraño, después de lo que hasta aquí hemos visto, que equiparemos - en tanto artefactos estéticos - la sangre de Casal y de Martí. Aún cuando en el caso de este último escuchemos en la sangre, como un rumor, la nostalgia de la acción, no es menos cierto que, si bien a pesar suyo, su sangre no es, en última instancia, un producto menos estilizado, una joya menos iridiscente, que la de Casal. Lo que sucede con Casal es que, a diferencia de Martí, sí hizo de su sangre - y yo diría que en términos absolutos - una pasión profundamente estética. Eso era lo que no podían perdonarle los Varona. Al igual que Petronio, Casal también murió “aspirando en su lánguida postura / del agua perfumada la frescura / y el olor de la sangre de sus venas.” Dallas,
11 de noviembre, 2003
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