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     La Habana Elegante retoma uno de los rasgos editoriales de su predecesora: la publicación de novelas por entrega. No lo hacemos, sin embargo, impulsados por la nostalgia sino por la necesidad. Hasta el presente solo se han publicado dos ediciones de la famosa novela El angel de Sodoma, de Alfonso Hernandez Catá (España, 1885 - Río de Janeiro, 1940). La primera, editada por Mundo Latino (y cuya publicación iniciamos con la presente entrega) apareció en 1928, mientras que la segunda (1929) fue publicada en Valaparaiso. Eso significa que no contábamos hasta ahora - insistimos, hasta ahora - con una edición cubana. Aquí entregamos a los lectores los tres primeros capítulos, precedidos por una breve pero importante introducción de nuestro colega y amigo Jesús Jambrina, a quien le agradecemos su colaboración. Tratando de reproducir lo más fielmente la edición original, el pase de un capítulo a otro aparecerá marcado, además de por los correspondientes espacios entre uno y otro, por la tipografía particular de la primera letra con que se inicia cada uno de ellos.

La redaccion     


Adios al miedo: maneras de leer El ángel de Sodoma

Jesús Jambrina, Viterbo University

     Cuando hace algunos años escribí brevemente sobre El ángel de Sodoma desde el punto de vista de una (posible) genealogía homoerótica en la literatura cubana mencioné la importancia de la obra en cuanto a su dimensión liberadora. Es decir, Jose María, el protagonista, no se suicida por ser homosexual, sino por todo lo contrario: porque no quiere dejar de serlo.
     En aquella ocasión, de acuerdo a las necesidades del ensayo, subrayé esa idea en la medida en que, históricamente, como mismo sucedía con otras obras del mismo período, la degradación, la mutilación y la muerte de ciertos personajes hacía pensar a la crítica, y a muchos lectores, que se trataba de un castigo simbólico a un tipo particular de deseo. Desde una perspectiva positivista, como sugirieron el psicólogo Gregorio Marañon y el abogado Luis Jímenez de Anzúa, prologuista y epiloguista respectivamente de la segunda edición de la novela en 1929, la literatura debía entenderse como apéndice de la ciencia, y si era una literatura donde se reflejasen los lados oscuros de la conducta humana, mucho más todavía, cosa de que el virus de lo diferente, lo atrevido y lo riesgoso no alcanzase las neuronas de las buenas familias.
     Releyendo la novela para esta introducción, sin embargo, me he encontrado con un texto, si no nuevo, sí más interesante y complejo, siempre en el mismo tono emancipador, que aquel que leí hace varios años. Usando una terminología más actual podría afirmarse que El ángel de Sodoma deconstruye el espacio sociocultural de su época poniendo en evidencia el contenido represivo del mismo cuando se trata de sujetos que no siguen las normas. En otras palabras, me detuve más en las causas del suicidio de José María que en el suicidio mismo, encontrando una serie de aspectos que ilustran la dimensión (profundamente) crítica de esta obra.
     Tres de esos elementos son: la familia (la estirpe, el honor, al heteronormatividad), el circuito económico (basado en la especulación y el favoritismo) y el espacio público (provincianismo vs cosmopolitismo). A través de estas instancias el relato articula un cosmos de vigilancia basado no estrictamente en un sistema político determinado, aunque sabemos que el triunfo de este último es presentarse como naturaleza, en este caso un capitalismo en tránsito hacia la modernidad, sino en el de la subjetividad y los valores tradicionales. Y esta sería, en mi opinión, la ganancia principal de la novela en tanto horada el discurso hegemónico, visualizando sus fallas e incongruencias éticas y morales.
     Lo (homo)sexual en este contexto se presenta entonces como metáfora de liberación, haciendo coincidir descubrimiento individual y renuncia a las convenciones sociales. Y aquí, además, debemos recordar que en esta novela no sólo muere el personaje gay, sino también el macho. Jaime, el hermano de José María, igualmente renuncia a la ciudad y estirpe de su familia en aras de vivir su propia identidad, basada en la aventura personal y la búsqueda de nuevas formas económicas (Jaime muere en una escaramuza de contrabando en el mar Caribe). Podría agregarse incluso que, en tanto fuente de autoridad, lo masculino es puesto en crisis en esta obra si pensamos en el otro personaje importante del relato, es decir el padre de los Veléz-Gomarra. Este, incapaz de sobreponerse a la bebida y la muerte de la esposa, se suicida en un accidente de carro para que sus hijos cobren el seguro de vida. ¿Se reduce la afectividad paterna a la solvencia de las necesidades económica? El autor de El ángel de Sodoma pareciera ironizar al plantear la pregunta, dejando el campo abierto a las interpretaciones.  
    Dicho todo esto y sin espacio para más (por ahora), me atrevería a afirmar que El ángel de Sodoma es una joya de la literatura iberoamericana, cuyo influjo cubano se irá exparciendo con la democratización de la crítica literaria y con la inserción de la industria editorial de la isla en las tendencias internacionales de lectura. Valga entonces el esfuerzo de La Habana Elegante al publicar esta obra, por cierto inédita aún en Cuba, y desde ya les digo que no se aburrirán ni perderán su tiempo leyendo esta formidable pieza narrativa de Alfonso Hernández Catá.



El ángel de Sodoma

Alfonso Hernández Catá

Madrid: Mundo Latino, 1928


De esta obra, cuya edición original consta de 3.300 ejemplares, se han tirado 25 en papel imperial del Japón y 10 en papel de Holanda, con filigrana Van der Gelde, numerados y firmados por el autor.

Imp. G. Hernández y Galo Sáez. Mesón de Panoa, 8. Madrid.


– ¿Y va usted a escribir una novela de
«eso»? ¡Qué ganas de elegir asuntos ingratos!
– De «eso», sí. Los poetastros han vulgarizado
y afeado tantos jardines, tantos amaneceres, tantas
puestas de sol, que ya es preferible inclinarse sobre
las ciénagas. Todo depende del ademán con que
se revuelva el cieno, amigo mío. Si es cierto que hay
en las charcas relentes mefíticos, también lo es
que ofrecen grasas irisaciones, y que lirios y
nenúfares se esfuerzan patéticamente, a pesar de
sus raíces podridas, en sacar de ellas
las impolutas hojas. Además, como la química
científica, la artística puede obtener de
los detritus esencias puras. Más trabajo y
menos lucido, dirá usted. ¡No importa!


           

Y acercóse Abraham y dijo:
¿Destruirás por igual al inocente y al imp
ío?
El juez de toda la tierra, ¿será injusto?

Génesis, 18.

a caída de cualquier construcción material o espiritual mantenida en alto varios siglos, constituye siempre un espectáculo patético. La casa de los Vélez-Gomara era muy antigua y había sido varias veces ilustre por el ímpetu de sus hombres y por la riqueza atesorada bajo su blasón. Pero con el desgaste causado por la lima de los años los ánimos esforzados debilitáronse, y el caudal volvió a pulverizarse en el anónimo, merced a garras de usureros y a manos de mujeres acariciadoras y cautas. La democracia alumbró aquí y allá, sin consagraciones regias, cien cabezas de estirpe, mientras la casa de los Vélez-Gomara languidecía. Y, si su derrumbamiento final no puede ponerse, por ejemplo, junto al romántico de la de Usher, es, sobre todo por las particularidades al par vejaminosas y heroicas del postrero de sus varones, lo bastante rico en rasgos dolorosos para sacar de su egolatría o de su indiferencia, durante un par de horas, a algunos lectores sensibles.
     Toda de piedra, enclavada en una ciudad prócer, con ventanas abiertas al mar, la ocupaban, por derecho de herencia, un matrimonio y cuatro hijos. La ciudad, levítica a pesar del paganismo azuliblanco de las olas y del fermento inmoral traído de tiempo en tiempo por los marineros, hartos de oceánicas castidades, a las casucas del suburbio, había estimado muchos años como su timbre óptimo el escudo ahondado en el sillar clave del medio punto de su puerta. Las ventanas con sus cristales rotos, vibraban nerviosas, participando del estremecimiento aventurero de las campanas, de los trenes, de los buques y hasta de los pobres carros urbanos. El matrimonio difería en edad y caracteres: él, ciclópeo, de cabeza chica para su gigantesco cuerpo, lento, soñador de sueños no multiplicadores, sino de resta; ella, menuda, activa, hacendosa, vulgar y práctica. Los cuatro hijos, dos varones, dos hembras: el mayor, José-María, de diez y ocho años; después Amparo, luego Isabel-Luisa, al fin Jaime.
     Desde tiempos no vistos por sus actuales ocupantes, la casa se nutría de nostalgias, de prestigio y de deudas; y sin la industriosidad de la esposa, que a diario renovaba el milagro de los panes y los peces, más de una vez la palabra privación habría tenido para ellos su sentido enjuto. El actual jefe de la casa de los Vélez, don Santiago, sólo activo y alegre cuando la bruma del alcohol lo rodeaba de absurdas perspectivas de oro, se conformaba con despreciar al orbe íntegro, y con ufanarse de sus pergaminos y de su estatura. Y la noche en que la esposa pasó del afanoso trabajo a la muerte, tras pocos días de enfermedad, el alma inválida de don Santiago quedó paralizada de susto. Todos comprendieron entonces que el hombrachón se apoyaba para ir por la vida en el cuerpecillo femenil, inmóvil por primera vez, y más menudo aún entre la estameña de la mortaja, bajo las cuatro gotas doradas y azules de los cirios.
     La casa, tan limpia, tan ordenada, perdió el equilibrio y cayó en una suciedad llena de humores hoscos. En vano José-María y sus hermanas – Jaime estudiaba para piloto, interno en la Escuela de Náutica – trataron de cerrar el paréntesis abierto por la catástrofe. Era el padre quien, con su volumen, con su indolencia, con su alma frívola incapaz de Ilenarle por completo el enorme cuerpo, complacíase en prolongar la atmósfera de ansiedad perezosa, de espera de milagro, que saturó aquellos tres días comprendidos entre el primer malestar y el último estertor de la mujercita.
Vinieron las ventas de tierras, las hipotecas, los expedientes, y el mal olvido del alcohol. En verdad los hijos deseaban verlo ebrio, porque su embriaguez sonriente, brumosa, con esperanzas y prodigalidades súbitas, era preferible a las impotencias ceñudas, a las profecías de días nocturnos llenos de frío y hambre, a los golpes. Dos veces el intento de echar a un lado los pergaminos y de doblar la estatura sobre el trabajo, quiso cuajársele en la voluntad. Humillación estéril. Se habló luego de una representación de automóviles; hubo largas pláticas ante las mesas de los cafés, frente a la copita de aguardiente enturbiadora de la copa de agua; y, por último, entre la estupefacción de todos, en vez de dedicarse a vender, don Santiago compró un cochecillo minúsculo, pintado de rojo, tan  desproporcionado para su corpachón, que le ajusta a la cintura trabajosamente, y hacía pensar en el aborto de un centauro: busto de cíclope y patas de pobres caballejos de vapor ocultas bajo vibrantes chapas de metal.
     Salía todos los días muy temprano, después de diez horas de sueño y, a pie, marchaba hasta la terraza del café, donde, poco después, iban a llevarle, del garaje, el cochecillo. Al verlo, su entrecejo se desplegaba y, sólo entonces, echaba el aguardiente en el agua y, a pequeños sorbos, empezaba a beber su copa de niebla, con los párpados entornados no se sabe si para aguzar la visión externa o para ver mejor dentro de sí. Después subía con trabajo al automóvil, y empuñaba el volante. Los parroquianos de la terraza solían comentar:
     – Ya se está calzando su bota de siete leguas don Santiago.
    Arrancaba el coche y, hasta los arrabales, iba con marcha moderada. Pero al llegar a la carretera los ojos se encendían cual si quisieran aumentar con sus chispas las del motor, el pie se aplanaba en la palanca de la velocidad, todo el el cuerpo, consustancializado con la máquina, vibraba, y, raudo.o, allanando las cuestas, despegándose en las curvas, saltando en los baches hasta arrancar hojas de los árboles, rojo proyectil disparado no se sabe si por la desesperación o la embriaguez contra la Muerte, trazaba en la ilusión óptica de cuantos se detenían a mirarlo pasar, un hilo sangriento en el camino.
     No decían: «Ahí va el automóvil de don Santiago», sino «Ahí va don Santiago». Y nadie mostró sorpresa el día en que, al mediar aquel nudo de la carretera que, por no haberse detenido a desatarlo despacio, había costado ya la vida a dos automovilistas, el centauro se disoció terriblemente, y su parfe de cíclope quedó aplastada contra un tronco mientras los pobres caballejos de vapor, retorcidos, piafaban su postrer aliento humeante sobre el verde jugoso de la campiña.
     Toda la ciudad participó del drama. Los forasteros pudieron advertir que el noble gigante constituía uno de los orgullos de la ciudad, y que de haber sido tan baratos de mantener como la leyenda del barrio fenicio o del estandarte secular del Ayuntamiento, el pueblo no habría consentido aquel desenlace. La hipótesis de un suicidio hipócrita consolidóse cuando se supo que don Santiago tenía un seguro de vida contratado poco tiempo antes, a favor de sus hijos, a quíens apartaba siempre del automóvil diciéndoles: «¡Eso no se toca, ya lo sabéis!», cual si se tratase de un arma.
     Su único amigo, el profesor de la Escuela de Náutica don Eligio Bermúdez Gil, jugueteando con la brújula minúscula que pendía de su gruesa cadena de oro, resumió la opinión pública en estas palabras:
     – No vamos a decir que se ha disparado con el automóvil, pero que se ha disparado en él, sí. Aquellas tardes en que lo veíamos volver decepcionado, es que le había fallado el tiro. Si la Compañía se echa atrás, tendremos que hacer una suscripción pública para levantar las hipotecas y sacar del hambre a esos chicos. Del que va a ser marino yo me encargo.
     A pesar de las aseveraciones populares, la Compañía de Seguros pagó la póliza después de calcular las ventajas de publicidad basada en un suceso y un nombre conocidos en toda la comarca. Y los hijos, hasta entonces coro doloroso e inerme a espaldas de los protagonistas, hubieron de forzar los trámites del tiempo, avanzar hasta el primer plano, mirar cara a cara a la vida, y descubrir cada uno lo que de hombre o mujer esperaba tras de la corteza infantil, rota también en el choque funesto.
     José-María presidió el entierro. Vestido de luto, sus diez y ocho años, impresionaban más. Pálido, aguileño, de piel marfilina y ojos verdes, destacaba entre el grupo de caras contraídas por una tristeza ocasional su belleza tímida y frágil, de flor. Al volver a la casa y quedarse solos, para resistir la marea del llanto, dijo:
     – Lo primero que ha de hacerse es limpiar esto como Dios manda. ¡Da asco!
     Jaime se encogió de hombros y, abandonándose a un dolor sombrío en seguida embotado en el sueño, se echó en el cuarto último. Cuando despertó, Amparo, isabel-Luisa y José-María daban los últimos toques a una limpieza que había durado más de cuatro horas.
     – Menudo baldeo le habéis dado, ¡hay que ver! Parece otra la casa – dijo.
     Y no sólo lo parecía: lo era. Ni siquiera en tiempo de la madre, paredes, suelo y muebles relucieron así. Dijérase que sólo don Santiago había muerto, y que, libre de su corpulencia ensuciadora y holgazana, ella, con las arañas de sus manitas tejedoras de orden, dirigía, por primera vez, del todo el hogar.



un cuando el tutor fuera el capitán Bermúdez Gil, puede decirse sin hipérbole que el consejo de familia lo constituyó la ciudad entera. Bastaba que cualquiera hallase er la calle a los huerfanitos, para que, olvidando sus faltas individuales, ensombreciese el semblante y dijese agitando el índice a modo de bastón presto a agrandarse para el castigo:
     – Es preciso ser serios y andar más derechos que velas, ¿eh? El nombre de vuestro padre y lo que ha hecho por vosotros, lo exige. ¡Y si no!...
     Sin esta amenaza difusa y sin la admiración que el fin del padre y su incomprensible lección heroica añadía a los blasones deslustrados, habrían sido por completo felices. Cuando los pisos de la casa se aislaron y ellos ocuparon el úitimo luego de alquilar los demás, sus vidas adquirieron un ritmo venturoso, de juego continuo; pero de juego regido por una autoridad al par eficaz y suavísima, previsora, atenta a orear los trámites imprescindibles de lo cotidiano con ráfagas de alegría inesperada.
     La renta se dividía en dos: lo preciso para pagar los estudios de Jaime, y el resto. Y con ese resto, en cuanto el capitán Bermúdez Gil, seguro de proceder mejor, delegó por completo en José-María, y en cuanto los vecinos y los oficiosos comprendieron que la impaciente seriedad de los niños al recibirlos era una acusación de entrometimiento, empezaron a obrar maravillas. Por lo pronto, en vez de criada, tomaron una asistenta encargada, por las mañanas, de realizar lo más áspero del trabajo. Lo demás, Amparo, Isabel-Luisa y José-María lo hacían tan de prisa y tan bien, que les quedaba tiempo para pasear a diario y dinero para adornar la existencia con alguna de esas superfluidades sin las cuales adquieren las necesidades satisfechas pesadez brutal.
     – Hoy vamos a almorzar sólo dulces.
     – El sábado nos acostamos temprano, sin cenar, para irnos al campo el domingo y llevar muchas cosas.
     Eran entre ellos risueños, gorjeadores; mas en cuanto un extraño se asomaba a sus vidas, tenían un encogimiento repentino, como si lo mejor de sí mismos se les paralizara. Hasta Jaime llegó a adquirir en la unión alegre de José-María y sus hermanas un aire de cuña. Cuando estaban solos los guisos, las costuras, los arreglos domésticos, tomaban un aire feliz. Nunca hubo casa de muñecas tan bien conducida.
     La muñeca rubia, Amparo, hacendosa, impetuosa, presta siempre a raptos románticos de cariño, de enfados y de perdones, tenía ya insinuadas las gracias femeninas; la otra, Isabel-Luisa, de tez de nardo oscuro, sedentaria, extática,  incansable para los bordados minuciosos, de carácter apacible en cuyo fondo una llamita de misterio y de pasión alumbraba y amenazaba el ser, estaba, a pesar de sus catorce años, en plena pubertad. Un intercambio anómalo existía entre ellas: las bocas. La de Amparo era boca morena, de escarlata túrgida estremecida en las gulas, en las discusiones y en los ensueños; la de Isabel-Luisa, boca rubia, estrecha, descolorida; boca sólo de hablar y aceptar. Viéndolas separadas, las bocas daban a su belleza acento extraño, imprevisto; al mirarlas juntas advertíase sin esfuerzo que la boca de cada una correspondía a la otra. Y, acaso por este trueque, una contradicción necesitada de intimidad y hasta de mutua vigilancia; una contradicción que el influjo de José-María impedía no sólo estallar, sino hasta manifestarse fuera de la vaga subconciencia, existía entre ambas.
     – El día de la Virgen iremos al monte a coger piñas.
     – Mejor a la playa de junto al cementerio, a pescar.
     – Tenemos tiempo de las dos cosas, bobas. O, si no, lo echamos a suertes.
     Esta compaginación cordial diluía las contradicciones antes de cuajarse y mantenía sin la menor grieta la unidad de los tres contra toda ingerencia peligrosa para su dicha. De este modo las tentativas de tiranía por parte de varios conocidos y de la asistenta; de abuso por parte de los comerciantes; de intromisión por parte de todos, fracasaron. Y la ciudad concluyó por aceptar aquel milagro de organización venturosa.
     Aun cuando el tiempo pasaba, en la casa persisiía, embalsamado, un hálito infantil. No se oían risas, porque la verdadera alegría jamás se desborda. Mas los pájaros en jaulas doradas, la cortina de tul que henchía el aire marino tomándola por vela, las espejeantes superficies de todos los muebles, el sol y hasta la luz artificial cernida en aquella pantalla del comedor bajo la cual concentrábanse sus vidas al caer la tarde, atestiguaban de una armonía maravillosa. Y esa armonía, tan cambiante con los pasos del tiempo, en el viaje de la vida, adquiría allí la inmutabilidad de los accidentes lejanos del paisaje: era como el cabo visto desde la playa – basto perfil de monstruo que daba, en todo momento, la idea de ir a precipitarse en el mar –, como aquel pino solitario de redonda copa y tronco delgado, que parecía un globo cautivo.
     Apenas si para cubrir la fórmula tutorial, el buen profesor de Náutica, al entregar el dinero cada mes, leves admoniciones. ¿Qué iba a decirles si aquella casa de muñecos marchaba mejor que cuantas, de personas mayores, conocía? Cuando la guerra, encareciendo todo, alborotó en torno la inmensa pira de ruinas los cuervos financieros, una Compañía pretendió comprarles la casa en precio ventajosísimo; pero el profesor, al notificárselo, no ocultó que la ciudad vería con malos ojos aquella venta, «por tratarse de... por el nombre ilustre de aquel padre, que...» Su plática se quebró aquí.
     Esa frecuente recordación de la heroicidad, de la excepcionalidad paterna, deformando el recuerdo real, creaba del muerto y de sus deberes para con él, una imagen solemne, exigente, adusta casi, que constituía la única sombra proyectada contra sus vidas. Apenas si podían reconstruír ya la imagen física del suicida, y el alma, en cambio, tomaba la figura de un misterioso acreedor vengativo a quien habían de pagar en dolorosa moneda. No vendieron ni se entristecieron demasiado cuando, dos años después del gran auge económico, el dinero y la vida encarecieron, se les desalquilaron dos pisos y hubo que pensar en trabajar. Animoso, José-María dijo:
     – Trabajaré yo que no tuve cabeza para estudiar. El caso es gue Jaime acabe su carrera y que vosotras, cuando sea tiempo, os caséis.
     – Si no te casas antes tú – dijo Amparo.
     – Yo no me casaré nunca – respondió él, en tono tan extraño que Isabel-Luisa levantó la vista de la labor.
     Entró en la oficina de un banquero y pronto se hizo querer de todos a pesar de su reserva. Aportaba a su trabajo las mismas virtudes que a la vida casera: limpieza, minuciosidad. Había que verle, al llegar cada mañana, doblar su chaqueta y protegerse los puño de la camisa con sobres. Con él no podía temerse jamás ni trabacuentas ni incumplimientos. Y al sonar la hora, sin prisa, pero sonriendo, dejaba el trabajo y salía al encuentro de sus hermanas, para formar con ellas el grupo feliz. Él las celaba ya con inquieta dulzura:
     – Esperadme en la calle de al lado para no encontrarnos con los compañeros; es mejor... Tienes que alargarte dos dedos ese vestido, Isabel-Luisa.
     – No se puede ya.
     – Sí, ya verás... Si Amparo nos teje una tira de entredós, yo me atrevo.
     Y las gentes, aún sin oírlo, sólo por la dulzura de sus ademanes y gestos, comentaba:
     – ¡Hay que ver!... Es una verdadera madrecita.
     Madrecita enérgica, hábil para despertar en cada uno lo mejor del ser, ávida siempre de premio y de mimo, presta al sacrificio en todo momento y haciendo del deber una gracia alegre y entrañable. Se levantaba antes que los demás y, muchas veces, cuando Isabel-Luisa y Amparo aparecían en la cocina, ya encontraban chispeando la lumbre. Una sola vez pasó la enfermedad por la casa, y él cuidó de Amparo como enfermeras o hermanas de la Caridad hubiesen podido hacerlo, sin aturdirse ante el primer peligro, sin rendirse a las fatigas medrosas de las noches ni perder la paciencia por esas intemperancias de genio con que los jóvenes protestan de los avisos prematuros del Dolor y la Muerte.
     Al final del cuarto curso, sin saber la causa, flaqueó Jaime en el estudio, y mientras las hermanas prorrumpían en quejas excitadoras, que hubieran podido convertir en mal tesón la veleidad de holganza, José-María supo ser persuasivo, a la vez suave e inquebrantable, y llegó hasta a sentarse largas horas junto al hermano, fingiéndole curiosidad por las cosas de la navegación y, en realidad, ayudándole a estudiar y reavivando el fulgor de la estrella de la aventura eclipsada en la voluntad del mozo, acaso por la dejadez, hija del estío o por el brillo de los primeros ojos de mujer vistos con novedad reveladora en el umbral de la adolescencia.
     Así pasaron otros tres años. Ya José-María frisaba la mayoría de edad; ya Jaime iba a regresar de su primer viaje de prácticas; ya las turgencias rubias de Amparo tenían algo de frutal que obligaba a volverse a los hombres tanto como el cuerpo elástico y el rostro apasionado y quemado de Isabel-Luisa. Seguían siendo felices. Con la entrada en la juventud, el error de haberles cambiado las bocas, se mostraba más incitante. Sin embargo, la paz risueña de la casa continuaba incólume. Eran los mismos aseos, los mismos guisos casi poéticos, las mismas costuras, las mismas veladas en las que, sobre todo a la hora del crepúscu1o, las tres voces sonaban en la penumbra azul como las de tres hermanas angélicas. Bastábales cerrar la puerta, olvid.ar un poco a Jaime, aislarse de la ciudad obstinada en gravar su orfandad con excesivas obligaciones de estirpe, engañar al tiempo contrahaciendo las voces y los gestos de antaño, para conservar aquella dicha niña. Reían y era su risa espuma, bajo la cual el mar hondo de las pasiones permanecía invisible.
     Ignoraban que, oculto en lo más hondo de la fruta de su juventud, el gusano de la desgracia había empezado a oradar ya, de dentro afuera, su caminito negro, inexorable.

        

os primeros síntomas fueron casi imperceptibles y se engendraron, sin duda, en aquel trueque de facciones entre las dos muchachas. Los segundos los trajo Jaime de su viaje a tierras remotas, a modo de contrabando indómito comprado y escondido en su alma, hasta entonces dócil, en uno de esos puertos donde confluyen las razas y los vicios de varios continentes. La revelación postrera, volcán abierto de improviso sobre una montaña umbrosa y florida, la tuvo José-María la nohe aquella en que, arrastrado por el hermano menor, fue al circo.
     La tarde en que llegó Jaime de su primer viaje, cuando estaban en el muelle esperando el atraque del buque, José-María dijo a sus hermanas:
     – No quiero que lo disgustemos. Ni una palabra de vosotras... Puesto que va a estar tan pocos días, que no se vaya preocupado.
     La boca carnosa y golosa se contrajo en la cara rubia, y los finos labios exangües trazaron en el rostro moreno una línea de tesón cruel. Por obra de aquella boca ávida que ponía en toda la faz, desde el pelo de aureola al vértice tenuémente velloso y casi vegetal de la barbilla, un reflejo rojizo, de sexo, Amparo, estremecida apenas escuchó la primera palabra de solicitud, a modo de centinela que esperase el primer alerta de la pasión, enamoróse de un mozo vulgar empleado en el almacén situado en la planta baja de la casa, mientras Isabel-Luisa, con cautela sagaz, sin otorgar la menor concesión, manejando una coquetería de ojos bajos y graduadas frialdades, tenía soliviantado al hijo del banquero en cuyas oficinas trabajaba José-María. Éste sufría por igual de las dos amenazas, pues si anhelaba para la primera un hombre de otro rango, no quería que, por el dinero nada más, un canijo, sietemesino también de alma, pudiera comprar a Isabel-Luisa con la garantía única de un sacramento.
     Desde el primer momento comprendió que carecía de energía para oponerse a que una de las bocas buscase con ingenuo impudor ocasiones para convertirse en camino de las entrañas, y a que la otra mordiese, en silencio, palabras e intenciones. Y su aptitud maternal sólo manifestada, hasta entonces, en cuidados femeniles y en minuciosid.ades heredadas de la mujercita de incansables manos, mostróse en esa primera encrucijada de la vida pura y desvalida. Ante el comienzo de aventura de las dos bocas, José-María siguió siendo «la madrecita», y no pudo hacer más que lamentarse y sufrir.
     Cuando el buque se reclinó a reposar en el muelle, les devolvió un ser cuyo busto casi habían desconocido desde un rato antes entre el techo de planchas y la faja blanca de la toldilla. Era un Jaime nuevo, curtido de cierzos y de soles, más fornido, con algo de imperativo y de excesivamente desenvuelto en los ademanes, iluminado a menudo por una sonrisa casi procaz, de superioridad. Y sus hermanos, viéndolo ir y venir por el buque, despedirse reteniendo manos y sosteniendo miradas, estaban absortos, en una admiración algo medrosa. Cuando lo abrazaron los tres – Amparo más fuerte que ninguno –, sintieron una impresión de extrañeza. Ya en la escalerilla, Jaime se volvió a decir adiós con la mano a una mujer joven, y para aplacar las mirad.as interrogativas de los suyos, explicó:
     – Es la hija de un domador de fieras. Viene toda la compañía con nosotros: gentes estupendas... Hoy mismo armarán aquí el circo y pasado mañana debutan. Iremos tú y yo, José-Mari.
     En la casa, Jaime fué como un espectáculo amedrentador. Cantaba, al levantarse, canciones desconocidas; iba por entre los muebles sin la mesura cuidadosa de los otros; echaba en la sobremesa la silla para atrás, balanceándola sobre las patas traseras mientras contaba aventuras increíbles y hablaba de la estupidez de vivir en un solo sitio, y de la grandeza del mundo, cual si la hubiese medido con el inquieto compás de sus piernas. Entre risotadas excesivas – risa ya hecha a dominar el tumulto del mar –, burlóse de los licores caseros hechos por José-María, y sacó de su equipaje una caneca de Ginebra. Y de vez en cuando soltaba la copa, lanzaba un insulto contra los burgueses, perseguía una imagen turbadora y sólo visible para él en el humo del cigarro, y cerraba el puño en espera de una contradicción que no llegaba.
     Encarándose con Amparo, le preguntó:
     – Qué, ¿tienes novio?
     Y sin cuidarse del silencio, volvióse hacia la otra:
     – ¿Y tú?... Bien: no queréis decírmelo... De dar tumbos y tumbos por ahí se aprende la vida... ¡Hay que gozar, muchachas! El que de seguro tendrá ya pecho dondé apoyarse eres tú.
     José-María vió los ojos aventureros clavados en los suyos, y bajó la faz encendida en un rubor mucho más intenso que el de sus hermanas. Jaime aparecíasele tan ajeno, que deseaba que se fuera pronto; y sólo cerrando los párpados y eliminando algunas entonaciones harto broncas, reconocía en él un resto de la voz que le había dicho adiós un año antes desde el mismo muelle en donde lo viera volverse para dar una despedida capciosa a la hija del domador de fieras. Cuando, al otro día, mientras él estaba en la oficina Isabel-Luisa y Amparo salieron solas con él, casi tuvieron miedo.
     La noche en que debían ir al circo José-María hubo de esforzarse para no dejar de cenar. Estaba intranquilo. Ráfagas de presentimiento hacían oscilar la llama de su alma. Estuvo por decirle a Jaime que no iba, so pretexto de no dejar solas a las muchachas; pero Amparo previno el falso escrúpulo antes de formularse:
     – Ya es hora de que salgas a divertirte siquiera una noche. Nosotras nos  acostamos tranquilitas, y en paz.
     Y cual si la boca calculadora quisiera garantizar con su vigilancia los posibles desmanes de la otra, Isabel-Luisa añadió:
     – Puedes irte tranquilo, que no nos separamos ni un minuto.
     Ya José-María había sospechado que entre la hija del domador y Jaime existía algo; pero apenas estuvieron los dos solos, en la calle, la mano fraterna cogiósele al brazo, y el rostro aproximóse confidencial. «¡Era una mujer maravillosa, única! Hecha a luchar con hombres y fieras tenían sus caricias un sabor terrible. Besarla era cemo estar en capilla. A pesar de que en los malditos barcos españoles nada se puede hacer, porque el capitán se cuida más de la moral que del mal tiempo, él había logrado verla una vez en mallas, de lejos, igual que iban a verla poco después, en el número final, haciendo ejercicios sobre el trapecio entre los tigres y los leones. ¡Qué mujer admirable! ¡Qué formas! La escultura de una de las negras del Senegal con piel color de día, rubia y rosada... ¡Ah, sólo por eso vale la pena de viajar, José-María! Las mujeres que uno ve desde niñas, haciéndose, no son iguales a las que se encuentran de pronto. ¿No te pasa a ti con las que vienen aquí los veranos?»
     Pero José-María apenas lo escuchaba. El rubor que antes encendióle el rostro, quemábale ahora todo el ser. Sentado en la silla al borde de la pista, bajo el enorme cono de la lona serpeado de cuerdas y reflejos, miraba pasar los números sin complacencia, en espera de no sabía qué, y apenas oía ya las palabras candentes de Jaime, atento al confuso rumor de su espíritu.
     El olor de muchedumbre apiñada uníase al aliento agrio emanado por las jaulas de las fieras, invisibles y próximas. Los payasos no lo hicieron reír ni los ilusionistas lo sacaron de su ensimismamiento. Al depejar la pista para colocar el fuerte enrejado que la transformaba en inmensa jaula, de cuya cúspide pendían dos trapecios, el malestar de José-María acrecentóse. Frente a ellos, por un portillo al cual se adosaban los cajones en donde viajaban las fieras, penetraron el domador de altos bigotes, vestido de calzón joyante, y una mujer y un hombre cubiertos con mantos oscuros. En seguida, en saltos tímidos, comenzaron a entrar el león reumático, el tigre morfinómano, las dos panteras a quienes la alternativa de renunciar a la carne o morir había transformado en vegetarianas. Los rugidos despedazaban el silencio. El público contenía la respiración más por deseo que por temor de tragedia. Y en tanto el hombre de los bigotes enhiestos y el calzón de raso chasqueaba la fusta, la diestra de Jaime oprimía el brazo de su hermano exhortándolo a no perder el espectáculo deslumbrador de ver caer aquel manto oscuro que ocultaba la estatua apasionada presta a surgir.
     – ¡Mira!... ¡Mira!
     A una señal, las dos crisálidas emergieron dejando en tierra la fea envoltura que embotaba sus formas multicolores, y cuatro brazos se tendieron hacia los trapecios. Hubo una doble lección de escultura violenta, hecha de músculos, de forzadas sonrisas, de emanaciones de juventud poderosa. Fieras y hombres miraban, con el mismo mirar, el rápido bambolearse de los dos péndulos humanos. Los verdes, los rojos, los azules, los amarillos luminos[os] de los trajes, fundíanse en un solo color indefinible, frutal aún. Y, como un eco de aquel movimiento ritmado por el látigo y por el allegro cobrizo de la charanga, personas y bestias cabeceaban, cabeceaban... Al final del número, el león y el tigre, rampantes, a uno y otro extremo de la línea recorrida por los acróbatas, recibieron a los gimnastas entre sus garras, en un abrazo repentino que alzó alaridos de voluptuosa angustia. Y, por último, en carrera circular dirigida desde el centro por el domador, la mujer, el hombre y las fieras formaron, durante pocos minutos, una rueda de vértigo cuyos radios sonoros trazaba la fusta.
     Se quedaron largo rato sentados, mientras salía la multitud, hasta que las crudas luces de los arcos, que también hacían volatines al extremo de los alambres, se extinguieron. Luego entraron a saludar a los protagonistas de la fiesta.
     Encogido durante las presentaciones, José-María tuvo un momento entre su mano la tibia de la mujer, la de su compañero de hazaña y la del domador. Los invitaron, casi por fuerza, a tomar unas copas de coñac y Jaime supo, con júbilo, que en la primera escala de su buque volverían a encontrarse. Ya en la calle, oprimiendo de nuevo el brazo fraterno, vanidosamente interrogativo, el marino preguntó:
     – ¿Qué te ha parecido? Ya verías cómo me miraba. Es una mujer de primera. ¡Ah, por una hembra así, aunque hubiera de desembarcarme de diez buques!... ¿Te fijaste en sus ojos? ¿En su boca?
     Sin estas dos últimas preguntas, la dulce autoridad de José-María habríase alzado temerosa, presta a protestar o a persuadir. Pero la respuesta, surgiendo repentina en su mente, fué tan inesperada, tan turbadora, tan nueva y pavorosa para él mismo, que hubo de apretar los labios, según solía hacer Isabel-Luisa, para que ni una palabra revelara el hirviente abismo abierto de pronto en su conciencia. Jaime iba saturado del propio deseo, y por eso no pudo advertir su estupor ni leer en sus ojos mojados de espanto las contestaciones. Pero su alma. debía grabarlas con trozos de fuego en cada una de sus facciones: «No, no se había fijado en la mujer... Ni siquiera sabía si era rubia o morena. Sus cinco sentidos sumados al de la vista, no habíanle bastado para mirar, con todo anhelo, con todas las potencias sensuales dormidas hasta entonces, sin que su razón se diera cuenta, a otra parte. Desde que las dos crisálidas dejaron en el suelo la envoltura, un instinto imperativo, adueñándosele de la mirada, borró por completo la estatua femenina, las fieras, hasta la multitud. Fue un largo y hondo minuto, turbio, lleno de removidas heces de instinto, en el cual su razón, su moral, su pudor, sus timideces, su dignidad misma, sintieron estallar debajo de ellos una erupción repentina e irresistible. Y ahora, en medio de la calle, dando traspiés que, por fortuna, Jaime atribuyó a su falta de costumbre de beber, confesóse sin medir aún todo el alcance terrible del descubrimiento, que sólo el eco del tacto de una de las tres diestras estrechadas persistía en la suya, y que sólo una figura perduraba en su retina y en sus nervios: la del hombre... ¡La del hombre joven y fornido nada más!»

CONTINUARÁ… 

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