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Notas sueltas sobre la reciente exposición de Geandy Pavón

El Perrito Chino


     1.  No pretendo explicar (dictar cátedra, enturbiar) la pintura de Geandy Pavón sino acercarla a la fuente de su origen: el Barroco español.

     2. Lo barroco de Pavón es el gesto negativo, su querer negar la pintura mediante la pintura misma. 

     3. Lo barroco ¿es lo cubano? Habría dos tradiciones opuestas del neobarroco, ambas cubanas: la de Carpentier (el Barroco de lo maravilloso) y la de Lezama Lima y Sarduy (el Barroco como enemigo rumor, fijeza, objeto “a” lacaniano, etc.). La pintura neobarroca de Pavón se inserta cómodamente en la segunda tradición. Su barroquismo tiene que ver menos con el recargamiento de la forma que con su despojamiento monástico, zurbaranesco. De entrada, entonces, un Barroco sin tropicalismo, un cubanismo sin mameyes; seco, sombrío, discreto.  Heráclito: “El alma seca es la más sabia y la mejor”.      

     4. La ignorancia asocia el Barroco con la ostentación y el derroche. El adjetivo “barroco” ha venido a convertirse en sinónimo de “excesivo”, “recargado”, incluso “surrealista”. Esto es un error craso. Como explica Gracián en “Hombre de ostentación”: “Siempre fue vulgar la ostentación. Solicita la aversión y con los cuerdos está muy desacreditada” (El discreto). La simple ostentación es una vulgaridad de la que el Barroco genuino rehuye como si fuera la Peste. Nada menos barroco que la pretendida ostentación barroca. No obstante, como pertenece a la esencia de lo Bello el mostrarse, el darse a ver y el dar a ver; como toda pintura es el descorrimiento de una cortina, tampoco se puede prescindir sin más de la ostentación. La realidad sin la apariencia que la redobla pasaría desapercibida. “Si el sol no amaneciera haciendo lucidísimo alarde de sus rayos — dice el Pavón de Gracián —; si la rosa entre las flores se estuviera siempre encarcelada en su capullo; si el diamante, ayudado del arte, no cambiara sus fondos, visos, reflejos, ¿de qué sirvieran tanta luz, tanto valor y belleza, si la ostentación no los realzara? Yo soy el sol alado, yo soy la rosa de pluma, yo soy el joyel de la naturaleza, y pues me dio el Cielo la perfección, he de tener también la ostentación. El mismo Hacedor de todo lo criado, lo primero a que atendió fue al alarde de todas las cosas, pues crió luego [‘inmediatamente’] la luz, y con ella el lucimiento” (El discreto). Todo arte es, por definición, ostentación, aparición, teatro; no hay hermosura sin alarde: “Sería una imposible violencia concederle al Pavón la hermosura y negarle el alarde” (El discreto). El Barroco resuelve esta aporía —la ostentación es vulgar, pero la esencia de la belleza es ostentar— mediante una “reforma” sorprendente: que al mismo tiempo que el Pavón descorra el abanico de sus plumas y haga alarde de su belleza, al mismo tiempo esté obligado a bajar los ojos y clavarlos en la fealdad de sus patas: “Que se le mande seriamente al Pavón, y criminalmente se le ordene, que todas las veces que despliegue al viento la variedad de su bizarría, haya de recoger la vista a la fealdad de sus pies, de modo que el levantar plumajes y el bajar los ojos sea uno: Que yo aseguro que esto sólo baste a reformar su ostentación’ (El discreto). En la estética moderna este movimiento de tijeras — el simultáneo abrirse y cerrarse de lo Bello — se conoce como estética “negativa” (Adorno), queriendo decir con ello que sólo es legítima la obra de arte que aparece en contra de sí misma, recogiéndose en el instante mismo en que hace alarde de su bizarría. La casualidad ha querido que la pintura neobarroca de Pavón imite al Pavón barroco. Lo Pavón de su pintura es un abrir y cerrar de ojos, un parpadeo. (Valdés Leal: In ictu oculis, ‘en un abrir y cerrar de ojos’). Su movimiento principal es la negación determinada de la forma en lugar de su vulgar ostentación. La cortina de la pintura se descorre literalmente sobre el vacío que la sostiene. Aparece, pero sin ocultar la fealdad de sus patas. Hace alarde de mostrar las patas feas, orgullosa de su “parte maldita” (Bataille).

     5. Pintura de cosas rotas: una armadura rota, pescados rotos, flores rotas. Rompe Pavón las pinturas de otros (Van Mieris, Ribera, Zurbarán) para pintar las suyas, y luego de haberlas pintado, las vuelve a romper y sólo muestra lo que queda de ellas: cenizas del incendio que fue la imagen antes de ser negada, martirizada por un monje cartujo. Entiendo el gesto, pero no el resultado no me convence del todo. Preferiría que la imagen se rompiera interiormente mientras la forma se conserva intacta; que en lugar de pintar “ruinas”, la pintura se arruinara por sí sola, sin llamar tanto la atención sobre su propio desastre. Devolver el objeto a su estado de ruina sin necesidad de nombrarla. No reprocho el exceso (en verdad, no reprocho nada), sino, por el contrario, la falta de discreción. Hace de la destrucción un signo (ah, las ruinas), cuando lo indicado sería enmascararla todavía más de manera que el ojo no tenga prácticamente nada de qué aferrarse. Así en Quintiliano: “Si una figura es abiertamente perceptible, pierde precisamente eso que la constituye en figura”. Si la figura de la negación es abiertamente perceptible, pierde precisamente eso que la constituye como figura negativa. No basta con negar; hay además que disimular la propia negación.                               
 
     6. Tintas humildes y bajas, casi groseras. A la pobreza deliberada de la forma se suma la pobreza deliberada del color, de acuerdo con la mejor tradición española: pardos y negros de Velázquez; pardo, blanco y negro de Zurbarán; blanco y negro de Picasso (Guernica); las pinturas “negras” de Goya, las pinturas “negras” de Saura, la pintura-muro de Tàpies, etc. Una pintura, una tradición pictórica refractaria al color sensual. Pintura enemiga del color y, por lo tanto, enemiga de sí misma. Nada menos “impresionista”, menos francés que la pintura española. En el fondo, como indica Paravicino, es una cuestión de humildad, de castidad, de cristianismo bien entendido: “Casto y puro el campo, hechos los trazos o muestras del rasguño, se ofrece luego al meter colores lo grosero del ocre o del azarcón, humildes y bajas tintas con que entraremos a  celebrar su pobreza, virtud tan de Jesucristo, que con ser él la riqueza  de Dios, hasta derramarse todo, se enamoró de su desnudez” (Sermones cortesanos). Pintura-grisalla (‘pintura realizada con diversos tonos de gris, blanco y negro, que imita relieves escultóricos’): celebración de la pobreza. 
 
     7. Me dejo guiar por lo que veo: cortinas, armaduras, Cristo crucificado, flores, San Jerónimo en el desierto, la multiplicación de los panes y los pescados. A simple vista, sorprende la parafernalia cristiana. Dudo que sea una cuestión de fe. ¿De qué se tratará? De todas maneras, indico el escándalo: una pintura neobarroca, es decir, moderna, a un tiempo arcaica y actual, revestida de un cristianismo sin fe aunque también sin burla; formalmente cristiana y conceptualmente atea.

     8. El motivo de la cortina: The Fold # 1 y The Fold # 2. La fuente directa de ambos cuadros (en realidad, un solo cuadro partido en dos) es el Bodegón con florero y cortina azul (1658, Art Institute of Chicago) de Adriaen van der Spelt y Frans van Mieris. Paso por alto la referencia a El pliegue (Leibniz y el Barroco) de Deleuze. No creo que la pintura de Pavón gane nada con ese tipo de guiños. El motivo de la cortina se remonta a Plinio el Viejo y desde que el mundo es mundo ha servido para demostrar el valor “realista” de la pintura. El lugar clásico es la competencia entre Parrasio y Zeuxis, Historia natural, lib. 35, párrafo 65: “Se cuenta que este último [Parrasio] compitió con Zeuxis: éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasio le había engañado a él, que era artista”. Pavón vendría a ser un Parrasio sin el trampantojo de la cortina pintada.  Mejor dicho, su trampantojo ya no tiene un corte ilusionista (la cortina “real”), sino metafísico (la cortina tendida sobre el vacío). La cortina de tela se convierte en cortina de humo (smoke screen) detrás de la que sólo se oculta la nada. La tela de la pintura se desenrolla (como una lata de sardinas) sobre la cortina que bloquea la visión, tela sobre tela. ¿Cuál es el objeto de la pintura? El impedimento de la cortina, lo velado.  Tanto la cortina como la decepción de no encontrar nada detrás de ella; el trampantojo ilusionista y la negación metafísica del trampantojo hunden sus raíces en lo más profundo del Barroco.  Remito al lector a “La cortina de Zeuxis por símbolo de un deseo impedido del acaso”, de Félix Espinosa y Malo, Ocios morales (Zaragoza, 1691):  “Muévese el ansia a descubrir lo que oculta, anhelan los ojos a mirar lo que se les niega, aspira el corazón a lograr lo que le embaraza, apresúrase la impaciencia a solicitar lo que se le regatea, alárgase la mano a examinar lo que se supone, y queda (¡oh fuerza de una noble y bien tratada ficción!) desairada la acción, avergonzada la mano, sin crédito los ojos, con desazón el pecho, viéndose sin forma de recobrarse el empeño, y que debajo de aquellas admirables promesas del sentido, no hay mas que unas primorosas ficciones del arte, y que en aquella imaginaria clausura se halla hermosamente cerrada la nada”. Detrás de la promesa de sentido que es toda pintura se halla hermosamente cerrada la nada.      

     9. El motivo de las flores: Flowers, The Fold # 2, etc. Simone Weil: “El espectáculo de las flores del cerezo en la primavera no llegaría al corazón, como lo hace, si su fragilidad no fuese tan obvia.  En general, una condición de la extrema belleza es la de estar casi ausente, o por distancia, o por fragilidad. Los astros son inmutables, pero están muy lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi destruidas”. Benjamin: “¿Carecen de alma las flores? ¿Alude a ello el título Las flores del mal? En otras palabras: ¿no son las flores un símbolo de la prostituta?” (Pasajes, J24.5). El archivo de las flores es demasiado vasto para recorrerlo aquí. Además, lo importante ya está dicho. Véanse Kant, Crítica de la facultad de juzgar, lib. 1, párrafo 16: “Las flores son bellezas libres de la naturaleza. Qué cosa deba ser una flor difícilmente lo sabe alguien además del botánico, y aun éste . . .”; Bataille, “El lenguaje de las flores”: “Es inútil considerar, en la apariencia de las cosas, sólo lo inteligible”; Derrida, La verdad en pintura: “Esta falta no la priva de una parte. Esta falta no la priva de nada. No es una falta”, etc. La falta determinada del objeto no indica la falta de algo sino la presencia negativa de un casi-nada. Para el Barroco, lo mejor es el Padre Bartoli (jesuita, como Gracián), La ricreazione del savio (1659), cap. 12, pp. 223-252. Dice cosas muy agudas sobre las flores.   

     10. El motivo del eremitismo (de ‘eremita’, ‘desierto, ‘yermo’, ‘ermitaño’) y de la Crucifixión: Saint Gerome, Ascensión. Refugio en la austeridad de los Padres del Desierto. La pintura quiere ser desierto, objeto de meditación y no de deleite, como una calavera pelada. Cuadro= calavera, falta sin falta, aparición concreta de la nada. El pintor se acerca a la tela con la devoción de un San Jerónimo en el desierto, haciendo del objeto, cualquier objeto, un memento mori. Noto con curiosidad que llama a la Crucifixión, Ascensión, como si la propia Pasión fuese un estado de Gloria. Asciende la imagen que se rompe al aparecer.  Aunque Pavón acaso no lo sepa, ésta es precisamente la lección de Fray Hortensio Paravicino, el Predicador Real de Felipe IV y una de las figuras más insólitas del Barroco europeo. De la misma manera que el cuerpo de Cristo sólo se abre camino desgarrándose, para acercarse a la verdad de la imagen es menester romperla: “Leed la palabra antes, pero leedla con ternura: In sanguine Christi, que fue derramando sangre, y veréis que el paso era inaccesible, y así fue menester romper, hacer pedazos, hasta correr sangre y hasta desangrarse del todo la carne que servía de velo y que cubría la deidad, romper el cendal carmesí. Que un velo tirado cubre la imagen, pero roto, bien la enseña, que no en vano se rasgó al tiempo de la muerte de este Señor el velo de aquel templo, en sangrienta significación de que por la carne desgarrada de este Pontífice y Padre del nuevo siglo se abría camino a sus hijos en su sangre” (Sermones cortesanos). Es inútil considerar, en la apariencia de las cosas, sólo lo inteligible. Leer con ternura es leer lo ininteligible. El camino del sentido pasa por la desgarradura, exponiendo a la vista una significación sangrienta. La carne se abre paso al espíritu a través del rompimiento de la carne. En esto consiste la Pasión de la pintura de Pavón. Sin el rompimiento del velo que cubre la imagen, la obra de arte no accede a su verdad espiritual. La Ascensión de la obra descansa en su Crucifixión. Esto arrastra al cristianismo barroco al sacrilegio. La forma más económica de acercarse a la Ascensión de Cristo es profanar su imagen, como si escupir el crucifijo fuera una forma velada de besarlo. Es lo que viene a decir Paravicino en el sermón (me imagino a Pavón susurrando este sermón todas las mañanas) “De los ultrajes de Jesucristo”, y cito: “Ya suena el fuego el delito natural de su violencia; la imagen se ilustra injuriosamente y se enciende con novedad al resplandor aleve; ya prende en la madera la actividad de causa tan poderosa. Cede fugitivo el barniz, las facciones todas se borran; ya se desata en pardas y calientes pavesas la Fénix esculpida; ya es ceniza ruda en el ser lo que era Dios en la representación prodigiosamente” (Sermones cortesanos). Bajo el pretexto de condenar la destrucción de la imagen de Cristo a manos de unos herejes, se le rinde tributo. Pues lo que busca la oratoria sagrada es el rapto; abandonarse a una violencia desgarradora que abra un nuevo camino a la palabra: “A toda tu violencia me fío” (Sermones cortesanos); “no importa que suene alguna violencia la voz” (Sermones cortesanos); “raptos dulces de cielos, no sólo abiertos, sino como despedazados por su acción” (Sermones cortesanos). La pintura de Pavón se alimenta de esta violencia. Quisiera que la tela se abrasara ante los ojos, que su barniz se derritiera, que sus formas se borraran, dejando al descubierto la oscuridad que la sostiene. No quiere pintar un objeto sino la oscuridad de donde nace. El Cristo roto de Pavón (“cede fugitivo el barniz, las facciones todas se borran”); sus rudas cenizas pardas (“ya se desata en pardas y calientes pavesas la Fénix esculpida; ya es ceniza ruda en el ser lo que era Dios en la representación”), ¿son una plegaria o una blasfemia?, ¿ceniza ruda o ser divino? Ser entre cenizas (como el Fénix, pero sin el momento positivo de la resurrección, sin negación de la negación). “Horror alegre” (Sermones cortesanos); “abuso delicioso” (Sermones cortesanos), la consumación de la imagen se confunde con su destrucción. No hay un más allá de la negación, sino que la negación misma se abre al más allá.    

     11. El motivo de la armadura: Shell, cáscara, corteza, concha vacía. La armadura rota es una especie de cortina abierta a la ausencia de heroísmo. La armadura se abre también sobre un fondo vacío, dejando ver la ausencia del cuerpo que la habita. Se convierte pronto en chatarra heroica. En lugar de proteger el cuerpo, expone su fragilidad, como las flores de Weil. Más que una armadura, parece una hoja carcomida por los insectos. Aunque lo que vemos es una armadura, significa en realidad la desnudez de la imagen. Dice que la armadura es una especie  de esqueleto exterior (shell), como el caparazón de las langostas. El objeto lleva el esqueleto por fuera, como si no tuviera carne. Ha rasgado el velo de la carne. Su interior es su exterior; sólo es la muerte que lleva por fuera. El brillo de la armadura (como el brillo satinado de la cortina) es un espejo sin azogue, un espejo de cara a la nada.

     12. El motivo de los panes y los peces: Still Life with Fish, The Multiplication of the Loaves and the Fish, Still Life with Bread, etc. No salimos del cristianismo de signo negativo: prenderle fuego al crucifijo es alabarlo; profanar los símbolos de la Eucaristía es comulgar con ellos. La fuente directa de los panes se pierde en un sin fin de reflejos barrocos: el bollo de pan en la esquina inferior derecha de Isaac y Jacob de Rivera (1637, Prado); el Bodegón con tablero y ajedrez de Baugin (Louvre); el pan y la calavera (el pan calavera) en San Pablo ermitaño de Ribera (Prado); incluso la Cesta de pan (1926, The Salvador Dalí Museum, San Petersburgo, Florida) y Cesta de pan, mejor la muerte que la deshonra (1945, Fundación Gala-Salvador Dalí, Figueres) de Dalí, ambos inspirados en los bodegones metafísicos de Sánchez Cotán. Como alimentos, no pueden ser más pobres, sobre todo cuando están pintados en colores terrosos, cobrizos: pan de tierra (armadura de pan), pescados podridos de cobre, moho. El pescado podrido (la imagen podrida del pescado) confirma mi sospecha: la imagen lleva el esqueleto por fuera, como si lo que quisiese mostrar fuese su muerte. La pintura se compone de capas escamosas de pescado pegadas una encima de la otra. La zona desgarrada del velo descubre el color metálico de los pescados. Pero puede que también sea lo opuesto: lo que parece una desgarradura de la tela es un parcho pegado encima de ésta. Siempre el juego de lo interior y lo exterior.  Lo que parece estar encima está debajo; lo que parece el esqueleto es la piel; lo que parece la armadura es el cuerpo, etc. El fondo sube a la superficie y la superficie se hunde en el fondo. La superficie es el fondo.  La imagen nunca acaba de revelar su “contenido”, como si estuviera hecha de cortinas sucesivas. La falta de contenido se erige en contenido. Los panes tienen un aspecto de piedra. La corteza del pan es su Shell, su armadura de crustáceo muerto.  Estamos a años luz del Pronkstilleven flamenco (‘banquete’ o bodegón ‘ostentoso’) y muy cerca de la cena de las cenizas de Zurbarán (San Hugo en el refectorio de los cartujos [Museo de Bellas Artes, Sevilla]). La pintura celebra el milagro de San Hugo: “San Hugo incrédulo se acercó a los platos de comida y vio, maravillado, que la carne se transformaba en ceniza”. La carne se transforma en ceniza para Ascender al cielo. El modelo de fondo de los bodegones de Pavón es la tradición barroca española, o la pintura barroca holandesa (Van Mieris) vista a través de los ojos de un monje en ayuno. 

     Vean mucha pintura, pero véanla con ternura.


Conceptualismo y barroco en la obra de Geandy Pavón Zayas
               
                   
“Más es la mitad que el todo”
Baltazar Gracián

Jorge Brioso

     Un pintor puede ser definido como metafísico cuando sus cuadros nos obligan a preguntarnos de nuevo la gran interrogante  de la ontología: ¿por qué hay algo y no más bien nada? La obra de Geandy Pavón Zayas parece querernos decir que para resolver el principal dilema metafísico hay que vetar la falsa idea de totalidad y armonía vinculados al concepto tradicional de obra de arte. Hay que devolver la obra a su inexpresividad. Hay que completar la obra despedazándola, haciéndola pliegues, girones, guiñapos,  hasta rescatar e inmovilizar ese momento en que la obra encuentra su imperfección.
     Responder a la pregunta de por qué hay algo y no más bien nada conlleva la recuperación del carácter eventual de la imagen en su doble sentido de acontecimiento y de azar. Dejar que la imagen brote de su nada, de su sombra; dejar que la nada, la sombra, se manifieste a partir de la imposibilidad de captar la imagen en su totalidad. Sólo en la nada de la existencia (en la sombra del cuadro), para decirlo parafraseando y rescribiendo al Heidegger de Qué es metafísica, viene el ente (la imagen) en total a sí mismo, pero  según  su posibilidad más propia, es decir, de un modo finito. La imagen nunca está terminada, queda siempre interrumpida pero de esta interrupción deriva su sentido, su ser.
    Para que una obra pictórica sea entendida como metafísica tiene que poseer una distintiva filosofía de la pintura: una peculiar manera de entender y de (re)inventar la historia del arte. En el caso de Geandy Pavón Zayas el carácter filosófico de su obra proviene del diálogo que establece entre el barroco y el conceptualismo. Su obra nos plantea los siguientes problemas: ¿Qué relación hay entre el carácter alegórico y emblemático del arte barroco y el conceptualismo? ¿Por qué Marcel Duchamp al buscar una salida a la pintura del ojo, retiniana, propone como alternativa al término cuadro, el concepto de retardo? ¿Qué sentido tiene esta sustitución de un concepto espacial por uno temporal? ¿Qué relación existe entre el concepto de retardo de Duchamp y el de still, en las still life, en los bodegones barrocos? ¿Qué importancia tiene el tiempo, la temporalidad de la imagen, para entender el conceptualismo y el barroco?

2 - Duchamp o de cómo la transparencia se puede igualar a lo hermético

    Toda gran obra de arte pictórica no sólo inaugura una  forma de mirar sino también una nueva manera de entender lo invisible. Marcel Duchamp, con su Gran vidrio ( o gran retardo), descubrió que la forma más radical de lo invisible no es la oscuridad, ni lo misterioso, sino lo transparente. La transparencia visual de la obra, sin embargo, no elimina su carácter hermético, secreto. Las claves de esta obra de Duchamp, el Gran Vidrio, se encuentran en dos cajas-libros, La Caja verde (1934) y La Caja-Maleta (1941), que funcionan como libros sagrados: describen el nacimiento de un nuevo tipo de mundo, de obra, y sus condiciones de legibilidad.
    El nacimiento del mundo y la obra nueva requiere, como en todo libro sagrado, de un peregrinaje y una transformación: el paso de la pintura retiniana, táctil, al vidrio, a la transparencia, al retardo. Pero, ¿qué relación hay entre el retardo y la transparencia, entre la pasión iconoclasta de este Gran vidrio, y el carácter sagrado de estas cajas de pliegos? ¿Por qué cuando desaparece el cuadro, la obra, la pintura, reaparece el carácter sagrado del libro, de la caja secreta de pliegos?

    Dice Duchamp en la Caja verde:

    “Una especie de subtítulo
    Retardo en Vidrio
    Uso retardo en lugar de cuadro o
    Retrato: “retrato en vidrio” se convierte en
    “retardo en vidrio”
    [. . .]es simplemente una manera de lograr
    que no se piense más la cosa en cuestión como un retrato
    o un cuadro
    [. . .] “retardo en vidrio”
    es como decir un “poema en prosa”

    Lograr que “la cosa en cuestión”, para decirlo con las palabras de Duchamp, no se piense más como un retrato o un cuadro supone arrancarla del espacio de la contemplación, ponerle a funcionar en otro tiempo, a otra velocidad. Pero este gesto no debe suponer, de ninguna manera, que el objeto siga funcionado en el sentido y el uso regulados por la cultura.
     Dice Duchamp, en otros de los fragmentos de La Caja verde, sobre uno de sus famosos “ready-mades”: “desarrollar el peine, por decirlo de alguna manera, para que funcione anormalmente”. Arrancar al objeto cotidiano de su uso, de su sentido, dejar que nos muestre su anterioridad, su retardo, su posibilidad de ser otra cosa, de dejar de ser. Rescatar al objeto de las temporalidades que le impone su sentido, su uso, su normalidad. Pero arrancarlo también del espacio contemplativo, del tiempo muerto, al que lo condena su estatus de obra de arte. Lograr que la cosa en cuestión, para volverlo a decir con sus palabras, persista entre el tiempo reglamentado de los objetos, de las mercancías, y la temporalidad vacía de los objetos artísticos. Dejarlo que viva en el entretiempo del aún, del still, del todavía.
     Enmanuel Lévinas, en su ensayo titulado “El arte y su sombra”, caracteriza este entretiempo en que vive la imagen barroca y conceptual como una degradación o erosión de lo absoluto, un instante que dura sin porvenir, un porvenir eternamente suspendido. En ese entretiempo, los colores, ahora según Duchamp, perderán su naturaleza olfativa, táctil, su carácter analógico, esos colores que son aromas que cantaba Baudelaire se secarán en su condición de naturalezas muertas. Dice Duchamp en otro de los apuntes de La caja verde:

Creación de colores
-en la casa verde
[en un plato de vidrio, los colores vistos
en su transparencia]
Mezcla de flores de color,
cada color aún en su estado óptico:
perfumes de rojos, de azules,
de verdes[. . .]. Estos perfumes
con resonancias psicológicas pueden
ser negados y extraídos
por su encarcelamiento en una fruta.
Sólo la fruta
ha escapado de ser comida. Es esta sequedad
de nueces y pasas que se obtiene en los tenues colores al borde la pudrición
(colores rarificados).

    El mundo de las correspondencias, donde los colores se traducían en olores y en caricias, propone una visión sagrada del universo basada en el concepto de analogía. Los colores rarificados en ese instante que se petrifica en el seno de la duración, que persiste al borde de su destrucción, describen la obra como una naturaleza muerta. Este tiempo disecado, este antes de la putrefacción, este still life, arranca al color de su estado óptico y lo recupera en su estatus filosófico-conceptual. El nuevo libro sagrado, el nuevo  lenguaje del universo se yergue sobre la ruina de los vínculos analógicos y sobre la destrucción del concepto de obra de arte. Este nuevo libro sagrado habla en el lenguaje de la alegoría. Dice Massimo Cacciari refiriéndose al concepto de alegoría que propone Walter Benjamin: "La alegoría de la que habla Benjamin es la alegoría cristiana naufragada, que ya no sabe remontar de los signos al Logos, que en las escrituras ve la ausencia del Logos: alegoría como exposición de los signos, consecuencia de su Vanidad, o remisión circular de los signos unos a otros."

    3 - Gendy Pavón o el arte de la cita

     El espectador de las obra de Geandy Pavón Zayas está a punto de ver algo por primera o por última vez. La imagen que nos presentan estos cuadros está suspendida en un instante antes de ser revelada o velada en su totalidad. La imagen en estos cuadros se expone en un entretiempo que transcurre entre su revelación y su ocultamiento. La imagen vive  entre alethéia y lethe, entre la memoria y el olvido. Pintar  las cosas en su estado de imagen va a significar para Geandy pintar  el tiempo de la imagen, el tiempo del  aún, del todavía. Otorgarle  un sentido temporal al acto de ver. Dejar a la imagen interrumpida, retardada, entre su velamiento y su revelación.
     El pliegue deja ver la imagen pero también lo negro, su negación. Parece que Geandy nos estuviera diciendo que la imagen se deja ver sólo como fragmento, como forma atrapada entre el acto de ser velada y su revelación. Para decirlo con palabras de Walter Benjamin: “ lo bello no es ni el velo ni el objeto velado, sino el objeto en su velo”
     El arte de los pliegues es un arte de la cita falsa, la cita no remite a un todo reconocible, incluso cuestiona el propio concepto de todo. Geandy hace vivir a la cita en los pliegues de su velar-revelarse. Cada cita contiene una infinidad de parecidos, de referencias posibles. Hay una afinidad de las citas: la escritura, los libros, los panes, los peces, la figura de Cristo y los objetos vinculados a su martirio; pero esta afinidad no constituye un estilo, una personalidad. Estamos ante uno de los casos de lo que Grombrich definió como un “estilo prestado”. El artista se acerca a la tradición con vocación de arqueólogo. Geandy Pavón es un arqueólogo de los tópicos. Es desde su carácter de lugar común en la pintura del Barroco que Geandy incorpora los motivos de su pintura; por lo tanto,  el estilo no se constituye por el tipo de citas que esta obra nos propone, sino por su manera de citar. Una cita que siempre está a punto de dejarnos ver, o ocultarnos para siempre, su fuente, su origen. El arché, el origen, es arrancado de la historia e incorporado al tiempo de la creación. El proceso creativo de Geandy Pavón siempre empieza con la construcción de un arquetipo, cuadro ideal,  que se constituye en el lugar utópico donde se salvan los tópicos de la tradición. Este arquetipo es luego destruido, en el proceso creativo, y nosotros sólo podemos ver los restos de una obra. El espectador asume el rol de arqueólogo, como lo hizo el artista antes, al tratar de reconstruir con los restos que la obra le muestra, el original, el origen perdido. Lo trágico e irónico de este proceso es que el original que el artista nos vela y revela en su obra es el mismo un simulacro. Un objeto hecho con los retazos, con los restos de la historia. El propio origen es una ruina.

4 - La calavera como forma de semejanza

    En la obra de Geandy Pavón la escena que estamos a punto de ver, o que vemos por última vez, está dominada por el emblema barroco de la vanitas, por una calavera. En un bello texto titulado “Las dos formas de lo imaginario” Blanchot asocia al concepto de imagen con el vocablo francés  dépouille. Decir que la imagen es dépouille, es decir que es un pliegue, un resto, un despojo, un guiñapo; el cadáver como resto mortal. Una forma de perpetuidad que es contraria a la trascendencia. El cadáver ya no es más pero está ahí, se queda. El cadáver no está presente, no tiene un entorno, un medio, un contexto: está fuera de lugar; o mejor, está en su fuera de lugar. Dice Blanchot: “El cadáver no está en su lugar....La presencia cadavérica establece una relación entre el aquí y el ninguna parte”. El cadáver no es pero degenera. La muerte va perdiendo en este proceso degenerativo su carácter único, singular, excepcional. El cadáver empieza a devenir cualquier cosa.
La calavera es ese devenir cualquier cosa del cadáver, es su momento de semejanza. En la calavera el cadáver se extraña totalmente del aura que rodea la muerte: su carácter excepcional y las pasiones que genera. En la calavera el cadáver encuentra su propia imagen, entiéndase: su radical extrañeza, su absoluta soledad, su inalcanzable pasividad. Es en este momento que la persona empieza a parecerse a sí misma,  que encuentra su común condición,  su solemne impersonalidad. La calavera es ese original, y también ese póstumo, que se esconde detrás de cada rostro. El doble y el reflejo de cada cara. La calavera es la verdadera presencia de un rostro ya por siempre ausente. Parecerse a una calavera es parecerse a nada, y es esa la forma de semejanza que la calavera nos propone: el parecerse en nada.
     Estamos hechos y deshechos a imagen y semejanza. La imagen, de nuevo según Blanchot: “no tiene nada que ver con la significación o el sentido vinculados a la existencia del mundo”. La imagen no nos da el sentido del objeto, ni tampoco nos revela su verdad o propósito oculto, no nos ayuda a comprenderlo sea en un nivel conceptual o analógico. La imagen nos expone el objeto desnudo: fuera de sus sentidos, sus usos, su entorno. La imagen nos entrega una semejanza desfigurada. El objeto desfigurado por la imagen no se parece a nada, o mejor se parece a la nada.

4 - La iconoclasia o  de la semejanza desfigurada

En otro de los fragmentos de su Caja verde, Duchamp define la identificación vinculada a la anamnesis, a la memoria, en los siguientes términos:

Identificar:
Perder la posibilidad de reconocer
Dos objetos similares-
Dos colores, dos pedazos de tela,
Dos sombreros, dos formas cualesquiera sean
Alcanzar la imposibilidad de
Suficiente memoria visual
Transferir  entre objetos similares
la huella de la memoria.

     La obra de Geandy Pavón parece estar dominada por un  concepto de la semejanza y de la memoria similar al de Duchamp: sólo las diferencias se parecen. Cada cuadro puede ser roto de muchas maneras, cada obra contiene infinitas destrucciones. Toda destrucción es una divergencia del original, toda restauración es una reconstrucción de un original perdido a partir de la similitud de lo diferente. La semejanza sólo puede ser repensada, reinventada, a partir de su diferencia interna, a partir de la divergencia de las partes que la conforman. La disparidad constituye el nuevo principio de construcción. No reconstruir el original perdido sino crear con lo destruido, rehacer con los deshechos.


«Soy un idólatra que desconfía de las imágenes»

Un iconoclasta en Manhattan: Entrevista al pintor Geandy Pavón

Enrico del Risco, Nueva Jersey

     Geandy Pavón (Las Tunas, 1974) no es un pintor postmoderno, o sólo lo es de ese modo profundo con que se asume una fatalidad. Si Pavón fuera lo suficientemente ingenuo, creería en la belleza, la verdad y lo sagrado, con la confianza con que alguien se lo podría permitir hace quinientos años.
     Como los románticos, Geandy Pavón es un nostálgico, en el doble sentido que esto implica: de aceptación de la pérdida y también de resistencia. De ahí que la pintura de Pavón nos hable de una inocencia perdida y de nostalgia por una época de la pintura que ha adquirido un carácter mítico. La nostalgia de Pavón, sin embargo, carece de melancolía. Es una nostalgia agresiva, casi rencorosa.
     Su centro obsesivo es el mundo pictórico de los grandes maestros, sin que por ello remita a cuadros o pintores concretos. Como si su padre hubiera sido un curador del Museo del Prado y él mismo hubiese pasado los mejores momentos de su infancia en los almacenes del museo. Con esa familiaridad pinta, o como un estudiante de arte que tiene que conformarse toda su carrera con ver reproducciones en un manoseado libro de un lejano museo e imaginarse el resto. Con esa avidez.
     Ahora, en un momento especial de su evolución creativa, tiene la oportunidad de compartir los últimos hallazgos de esa ansiedad en Milk, amplia y prestigiosa galería situada en el corazón del arte contemporáneo, el barrio de Chelsea en Nueva York, con una exposición personal, Idolatría: la estética del iconoclasta, que se inaugura este jueves 21 de junio. Para abundar sobre la obra del artista y, dentro de ésta, el peso que tiene la serie recogida en esta exposición, decidí someterlo al siguiente cuestionario.

     Las piezas de esta exposición carecen de esa violencia que impregnaba series anteriores. También se podría decir que poseen una violencia distinta, sutil, dirigida resueltamente contra el espectador. Combina imágenes de factura exquisita con veladuras, pliegues, manchas y roturas de los lienzos, interrumpiendo el disfrute de lo que sería una pintura simplemente bella, para dejar la sensación de que algo importante queda fuera de su alcance. ¿A qué atribuye esta redirección de esa violencia, ese cambio? ¿Qué sentido tiene crear esa inquietud? ¿Qué ha significado llegar a ese punto?

G P: Es cierto, en anteriores obras las representaciones (imágenes de violencia, como bien tú dices) estaban en la obra y eran proyectadas al espectador justamente desde el propio cuadro. En esta nueva serie, sin embargo, el cuadro se representa a sí mismo como algo que no se da del todo, este representar a medias. Y claro, esta fragmentación de la representación es violenta en sí y ejerce esa violencia sobre el ojo (o la sensibilidad) del espectador, que sólo puede alcanzar a apreciar parte de éste.
     Soy un creador de iconos que sospecha de la imagen, porque la miro desde su acepción más degradante, partiendo de la idea básica que alguna gente tiende a desconocer, de que la imagen es la apariencia de la cosa y no la cosa en sí. Trato de decepcionar al espectador con el objetivo de acercarlo al mudo simulacro de la imagen. Creo que la forma más efectiva de trabajar con las imágenes es exponer justamente su ineficacia, descubrir su artificio. Este descubrimiento como artista ha significado dejar de ser un mero ilustrador, un narrador de sucesos a través de aquello que en su esencia es puro simulacro (la imagen).

Su referencia constante es la pintura o, para ser más exactos, la pintura europea que va de la alta Edad Media al barroco. ¿Cómo se explica esa obsesión? ¿Qué función cumple dentro de su obra?

G P: Es obsesión en el sentido de que me interesa muchísimo ese período de la historia del arte, pero a la vez trato de hacer uso de esa pasión de una manera racional. Lo que en principio es una pasión o un gusto desmedido por ciertas formas y hallazgos del barroco, cuando entran a formar parte de la obra, los utilizo como instrumentos para explorar ciertos problemas con su condición como imágenes, más que simples referencias, y a la vez, los someto a cierta racionalización.
     Mi intención no es crear una imaginería propia o nueva, recurro más bien a tópicos de la historia del arte occidental, sobre todo aquellos que son más frecuentes en la pintura barroca holandesa y española. El uso de estos arquetipos es necesario porque mi obra necesita de formas reconocibles que evoquen una memoria con la cual reconstruir lo que ha sido velado o fragmentado. Es vital para este trabajo que quien lo vea reconozca, aunque sólo sea en un fragmento, cómo debió ser la imagen que mira.

Esto está reajustado por un gesto contemporáneo, una cierta distancia de la mirada. ¿Siente la tentación de ubicar su pintura en algún nicho de la pintura contemporánea? ¿Cuál sería ese nicho y cuál su sentido?

G P: Siempre digo que me hubiese conformado con ser un pintor mediocre del siglo XVII, pero no me queda más remedio que ser un pintor contemporáneo y, además, asumirlo. Y parte del proceso de asumir esa condición ha sido descubrir que la estética que me seduce no solamente es historia, sino que es una historia muy bien contada. En ella se funda mi formación académica como pintor y mi manera de entender el arte en general.
     Quizás pudiera conformarme con pintar bodegones el resto de mi vida, pero también soy heredero de otra tradición, la moderna, que hace que esa decisión sea no del todo cómoda. Mi solución ha sido construir la imagen al modo clásico, ese que ha sido sacralizado desde la historia del arte para entonces perturbarlo, velarlo o romperlo. Lo que trato de hacer es no poner bigotes a la Gioconda, sino pintar la Gioconda y los bigotes.
     En cuanto al nicho que podría ocupar en la pintura contemporánea, verdaderamente no sabría dónde ubicarlo o ni siquiera si me correspondería alguno; pero puesto a especular, creo que estaría en la unión de estas dos tradiciones de las que hablaba y en el resultado de esa combinación, la de un iconoclasta creador de iconos.

Esta exposición lleva un título paradójico y oscuramente provocador: Idolatría: la estética del iconoclasta. ¿En qué medida cree que el título justifica la exposición o viceversa? ¿Considera que usted o su obra son iconoclastas?

G P: Me considero tanto idólatra como iconoclasta. Soy, en otras palabras, un idólatra que desconfía de las imágenes. Soy un pintor en el sentido más estricto y tradicional; mi trabajo depende absolutamente del uso de imágenes; pero creo que un artista plástico obsesionado por la plenitud de las imágenes, deslumbrado por estas, dejaría de pintar.
     Por otra parte, si prescindiera de éstas, si no tuviera pasión por las imágenes, también dejaría de pintar. Es una paradoja que ilustra la tensión heredada por mí como creador contemporáneo. Aunque debo reconocer que para ser alguien que desconfía de la imagen, tengo un gran defecto; no sé jugar ajedrez. Es decir, la opción última de Marcel Duchamp como artista no funciona para mí.

Ha conseguido entrar en un espacio —Chelsea, que es el corazón del mundo de las galerías de arte en Nueva York, y de paso, a las revistas Art Nexus y Art in America — reservado a figuras consagradas. ¿Cómo imagina que es visto en ese contexto, si consideramos que es cubano, latinoamericano, con una obra diferente a todo lo que se hace en estos tiempos?

G P: Aunque debo reconocer que es un gran paso en mi carrera, si bien no representa ni una consagración ni una garantía, sí es la posibilidad de actuar en un escenario muy concurrido y prestigioso. Cómo será percibida mi obra en este contexto es un misterio para mí. Lo cierto es que este trabajo, como los anteriores, escapa un poco a la idea tradicional que muchas veces se tiene de lo latinoamericano y, en este caso particular, de un artista cubano.
     Digo esto porque aunque a primera vista mi trabajo se desliga de esta tradición, está conectado con la misma a partir de una reflexión crítica y recuperación del barroco. En este sentido me siento heredero de tres grandes escritores cubanos: Severo Sarduy, Carpentier y Lezama Lima. Estos tres escritores, como yo desde las artes plásticas, intentan definir la modernidad desde lo barroco.
     La modernidad del barroco consiste en la inscripción de la muerte en la obra misma. Las naturalezas muertas no son más que una colección de objetos marcados por la muerte. La obra barroca es, como dijo Walter Benjamin, un memento mori, un intento de salvar el recuerdo de la destrucción, de rendirle homenaje. Esta modernidad yo la descubrí en los bodegones barrocos españoles.
     Te cito un ejemplo. Me interesa muchísimo la obra de Sánchez Cotán. En mi opinión, Sánchez Cotán es el primer pintor conceptual. Sus naturalezas muertas siempre nos muestran una serie de objetos cotidianos (un nabo, unos limones, etcétera) semiputrefactos en el marco de una ventana, (¿de un cuadro?), que cuelgan de unos hilitos, como suspendidos en el aire. Además, el fondo del cuadro es siempre negro. Estos objetos cotidianos han sido arrancados de su contexto, han quedado como suspendidos en un limbo.
     Los cuadros de Sánchez Cotán redefinen al objeto, que ha perdido su uso y sentido cotidiano, en su estado de imagen. En este desafío que la imagen le lanza al uso y al sentido de los objetos tradicionales es donde yo descubro el carácter conceptual de mi arte. Pero es un conceptualismo que he descubierto en mi propia tradición: en el barroco español y latinoamericano.
     Y para volver al principio de tu pregunta, esta mezcla de artista conceptual y artista hispano-barroco quizás sea la mejor fórmula para conseguir entrar a esos centros de privilegio que tú mencionas.

Encuentro, 21 de junio




er glosador es un destino triste pero es la única alternativa cuando se ha nacido en un país frustrado en lo esencial metafísico. Parece que la maldita circunstancia del agua por todas partes nos secó el cerebro. A la espera de un filósofo isleño, el glosador se dedicará en cada una de las entregas de La dicha artificial al comentario de algún texto filosófico. El texto que he escogido para comenzar esta escolástica tarea es La lógica del sentido de Gilles Deleuze. Podía haber empezado por La Metafísica del “Estarigita” o por los Diálogos de Platón; preferí un texto más literario, recuerden que la metafísica no se lleva con la isla, e iconoclasta, el pensamiento nunca ha sido nuestro fuerte, pero siempre hemos sido contestones. En este número gloso las dos primeras series del libro de Deleuze (no se preocupen no me dedicaré a este libro por el resto de mis días. Prometo una labor educativa más amplia y diversa). En todo caso, no se me pongan demasiado tristes, el arte de la glosa no tiene que ser sinónimo de un destino gris. Al fin y al cabo, comentario y glosa fue lo que hicieron tipejos de la calaña de San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Marcelo Ficino, Giovanni Pico della Mirandola y un largo etcétera, y la tradición se empeña en llamarlos filósofos. 

Lógica del sentido. Serie I y Serie II

Serie I

•    El gran tema del libro de Deleuze será el concepto de acontecimiento1. Lo primero que aprendemos del acontecimiento es su negación del sentido, de la dirección, y de la presencia. Decir que algo acontece va a querer decir en este texto que se mueve en dos direcciones a la vez y por ende que nunca es, se hace presente. El acontecer parece proponer una forma de persistir y de insistir en el tiempo que no puede ser subsumida bajo la categoría del Ser. Por supuesto que el objetivo implícito parece ser el de siempre en los textos de Deleuze: lo que no es, lo que nunca se hace presente, tampoco puede dejar de ser, ausentarse de un modo radical. La destrucción de la ontología tradicional parece tener para Deleuze, como último objetivo, la destitución del concepto de la muerte entendida como el horizonte trascendental que organiza el sentido y los límites de nuestro ser en este mundo.

•    La primera paradoja del sentido es la afirmación de dos sentidos de las cosas que son contradictorios entre sí: su ser más y su ser menos, su ser demasiado y su no ser suficiente. La afirmación de esta paradoja del sentido cuestiona dos de las funciones tradicionales del mismo: establecerle una dirección temporal a las cosas, un antes y un después, una causa y un efecto, y también un  límite general y una medida para cada una de las cosas y el mundo: aquí empieza algo, aquí termina lo otro. Lo más importante es entender que a esta forma de acontecer en el devenir no le corresponde una forma de ser en la realidad. Esta forma de acontecimiento no se ve nunca afectada por la degradación de la presencia, de la sustancia, de la ousia, ni por la humillación que le impone a los flujos la ontología tradicional al convertirlos en cosas con límites y caracteres definidos, en una cierta forma de la presencia, condenada a la desaparición.

•    La ontología según la entiende Deleuze se puede definir en los siguientes términos: En la cima está la idea o arquetipo, el molde que le garantiza a las cosas un semblante más allá de los avatares de su devenir. Las cosas siempre son versiones degradadas de ese arquetipo pero su vocación de semejanza con respecto a este arquetipo es lo que les garantiza la persistencia de su identidad. El devenir loco, anónimo, que describe Deleuze se mueve fuera de la realidad cósica que concibe la ontología tradicional. Este devenir no puede ser incluso descrito como un accidente pues más que ser un cambio no sustancial, sea cualitativo o cuantitativo de la cosa, es un cambio que ha ocupado y desafiado el lugar de la sustancia. Un cambio que no reconoce modelos y se mueve sin la mesura y la dirección que la ontología concebía inherente al sentido. A esta ontología perversa la denominó Deleuze la inversión del Platonismo: la filosofía occidental puesta patas arriba. Deleuze regresa aquí a un tema esencial en sus primeros textos, sobre todo en “La diferencia según Bergson” y Proust y los signos: lo virtual. Lo virtual para Deleuze supone la coexistencia del pasado y el presente, cada uno persistiendo de cierta manera, cada uno anclado en el todavía. Lo virtual es ese lugar donde el presente se vive como pasar, pasando, pasado,  y el pasado se vive como persistencia, presencia, presente: la presencia de lo pasado, el pasado de la presencia. La temporalidad que nos propone lo virtual complica nuestras nociones de pasado y presente. “La memoria no consiste de ninguna manera en una regresión del presente al pasado...Lo cual implica que el pasado coexiste consigo mismo como presente, la duración no es sino esta coexistencia, de lo mismo con lo mismo. Por lo tanto el pasado y el presente deben ser pensados como dos grados extremos coexistiendo en  duración, uno que se distingue por su estado de relajación y el otro por su estado de contracción...Todo es un cambio de energía y de tensión y nada más...Finalmente vemos lo que es virtual: la coexistencia de los diferentes grados entre sí” (“La diferencia según Bergson”)
 

•    El lenguaje va a ser el lugar donde subsisten las dos caras del sentido. La que delimita y nombra, crea un perfil definido para las cosas, pero también “la que sobrepasa los límites, y los restituye a la equivalencia infinita de un devenir ilimitado”. Este devenir loco supone, en última instancia, la impugnación de la identidad personal y de la esfera del nombrar que le es inherente: los sustantivos y los adjetivos. Deleuze parece querer proponernos una filosofía de los verbos, del acontecer puro. Cómo cambiaría nuestra concepción del ejercicio filosófico si las categorías que tuviéramos que elucidar no fueran el ser o la nada, sino el verdear, o el oscurecer,  devenires puros que viven más allá o más acá del concepto de sustancia, y del concepto de Dios y de mundo, al menos como lo hemos entendido hasta ahora. Los acontecimientos puros le imponen al mundo una nueva forma de  incertidumbre, una singular manera de dudar sobre su propia realidad. Los acontecimientos puros al dinamitar el concepto de res, de cosa, de ese algo para lo que el conocimiento debe generar una inteligibilidad, necesitan de un diferente saber, de un nuevo tipo de filósofo. Ese nuevo saber y el filósofo que lo encarna van a estar representados en este libro por los estoicos.



Serie II

•    La serie II nos va a proponer nuevas características del acontecimiento. Primero aprendemos lo que el acontecimiento no es. No es un cuerpo, con las cualidades físicas que le son inherentes, con sus acciones y pasiones que resultan en estados de cosas. El acontecimiento no es, por lo tanto, ni un agente ni un paciente y tampoco es el resultado de las interacciones entre los cuerpos. No es ni una cosa ni el estado que esta cosa genera como resultado. Los cuerpos se tejen en una unidad temporal. El presente y este tejido de cuerpos genera un telos, un fin, que trasciende a los cuerpos singulares y le da unidad al mundo: el destino. “No hay causas y efectos en los cuerpos: todos los cuerpos son causas, causas los unos en relación con los otros, unos para otros. La unidad de las causas entre sí, se llama Destino, en la extensión del presente cósmico”.  El acontecimiento vive fuera de este tejido, o mejor, en su epidermis. El acontecimiento no es ni agente, ni paciente. Es un efecto impasible. ¿Pero qué quiere decir exactamente esto? El acontecimiento parece ser una singularidad que no puede ser trascendida, ni en acción, ni en pasión. No es ni activa, ni pasiva, es impasible. Esta impasibilidad del acontecimiento radica en su propiedad de sustraerse al presente, a la presencia. El hecho de que el acontecimiento no pueda ser actualizado, hace que viva en la tangente de lo que consideramos el destino, la vida, al menos en su dimensión biográfica, el orden y el cosmos. Sin embargo, el interés de la filosofía de Deleuze radica en que entiende este devenir como el momento de real vitalidad, como el momento que debe ser pensado y que espera conceptualización. ¿Es a esa otra forma de temporalidad infinitiva, una temporalidad que vive más allá de las acciones y las pasiones,  la que le corresponderá la ataraxia estoica? ¿Existe alguna relación entre la ataraxia estoica y esta dimensión del acontecimiento como efecto impasible?

•    Este efecto impasible, este “crecer”, “disminuir”, “verdear”, “enrojecer”, vive en la superficie de los cuerpos, en los límites del ser y de la naturaleza de las cosas. Los cuerpos, en la profundidad, se mezclan, “un cuerpo genera a otro y coexiste con él en todas sus partes”. Estas mezclas determinan estados de cosas cuantitativos y cualitativos, señalan los perfiles y los límites que constituyen un conjunto reconocible, los límites que definen el ser de una cosa, su esencia. Sin embargo, hay al nivel de las apariencias, una serie de acontecimientos que persisten más allá de la realidad de las cosas, más allá de su temporalidad presente. La pregunta que tiene que responder Deleuze es cómo será esta filosofía de las apariencias que se deslizan sobre la naturaleza de las cosas, que desbordan sus límites temporales y espaciales. Lo que parece que Deleuze le pide a la filosofía es una doble mirada: dar cuenta a la vez  de rerum natura, y de estas persistencias, modos de ser que eluden los sistemas clasificatorios-conceptuales que la filosofía reconocía. A esta nueva mirada parece corresponderle una nueva forma de asumir y vivir la vida filosófica que nace con los estoicos y de la que Deleuze se considera heredero.

•    La primera gran consecuencia que se deriva de esta distinción es una disociación de las causas. Las causas se remiten a las causas, y los efectos a los efectos. Pero los efectos generan una causa de tipo sui generis, una cuasi-causa, una causa que no forma destino, que no se hace presente, que carece de dirección. La consecuencia y el reto que se deriva de esta división, si la entiendo bien, es producir un nuevo concepto de libertad, un nuevo ethos, a partir de esta causa sin destino. La segunda consecuencia que deriva Deleuze del descubrimiento de los incorporales es una reestructuración de la ontología. En primer lugar, los estoicos colocan en un mismo nivel a la sustancias y a sus accidentes, a los cuerpos y a los estados de cosas. La diferencia se instala, por lo tanto, entre los seres y los incorporales, entendidos como una entidad que persiste más allá del ser y de la presencia que le es inherente. Según Deleuze, esto hace que el término más alto deje de ser el término Ser y que este sea sustituido por el término Aliquid, cualquier cosa. Esto me recuerda en más de un sentido al argumento de Heidegger en Ser y tiempo. Las dos grandes críticas que lanza Heidegger contra la ontología tradicional son la confusión del ser con la presencia, y la incapacidad de distinguir la diferencia entre el Ser y los entes. Deleuze asume en gran medida la misma crítica pero propone revocar el concepto de Ser pues lo considera incapaz de dar cuenta de esa otra realidad, los acontecimientos-incorporales que deben ser en su opinión el gran problema filosófico.

•    El otro eco de esta segunda consecuencia es mucho más radical. “…si los cuerpos, con sus estados, cualidades y cantidades, asumen todos los caracteres de la sustancia y de la causa, a la inversa los caracteres de la idea caen del otro lado, en este extra-ser impasible, estéril, ineficaz, en la superficie de las cosas…Lo ilimitado sube”. Todo lo que parecía substraerse a la acción de la idea, para decirlos con las palabras de Sócrates: “el pelo, la mugre, el lodo”, sube a la superficie y ocupa el lugar de la idea. La idea no va a ser entonces más el arquetipo ideal que resguardaba el eidos de la cosa más allá de los avatares del tiempo. La idea va a ser lo inconmensurable, la propia transmutación. El devenir loco que se sustrae a todo mecanismo identificatorio, a toda representación, a toda territorialización. Esto tiene consecuencias radicales sobre la concepción de la interpretación del lenguaje para Deleuze. No se trata más de buscar los arquetipos, el arquetipo del sentido ideal e inmutable de la cosa, ni tampoco un arte de la suspicacia, un arte de la escucha a contrapelo de los simulacros. La pregunta que queda abierta, pendiente, y cuya resolución es imprescindible para entender la real trascendencia de este proyecto, es cómo se interpreta, cómo se lee lo superficial, cuál es la hermenéutica de lo ilimitado, de este devenir loco.

•    Una de las pistas a seguir para entender el sentido de este devenir loco, su lógica, es su estructura paradojal. Lo primero que nos dice Deleuze de este devenir loco es que trastoca el sentido “del futuro y del pasado, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto”. Estas tres inversiones que propone Deleuze convierten a su noción de acontecimiento, de incorporal, como un locus ideal para pensar la obra de arte. La obra de arte parece vivir también en ese interregno, ese entretiempo para decirlo con las palabras de Lévinas, entre el ya y el aún no, entre lo que eternamente acaba de pasar y lo que siempre está por acontecer. La obra de arte es a la vez ese memento mori en vela, pero también tiene una temporalidad mesiánica, de un porvenir, de una promesa que ese extiende hasta lo infinito. Por eso, toda obra de arte que merezca este nombre supone una crítica sobre el propio concepto de presencia. ¿Dónde están, donde viven esos objetos que nos presenta la obra artística? ¿En qué tiempo viven? La obra de arte además tiene una complicada relación con lo ético pues nos coloca en una posición de radical pasividad. Su cuasi ser no puede ser entendido como una acción o una pasión. Y es esta suspensión entre la acción y la pasión la que explica que ante la obra de arte seamos capaces de vivenciar cosas de las que rehuimos en la realidad. También la noción de obra de arte a partir de la complicada relación que tiene con los referentes, con lo real en general, es difícilmente clasificable como efecto de una peculiar circunstancia histórica o como causa de cierto tipo de realidad, de mundo. Lo cual nos obliga a mirar con mucha reticencia esa premura que tiene el pensamiento moderno por derivar las dimensionas políticas de lo artístico. Lo importante aquí es sin embargo subrayar que a esta impasibilidad, esterilidad e ineficacia le corresponde un ethos diferente. ¿Será este el concepto de ataraxia que proponen los estoicos este nuevo ethos de lo artístico? Sólo después que se reconstruya y defina ese singular ethos de lo artístico podemos empezar hablar de su dimensión política pero con una clara conciencia de la necesidad de asumir el estatus paradojal de la obra de arte.

•    El arte de las paradojas supone construir una continuidad entre el revés y el derecho, una continuidad de lo extensivo no de las profundidades. Sólo hay que estirar hasta el límite una analogía, un concepto para que este descubra su otro lado. La paradoja según Deleuze es una destitución del sentido profundo. Ya habíamos aprendido que el sentido profundo, según Platón, estaba ocupado por las copias que le garantizaban un límite y una dirección a las cosas, el sentido profundo constituía el rostro de una cosa, su identidad, sus caracteres reconocibles. Pero estos caracteres reconocibles siempre cubrían un sentido subterráneo, algo que se resistía a ir en una dirección y desafiaba los límites. La paradoja, al jugar con los límites que el sensus comunis le construye a las cosas, trae a la superficie lo ilimitado, ese arte de la superficie donde el anverso y el reverso se encuentran en una superficie plana. Sólo al romper con cierta forma de pensamiento, al interrumpir la red de asociaciones que esta construye accedemos a este sentido ilimitado. Por eso, los koan zen parecen ser una de las formas en que este arte de las paradojas encarna en su plenitud: “¿Todos han escuchado el sonido que producen dos manos al chocar entre sí, pero quién ha escuchado el sonido de una sola?”. Ya, al menos, sabemos dos cosas de los estoicos, el filósofo ideal que nos propone este texto. El estoico es un filósofo que habla en paradojas y su forma de ensimismamiento siempre va acompañada de una sonrisa. Es un hijo de Júpiter y no de Saturno. Es un filósofo jovial. La impasibilidad estoica se entiende mejor como una actitud humorística  y no como la clásica actitud melancólica del filósofo. Su ciencia, al igual que la de Nietzsche, es una gaya ciencia. Paradójica representación de los estoicos, ¿no?

El glosador

Nota

1. Es importante distinguir la noción acontecimiento propuesta por Deleuze de otras teorizaciones del mismo concepto que tienen gran influencia en la filosofía contemporánea. Heidegger habla del ser como Ereignis, como evento e historia. El ser se da y se oculta a través de su diferencia con los entes. Este darse y ocultarse del ser es la propia metafísica, es en este sentido que la metafísica es el destino y la historia del ser. El olvido del ser que caracteriza a la metafísica es el olvido de la diferencia como problema, como eventualidad, el olvido de la diferencia como tal. El tipo de pensamiento que propone Heidegger para pensar la diferencia, la eventualiad del ser, Andeken (la memoria entendida como desarraigo, la memoria de un olvido)redescubre, hace presentes, o quizás repite y performa, el primordial acto en el cual el ser abre el horizonte dentro del cual los entes pueden aparecer. Todo lo que vemos como estructura; por ejemplo, la esencia de la verdad como conformidad de la proposición al ser, es un acontecimiento, una institución, una histórica apertura del ser. Para Alain Badiou la verdad es del orden de lo que adviene, carece por lo tanto de toda ley, de todo sentido, de todo valor. La verdad más que añadirse se substrae de los conjuntos históricos constituidos. Se separa de la opinión que pretende reducirla a una particular situación histórica y cultural. El verdadero acontecimiento, el acontecimiento- verdad, emerge del vacío de la situación, de su inherente inconsistencia. El acontecimiento tiene el carácter de un escándalo, una caótica intrusión que carece de un lugar propio en el estado de cosas existentes. Su único lugar posible es el estar fuera de lugar.

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