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Virgilio Piñera en Guanabo*

Arrufat

¿Cómo descubrió Piñera el pueblecito de Guanabo? Creo que alrededor de 1957 ya tenía alquilada una casa allí. Habitó primero una que hacía esquina, cerca de un parque de diversiones; una casa de ladrillos, un poco sombría. Y luego vivió en otra, muy cerca de aquella, una casa encantadora, con un jardín al lado, una galería de madera pintada de azul, con grandes ventanas de persianas, al fondo un garage bastante grande, con habitaciones arriba y un patio con una fuente sevillana de azulejos de muchos colores. La casa poseía dos plantas, pero la superior solo con un cuarto que a veces Virgilio utilizó para escribir. Vivía abajo, en el primer cuarto. El segundo lo ocupaba Humberto Rodríguez Tomeu. El tercero era para las visitas, y era allí donde yo dormía cuando iba los fines de semana. En esa época Guanabo era un excelente lugar para vivir. Un pueblo pequeño, con ese encanto de los pueblecitos construidos al pie del mar que, al mismo tiempo, se hallan muy cerca de las capitales. Entonces se podía ir a La Habana y regresar sin gran esfuerzo.
     Es curioso que Virgilio viviese durante varios años en Guanabo. El mar casi nunca aparece en su obra. Tenía una ceguera voluntaria y especial para el paisaje, para la naturaleza. En su obra narrativa el ambiente casi no existe, está difuminado. Sus cuentos casi siempre ocurren en espacios cerrados, en habitaciones. A él le interesaba crear aparatos, un mecanismo simbólico, parabólico. A pesar de eso, vivió allí, alejado de la ciudad y de los pequeños apartamentos de su familia y sus amigos. Toda persona que vive frente al mar puede tener dos reacciones: ir todos los días a la orilla del mar o no ir nunca. Virgilio perteneció a los segundos. Yo tenía que embullarlo a que fuéramos a caminar por la arena. En esos peregrinajes iba por lo general con camisa y pantalón.
En ese período escribió mucho: los dos primeros actos de Aire frío y El filántropo, algunos cuentos como «Grafomanía», «Una desnudez salvadora», «Nadando en seco». Imagino que también poesía, aunque él no acostumbraba mostrar esa parte de su creación.

Luisa

En Guanabo Virgilio vivió en dos casas: una que tenía portalito, sala, tres cuartos, cocina, y que compartió con Humberto Rodríguez Tomeu. Por cierto, este tenía un perro precioso, lo cual a mi hermano no debe haberle hecho mucha gracia, pues él, como yo, era enemigo de los perros. La otra casa que ocupó era muy bonita: sala, dos cuartos abajo y dos arriba, aparte de dos habitaciones más para criados, hall, saleta, comedor y cocina. La playa le quedaba bastante cerca, como a tres o cuatro cuadras. Allí recuerdo que pasaron temporadas Escardó, Arrufat, Alvarito Sariol, y cuando Pepe Bianco vino a Cuba en 1961 estuvo allá. Aquella casa era un verdadero hotel. ¡Ay, ni me recuerdes eso! Aquello era terrible la cantidad de visitas que iban a diario. Mi esposo Pablo y yo íbamos por lo general los fines de semana, y ayudábamos a Virgilio en la cocina, porque ya te digo, lo de las visitas era algo grandioso. Papá iba dos veces al mes. Por ese tiempo Mamuma había muerto, él estaba bastante viejito y aprovechábamos para llevarlo a la playa a que cogiese aire y sol.

Arrufat

Ya que sus recursos económicos eran inexistentes, uno puede preguntarse cómo pagaba el alquiler. Allí vivía, como ya dije, Humberto Rodríguez Tomeu, que tenía un empleo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, y lo ayudó a pagar el alquiler que era muy barato. Humberto era también secretario de Alamilla, un hombre que hizo mucho dinero como abogado. Se había empeñado en una de esas empresas que sólo alguien con toques de demencia o extravagancia se propone realizar: quería escribir una historia universal, y con ese fin contrató a Rodríguez Tomeu. Ese hombre, uno de los seres más tacaños que he conocido, visitaba la casa y en varias ocasiones dejó algún dinero sobre la mesa.
     Otro recurso económico era la venta de cuadros. La larga amistad de Virgilio con pintores cubanos, esa especie de convivencia entre poesía y pintura característica del Grupo Orígenes, posibilitó que muchos de esos artistas le regalaran cuadros suyos (aún se conservan algunos de los que estuvieron en su apartamento del Vedado). Recuerdo que poseía un gouache muy hermoso de la buena época de Mariano. Agustín Batista, hijo de un banquero (nada que ver con el tirano), era aficionado a la cultura y coleccionista de cuadros. Virgilio se presentó en su residencia con el gouache y le dieron por él cincuenta pesos. Esa suma rindió mucho. En Guanabo se llevaba una vida modesta. Comíamos sopa, espaguetis y unas grandes ruedas de emperador. A todos nos encantaban y eran sumamente económicas.
     Otras veces, cuando conseguíamos algunos pesos – yo no trabajaba; vivía con mi hermana y pertenecía al tipo de cubano que lograba mantenerse con la peseta que le daba su familia –, salíamos, comprábamos un pollo y organizábamos en la casa una para nosotros espléndida comida. Después paseábamos, hablando de todo: de literatura, sexo, vida doméstica, filosofando y burlándonos mucho. Entre Virgilio y yo existió un nexo perdurable: nuestro sentido del humor.
     Piñera era un representante de eso que en la familia cubana se llama «el agregado». Un tipo en edad de trabajar que es recogido por sus familiares, a quien se ayuda un poco, se le da de comer, se le regala la ropa del jefe de la casa cuando está usada o pasada de moda. El agregado tiene que estrecharla o ensancharla, usa un pantalón de invierno con una camisa veraniega. Y siempre está con el temor de que en algún momento alguien de la familia se le pare delante para decirle que debe buscar otro sitio. Muchos escritores cubanos fuimos en esa época «agregados». Piñera fue un agregado perenne hasta 1959, cuando tuvo al fin un empleo fijo.
     Hasta cierto punto, nos encantaba ser agregados, y creo que a él más que a ninguno. Era una situación humillante, pero también se era libre, con todo el tiempo para uno. Nos íbamos con una peseta en el bolsillo a sentarnos en el parque, pobres, sufrientes y risueños. Quien conozca las cartas que él escribió en esos años, en las que se refleja su invencible actitud de intransigencia con la cultura oficial y su negativa de dedicarse al periodismo, la docencia o la diplomacia, comprenderá este aspecto alegre de la vida del agregado.
     En ese período frecuentábamos las tertulias habaneras, otra manifestación de la vida cultural de la ciudad. Recuerdo que con frecuencia Piñera asistía a la de Eva Frejaville, que recibía en su casa del Vedado. Mujer culta, un poco cursi, de risa estentórea, en otra época fue mujer del pintor y novelista Carlos Enríquez. Algunos otros escritores íbamos también a la casa de «madame Evá», como burlonamente la llamaba Virgilio. Había que oírlo cuando salía de aquellas tertulias, a las que en el fondo despreciaba. Mas en él siempre hubo esa especie de dicotomía: despreciar algo y, a la vez, sentirse atraído por ese algo. Sin duda aquellas visitas y relaciones constituían para él un alimento contradictorio, una experiencia de la que no quería privarse.

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Arrufat

La revolución heredó pasivamente de la sociedad anterior la homofobia. Durante el gobierno de Batista se realizaron varias redadas de homosexuales. Un ministro de Gobernación de ese período, Hermida, organizó algunas en el cincuenta y ocho. Se les llevaba a la estación de policía, se les amonestaba e insultaba, se les ponía tal vez una multa, se les retenía dos o tres días y al final, se les dejaba libres tras limpiar los inodoros y los pisos de la estación. En la mente de los gobernantes cubanos y de muchos padres de familia, el homosexualismo siempre estuvo ligado a la prostitución. Era muy corriente en las casas de cita de La Habana y Santiago ver a homosexuales atender los clientes, servir las bebidas, recoger los orinales, cambiar las sábanas manchadas. Esa valoración del homosexualismo estaba, y posiblemente todavía permanece, en la mente de muchos cubanos.
     La revolución hereda esta valoración del homosexualismo. Eso forma parte de una tradición que procede de España, pueblo de vieja cultura homofóbica. (Todavía en el siglo xx Antonio Machado y Ramón Gómez de la Serna representan en la literatura esta tradición.) La religión católica, predominante en esa cultura, ha sido siempre homofóbica. Puede recordarse el castigo que impone Dante a los homosexuales en el infierno, o que San Agustín llamaba al homosexualismo «el pecado nefando». En los primeros años de la revolución se llevaron a cabo redadas, que culminarían en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las UMAP, adonde eran enviados los homosexuales, pero también testigos de Jehová, practicantes de la religión abakuá, jóvenes católicos y adolescentes que desertaban del Servicio Militar Obligatorio. En la década del sesenta, en 1962, para ser más exactos, tuvo lugar la famosa redada a la que popularmente se le dio el nombre de la «Noche de las Tres Pes», por estar dirigida contra las prostitutas, los proxenetas y los pájaros, que es como entonces se llamaba a los homosexuales. Ese es también, casualmente, el calificativo que Lorca da a los homosexuales habaneros en su «Oda a Walt Whitman».
     Virgilio vivía en aquellos años en Guanabo. Trabajaba en Lunes de Revolución y tenía una columna semanal en Revolución que firmaba, como ya te comenté, con el seudónimo de El Escriba. Según me confesó él mismo, creo que en una carta o puede ser que me lo dijera personalmente, ahora no puedo precisarlo, el uso del seudónimo le fue impuesto por la dirección del periódico. Este era el órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, y dada la homofobia nacional y los temores ocultos del cubano, que siempre ha tenido el homosexualismo como una manifestación de debilidad en el hombre y que se precia de su machismo, un homosexual connotado como Piñera no podía escribir con su nombre en un periódico revolucionario. De ahí que Carlos Franqui le exigiera un seudónimo. Este afán de ocultar algo siempre ha sido contraproducente, y en este caso los lectores empezaron a preguntarse quién era El Escriba. Y lo que se pretendía esconder resultó, en definitiva, más evidente: era Virgilio Piñera quien estaba detrás de ese seudónimo.
     Volviendo a la «Noche de las Tres Pes», que no se limitó a una noche, ya que también se llevó a cabo durante el día, Piñera había salido temprano de su casa de Guanabo a la panadería en la cual compraba el pan mañanero. Creo que no iba solo, lo acompañaban Julio Matas y un amigo de este del que nunca supe el nombre. Piñera era un hombre de apariencia afeminada. En la playa acostumbraba ir vestido con un short, unas sandalias, un pull-over, sin olvidar su cigarro impenitente, que llevaba siempre encendido y que movía al hablar, pues cuando hablaba gesticulaba mucho con las manos. Esa mañana entró en la panadería como de costumbre, y había un soldado. No sé si Piñera lo miró, pues tenía una inclinación casi lorquiana por los militares, o si el soldado advirtió que tres hombres escandalosos habían entrado. El asunto es que los tres fueron detenidos en el acto. Los condujeron a la estación de policía de Guanabo por la calle central del pueblo, y de allí fueron trasladados más tarde al Castillo del Príncipe, conjuntamente con otros homosexuales, prostitutas y proxenetas, en un camión. Desde allí Virgilio pudo llamar por teléfono a Guillermo Cabrera Infante, quien de inmediato telefoneó a Carlos Franqui.
     Este le sugirió que llamase a Edith García Buchaca, quien entonces tenía mucho poder en la cultura y era además esposa de Carlos Rafael Rodríguez. Piñera permaneció en el Príncipe toda esa noche, y no fue puesto en libertad hasta el día siguiente por la tarde. Varios de sus amigos, yo entre ellos, fuimos al apartamento de Cabrera Infante a esperar que lo liberaran. Uno de los recuerdos más impresionantes que conservo de mi amistad con Piñera es el momento en que la puerta del apartamento se abrió y entró él, vestido con su ropa playera, despeinado y con cara de no haber dormido en muchas horas. Nos fue abrazando a todos y después comenzó a sollozar. Se recostó luego a la pared, lentamente se fue derrumbando, rodó hasta el piso y quedó tendido en el suelo. Se quedó a dormir en casa de Cabrera Infante, y algunos de sus amigos, no recuerdo ahora si yo mismo, nos quedamos con él para acompañarlo. Algunos días después regresó a su casa de Guanabo, pero ya no quiso vivir más en ella y se trasladó a La Habana. Terminó así esa etapa casi idílica de su vida.
     Por esos mismos días le pedí que escribiese un texto para el programa El pescado indigesto, de Manuel Galich, que se iba a estrenar en el Festival de Teatro Latinoamericano de la Casa de las Américas. Y él, que era un hombre de gran voluntad y mucha energía, se sobrepuso a la impresión que le causó ser detenido y haber pasado una noche entre presos comunes, y escribió la nota.

Luisa

En Guanabo Virgilio vivió hasta 1962, año en que se mudó para la calle N número 375, apartamento 7, esquina a 25, en el Vedado. Consistía ese apartamento en sala, un cuarto, baño, cocina y un balcón que daba a N. Poseía además teléfono, el 32-0867. Lo alquiló completamente vacío. De casa llevó una cama, un chiforrober, un butacón. De Guanabo trajo el refrigerador. Y así se fue haciendo de algunos muebles. Pero cn general siempre vivió muy modestamente. En esa etapa tuvo cuadros de Portocarrero, Mariano, Abela, Raúl Martínez, pero algunos años después, cuando vivía solo de su sueldo de traductor, los fue vendiendo. Libros tenía algunos, aunque no los suficientes como para que pueda hablarse de una biblioteca. Leía bárbaramente, mas casi siempre eran libros prestados que devolvía una vez que los terminaba.





Si nada va a salvarse,

para qué escribir
que nada se salvará...
En esta mañana lluviosa
del 25 de octubre de 1962
habiendo tomado los acuerdos pertinentes
la humanidad está a punto de declararse demente.

Yo, un ciudadano cualquiera del mundo,
que habito en la casa sita en N
número 375, Habana, Cuba,
sentado en la cama
en plena posesión de mis facultades mentales
tengo a bien declarar
que me he vuelto loco.

Y como tal,
y en uso de mi insania
declaro
estar listo para el holocausto.


*Tomado de: Carlos Espinosa. Virgilio Piñera en persona. La Habana: Ediciones Unión, 2003. pp. 212 – 215 y 229 – 233. 

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