Itinerarios
del deseo: apuntes para una lectura del poema “Bajo-relieve,” de Julián
del Casal
a Julián del casal, en el 140 aniversario de su nacimiento, y
en el 110 de la edición mexicana de Nieve
I
De los tres libros de Casal, Nieve es el único que aparece
dividido en secciones: “Bocetos antiguos,” “Mi museo ideal,” “Cromos españoles,”
“Marfiles viejos” y “La gruta del ensueño.” Fue, además,
el último libro publicado en vida de Casal, puesto que Bustos
y rimas - el tercero y último - se publicó póstumamente.
Exceptuando “La gruta del ensueño,” los títulos de las demás
secciones nos remiten al espacio del museo, de la galería, de la
tienda incluso. Es el mundo del coleccionista y el del «reino
interior». No obstante, el título de la última
sección podría sugerir, a su vez, una imagen metafórica
del museo y de la tienda, en tanto espacios incentivadores del consumo
de objetos-copias-fragmentos de la modernidad. El ensueño
respondería, entonces, a esa exaltación fetichista suscitada
por la vista del objeto. Ello no cancela, por otra parte - ni está
en contradicción con todos los otros significados que podríamos
igualmente atribuirle a la gruta: el locus de lo cerrado, de lo oculto
y misterioso.
Ahora bien, ¿qué sería aquí lo cerrado y a
qué se cerraría? Desde el título mismo del libro
- Nieve - se nos sugiere un espacio de ensueño cerrado, o
por lo menos resistente, al discurso nacionalista. Si en Hojas
al viento todavía nos encontrábamos con el soneto “A
los estudiantes,” o con “La perla,” y en Bustos y Rimas con otros
dos sonetos - “A un héroe” y “Día de fiesta” - (poemas que
cierta crítica simplista insiste en leer como patrióticos,
o de crítica social o política) en Nieve, en cambio,
la Nación desaparece. En efecto, el libro de Casal dibuja
una rara travesía por entre las discusiones políticas de
su tiempo, y hace del cuerpo extranjero, enfermo y decadente, el declarado
objeto de su deseo. De modo que si al aparecer Hojas al viento
la crítica se había limitado por lo general a “aconsejar”
al poeta, Nieve venía a significar una reincidencia; o lo
que es peor, un desafío. La fuerza de ese desafío sólo
puede ser calibrada cuando se presta atención al modo en que reaccionaron
no pocos críticos. Wen Gálvez, por ejemplo, reaccionando
violentamente afirma que había leído “versos malos, [...]
pero sin embargo, aún siendo tan malos, [había] en ellos
alguna idea que el poeta (llamémosle así) [había]
querido rimar,” llegando a anunciar que “[s]i el poeta continúa
por la senda que parece haberse trazado, [lo] tendrá siempre [a
él] opuesto en diámetro, porque una cosa es la amistad, y
otra cosa es la poesía” (Glickman b, 430). Pero, ¿a
qué se debe la agresividad del crítico? ¿Por
qué no ignorar el libro, ya que es tan “malo”? La respuesta
a estas preguntas nos llega, precisamente, por boca de Gálvez:
Yo,
que estoy habituado a reírme de muchas cosas que el vulgo tiene
por sacrosantas [...], confieso que encuentro algo en las poesía
de Casal que me corta la risa. Al ocuparme en sus estrofas, no encuentro
el buen humor que casi siempre me acompaña cuando escribo, sino
al contrario, cierta dolorosa impresión, una especie de decaimiento
que me hace más perezoso de lo que suelo. (1978 429)
¿Cómo explicarnos - al mismo tiempo - la vaciedad del libro
de Casal y el desasosiego, la zozobra que suscita en Gálvez?
Y finalmente, ¿qué hay en Nieve que corta la risa?
El comentario de Gálvez ilumina la razón principal por la
que la poética decadentista de Casal se había tornado tan
amenazante: era trasmisible. No se trataba, pues, de una mera tendencia
individual, de un “caso” que pudiera sin más echarse a un lado,
sino de un “caso” que cuestionaba la ficción misma de los discursos
que pretendían negarlo o cancelarlo encerrándolo en su “diferencia.”
Casal les revelaba aquello que no querían ver: ellos no eran tan
refractarios como habían creído.
Pero no fue Gálvez el único en ponerse serio; también
Varona se preocupa. Así, mientras ve con pesar que “[l]a última
edición de las poesías del dulce Mendive rodó por
las librerías casi inadvertida” - y lo mismo en los casos de José
Joaquín Palma y del “culto Sellén” - reconoce que algo muy
diferente ha sucedido con Nieve: “El aplauso ha sido general, y
ha resonado a lo lejos, fuera de la Isla. Ha habido reservas, ¿cómo
no? pero ha prevalecido la aprobación, que en muchos casos ha frisado
con el entusiasmo” (1978 436 - 7). Entre el comentario de Gálvez
y el de Varona se dibujan,
como bien puede apreciarse, dos zonas de reticencia crítica que
están íntimamente conectadas. Lo que probablemente
le corta la risa a Gálvez y lo que incomoda a Varona es la violenta
irrupción de lo sexual, del cuerpo travestido, de lo enfermo; en
suma, de lo decadente. Y, unido a ello, el riesgo de contagio que
la poética de Casal parecía portar. Tanto la ansiedad
de Gálvez como la de Varona se movilizan, alarmadas, ante el mismo
problema: el virus Casal se extendía rápida y arrasadoramente.
La crítica, en consecuencia, se hace eco de la preocupación
higienista por excelencia: la necesidad de alertar, prevenir, o enfrentar
el contagio. Si Hojas al viento había preocupado, Nieve
no podía fallar en escandalizar. El protagonismo de lo fálico,
del artificio, de la pose, se muestra aquí en todo su apogeo.
Al lado de Nieve, Hojas al viento parece un libro absolutamente
inocuo, menos desafiante. Por eso es tan interesante la observación
de Varona: donde más admiración ha concitado el libro de
Casal es “lejos, fuera de la Isla.” La primera conclusión
es que no es posible reconocer en Nieve al libro de un poeta “cubano.”
Sus deseos, sus poses no podían pertenecernos. Su nieve es
extranjera, y cae lejos, en otra parte, fuera de lo sanitario, fuera de
la Isla. De más está decir que ese prestigio que comenzaba
a deparársele en el extranjero era aún más peligroso
que si se tratara de un entusiasmo local. Una vez pasado por agua
- literalmente hablando - y bendecido por la aceptación fuera de
la Isla, Nieve no tardaría en volverse profeta en su propia tierra.
Cuando se comparan las críticas que provocó la edición
de Hojas al viento con aquéllas que siguieron a Nieve,
asombra la virulencia, el ataque frontal y en modo alguno disimulado que
caracterizaron a éstas últimas. No se trata, por supuesto,
de que en uno y otro no asomen las mismas ansiedades - la supuesta extranjería
de Casal, su exotización, su pesimismo - sino de que si antes la
crítica se conformaba con un regaño, o con expresar la esperanza
de que esos “males” fueran pasajeros, ahora - vistos la obstinación,
y por tanto el desafío que en ello estaba implícito - es
obvio que ya no cabe ninguna esperanza de encarrilar a Casal. Y eso
es algo que no se le escapa a Varona, por ejemplo, quien - ante la formidable
aceptación que ha disfrutado Nieve “a lo lejos, fuera de
la isla,” decide asumir la posición del advocatus diaboli, según
él mismo dice, reconociendo que “Casal se muestra muy desdeñoso
de la crítica” (1978 437). Esta observación que
Varona, por cierto, no es el único en hacer, contrasta con la imagen
del Casal débil, franciscano y carente de voluntad que insistentemente
construyeron sus amigos, y cuya estética, más que de una
convicción íntima, habría sido el resultado de la
seducción ejercida sobre él por decadentes y simbolistas.
Un ejemplo de esto que decimos es el caso de Rafael Montoro quien nos dice
que a Casal “teníasele por blando y por débil.” ¿Y
qué mejor prueba de ello que el epíteto con que sus amigos
- y aún quienes estrictamente hablando no podían considerarse
tales, como Martí - se referían a él: “pobre Casal”?
Compárese, sin embargo, esa percepción del carácter
de Casal con ésta de Gálvez - en el comentario crítico
sobre Nieve a que nos hemos referido -, por cierto, tan similar a la de
Varona: “Lo más doloroso es que el poeta ha tomado ya su resolución
y cada vez acentúa más su tendencia” (Gálvez
431) (énfasis nuestro).
Sin esta convicción que empezaba ya a arraigarse en la crítica
no podríamos comprender, particularmente, el tono casi amenazador,
policíaco, de Varona: “Si en nuestras manos estuviera, no repetiría
Casal descripciones como las de su cadáver en Horridum Somnium”
(438). Pero toda esta agresividad al descubierto tiene su explicación
en lo que decíamos al principio: Casal había llegado, en
Nieve, demasiado lejos; había traspasado el límite de lo
tolerable, y se había revelado, finalmente, como un sujeto demasiado
peligroso. Y es Varona mismo quien lo dice: “hay un límite
que no debe salvar ningún artista, y que ha marcado con singular
penetración el psicólogo Bain, cuando ha dicho que
la verdadera antítesis de lo bello no es lo feo, sino lo nauseabundo”
(438 - 9) (énfasis mío). En efecto, Nieve está
poblado de imágenes del cuerpo en descomposición, de carroña
(moral y física), de hospitales y enfermedades, de símbolos
perversos (Salomé, Petronio), sumamente ambiguos (el torero), travestidos
(Kakemono) y de un paisajismo psicológico (es el caso de “Paisaje
de verano”) que ya no era posible vincular - como si se había hecho
con cierto éxito con Hojas al viento - con el romanticismo.
La respuesta de la crítica será, por tanto, tan airada en
su reacción como unánime en su dictamen: condena el “afrancesamiento”
de Casal, su “amaneramiento,” y sus regodeos en lo nauseabundo. Para
Enrique Trujillo, Casal “quiere formar fila entre los modernistas de la
literatura, los decadentistas, que pululan en París” (432), mientras
que para Gálvez, ora es un “pobre joven que anda tan descaminado”
(428), o le parece “que sus poesías son la labor de un extraviado”
(429), pero - como Varona y Gálvez - toma nota del peligro que ve
en Casal: “es una lástima que [...] pierda su tiempo en esos extravíos,
envolviendo en su caída ¡Quién sabe a cuántos!...”
(431). De todos ellos, es Varona quien diseña el plan dietético
encaminado al saneamiento moral de Casal: “hojear menos a Verlaine,” “evitar
el terrible escollo hacia el cual parece desviarse, el amaneramiento”(437)
y, finalmente, invocando el nosotros nacional: “nos agradaría ver
empleadas las facultades exquisitas de Casal en asuntos más altos,
que en pintar jarrones, biombos, platos, estuches o abanicos, una gentil
criolla con los atavíos postizos de una emperatriz de los nipones
en un bal masqué” (439). Desde luego que de haber llegado
a los pobres oídos de Varona alguna noticia sobre el bal masqué
casaliano en casa de Raoul Cay, la alarma habría sido mayor.
¡Y quién sabe si detrás de este comentario - sin dudas
referido al performance travestista de “Kakemono” - no habría algo
de eso!
Debemos decir, sin embargo, que observamos en la crítica un curioso
movimiento contradictorio. De vez en cuando, junto a las acusaciones
de exotismo o de afrancesamiento aparece también el reconocimiento
de la sinceridad casaliana. A mi juicio esto constituye una de las
notas más sobrecogedoras de la autenticidad de Casal, aún
cuando estoy consciente de las naturales sospechas que este término
- autenticidad - no falla en concitar hoy. Wen Gálvez, por
ejemplo, no “[se inclina] a creer que [Casal] cultive ese género
gotoso porque viene de París y por seguir las corrientes de la moda.”
Y añade: “Yo, que conozco algo íntimamente a Casal, entiendo
que su alma estaba preparada - por acontecimientos ajenos al arte - para
dejarse influir por el decadentismo, [el cual] encajaba bien en su manera
de ser y en su pesimismo prematuro” (431).
Es evidente que Casal se había revelado como un exceso que no podía
ser contenido, ni con consejos paternalistas, ni con ataques personales.
Quien mejor comprendió el conflicto que Casal hubo de enfrentar
no fue Martí - como hasta hace poco yo mismo, al igual que no pocos
críticos, había creído - sino el periodista Manuel
Márquez Sterling, el cual afirmaba en 1902:
Para
nosotros, un poeta como Casal era un exceso al que no resistíamos
por falta de preparación; no nos era posible, tampoco, estimularle,
y lentamente, como una luz que oscila y describe enigmas en la sombra,
el poeta fue haciéndose exótico. No pudo ejercer la
influencia que su arte necesitaba; no tuvo horizonte; su verso palpitaba
solo, en el hastío de su retiro, y la vida, para él, era
algo triste, una cueva insoportable, de la que tenía que escapar,
con las alas que al espíritu lleva a la muerte. Este proceso
pasó inadvertido para las multitudes; su fin se lamentó porque
las gentes le consideraban un «buen muchacho, un muchacho de talento...»
y sus versos, reproducidos con escasa frecuencia, eran gemidos de ultratumba
que apenas lograban conmover a los mismos que hoy van a recitar sus versos
y a llevarle flores...
[...]
Nuestra juventud literaria que si no está bien preparada, encuentra
un campo que puede fecundar, comienza a echar sobre el pasado sus ojos
y concluirá por ver mucha hojarasca en los inmortales, en los consagrados
por el patriotismo, y por descubrir joyas de arte donde nadie quiso detenerse.
Estamos en un período de germinación en el que podrán
brillar algunos que salvaron su lira en los estremecimientos revolucionarios.
(1963 40)
Irónico,
incisivo, conmovedor y honesto, el comentario de Márquez Sterling
resulta, todavía hoy, sorprendente en su lucidez. No era que
Casal hubiese sido algo realmente exótico, sino que la crítica
lo fue exotizando. Pero llaman la atención dos cosas: por
un lado, la falta de preparación, de madurez, de la cultura cubana
- requerida, según Márquez Sterling, para recibir un don
como el de Casal - y, por el otro, que era esa misma falta de preparación
lo que habría de hacer de Casal una rareza, algo exótico
en su propio tiempo, pero que, por lo mismo, fue eso lo que hizo de él
un poeta cuya recepción no podía ser sino futura, es decir,
moderna. Había que esperar a que pasara eso que nunca ha de
dejado de pasar en Cuba - el estremecimiento revolucionario -, o a que
nos decidiéramos a saltar sobre las vallas de esos estremecimientos
- para poder leer con alguna calma, para bajar hasta esa luz que había
escrito enigmas en la sombra: nuestro propio enigma, nuestra propia sombra.
II
De los poemas que integran la sección “Bocetos antiguos” quisiera
detenerme en “Bajo-relieve.” Desde el título mismo, Casal
nos presenta un texto híbrido, es decir, uno que oscila fantasmagóricamente
entre diferentes modos de representación. El bajo-relieve
supone una representación con un volumen suficientemente independiente
del fondo como para liberarse de la
pintura, pero no tanto como para constituirse completamente en escultura.
De la misma manera, Casal crea un cuadro; o mejor, lo pinta, y encomienda
a la escritura - como si de un cincel se tratara - la tarea de tallar el
relieve. Hay que añadir que el entretejido de la representación
- entendida como baile de máscaras - no termina aquí, puesto
que este bajo-relieve se pinta-talla, no en una pared, ni en un lienzo,
sino en un escenario, es decir, en la arena de la representación
teatral. Y no se trata aquí de una expresión metafórica,
sino literal: el poema nos lleva a la arena del circo romano; más
exactamente, a la figura moribunda de un joven gladiador agonizante, y
cuya agonía está rigurosamente enmarcada por el deseo de
la multitud que se aglomera en las gradas:
Bajo-relieve
A Vivino Govantes y Govantes
El joven gladiador yace en la arena
Manchada
por la sangre purpurina
Que
arroja sin cesar la rota vena
De
su robusto brazo. Entre neblina
Azafranada
luce su armadura
Como
si el sol, dejando sus regiones,
Bajado
hubiera al redondel. Obscura
La
fosa está en que rugen los leones
Olfateando
la carne. Aglomerada
Bulle
en torno impaciente muchedumbre
Que
tiende hacia el mancebo la mirada,
Y,
de las gradas en la erguida cumbre
Abierto
el abanico entre las manos,
Ostentan
su hermosura las patricias
A
los ojos de amantes cortesanos
Ávidos
de gozar de sus caricias.
Sacudiendo el cansancio del vencido
-¡Arriba,
gladiador, una voz grita,
Que
para ornar tus sienes han crecido
Los
laureles del Arno! -¡Necesita
El
pueblo, otra voz clama, que al combate
Tornes
de nuevo y venzas al contrario!
-¡Lidia
y triunfa que, a más de tu rescate,
Dice
el edil, cual don extraordinario,
Pondremos
en tus manos un tesoro
De
sextercios! -Si vences todavía,
En
mi litera azul, bordada de oro,
Juntos
iremos por la Sacra Vía,
Murmura
una hetaira. -¡Y en mi lecho
Perfumado
de mirra, al punto exclama
Otra
más bella, encima de tu pecho
Extinguiré
de mi pasión la llama
Que
en lo interior del alma siento ahora,
Y,
aprisionado por ardientes lazos,
Cuando
aparezca la rosada aurora
Ebrio
de amor te encontrará en mis brazos!
Al escuchar las voces agitadas,
Levanta
el gladiador la mustia frente,
Fija
en la muchedumbre sus miradas,
Muéstrale
una sonrisa indiferente
Y,
desdeñando los placeres vanos
Que
ofrecen a su alma entristecida,
Sepulta
la cabeza entre las manos
Viendo
correr la sangre de su herida.
Comencemos
por el asunto mismo del poema: un guerrero sorprendido, no en el momento
épico de la victoria, sino nada menos que en la renuncia de la acción
guerrera. La languidez del cuerpo en su abandono recuerda al de Petronio
en su bañera de mármol, hasta el punto de que los finales
de ambos poemas parecen ser imágenes especulares uno de otro:
Y, desdeñando los placeres vanos
Que
ofrecen a su alma entristecida,
Sepulta
la cabeza entre las manos
Viendo
correr la sangre de su herida. (“Bajo-relieve”)
Y como se doblega el mustio nardo,
Dobló
su cuello el moribundo bardo,
Libre
por siempre de mortales penas,
Aspirando
en su lánguida postura
Del
agua perfumada la frescura
Y
el olor de la sangre de sus venas. (“La agonía de Petronio”)
En
uno y otro texto el cuerpo masculino se repliega sobre sí mismo,
sobre sus heridas, y el sacrificio -
que en uno y en otro bien podría decirse que se trata del suicidio
- se niega a pagar el correspondiente peaje que exigen los deberes sociales.
Hay, incluso, un indudable sabor necrofílico en ambos textos, que,
por otra parte, está conectado al homoerotismo que emana de ellos.
Comprendemos mucho mejor ahora por qué los poemas de Nieve tenían
que molestar a Varona. Justo en los momentos en que el ideal independentista
- y por tanto beligerante - de los cubanos está rehaciéndose
de la bancarrota del Zanjón, y luego del paso fugaz de Maceo por
La Habana, el héroe casaliano se niega a la acción, pero,
sobre todo, le vuelve la espalda al pueblo que le exige
tornar al combate y vencer "al contrario." No debe escapársenos
lo oportuno que llega el verbo “tornar,” y que sugiere, justamente, un
regreso a la guerra. A esta indiferencia del gladiador-guerrero hacia
los reclamos del “pueblo” hay que añadir, entonces, eso que ya habíamos
mencionado antes: el fuerte homoerotismo que impregna a “Bajo-relieve.”
No obstante las exigencias del “pueblo,” estamos ante un texto cuyo movimiento
no es otro que la fuerza telúrica, desquiciante, del deseo.
El sol intenso que parece haber bajado al redondel sólo para iluminar
la armadura del gladiador, no es otro que el ojo deseante del texto (es
decir, el de Casal). Ese sol-ojo-cegador es el que nos da el soberbio
close-up del cuerpo masculino cuyo poder de seducción - como en
San Sebastián - fluye lo mismo de su juventud que de la carne herida.
Precisamente, ¿que sino el olor y la vista de la sangre es lo que
moviliza el deseo - equiparado - de la multitud y de las fieras.
Los leones rugen “olfateando la carne,” y la muchedumbre se aglomera impaciente
- “bulle,” dice el texto - tendiendo “hacia el mancebo la mirada.”
Todas las miradas; o mejor, todo el deseo - del sol, de los leones, de
la muchedumbre
- se disputan el cuerpo herido, la belleza moribunda. En esta propuesta
del cuerpo masculino como núcleo disparador del deseo es que radica
el poder homoerótico de la escritura casaliana. No hay que
olvidar que las fieras que se disputan ese cuerpo en el texto nos obligan
a cancelar cualquier distinción sexual o de género.
En la “impaciente muchedumbre” hay “hombres” y “mujeres,” pero el deseo
borra, vuelve precarias, cuestiona esas distinciones cómodas y fáciles.
Cuando por fin distinguimos, en medio del griterío, cinco voces
aisladas, dos de ellas - significativamente - están vaciadas de
género; son sólo voces: “una voz grita,” “otra voz clama.”
Sólo se menciona la voz del “edil,” y las voces de dos hetairas
que son las que, explícitamente, gritan su deseo en medio de la
multitud: “encima de tu pecho / extinguiré de mi pasión la
llama.” Pero estas voces vuelven a desaparecer, se pierden - otra
vez - en la muchedumbre deseante.
No quisiera concluir sin referirme a los desangres del cuerpo. La
sangre que con no disimulado placer mira el texto - ya lo dijimos - nos
obliga a hacer una lectura estética, obviamente en contraposición
a la lectura política que de la misma hace el nacionalismo.
Estilizada en la pose, en el performance:
El joven gladiador yace en la arena
Manchada
por la sangre purpurina
Que
arroja sin cesar la rota vena
De
su robusto brazo.
o:
Sepulta la cabeza entre las manos
Viendo
correr la sangre de su herida.
la
sangre se transforma en objeto precioso, en una gema. La pobreza,
el destino de desclasado que prácticamente persigue a todos los
modernistas - particularmente a Casal - alcanza a redimirse, al
menos en términos simbólicos, en el trabajo artesanal, estilizador,
a que es sometida la sangre. Debido a este carácter estético
- no utilitario -, y por tanto proclive al derroche, que adquiere la sangre,
es que el modernismo puede todavía guardar un objeto cuyo valor
artístico no está comprometido con el valor de cambio.
Quizá no se trate más que de otra ilusión, de otro
subterfugio, pero pienso que en la sangre que Martí derrama en Dos
Ríos, o Casal en una sobremesa, o Silva en su casa, se mantiene
incólume, frente a las oscilaciones de la oferta y la demanda, cierta
inocencia, o, lo que es más importante, cierto poder de agencia
de la mirada estetizante. Puede parecer extraño, después
de lo que hasta aquí hemos visto, que equiparemos - en tanto artefactos
estéticos - la sangre de Casal y de Martí. Aún
cuando en el caso de este último escuchemos en la sangre, como un
rumor, la nostalgia de la acción, no es menos cierto que, si bien
a pesar suyo, su sangre no es, en última instancia, un producto
menos estilizado, una joya menos iridiscente, que la de Casal. Lo
que sucede con Casal es que, a diferencia de Martí, sí hizo
de su sangre - y yo diría que en términos absolutos - una
pasión profundamente estética. Eso era lo que no podían
perdonarle los Varona. Al igual que Petronio, Casal también
murió “aspirando en su lánguida postura / del agua perfumada
la frescura / y el olor de la sangre de sus venas.”
Dallas,
11 de noviembre, 2003
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