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I

Cualsea1

Giorgio Agamben

     El ser que viene es el ser cualsea. En la enumeración escolástica de los trascendentales (quodlibet ens est unum, verum, bonum seu perfectum, cualquiera ente es uno, verdadero, bueno o perfecto), el término que condiciona el significado de todos los demás, a pesar de quedar él mismo impensado en cada caso, es el adjetivo quodlibet. La traducción habitual en el sentido de «no importa cuál, indiferentemente» es desde luego correcta, pero formalmente dice justo lo contrario del latín: quodlibet ens no es «el ser, no importa cuál», sino «el ser tal que, sea cual sea, importa»; este término contiene ya desde siempre un reenvío a la voluntad (libet): el ser cual-se-quiera está en relación original con el deseo.
     El cualsea que está aquí en cuestión no toma, desde luego, la singularidad en su indiferencia respecto a una propiedad común (a un concepto, por ejemplo: ser rojo, francés, musulmán), sino sólo en su ser tal cual es. Con ello, la singularidad se desprende del falso dilema que obliga al conocimiento a elegir entre la inefabilidad del individuo y la inteligibilidad del universal. Pues lo inteligible, según la bella expresión de Gerson2, no es ni el universal ni el individuo en cuanto comprendido en una serie, sino «la singularidad en cuanto singularidad cualsea». En ésta, el ser-cual está recobrado fuera de su tener esta o aquella propiedad, que identifica su pertenencia a este o aquel conjunto, a esta o aquella clase (los rojos, los franceses o los musulmanes); el ser-cual está retornado no respecto de otra clase o respecto de la simple ausencia genérica de toda pertenencia, sino respecto de su ser-tal, respecto de la pertenencia misma. Así, el ser-tal que permanece constantemente escondido en la condición de pertenencia (existe un x tal que pertenece a «y») y que en modo alguno es un predicado real, sale él mismo a la luz: la singularidad expuesta como tal es cual-se-quiera, esto es, amable.
     El amor no se dirige jamás hacia esta o aquella propiedad del amado (ser blanco, pequeño, dulce, cojo), pero tampoco prescinde de él en nombre de la insípida abstracción (el amor universal): quiere la cosa con todos sus predicados, su ser tal cual es3. El amor desea el cual sólo en tanto que es tal y éste es su particular fetichismo. Así, la singularidad cualsea (lo Amable) no es jamás inteligencia de algo4, de esta o aquella cualidad o esencia, sino sólo inteligencia de una inteligibilidad. Ese movimiento, que Platón describe como la anamnesis erótica, transporta el objeto no hacia otra cosa y otro lugar, sino a su mismo tener lugar, hacia la Idea.

II

Del limbo

     ¿De dónde proceden las singularidades cualsean?; ¿cuál es su reino? Las cuestiones de Tomás de Aquino sobre el limbo contienen los elementos para una respuesta. Según el teólogo, de hecho, la pena de los niños no bautizados, muertos sin otra culpa que el pecado original, no puede ser una pena de aflicción, como la del infierno, sino sólo una pena privativa, que consiste en su perpetua carencia de la contemplación de Dios. Pero los habitantes del limbo, a diferencia de los condenados, no experimentan dolor por esta carencia: puesto que sólo tienen conocimiento natural, y no el supranatural que viene implantado en nosotros por el bautismo, no tienen conciencia de estar privados del sumo bien, o, si lo saben (como admite una opinión diferente) no pueden lamentarse más de lo que un hombre razonable se condolería por no poder volar. Si experimentasen dolor, desde luego, y puesto que sufrirían por una culpa de la que no pueden enmendarse, su dolor acabaría por llevarles a la desesperación, como sucede con los condenados. Todo esto no sería justo. Más aún, sus cuerpos, como los propios de los bienaventurados, son impasibles sólo en aquello relativo a la acción de la justicia divina; en todo lo demás gozan plenamente de sus perfecciones naturales.
     La pena más grande – la carencia de la visión de Dios – se vuelca así en alegría natural: definitivamente perdidos, habitan sin dolor en el abandono divino. No es que Dios los haya olvidado, sino que ellos lo han olvidado a Él desde siempre, y el descuido divino resulta impotente contra su olvido. Como cartas que han quedado sin destinatario5, estos resucitados han quedado sin destino. Ni bienaventurados como los elegidos, ni desesperados como los condenados, están llenos de una alegría para siempre sin destinación6.
     Esta naturaleza límbica es el secreto del mundo de Walser. Sus creaturas están irreparablemente extraviadas, pero en una región situada más allá de la perdición y de la salvación: su nulidad, de la que están orgullosos, es ante todo neutralidad respecto a la salvación, la objeción más radical que jamás se levantó contra la idea misma de la redención. Propiamente insalvable es, desde luego, la vida en la que no se ve nada que salvar y contra ella naufraga la poderosa máquina teológica de la «oeconomia» cristiana. De ahí la curiosa mezcla de pillería y de humildad, de inconsciencia de toon y de escrupulosa acribia que caracteriza a los personajes de Walser; de aquí procede su ambigüedad, por la cual toda relación con ellos parece siempre condenada a terminar en la cama: no se trata ni de Hybris pagana ni de timidez de las creaturas7, sino sencillamente de una impasibilidad límbica frente a la justicia divina.
     Como el condenado liberado en la colonia penal de Kafka, que ha sobrevivido a la destrucción de la máquina que debía ajusticiarlo, ellos han dejado atrás el mundo de la culpa y de la justicia: la luz que se derrama sobre sus frentes es aquella – irreparable – del alba que sigue al día más nuevo del juicio. Pero la vida que comienza en la tierra tras el último día es sencillamente la vida humana.

III

Ejemplo8

     La antinomia entre lo individual y lo universal tiene su origen en el lenguaje. La palabra árbol nombra de hecho a todos los árboles, indiferentemente, en cuanto que supone el propio significado universal en lugar de los árboles singulares inefables (terminus supponit significatum pro re). Por tanto, la palabra transforma la sin-gularidad en miembro de una clase, cuyo sentido define la propiedad común (la condición de pertenencia e). La fortuna de la teoría de conjuntos en la lógica moderna procede del hecho de que la definición del conjunto es simplemente la definición de la significación lingüística. La comprensión en un todo M de los objetos singulares distintos m, no es otra cosa que el nombre. De ahí las paradojas insolubles de las clases, que ninguna «brutal teoría de los tipos» puede pretender disolver. Las paradojas definen, de hecho, el lugar del ser lingüístico. Éste es una clase que pertenece y, en conjunto, no pertenece a sí misma, y la lengua es la clase de todas las clases que no pertenecen a sí mismas. Puesto que el ser lingüístico (el ser dicho) es un conjunto (el árbol) que al mismo tiempo es una singularidad (el árbol, un árbol, este árbol), la mediación del sentido, expresada con el símbolo e, no puede en modo alguno llenar el hiato en el que sólo el artículo alcanza a moverse con soltura.
     Un concepto que escapa a la antinomia entre el universal y el particular y que resulta siempre familiar: eso es el ejemplo. En cualquier ámbito que haga valer su fuerza, lo que caracteriza al ejemplo es justo que vale para todos los casos del mismo género y, en conjunto, incluso entre ellos. El ejemplo es una singularidad entre las demás, pero que está en lugar de cada una de ellas, que vale por todas. Por una parte, todo ejemplo viene tratado, de hecho, como un caso particular real; pero, por otra, se sobreentiende que el ejemplo no puede valer en su particularidad. Ni particular ni universal, el ejemplo es un objeto singular que, por así decirlo, se hace ver como tal, muestra su singularidad. De ahí la pregnancia del término griego para ejemplo: para-deigma, esto que se muestra ahí al lado (como en alemán Bei-spiel, lo que juega ahí al lado). Así, el lugar propio del ejemplo es siempre al lado de sí mismo, en el espacio vacío en que despliega su vida incalificable e imprescindible. Esta vida es la vida puramente lingüística. Incalificable e imprescindible es sólo la vida en la palabra. El ser ejemplar es el ser puramente lingüístico. Ejemplar es esto que no viene definido por ninguna pro-piedad excepto la de ser dicho. No el ser-rojo, sino el ser-dicho-rojo; no el ser-Jakob, sino el ser-llamado-Jakob: esto es lo que define el ejemplo. De aquí procede su ambigüedad, en cuanto nos decidamos a tomarlo verdaderamente en serio. El ser-dicho – la propiedad que funda todas las posibles pertenencias (el ser-dicho italiano, perro, comunista) –, también es de hecho lo que puede cuestionarlo todo radicalmente. El ser dicho es lo Más Común que rompe toda comunidad real. De ahí la impotente omnivalencia del ser cualsea. No se trata ni de apatía, ni de promiscuidad, ni de resignación. Estas singularidades, sin embargo, comunican sólo en el espacio vacío del ejemplo, sin estar ligadas por propiedad alguna común, por identidad alguna. Están expropiadas de toda identidad para apropiarse de la pertenencia misma, del signo e. Tricksters o haraganes, ayudantes o toons, ésos son los ejemplares de la comunidad que viene.

Tomado de: Giorgio Agamben. La comunidad que viene. Trad., José Luis Villacañas, Claudio la Roca y Ester Quirós. Valencia: Pre-Textos, 2006. pp. 11 – 16.

Notas

1. Traduzco «qualunque» como «cualsea» para no dar entrada a la raíz «querer» propia del «cualquiera», que dejo sólo para el término italiano «qualsivoglia». Debemos tener en cuenta, no obstante, que significan lo mismo.
2. Se trata naturalmente no de Gerson ben Juda (Metz, 960-1240, en Mainz), el eminente maestro del Talmud, sino de Jean Gerson (1363-1429, Lyon), el famoso doctor christianisimus, canciller de la Universidad de París, verdadero padre de la tesis de la primacía del Concilio sobre el Papa.
3. Como es sabido, la expresión latina, cualis, raíz común de todas las expresiones aquí analizadas, acabó usándose como adjetivo interrogativo que debía ser contestado siempre con una frase que podría resumir el sentido de talis. El autor juega aquí con esta idea. Cualis, en este sentido, preguntaba por lo más concreto del ser en cuestión, en cuanto individualidad. La dimensión del querer se oculta en la actitud proposicional que se supone como transcendental de la pregunta. Para estas expresiones c f. Cuervo, Dicc. II, 624 – 9. Durante el siglo XVI estas expresiones se usan como italianismos. Cf. Corominas, Diccionario Etimológico, I, 257.
4. Qualcosa viene traducido por «algo».
5. «Rimaste senza destinatario» significa que las cartas no han recibido
una dirección, no que no hayan sido consignadas.
6. «Inesitabile» es una creación de Agamben, tomada del léxico de la administración de correos. Se llama «inesitata» a una carta que no ha sido consignada al destinatario. «Inesitabile» es, por tanto, una carta que no puede alcanzar un destino. Sin destinación es más bello, porque recoge el
«sin destino» de la línea precedente. No destinable (si fuera lingüísticamente posible) es más exacto, porque expresa la imposibilidad.
7. «Creaturale» no es infantil, desde luego, sino lo propio de las creaturas. Sin embargo, conviene recordar que en español, «creatura», durante un tiempo y en ciertas regiones al menos, fue otra forma de referirse coloquialmente a los niños, que en este sentido son «las creaturas» por excelencia. Naturalmente, la razón que subyace a esta transferencia semántica no es otra que la comprensión de la dimensión de inocencia que poseen originariamente las creaturas y que, obviamente, los niños han conservado.
8. Conviene no olvidar, sin embargo, la diferencia entre Paradeigma en griego y ejemplo en español (y en general, en los lenguajes latinos). Pues en griego la palabra viene tratada siempre en los contextos de la definición ideal, en los procesos de hacer visible en lo concreto la idea que excede en su perfección toda concreción espacio-temporal. Lo que el paradigma hace visible es lo que en todo caso es visible por sí mismo, ontológicamente visible, visible por antonomasia. «Ejemplo» en su origen latino no padece esta tensión platónica entre la transcendencia y la inmanencia, sino que hace gala de una inmanencia perfecta. Eximere significa sobre todo [Corominas, op. cit. 2, 548], sacar, extraer. Su raíz, emere, es literalmente coger, con lo que el significado de «ejemplo» es equivalente al de ex-coger. Esto supone un campo de la inmanencia pleno y dominado en el que se extrae discrecionalmente el caso. La evolución más curiosa que sufre la palabra en castellano, sin duda, reside en que casi siempre en nuestra literatura clásica obtiene un matiz peyorativo: la exposición del ejemplo, el dominio de su publicidad, no es la gloriosa del contenido ideal, sino la perversa y dependiente del mal. Las vinculaciones que el idioma consolida, de forma consecuente, son aquellas que se refieren al dominio del mal. De ahí «castigo ejemplar» como contrapunto de un ejemplo que en sí mismo se supone un mal publicado que debe ser vengado. 

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