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Presentamos un artículo de una académica
francesa sobre la influencia de Maupassant en los modernistas,
particularmente en Casal. Para Bouffartigue, lo que atrae del escritor
francés a sus colegas modernistas es el trabajo estilizador y el
impulso evasionista, aunque admite que la empatía de Casal – a
diferencia de lo que ocurre con Martí – está relacionada
también con coincidencias filosóficas.
Extrañamente, el acercamiento de Casal a “la realidad” se debe,
al menos en parte, a su identificación con Maupassant, y se
traduce, por lo mismo, en un distanciamiento de la estética
modernista. Estamos, pues, ante una lectura que – a los lectores
familiarizados con la crítica sobre el modernismo – les
será, sin dudas, familiar. Este trabajo aparece incluido
en la recopilación El sol en
la nieve: Julián del Casal (1863 – 1893), publicada por
Casa de las Américas (La Habana, 1999). Nos pareció
atractiva la idea de incluir este artículo por tratarse de una
lectura metropolitana que, mientras reconoce la originalidad de Casal
al acercarse a Maupassant, no puede evitar concluir, sin embargo, o
sugerir, la absorción del escritor hispanoamericano por su
modelo. Casal se impregna de Maupassant y entalla, pudiéramos
decir, su escritura a la de éste. Cierto que el poeta cubano
explica su “fanática admiración” por su “absoluta
conformidad con su manera de sentir y de pensar,” pero no menos cierto
es que nos dice que Maupassant “procede directamente” de su maestro
Flaubert. Este ha sido uno de los problemas fundamentales de la
crítica. El empeño por anotar filiaciones, procedencias,
pupilaje, precedencias, influencias e imitaciones de unos poetas por
otros, olvida que todos ellos vivieron y escribieron en la época
de – al decir de Walter Benjamin - la «reproducción
mecánica», de continuas imitaciones que los mismos
escritores no sólo no negaban, sino que con frecuencia
hacían públicas. Uno sólo tiene que pensar en uno
de los íconos artísticos de la época: la figura de
Salomé. Así como su cuerpo se deslíe entre los
velos y el frío muerto de las joyas, en su representación
se pervierte la relación original-copia. Francisco Morán Maupassant en la Cuba de Casal Sylvie Bouffartigue Universidad DE PARÍS VIII La francofilia llegó a ser, en el caso de los modernistas, una de las características del movimiento. En el estudio de la recepción y de las influencias literarias, el caso del escritor francés Guy de Maupassant presenta cierta peculiaridad. Contemporáneo de Julián del Casal, el naturalista dejó en Cuba, la Cuba de Casal y luego, en la Cuba de la primera generación republicana, una huella indiscutible. En un cuento de Casal, «La última ilusión», publicado en la revista La Habana Elegante, en enero de 1893, encontramos lo esencial de su imagen de la cultura francesa «exótica»: Yo adoro [...] el París raro, exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial; el París que busca sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschich; el París de las mujeres de labios pintados y de cabelleras teñidas; el París de las heroínas adorablemente perversas de Catulle Méndez o René de Mazeroy; el París que da un baile rosado, en el palacio de Lady Caithmes, al espíritu de María Stuart; el París teósofo o mago, satánico y ocultista; el que visita en los hospitales al poeta Paul Verlaine; el París que erige estatuas a Baudelaire y a Barbey d’Aurevilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Maupassant; el París que sueña ante los cuadros de Gustavo Moreau y de Puvis de Chavannes, los paisajes de Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y la música de Revery, de Melle Augusta Holmes; el París que resucita al rey Luis II de Baviera en la persona del conde Roberto de Montesquieu Fezensac; el París que comprende a Huysmans e inspire las crónicas de Jean Lorrain; el París que se embriaga con Leconte de Lisle y Stéphane Mallarmé; el París que tiene representado al Oriente en Judith Gauthier y en Pierre Loti, la Grecia en Jean Moreas y el siglo XVIII en Edmundo de Goncourt; el París que lee a Rachilde, la más pura de las vírgenes, pero la más depravada de las escritoras; y el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya existencia no se dan cuenta tal vez. A esta ronda de los más contemporáneos, podemos incluir, en el campo de las letras, las figuras fundamentales de Michelet, de Alfred de Musset, de Victor Hugo, magno representante del romanticismo francés, de Honoré de Balzac y Gustave Flaubert, fundadores del naturalismo, y de Emile Zola, creador del «roman experimental», dejando de lado muchos más: tan es de cierta la presencia francesa en las referencias culturales de la Cuba de fin de siglo. Vamos, entonces, a fijamos en la figura de un contemporáneo de los dos fundadores del modernismo hispano-americano, Julián del Casal y José Martí: el periodista y novelista, Guy de Maupassant. Maupassant nace en 1850 en una familia acomodada de Normandía. Ya en su juventud, gracias a su madre, se había relacionado con Gustave Flaubert, que lo inició en las letras y le guió en sus primeros pasos de escritor a partir de 1875. Viviendo en París, comparte sus días entre la rutina del funcionario, el bullicio de la vida citadina, las excursiones campestres, la amistad con su maestro Flaubert, y las relaciones con el Grupo de Médan, cuyo eje es Emile Zola. El éxito literario de Maupassant dura diez años, de 1880 – fecha de aparición de Boule de suif en una recopilación de textos literarios del grupo – a 1891, cuando ingresa en una casa para enfermos mentales, donde muere en 1893. La obra de Maupassant es muy extensa, dado que publicaba anualmente uno o varios libros. Se compone de más de doscientos setenta cuentos, de seis novelas, de tres volúmenes de relatos de viajes, de varios ensayos, de obras de teatro y de un libro de poemas. No únicamente por su importancia cuantitativa, su aporte fundamental está en la cuentística. Se puede decir que inventó la «nouvelle» – novela corta – moderna. Los protagonistas de sus cuentos actúan bajo un marcado determinismo. No es social, aunque suela caracterizar socialmente sus personajes y su obra retrate la pequeña burguesía francesa de su tiempo. El determinismo de Maupassant – calificado de «fisiológico» por Grazziela Pogolotti – reside en la ineluctable y egoísta búsqueda de la satisfacción de los deseos y necesidades de uno. Formalmente, el cuento refleja esta visión del hombre y de la sociedad. La novela corta se construye como el relato de un desenvolvimiento, hacia un desenlace ya develado en las primeras líneas. Rigurosamente – y en eso también se nota la «touche» flaubertiana – con gran economía y pureza estilística, nos pinta esas pequeñeces humanas que no llegan a atenuar las convenciones sociales. El universo de Maupassant carece de perspectivas históricas; sin embargo esta esencia dramática se vela tras la elegancia y sobriedad de la lengua y la rigurosa estructuración del texto. Si en Francia, ya en su tiempo, gozó el escritor de un éxito rápido y de una fama incontestable, las huellas que dejó en Cuba, aunque ciertas, son más escasas. Se pueden localizar varias ediciones francesas de las obras de Maupassant, más algunas traducciones españolas, todas anteriores a 1893, fecha en que murió Julián del Casal. Entre las primeras, citemos la edición principal de Bel ami (1885); la edición de 1883 de Emile Zola; dos ediciones de Mont-Oriol (la primera de 1887); de 1888, están la tercera edición de Pierre et Jean, y la primera de Sur l’eau; la edición de 1890 de Une vie errante; la edición de 1893 de Une vie y la tercera edición de Le Horla. Dos traducciones españolas llegaron con certeza a Cuba, Pedro y Juan, en 1887, traducido por Carlos Frontaura, y Una vida, en 1889, por Eugenio de Olavorría. Localizamos también una obra de teatro, Risotte, en su cuarta edición, de 1891. Esta lista, relativamente extensa – dada la amplitud de la obra – y variada, induce que el joven autor no era un desconocido en Cuba. Además, se puede subrayar que el periódico La Lucha siguió casi paso a paso en los años 1892 y 1893, la enfermedad del escritor. En 1889, un año después de la aparición del libro en Francia, se publica en La Revista Cubana un texto del joven crítico Juan Miguel Dihigo (1866-1952), titulado «Ensayo sobre Sur l’eau». Refiriéndose a los Zola, Goncourt, Daudet y Flaubert, incluye en su panteón al «célebre Maupassant». Estima que: Los cuadros que allí se contemplan, las impresiones diversas que en el curso de la lectura se van experimentando, los atractivos que constantemente nos presenta, la delicadeza de la exposición, la fluidez del lenguaje, la corrección del estilo y las escogidísimas frases que allí admiramos, son motivos más que poderosos [...] que justifican la altura en que debe colocarse el autor. Este es uno de los dos criterios con los cuales se solía evaluar al autor. Se dio, y volveremos a constatarlo, una importancia relevante al aspecto estilístico de la obra de Maupassant. Dihigo lo distingue por ser «un pintor privilegiado» de la naturaleza y de los hombres. Valora: Es bella la obra porque obtiene el que la ha hecho la belleza por medio de las palabras, en virtud de esas elegantes frases que ha elegido para manifestarnos su pensamiento; brilla en ella la unidad porque expresa una sola idea fundamental cual es las variadas impresiones recibidas en los viajes por diferentes puntos, y el juicio que forma de cada una de las diversas civilizaciones y notables instituciones que en su investigación se presentan. Es la fuerza impresionista del relato que merece alabanza, esta mirada fotográfica, atribuida a los naturalistas, y, cito, «la inmensa facilidad que posee para expresarnos las diversas impresiones de la vida». Por otra parte, se construye una faceta de la leyenda de Maupassant. Se le admira por ser un hombre huraño, amante de la soledad, ansioso de evasión, y refractario a las futilidades. «Nada de las pompas y vanidad del mundo le llama la atención, como nos lo prueba al manifestarnos el carácter de los habitantes de Cannes, el gusto que tenían por todo lo noble, lo aristocrático.» Modela la imagen de un hombre sufriendo de este «mal del siglo», de este «spleen», en la que se reconocía la gran mayoría de los modernistas hispanoamericanos, frente a una sociedad calificada de materialista, de superficial. De estas páginas, resulta que los criterios que se aplican a Maupassant, son criterios esencialmente modernistas: se valoriza su «malestar social», y su estilo riguroso e impresionista. Sin embargo, estas facultades de observación y de descripción tienen valor dentro de un cuadro delimitado, que responde a la noción de «bon goût» – buen gusto – y al rechazo voluntario de la realidad. Cito a Dihigo: «No se encuentra en él (en este libro) esos accidentes que pasan en la vida de! individuo y cuyas asquerosas descripciones repugnan en verdad a los que gustan de lo bueno.» Debemos entender esta frase como la condena de lo que forma el cuerpo de la obra de Maupassant: la descripción realista y sin complacencia ni falso pudor de sus contemporáneos, en sus actos cotidianos. Y se puede plantear si es realmente Maupassant a quien se juzga, o bien algunas características – la forma estilística, este arte de «composición lírica» – que coinciden con las concepciones modernistas del Arte. Evidentemente, los criterios aplicados a la lectura de Maupassant son inadecuados, puesto que no toman en cuenta el aspecto fundamental del trabajo, la adecuación entre la textualidad y la visión que Maupasant lleva sobre el mundo. José Martí (1853-1895) y Julián del Casal (1860-1893) nos dan cada uno la confirmación de esta lectura desenfocada. Sin embargo, en la obra crítica martiana, no aparece ningún texto dedicado a una obra de Maupassant. Martí, en la época de la salida de Boule de suif, redacta artículos sobre actualidad francesa. Martí lee a Flaubert, a Zola, a Daudet, todos amigos del escritor. Es poco probable que ignorara una personalidad literaria de tal relevancia. En una crónica de enero de 1882, refiriéndose a la próxima aparición de Pot-bouille de Emile Zola, que no ha leído todavía, saca del entonces muy reciente Emile Zola de Maupassant, la descripción del escritor, y de su cuarto de trabajo. Reconoce implícitamente las cualidades estilísticas y descriptivas del francés. Pero aquí parece cancelarse su curiosidad. Presenta a Maupassant como: «un joven poeta y novelista», «admirador de Zola», y su alumno, sin aludir de ninguna manera al verdadero maestro, Gustave Flaubert (desaparecido en mayo de 1880). He aquí, sin duda, un elemento de explicación de este vacío relativo a Maupassant. La teoría de la «crítica cordial» martiana se verifica. Martí admiraba a Flaubert; con relación a Zola, tenía una actitud más prudente. Dice de su obra que «tiene de defectuosa lo que tiene de sistemática, y de loable lo que tiene de espontánea». En el periódico The Hour, en 1880, escribe Martí; «Zola debe su fama a lo que hay de más bajo y triste en la naturaleza humana.» Martí, hombre prometeico, como lo subraya Alejo Carpentier en su ensayo «Martí y Francia», no aprecia esta manera desengañada de fijar la sociedad y los individuos. Más tardíamente, da a conocer su opinión sobre el movimiento literario naturalista. «El naturalismo – dice – no viene a ser, en suma, más que un defecto: la carencia de imaginación.» Un arte dedicado a pintar las pequeñeces, las maldades del ser humano no puede tener acogida favorable en el pensador, por lo antagónicas que son las dos visiones del mundo y de la sociedad. Maupassant, presentado como alumno predilecto de Zola, como último nacido del naturalismo, no encuentra en Martí un oído benévolo y dispuesto, aunque rinda discreto homenaje a su pluma maestra por medio de una obra biográfica y crítica poco representiva de la producción literaria del escritor. Julián del Casal, quien anecdóticamente desaparece el mismo año que Maupassant, se acerca infinitamente más al real mundo de su contemporáneo. Sin tratar de justificar esta empatía por algunas analogías psicológicas entre los dos autores, se puede subrayar que este espíritu de desaliento, este desánimo, este sentimiento de malestar, de desubicación, relativo a su medio y época, esta tendencia, en fin, al evasionismo real o ficticio, les es común. El propio Casal se muestra muy sensible a estas similitudes, y lo confiesa en el único artículo que dedica a un relato de viaje del francés, redactado poco después de la publicación, en 1890, de La vie errante. «Dos cosas engendran, en el fondo de mi espíritu, tan fanática admiración: la idea que tengo formada de la personalidad de Maupassant, y una absoluta conformidad con su manera de sentir y de pensar.» Volvemos a encontrar este peculiar sentimiento de hermandad intelectual, que habíamos notado ya, comentando el ensayo de Juan Miguel Dihigo. La valoración de la soledad necesaria, como deseo y voluntad de evasión, la encontramos en los dos críticos, «porque – subraya Casal – estar solo, sobre el agua y sobre el cielo, es el mejor medio para que viaje el espíritu y vagabundee la imaginación». Existe otra fuerte analogía entre los dos en lo que respecta a la falta de sociabilidad, rebeldía y cierta misoginia en el francés. En el caso del modernista, se nota una marcada admiración por este individuo que desdeña la Cruz de la Legión de Honor porque hay que solicitarla y esta solicitud implica un rebajamiento personal que no merece el objeto; que no aspira a un sillón académico, porque teniendo como literato opiniones firmemente arraigadas, no quiere verse obligado a tener deferencias con hombres a quienes, salvo raras excepciones, desprecia literariamente; y, por último, que no piensa casarse nunca porque nadie sabe las tonterías que una mujer puede hacernos cometer. Pero Casal indaga más allá del concepto de simpatía, y aporta otro criterio, generacional, muy concorde con su concepción de la universalidad de la cultura francesa. «Los libros de Maupassant – dice – como los libros de la mayor parte de los escritores modernos están hechos para ser leídos por una generación de seres nerviosos, impacientes y cansables.» Sobre esta conformidad, y mostrando su buen conocimiento de la trayectoria y de la obra de su contempóraneo, sigue diciendo: «Se adivina que Maupassant, como su maestro Flaubert, de quien procede directamente – no de Zola, a quien desdeña hoy como admiraba ayer – es un hombre de temperamento nervioso, emancipado prematuramente del yugo familiar, envejecido por precoz experiencia, tolerante con la canalla, intransigente con la estupidez, incapaz, como todo misántropo, de hacer daño al prójimo, indolente para hacer el bien, refinado hasta el misticismo, lujurioso hasta la vatiniasis y esclavo irritable de un ensueño de belleza delicado que acosa, deleita y pudre su vida.» Será, de parte del cubano, tolerancia o conformidad de perspectiva ideológica, pero lo que Martí parece condenar, él lo saluda. «Cree – nota – como Flaubert, que el mundo es una máquina inmensa, movida por los caprichos de la Fatalidad; que el hombre será eternamente esclavo de sus instintos [...] que fuera del Arte, nada interesa en la vida; que los tiempos modernos son abominables, no sólo por sus ideales utilitarios, sino por los millones y millones de lugares comunes que, acerca del amor, de la política, de la religión y de otras cosas más, vomitan diariamente en nuestros oídos sus númerosos panegiristas.» Por fin, valorando más todavía el pensamiento del francés, su cultura, su condición de hombre de Letras, lo ubica entre los filósofos: «Si filosofa – estima – lo que hace frecuentemente en sus obras subjetivas (En el mar, Al sol, La vida errante) tendrá extravagancias sublimes a lo Arturo Schopenhauer, pero nunca insipideces matemáticas a lo Herberto Spencer». Sin embargo, el modernista cubano no deja de ser un escritor muy arraigado en el concepto de belleza formal del texto, y en esto su criterio coincide con el de Dihigo y de Martí. Refiriéndose otra vez a la influencia de Flaubert, valora su rigor estilístico, citando a Maupassant: «para decir cualquier cosa, no hay más que un substantivo para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para clasificarla». Ésta es una búsqueda imprescindible que Casal, y los modernistas hispanoamericanos hacen suya. Precisa incluso que no puede uno contentarse con una aproximación, ni unas «supercherías – lo cito – por felices que sean», para evitar la dificultad. Aquí también confiesa una identidad común relativa al arte de escribir. Y admirar la fluidez de los textos de Maupassant, utilizando – ¿será casual? – una imagen martiana, cuando se refería a Flaubert: la de un estilo «sólido como el mármol». No obstante, una reserva hace, relativa a la falta de preciosismo – habla de «relieves bizantinos» – del francés, preciosidad que «sentarían mejor a los conceptos originales que se encuentran» en sus libros, confesando así lo que separa al modernista del naturalista. El conocimiento que tiene Casal de la obra de Maupassant, y del escritor mismo es amplio. Se refiere a su «lectura ávida» de cuentos, novelas y relatos de viaje, en su versión francesa o en su traducción española. El propio Casal tradujo dos extractos de Une vie errante. La primera traduccción se publicó en La Discusión, el 16 de abril de 1890; «La Venus de Siracusa» expresa los sentimientos del francés frente a la estatua. «Los sentidos», aparecido en La Discusión del 19 de abril de 1890, es una reflexión sobre la importancia de los sentidos para el escritor, importancia que puede llevarlo a una excitabilidad desmesurada, susceptible de desembocar en la enfermedad mental. En este texto, Hernani (seudónimo con el cual firmó la traducción), encontró evidentemente una noción tan seductora que se acercaba a su propia búsqueda. «Los que sucumben de enfermedad cerebral – dice Maupassant – Heine, Baudelaire, Flaubert, Byron [...], Musset, Julio de Goncourt y tantos otros, ¿no han sido despedazados por el mismo esfuerzo para trasponer la barrera material que aprisiona la inteligencia humana? Sí, nuestros órganos son las nodrizas y los maestros del genio artístico.» Y afirma luego: «la visión domina por lo general en el novelista», y esto nos recuerda los poemas de Casal, que pueden considerarse relecturas de cuadros de Gustave Moreau. Lo que nos falta por saber es cómo estos libros llegaron a sus manos, y cuáles pudo realmente leer, dado que no ofrece en ningún lugar indicaciones sobre lo que leyó y lo que no pudo consultar. Por otra parte, también se refiere a algunos artículos de periodistas y críticos que pudo hallar en revistas francesas, las que desgraciadamente no nombra. Esto confirma que Maupassant podía ser leído, y lo era, en Cuba, poco tiempo después de la publicación inicial de sus libros. Ahora, lo que más sorprende, es que tanto Dihigo, como Martí, y Casal, quien era el que más conocía la obra del autor, no dejaran ninguna crítica de lo más específico de Maupassant, en primer lugar de su cuentística, y luego de sus novelas. Obviamente, los modernistas cubanos leyeron de Maupassant lo que correspondía a sus criterios artísticos. El relato de viaje, portador del deseo de evasión, y temática corriente en la producción modernista, fue lo que adoptaron. La descripción de los hombres y del mundo real, fue lo que no quisieron, o no pudieron reconocer. Por otra parte, los escritores comprometidos en el proceso de la causa independentista – y Martí el primero – no tenían por qué asomarse a un escritor pesimista, cuyos criterios ideológicos no dejaban salida a las ideas de progreso o mejoramiento político y social. Nos referíamos, más arriba, a la laguna crítica en torno a los cuentos de Maupassant, aunque su obra fuera conocida, y pensábamos en particular en Casal. Este último, famoso por su poesía, y su prosa periodística, también fue cuentista. Sus cuentos, esparcidos en las páginas de los periódicos habaneros en que colaboraba, no son muy numerosos. Hasta ahora, se hallaron trece. Agrupó varios bajo los títulos de «Historias amargas» (son cinco), y «Seres enigmáticos» (son dos). Ahora bien, si se considera cronológicamente la cuentística de Casal, se nota una marcada evolución, tanto en la temática como en la estructura. El primer cuento, «La felicidad y el arte», que aparece en noviembre de 1886 en La Habana Elegante, es un cuento metafórico. El último, que ya citamos al principio, «La última ilusión», es un cuento donde el narrador – el propio Casal – llegó a distinguir entre el deseo de la huida hacia un París irreal, y la real inutilidad del escape. Entre estos dos cuentos, Casal evoluciona y se aleja de los temas predilectos y de algunas características modernistas. Temáticamente, se observa una presencia cada vez más nítida de la representación de la mujer como asesina del amor, aunque existen variaciones de enfoque. En «La viudez eterna», de abril de 1889, la protagonista femenina, ya muerta cuando comienza la narración, es más bien «víctima de nuestras costumbres sociales». Mal casada, engaña a su marido, quien la mata. Viudez eterna será, puesto que ninguna otra mujer querrá casarse con tal hombre, observa irónicamente el narrador. Armando Morel, el protagonista de «El primer pesar», «habiendo vivido siempre a la sombra de su familia, ignoraba los tormentos que el destino revela a cada mortal». Su primer amor se convertirá en la pérdida de toda ilusión sentimental, al encontrar «su Salambó con un viejo banquero», una noche habanera de carnaval. A mi criterio, la imagen más letal que se encuentra en sus cuentos, es paradójicamente maternal: «Una madre» se suicida para liberar a su hijo deseoso de casarse. El cuento apareció en enero de 1890, y nos proyecta el tema mórbido en el autor. En 1887, en «El velo», ya se sentía cierta complacencia en la descripción de la muerte. El interlocutor del narrador, habla de su novia muerta: «Su cabeza, coronada de rosas amarillas, descansando sobre ancha piedra del camino, sus brazos, abiertos en cruz, parecían aguardar la ansiada caricia, sus ojos, entornados tristemente, semejaban flores marchitas, sus pies, al sentir el frío de la muerte, se habían ocultado entre las hojas secas.» Pero, esta complacencia alcanza una dimensión necrófila en «Agua fuerte», publicado en abril de 1893, donde se pinta una escena de exhumación de cadáveres despedazados en una indefinida guerra. Este último cuento se desmarca absolutamente de los textos representativos de Casal; llega a describir, en términos insoportablemente realistas, una escena de pesadilla que bien pudiera ser real. Finalmente, quiero abordar cómo evolucionó en sus cuentos la temática del arte. En «La felicidad y el arte», el narrador, el propio Casal – no hay distancia entre el escritor y el narrador en Casal – prefiere inmediatamente al Arte, personificado por un viejo exangüe, en vez de a la felicidad, encarnación de la belleza femenina. En «La casa del poeta», se abre el vértigo. El narrador, amigo de un poeta muerto, visita a su viuda, deseoso de entender por qué al casarse, el joven exitoso dejó de escribir. La descripción de la casa, de la sala, de la esposa, calificada de «gallina humana», da la dimensión del peligro: fue la mediocridad, la vulgaridad lo que destruyó al poeta. En «La viudez eterna», declaraba que lo único importante era: «hablar de Arte, única cosa que atraía sus caducas facultades de admirar, porque, fuera del Arte, nada es digno de admiración»; este mismo arte puede ser reducido a la nada en cualquier momento, en esta sociedad burguesa, materialista y superficial. Casal, por fín, se enfrenta a la realidad, la mira y la describe a sus contemporáneos. Pero, para llegar a hacerlo, tuvo que pasar por un largo proceso. Es sabido que los modernistas no rechazaban la utilización de «modelos», especialmente en las referencias literarias francesas. Obviamente, Casal utilizó el modelo de Maupassant. Se identificaba de tal modo con el escritor francés, que llegó a impregnarse del texto imitado. No sólo adopta la estructura del cuento, sino modela su lenguaje según la escritura de Maupassant. «Una madre», ya citado, es el ejemplo más relevante de este proceso mimético. El desenlace se formula casi en las primeras líneas, y el cuerpo del cuento se compone de la descripción, depurada de todo lirismo y de toda introspección, de las relaciones de los protagonistas. Llega incluso a precisar la situación económica, y a describir la vivienda con el mismo propósito, como solía hacerlo el naturalista. Casal, entonces, se acerca a la realidad, a lo cotidiano, y para nosotros, no es importante que este cotidiano lleve a los protagonistas a situaciones extremas, a actitudes mórbidas o a pesadillas reales. La presión de la sociedad sobre Casal es real, y, de este modo la expresa. Deja el preciosismo de las palabras, el «bizantismo» al que él mismo se refería y se encamina hacia la «pureza» del lenguaje de Maupassant y, lo más significativo, adopta la forma de los cuentos del francés. A mi modo de ver, ésta es la clave. Para llegar a enfrentarse a la realidad, Casal, siempre utilizó filtros. Los cuentos de Maupassant le ofrecieron esta oportunidad. Aunque los modernistas rechazaran de Maupassant lo más representativo de su obra, para conservar los criterios de este autor que podían coincidir con los propios, la cuentística del francés llegó, por veredas inesperadas, a dejar una huella en la cuentística del modernista cubano. Varios representantes de la llamada Primera generación republicana – Luis Rodríguez Embil, Jesús Castellanos – entendieron esta influencia, y reivindicaron esa doble filiación. |
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