Homenaje
a los poetas José Kozer, Germán Guerra
y Osmar Sánchez Aguilera
No es necesario justificar
un homenaje como éste que rendimos a tres buenos poetas cubanos,
a tres buenas personas cubanas, y quienes, trabajando en lugares tan diferentes
de la geografía de la Isla (Miami, México, la angustia, la
rabia, el deseo, la escritura, la Isla y la tinta, el espesor del lenguaje)
han realizado -y realizan- su obra con una aleccionadora fe en la poesía.
La
Habana Elegante le debía este privilegio a sus lectores
cómplices, y se lo debía a sí misma. Por eso
nosotros, al entregar con alegría estos textos, al proponérselos
al lector, sólo creemos necesario añadir -si es que algo
debe ser añadido a la buena poesía - que estamos seguros
de que esta reunión en la azotea - que tiene lugar, al mismo tiempo,
en la apretada calidez de la casa de Germán y de Karina, o en la
de Kozer, o en la de Osmar, es, sobre todo, una re-unión de esos
fragmentos de todos nosotros (tuyos y míos, querido lector) que
ahora tienen nombre, y a los que podemos llamar, invocar con la familiaridad
con que se invoca a Eleggua: al fin y al cabo, ellos también son
los dueños de los caminos, de las encrucijadas, de los pesados portones
de la Isla.
José
K y todas las palabras
Me dictan los fantasmas de la imaginación que el padre coincidió
con Kafka en uno de esos cafetines de las oscuras capitales de la Europa
entreguerras, tal vez lo leyó; me asalta la certeza de que no pudo
prever para su hijo José Kozer un destino tan desolador como el
absurdo destino del novelista de Praga. Kafka, desde un rincón
al fondo del espejo, nos habla por la voz de José K, quien protagoniza
El Proceso para ser juzgado y condenado sin nunca llegar a conocer sus
crímenes. José Kozer, nacido en La Habana de 1940,
azares del antisemitismo, también ha sido juzgado y condenado, no
hay delito que se le pueda imputar, pero a diario se ejecuta la sentencia
y tiene Kozer que escribir otro poema.
La parábola de Sísifo la va marcando Kozer con palabras,
ha sido condenado a escribir el resto de sus días en la tierra,
Funes grafómano, y de tanto insistir sobre el misterio, de tanto
golpear con sus palabras y sus lenguas en todas las heridas abiertas, de
tanto hundir su cuerpo en el milagro, “... an organic miracle, a fusion
of image and music, a line of verse.” según Nabokov, Kozer nos ha
regalado una de las obras poéticas más extensas y lúcidas
del siglo que acaba de morir, obra que también
rompe las fronteras de la
lengua para marcar sus iniciales por encima de la mala memoria del planeta.
Dejémoslo que hable por su boca, en una entrevista aparecida en
el número 81, abril-mayo del 2000, de la revista Crítica,
publicación cultural de la Universidad Autónoma de Puebla:
(...)Mi cálculo, aún
algo impreciso, es de haber escrito unos cuatro mil poemas, give or
take. ¿Cómo los
he escrito? Sin darme cuenta. Nunca me doy cuenta de que los
escribo. Se hacen. (...) A veces escribo caminando, a veces
en el metro, a veces sentado en postura de loto, otras moviendo el cuerpo
como un viejo rabino ortodoxo, de pie; (...)los he escrito canturreando,
o en el mayor silencio, en un silencio en verdad sagrado. Los he
escrito defecando, purificándome, dormido. He llegado a escribir
dormido, despertando de pronto sobresaltado y teniendo que apuntar, más
o menos, los restos de un interminable poema. (...) Poemas escritos, si
no día a día, al menos con un ritmo cuya periodicidad puede,
estadísticamente, conocerse: más o menos un poema por cada
dos días. Igual que el pintor pinta todos los días,
el escultor esculpe todos los días, el novelista novela y escribe
a diario, yo, poeta (¿?) hago poemas todos los días, y por
escrito.
Festín interminable de imagen y palabra donde el cuerpo del poeta
es la conjunción de todos los sentidos, lenguaje que es cuerpo,
herencia, reflejo desde el azoge de los laberintos y duplicación
de todos los posibles universos. Ceiba preñada, cargada de
mangos y manzanas en medio del invierno. Neobarroco y numerología,
cábala y biografía, pintura, narración, traducción
de traducciones, escultura y música, Cuba y los planetas y poemas
y poemas con cada nuevo sol.
Ezra Pound, sentando su perpetuidad on the Dogana's steps, consumió
su tiempo sobre la insistente escritura de unos Cantos cíclicos
y eternos. Kozer, fundido al concreto de una escalinata, donde muere la
calle San Lázaro para que nazca la Universidad, fundido al insomnio
de sus lápices, ha deambulado todas las geografías físicas
y espirituales para armar un sistema poético que él mismo
define como obra de un solo verso, “el verso más largo de la historia
de la literatura.” Un verso
“solitario ad infinitum”
y que “nombra constantemente, no cesa de nombrar, como si buscara encontrar
por azar el nombre del Verdadero, el nombre del Innombrable. Sé
que es imposible, pero también es imposible dejar de hacerlo.”
Todavía nos queda mucho por ver y escuchar desde las voces de José
Kozer, con 60 años su ritmo vital y de escritura va negando el paso
del tiempo y crece sobre la inmediatez de ese verso largo, largo.
Me habla de los terrores y el silencio de la muerte, anábasis, satori;
me habla del salto y del vacío mientras su mano sentenciosa deja
caer estas palabras en el desierto de la página en blanco:
“Nada mal (digamos) si dos o tres poemas nacieron de la intensa verdad
indefinida de la poesía.”
Germán Guerra
En Miami, abril, año
primero.
CARTA
A GERMÁN GUERRA
Germán:
tú que entiendes de travesaños, dime, ¿dónde
está Cuba?
Todo
el papel se quema, orden del fuego.
El
espesor del fuego y no su ligereza (entiéndelo) se llama la candela
en nuestro país.
O
como si en circunstancias extremas no hubiéramos podido cruzar (acabar
una
composición) (¿de lugar?) nos quedáramos
farfullando (en efecto, incoherentes) eso no
tiene nombre (caballeros) no tiene perdón
de Dios.
¿Y
da el fuego? Los travesaños de la cima están renegridos,
calvos los montes: y como
se sabe que el que sabe sabe, bien sabemos,
Germán, que las dos ancianas que cargan
sendas cubas de ceniza (apenas ya pueden
con sus almas) en palo de jagüey (los llaman
pingas) (ah país de palos país de pingas, a la
merced del fuego) son nuestras madres:
irrespectivas.
Idénticas.
De un mismo (somero) sobrenombre. Demos a cualquiera de las dos por
inverso bautismo, un apodo: atina tú. Una es
otra, jimaguas, no desmerecen del espejismo
llamado Cuba.
Candela
la de la izquierda, majá: dale candela al macao a la derecha.
Germán:
escoge madre: da y olvida (da; yo no daba) (da; yo nada di) vírate
ya que se
juntan, a resultas no da ni dice donde hay (Ésa)
que siempre tuvo la forma (fénix) incombustible
de la escolopendra.
José
Kozer
RESPUESTA
A JOSÉ KOZER
Y
tú que entiendes de clavos y maderos
–
me dices, me preguntas –, ¿dónde está Cuba?
Y
yo sin palabras que puedan definir
busco,
tanteo
como un ciego venerable las paredes
–
a estos párpados cosidos con alambre
me acostumbro,
para
qué más son las paredes
cuando
acabamos de colgar en ellas
a
todos nuestros muertos y a la historia –,
pero
los mapas se hundieron
en
el pozo de baba de las lenguas
y
han armado barcos, y han cobrado alas.
–
¿Cuántas cosas caben en un clavo, José,
cuántas
cosas?
Certezas
de la magia
y
el fondo del sombrero
me
dictan las oscuras palabras
–
errante carpintero de palabras, estás
mordiendo
en las paredes un trozo de paciencia,
herrando
las palabras y soñando –.
– Está en el aire, José,
Cuba está en el aire.
Los
clavos deambulando la pupila.
Las
cruces donde se besan los caminos.
Abrevamos
en el mismo llanto,
los
grillos encanecen
y
soltamos desde el pecho
el
vuelo interminable de los escolopácidos
rumbo
a las púas del alambre
y las mareas.
Germán
Guerra
ÁNIMA*
Ahora
me descuido.
El desaliño de la
indumentaria de Machado.
Traspapelo.
Pierdo la estilográfica.
Yo, encasquillado (un modo de decir): un cierto descuido.
La Esfinge: gorra de pelotero,
pajarita negra, las medias sin duda del mismo color
(desteñidas) sólo que una es de lana y la otra de algodón.
Y el viejo cinto de cuero que me acompaña
hace treinta años (no fue nada caro) (las cosas se hacían
con más cuidado). y detrás de la Esfinge Las Tres Edades
del Hombre, una pared con Adán y Eva equidistante de
otra pared con Adán y Eva mucho (mucho) más jóvenes:
y en el centro Las Tres Gracias. Sólo ahí crece la hierba
irrumpe el trébol el campo se cuaja (asfodelos): lo demás
o mampostería o mármol cuarteado, a veces una esquirla
de malaquita, unas astillas de ónix: así este mundo
semiprecioso, esfera a Su imagen, a la espera de Su
semejanza.
Corrijo a un ritmo de cuatro
poemas diarios, perfilo un artículo de periódico una vez
al
mes, a veces (en verdad a menudo) me desprendo con un
poema nuevo (en mí no es nada novedoso hacer un poema
nuevo) atiendo mis asuntos de correos (esa compulsión)
(esa vieja argucia) (de algo hay que vivir) (ese otro
enmarañado aspecto de mi descuido): a este paso va y
consigo a) la sobriedad, b) la concentración, c) anábasis,
d) satori, e) dar el salto.
Díctame, azar, y como
por descuido, una causa exterior que encamine mis últimos años
a la virtud: a la virtud quiero decir de dejar en orden toda
esta maraña mía ("It is hard to stand firm in the middle."
Canto XIII, E.P.): ahí, y como por descuido, acopio de
Caos: una naturaleza.
*Ánima,
poema inédito que da título a un libro en vías de
publicación."
José
Kozer
JOSÉ
KOZER
FESTÍN
Brindemos
con el paraguas en alto en arco tres veces golpear el suelo (clásico,
movimiento) apoyar ambas manos (asidos) amago
de perfección, el equilibrio.
Luego,
caeremos: estrépito, de la carne (festín).
Una
gruesa tajada fría de torreja (canela) (jarabe de arce) la cucharilla
de alpaca reposa
en el cuenco de la mermelada (sépase: es palabra de
origen portugués; todo un festín, saberlo): kirsch,
ciruelas damascenas.
Que
se llene la casa de anacolutos en las musitaciones.
Sacratísimas
tallas: y los gobios vadeando el contorno de las anémonas del acuario.
Las
niñas mis hijas, musitando: un regajero ávido de ajorcas
(tabas) siluetas de cartón:
están vivas. Desperezo último me inclino a calzar sus
escarpines (de nada) (de nada) al ánimo que he vuelto.
Noviembre:
oboes.
La
agenda (de par en par) sobre el escritorio convidados para el sábado
Picciotto Kaplan
Jaramillo (¿será mala combinación?): gustaremos el
cebón en marmita a la
mesa
una
conflagración de flanes (antifaces): Guadalupe, que muero a los
postres. Final
requiebro
a
Guadalupe a las niñas (filial) la copa de vino consanguíneo
en alto (aquí) (aquí) dad
las buenas noches Dios de mi lado, decid. ¿Y toda esa historia
de degollinas órganos ábsides, se justifica? Hasta
mañana:
otra
venia
(despedida) de espaldas en los espejos (ved) la sencillez de esta casa
(dos)
hornacinas (una védica) (otra del viejo asunto cubano):
un arcón de pino rojo que nos costó sudor y ayuda
conseguir que entrara por la puerta principal de casa:
a la izquierda el diminuto lavabo inmemorial que
aturde a los mismos plomeros.
Prez
esta casa que nos sustenta.
Y
por cuyo umbral saldremos a la heredad del serafín que nos arropa
con su limosna a
otra morada.
BASTIÓN
LA NADA
Ya
cuando se acerca que cerca está.
Agasajados.
Estamos agasajados.
De
un lado hueso. De un lado, ostión.
De
un lado a otro lado reluce lo oval (sin contorno) acéfala configuración
la cabeza.
El
espolón, penetra.
Yo
también he de decir hasta dónde cuando un muerto de entre
todos los muertos
habidos y por haber.
Del
costado, vinagre. Yace a su lado la esponja. Dios no exprime ni ahoga.
Otrosí,
el viaducto. Se trata de un camino. Nada más fácil. Un camino.
¿Destino?
Harina de otro costal: forro (tela) de harina.
Otrosí:
no hay que desesperar. Puede haber alma, quién quita; o flujo purulento
la
continuidad: quita, quita.
Hablando
de caminos (debajo) no hay atajo.
Es
trillo o trecho, por nombre pueden ponerle senda (caso de considerar el
asunto al
modo clásico: por qué no). Índole espiritual, digamos:
aquí hay dulce para todos.
Vamos
(fecal) más abajo: cauce.
¿Tocamos
fondo? No se sabe. ¿Y ayuso? Ayuso sólo podré decir
ser fiemo.
Y
sanseacabó el agasajo. Sacabuche, el asunto. Fuimos, agasajados:
de nada (una
inclinación).
Más
cerca ya no se acerca. Ahora es otrora. Otrora y punto. ¿Y qué
del punto? ¿Estopa?
Un
roto. Y eso (ahí) téngase por seguro sabemos ser roto íntegro
no tiene ropa.
DESOLACIÓN
I
Isat
on the Dogana’s steps:
y yo, dear Ezra, en las escalinatas (San Lázaro) de la
Universidad.
El
bar Colina: con un amigo me furtivaba de la clase de derecho constitucional
a beber
daiquirís: dos.
Dos
muertos: el dueño del bar Colina y el amigo (hoy) moribundo, en
extremo.
Gauguin
muere sifilítico Van Gogh Nerval se suicidan: y mi amigo está
en las últimas
de filipinas a su descendimiento con el característico
cáncer de los tiempos que corren.
Oh
diosa Próstata (próstata) proclive a hace papilla (masacrar)
a tus pelotones.
Dear
Ezra: una vida, malabar. Un asterisco, una palabra. Compás,
el silencio (adentro):
malabar, de versos (a resultas de lo cual, otro poema).
Otro
poema. Rebatiña. Gobi. La china pelona de ojos jades. Fija. Afloja.
Silla de
palisandro. ¿No viste túnica aramea? Inmutable. Ladea la
cabeza (pro domo) diezma huestes persas. Ladea la cabeza,
se esfuman las escalinatas.
The
Dogana’s steps, remain: La Habana (céntrica ciudad) carece de
domos (dogos)
bajorrelieves (nada asirio en La Habana): carece de alminares
(no tiene terebintos La Habana).
Así
es, viejo Pound: se sale al mundo a buscar riquezas al final del camino
(otro)
recodo, al erial: viento rasando dunas (de lo cóncavo a lo
convexo todo lo cubre la arena): simún. Simulación, la
riqueza.
Rapallo,
La Habana: la vejez es el alto cargo de Dios que descarga el brazo en nuestra
cabeza (nos vira) de sopetón: súbito oficio de tinieblas.
Estatua
de sal (vislumbres) últimos de la arena.
Y
a la espera un río (reseco, lo más del año) a la salida
de la ciudad: se despeña a
Oriente, su polvareda: recorre mil kilómetros a lo largo
de la sal (arenales) se desborda: el Barquero que cuenta,
descuenta (vuelve, la cabeza) se cerciora de que en sus
ojos vacíos (sigo) presente: registra el hecho (es su
función). Desciendo, por la pendiente (de sus ojos):
el solideo (harapo) de filigranas. Del paraguas
(desvarillado) la negra tela, destrozada. El traje azul
oscuro (avena): y por permuta la muerte.
DESOLACIÓN
II
En
la biografía de Paul Gauguin se mencionan unos plátanos rojos
que crecen silvestres
en Tahití.
Me
emociona saberlo: tampoco demasiado.
A
estas alturas de la historia los plátanos rojos nada tienen que
ver con mi régimen
alimenticio.
Tampoco
Tahití aparece (paradisíaca) concubina de mi refugio.
Mi
recorrido fue otro: escribir unos cuatro mil doscientos poemas (4,200)
en un período
de treinta años.
Nada
mal (digamos) si dos o tres de esos poemas nacieron de la intensa verdad
indefinida de la poesía.
Intuyo
que algún cuadro de Gauguin nació de la intensa (roja) verdad
(no se trata de un
plátano) indefinida de la pintura.
Presiento
un final igual de aguado: su mal venéreo, mi infarto.
Sus
últimas palabras (¿me alcanza por favor otra dosis de calomelanos?)
mis últimas
palabras (¿me alcanza por favor otra toma
del diurético?).
TE
ACUERDAS, SYLVIA
Te
acuerdas, Sylvia, cómo trabajaban las mujeres en casa.
Parecía
que papá no hacía nada.
Llevaba
las manos a la espalda inclinándose como un rabino fumando una cachimba
corta de abedul, las volutas de humo le
daban un aire misterioso,
comienzo
a sospechar que papá tendría algo de asiático.
Quizás
fuera un señor de Besarabia que redimió a sus siervos en
épocas del Zar,
o
quizás acostumbrara a reposar en los campos de avena y somnoliento
a la hora de la
criba se sentara encorvado bondadosamente
en un sitio húmedo entre los helechos con
su antigua casaca algo deshilachada.
Es
probable que quedara absorto al descubrir en la estepa una manzana.
Nada
sabía del mar.
Seguro
se afanaba con la imagen de la espuma y confundía las anémonas
y el cielo.
Creo
que la llorosa muchedumbre de las hojas de los eucaliptos lo asustaba.
Figúrate
qué sintió cuando Rosa Luxemburgo se presentó con
un opúsculo entre las
manos ante los jueces del Zar.
Tendría
que emigrar pobre papá de Odesa a Viena, Roma, Estambul, Quebec,
Ottawa,
Nueva York.
Llegaría
a La Habana como un documento y cinco pasaportes, me lo imagino algo
maltrecho del viaje.
Recuerdas,
Sylvia, cuando papá llegaba de los almacenes de la calle Muralla
y todas las
mujeres de la casa Uds. se alborotaban.
Juro
que entraba por la puerta de la sala, zapatos de dos tonos, el traje azul
a rayas, la
corbata de óvalos finita
y
parecía que papá no hacía nunca nada.
Publicado
en Bajo este cien (Fondo de Cultura Económica, México,
1983)
REBROTE
DE FRANZ KAFKA
Es
una casa pequeña a dos niveles no muy lejos del río en un
callejón
de Praga. En la madrugada
del
once al doce noviembre tuvo un sobresalto, bajó a la cocinilla con
la mesa redonda y
la silla de tilo, el anafe y la llama azul
de metileno. Prendió
la
hornilla
y
el fuego verdeció a la vez (tres) llamas en los tres cristales de
la ventana: olía a azufre.
Quiso
pasar
a
la salita comedor a beber una tisana de boldo y miel, corrió la
silla y se acomodó
delante de una taza de barro siena que
había colocado no se sabe hace cuánto
sobre el portavasos de mimbre a seis
colores, obsequio
de
Felicia: y una vez más
apareció
Felicia con la raya al medio, las dos trenzas y un resplandor de velas
en el
óvalo blanco de aquel rostro ávido de
harinas y panes de la consagración,
rostro
tres
veces
una
llamarada en el cristal de la ventana: apareció. Y era una vez más
la niña tres veces
de sus muertos, acudían
al
golpe
del
triángulo unos músicos de cámara y al golpe de la
esquila (las tres) en el alto
campanario no muy lejos del río: se
arrellanaron, diez
tazas,
diez
sillas
en la inmensa casona de las mansardas, la casa en que los miradores y las
cristaleras (establos y galpones) se
abrían día y noche, el agua
y
las esponjas
relucían.
Pues, sí: era otra época y un coro de muchachas vigilaba
las teteras (bullir) los
eucaliptos (bullir) la mejorana y un
agua digestiva (mentas) aguas
de
la respiración: todo
tranquilo
(por fin) todo tranquilo, subió los escalones y vio que se tendía
en el cristal de
la ventana (por fin) sin una
aglomeración de pájaros
en
la ventana.
Publicado
en Bajo este cien (Fondo de Cultura Económica, México,
1983)
RÉQUIEM
DEL SASTRE
Éste,
deshila en la urdimbre los hilos que al bies fueran supeditados para forjar
la tela
(ahí) llaman al cortador para que pase sus filos por el
camino que trazó la tiza (eso) recubre: está fría
la noche;
ha venido.
Ah
extiende la palma de la mano (ah) la mota de algodón, tiene un vilano:
a voleo, las
telas (cúbranse).
La
mano (todos) a la cabeza (en) la coronilla la forma redonda de los solideos,
bendición (la tela): el sastre deshilvana los hilos que bajo
Dios forjaran en los solideos; y queda en pie la coronada
carne del cuero cabelludo (piel) lisa (ah, está llena de
mataduras, ahora) de las bestias de tiro y carga, Su obra:
el paño cubre como gualdrapa (flor de lis, fondo negro)
las bajas carnes de las cuatro bestias, ataviadas.
Penachos,
arzón curtido de las bestias: útiles (animales) vestidos.
El
sastre creó (cúpulas) de lisa comba (son) el anca de los
caballos; punzón, perfecto: es
un artífice nuestro inmarcesible sastre que protege con
telaraña las higueras tiende cendal sobre el tabaco
florecido de los campos (recompone) las carnes sobre
el hueso redundante de sus muertos: que él entró al
centro enfurecido de los racimos de abejorros que
hilan e hilan (carnes); ciegos escolares de Dios, en
sus celdas.
Por
mí, vino: yo temí que fuera mi padre, una vez más;
y me llevé la mano a la cabeza
(desprevenido) con movimiento reflejo.
Ése,
es otro (de profesión, la misma): se llama sastre (arpa) (David)
(barba crespa)
(fuertes pantorrillas) (colmena dura, su corazón): nada tiene
que ver con rápidas progenituras de pan comestible (otra) su
miga; cómo, de dónde saco las palabras el sonido de mota
de
las palabras el filamento (maná) de las palabras para decir
(ahora) este sastre está en el fondo húmedo de la trastienda
de una calle que podemos llamar Villegas (Delancey) calle de
Gorójovaia (está) en los lepidópteros fondos los húmedos
fondos de la carne (animal, sagrado): salta (salta) hacia mí.
Me
inclino, en germinación a recoger los cotiledones con que el sastre
forjó las grecas
(filigranas) geometrías que orlan, su tela: me cubro.
La
mano, a la cabeza: en la solapa izquierda una gramínea (florecerá,
la pangola): aquí
vendrán las bestias a pastar donde estuvo mi traje de
hombre pobre (mis blancas telas): no me alcanzan
para hablar de Dios los viejos candelabros de siete
brazos las grecas de repetido azul sobre fondo (lino)
blanco de una estola: alzo, este salterio para que me
conozca.
Finalmente,
no soy nadie: hijo, del sastre.
Murió,
caballos alquilados tiraron de la carroza en que transportan su carroña
perfecta
con pantalón de rayas (blusón) negro de (artífice)
sastre: guiado del fondo de una trastienda a su
cónclave de tierra (desmoronada): llovió, en el
norte en el sur toda la noche hizo frío la higuera
se secó de golpe, en el traspatio: un abedul en
primavera, se deshojó; una ceiba del sitio al que
volveremos murió en mitad de los trópicos,
escarchada.
No
importa (no) interesa: las vainas del árbol, cayeron: los hilos
de las telas se
desmoronaron como polvo, de gis.
Nada:
el constructor es otro. Mi padre es otro vástago suyo que ocupara
la profesión de
sastre (abejorro) cotidiano: urdió (y) urdió telas
completas de miope vivo sentado con el pie sobre
un escabel el filo de su pupila horadando la carne
(alzando) un hilo al cielo (pobre) abejorro: a mí
me vistió (países) vistió: repartía (enfebrecido)
al
final, sus hilos; (vástagos) truncos de lino (campos)
azules, de algodón: hemos quedado (truncos) ambos
muy de la mano viendo nevar (aquí) fuera (de la
mano) mirando hilos al bies la nieve en alto (tú,
traje de casimir que pareces un hidalgo pese a los
puños de vegetal deshecho del saco; yo, pez que sube
a mamar la fibra que se desprendió de tus borras).
Publicado
en Carece de causa (Editorial Último Reino, Buenos
Aires, 1988)
APEGO
DE LO NOSOTROS
Para Guadalupe
Di,
di tú: para qué tantos amaneceres.
Qué
año es, era.
Te
previne: podría aparecer una pera de agua en el albaricoquero cargado
de frutos,
hacerse
escarlata
la
savia del rosal; sonreías. Y ahora reímos, rompemos a reír
a carcajadas, blusón
de
lino, faja
sepia
con un emblema geométrico, también te previne: y ves, un
arpa en el peral del
patio, ¿arpa? Tres años
que
no llueve
y
debajo del albaricoquero hiede a humedad: a gusaneras fortísimas
que devoran cuanto
cae, devorarían la propia lluvia
si
cayera. Si
cayera,
recordaríamos aquel tren de vida metódico que tanto nos gustaba:
mojar
las
galletas
de
anís en el café retinto (yo te enseñé a decir,
café retinto y carretero; sonreías): mojar.
Qué seres
tranquilos.
Y
toda
tu admiración volcada en aquella frase que nos resumía: “es
que sabemos
administrarnos bien.” No digas
que
no
te
previne, había tantas señales: el varaseto que apareció
roto inexplicablemente el
peldaño que faltó
de
pronto
a
la escalera de coger los frutos ¿del peral, del albaricoquero? Cómo:
yo lo supe, yo lo
supe. Mira,
dormías
aún
y me quedé de pronto (tan temprano) en la arista en altas celosías
en la revuelta de
un arco hacia
arriba,
quizás
aún
dormitas: dos lustros, o dos décadas, ¿pasaron? Qué
hubo. Qué
del
segundo
movimiento
andante
sostenuto, ¿recuerdas que por aquella época descubrimos
los
poemas del amado Sugawara No Michizane,
amantísima. Amantísima, del arpa
desciendas,
de
los
instrumentos de cuerda desciendan tus dedos numerosísimos que me
toquen al
hombro, que me prevengan: la mesa, está
servida. El plato de cerámica
granadina
con
las galletas de anís y frente por frente los dos tazones de café
tinto. Servida
la
mesa
e
imitábamos como si hubiera un mayordomo yo fui tu mayordomo y mayordoma
(“la
mesa está servida, Señora”), ¿te acuerdas? Qué
miedo
le
cogimos al plato cómo pudo resbalársete de la mano el plato
el número siete la luz
crecer de la luna al entrar por el enrejado de la
ventana, irisar
bajo
la
campana de cristal las flores del albaricoquero las flores del peral, flor
de tul flor de
cera toda esta habitación esta mesa
servida.
Publicado
en La garza sin sombras (Llibres del Mall, Barcelona, 1985)
La
tibieza del barro en la vigilia (Carta a Germán Guerra)
Germán: Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí,
no en casa de María Antonia (esa señora cuyas amistades peligrosas
hicieron de la Merteuil y de Valmont unos ángeles),
sino de la Vieja, como llamamos cariñosamente al amigo poeta que
nos presentó. (Sospecho que, mientras lee esto, la Vieja se
debe estar acordando de la mía.)
Con tu nombre de resonancias bélicas y tu estampa de gladiador,
encontré natural que un libro tuyo se llamara Metal. Vagamente
esperaba conflagraciones, gritos de batalla, clamores de maquinarias o
de escudos. Hasta que te escuché leer en voz alta. Leías,
y lees, tus versos en un susurro modesto y sosegado, en el que creí
encontrar la secreta melancolía de los estoicos. Los versos que
leíste hablaban una y otra vez del tiempo y de las piedras. “Qué
raro lee sus cosas”, me dije.
Porque, como sabes, la lectura en voz alta define tres clases de poetas:
los buenos poetas que leen mal, los malos poetas que leen bien, y, la clase
menos poblada, la de los buenos poetas que leen bien. (Los malos que leen
mal, para qué molestarse.) Aquel día te clasifiqué
sin vacilar en la primera clase.
Luego me fui leyendo tus poemas. A la luz silenciosa de una lámpara,
descubrí que estaba en un error, que perteneces indiscutiblemente
a la tercera clase. Hallé de nuevo el susurro y la modestia y el
sosiego, y la –ahora sí– certeza de la melancolía. Los versos
eran largos, asordinados. Procesiones de sílabas dolientes, cargadas
con cruces, clavos, maderos, la carne abierta en las espaldas.
¿Te has fijado que alguien martilla en casi todos tus poemas? Cuando
no, es la repetición martillada de una frase, una imagen, una palabra
desnuda. Repetición que en tus versos es menos un énfasis
que otra manera de aludir al tiempo. El tiempo, siempre el tiempo, el tiempo
todo el tiempo. (Mijito, qué obsesión con
el tiempo.) Las horas, las estaciones, los ciclos de los astros, reloj
con dimensiones planetarias y soles numerados, sugieren a la vez, ambiguamente,
el retorno y la pérdida.
También ambiguamente, las elegías (el dedicado a Martí,
por ejemplo, y el hermoso Última casa de ceniza) son
más reconfortantes, más luminosos que los otros. Pero se
me ocurre que insisto demasiado en el lado sombrío de tu poesía.
Acaso lo he hecho porque no es tan obvio como su delicadeza y su noble
serenidad, o las entrevisiones relampagueantes, como la sombra de la mano
de Tolstói sobre el tablero de ajedrez.
Pero lo esencial de tu poesía es otra cosa. Uno vuelve a ella como
a una conversación inacabada, un sabor de pan. La palabra que me
viene a la mente, pobre como toda palabra a la hora de las definiciones,
es entrañable. La tibieza del barro en la vigilia.
Por
siempre tu lector,
Félix
Lizárraga
GERMÁN
GUERRA
GÉNESIS
Lo
primero fue el hombre
apuntalando
las paredes del taller
para
que Dios se regodeara
entre
su torno y la tibieza del barro
recogido
en el nacimiento de los arcoiris.
Lo
primero fue este sol de la mañana
para
alumbrar la desesperación del hombre.
Primer
hombre alimentando la vigilia,
la
ausencia de los nombres y las herramientas,
los
azoros cotidianos y el deseo de una hembra.
Todas
las preguntas coronadas con un nuevo dios
exigente
de holocaustos, libaciones y misterios
cuando
la lluvia y el eclipse golpeaban a la puerta.
Los
primeros fueron los colores
y
el olor de la yerba ungiendo un rígido verano
y
las ovejas pastando de su propia inocencia
al
final de una llanura enorme y sin respuestas.
Llanura
negando desde un trono la redondez del universo.
Las
piedras trazando en el vacío
el
primer círculo de muerte más allá de la mano,
trazando
la destreza que nos brinda el aguijón del hambre,
los
dolores secos en la espalda, la rueda y el camino,
las
manadas de lobos y de espadas, de cruces y patíbulos
y
el hombre devorando al hombre en el espejo.
Lo
primero fue un espejo
y
la cuchilla de afeitar en la garganta.
Lo
primero fue un juguete roto.
Lo
primero fue la máquina del tiempo
–
reloj con dimensiones planetarias
y soles numerados –,
el
tiempo de la hila y de las pieles
curtiéndose
en un viento rancio de cuaresma
para
que fueran trazados los primeros caligramas
y el poema.
ESTANCIA
EN POMPEYA Y HERCULANO
A
las seis de la tarde
revienta
la ciudad petrificada.
Contenes
egocéntricos
comienzan
su agonía,
se
parten contra el polvo y las banderas de la noche
curvando
una absoluta sinfonía de epitafios
en
el apresurado roce con las suelas
–
suelas:
único mediador
entre el hombre y su ciudad –.
La
ciudad devora el ente duplicado,
se
extasía en su llenura.
A
las seis de la tarde,
en
el más ecléctico
en
el más cansado parquecito de farándulas y orines
–
seguramente al borde de la luz y de las casas –,
una
multitud desesperada
viste
sus camisas blancas,
mastica
la impaciencia,
habita
los agasajos de la espera
y
al fin,
al fin
comienzan a llegar los pájaros
que cagarán esas camisas blancas.
LA
CIUDAD Y EL BORDE DE LA ISLA
Para Félix Lizárraga
Ya
no hay ciudad que te repita las canas y el olvido,
irte,
ser, estar o acostumbrarte ya nada significan,
ya
no hay ciudad ni muro que detenga tus pasos
ni
abiertas calles con fuegos de artificio a tu regreso.
Ya
no hay ciudad ni mar ni barcos en los puertos,
no
busques más, tu sombra no te sigue.
Tú
mismo en la ciudad te has convertido:
Eres
tú el muro que te detendrá.
Ya
no hay ciudad ni hombres hundidos en el sueño.
Aquí
estamos, diciendo para que nadie entienda,
fingiendo
ya ser mudos, ya ser ciegos y sabios,
rehaciendo
nuestras casas para espantar el tiempo
con
las hojas ruinosas de este otoño tan largo.
Y
aquí estamos, sentados sobre la luz y el tedio,
colgando
nuestras piernas al borde de la isla,
aquí
estamos, y estamos tan cansados.
Un
circo, un universo
una
lágrima honda
tatuada
en la cara del payaso,
el
salto, la hemorragia
el
hambre de las bestias
las
espadas, la garganta y el silencio.
La
memoria de un circo
se
pierde cuando llega otro circo.
Entre
abril y noviembre y el invierno,
cuando
el tiempo es un eclipse largo,
tenemos
otro circo
de
campanas enormes
y
colores bien hondos
soltando
palomas y esperanzas
en
la calle principal de la ciudad
y
a la ciudad se le rompe el silencio
y
se rompen los sueños
y
los sordos aplauden
y
los ciegos ya perdieron su llanto
y
al país lo habitan las estatuas.
Martillos
doblando las campanas,
música
de sangre y pan que falta
y
polvo en el lugar de la memoria
y
los sudores del insomnio
y
palabras y gargantas y el silencio.
La
misma sed de siempre
el
mismo río otro,
extraño
río siempre
calmando
las gargantas.
ÚLTIMA
CASA DE CENIZA
Cuando el aire, suprema compañía,
ocupa el sitio de los que se fueron
Juan Ramón Jiménez
Hay
un manto de cocuyos muertos
pegado
a las paredes de la casa,
y
ahí está mi padre martillando los metales y el silencio
de
los que salieron a la calle en pleno día
sin
darnos la noticia breve
de
su rumbo hacia la grieta del espejo
que
detiene los rostros cotidianos y el regreso.
¿Padre,
qué hay detrás del horizonte?
Qué
hacer ahora que nos hicimos mar
como
una burda imitación de los juegos de la infancia,
cuando
la espada de madera que nos construyó el abuelo
nos
golpeaba, sin que supiéramos que era el filo de la vida.
Qué
hacer ahora que estamos detenidos
en
la última imagen de la humedad del ojo,
esperando
el regreso de los perros infinitos
que
ladran con un doble nudo en la esperanza
rumbo
al lugar donde mañana
recogeremos
lo que nos toca de locura
–
hoy, estar vivos
es
perseguir lo que nos toca de barranco –.
Cuánto
padre,
cuánta
herejía en el costado del sol y de los hombres,
cuánto
polvo colmando los rincones y las tejas de la casa
donde
antes la lluvia bendecía con sus cauces de agua
el
cuento feroz de los ahorcados y las historias de fantasmas
que
con un hilo de voz nos decían los mayores al anochecer.
Cae
sobre las casas y las calles enfangadas
la
primera mordida de la noche,
y
ahí está mi padre sentado en la ventana alta,
trazando
círculos de espanto en su sombrero,
moldeando
la herramienta que detiene al tiempo,
conjurando
un mínimo y cómplice solsticio
para
la próxima estación de aves migratorias.
MARTÍ
Para Néstor Díaz de Villegas
Un
niño y su martillo
unánimes
trazando por el aire
un
cántico de muerte
y
piedra en el sudor de los lamentos.
Los
héroes de papel,
papalotes
de barro
y
el sol un dedo blanco
y
un círculo de moscas
y
la carne abierta en las espaldas.
Después
la tierra extraña,
extraña
tierra toda,
insomnio
de las bestias
verdades
como nubes o peces
allí
donde nombrar abismos.
Allí
donde los puentes el invierno
una
página en blanco y el silencio.
Suicidas
de domingo
caminan
por Manhattan
el
tedio de sus perros.
Del
Orinoco al Hudson
Caronte
con sus remos
con
sus mapas de sangre
y
Heráclito que aguarda
limpiando
su clepsidra
a
la sombra del tiempo
a
la orilla del Cauto,
y
tú nombrando ejércitos
nombrando
libertades muchachos
y
palabras y palabras y palabras.
Después
el
ardor de la guerra
la
fiesta y el hambre del regreso,
un
grillo limando su arco
en
el último verbo del diario
y
el sol un dedo blanco
espantado
de todo
y
una libra de sueños y metralla
abriendo
entre la carne
y
los nombres de tu pecho
o
rompiéndote la espalda
– Qué importa ahora
el rumbo de una bala.
LA
SOMBRA DE LA MANO DE TOLSTOI
– tal vez la misma sombra
que intuyó Emilio García Montiel –
Aquí
y ahora,
fumando
en mis fantasmas,
atado
diezmo de los años y a esos viajes
que
hoy son polvo y unas fotos amarillas,
sentado
como siempre en mi balcón de tiempo,
aferrados
los ojos a un par de atardeceres
y
sintiendo en todo el cuerpo
las
patadas que regala la vida,
patadas
que me empujan a escribir este poema,
cuando
se posa en la pared – ahora
no
recuerdo si a mi diestra o mi siniestra –
la
sombra de una mano
y
busco y espanto las hormigas del miedo
porque
no hay mano ni anillos que la salven
flotando
entre el sol y mi pared
y
la sombra se ha ido con la tarde.
Opacos
soles del invierno
carcomen
los bordes de la historia,
lápida
y memoria bajo la luz que pudre.
Moscú
sitiada por el tiempo
y
todos los ejercitos afuera,
sangre
labrando caminos en la nieve
y
adentro, bien adentro,
la
ciudad, los zares blancos
que
salen de sus tumbas
y
devoran la momia del último patriarca.
Magníficas
campanas
que
nunca cantaron la gloria del imperio.
Las
cruces y el oro de los domas
están
preñando nubes
en
la iglesia de Khamovniki.
Las
grúas están armando el horizonte.
Amagos
de esperanza y esos viejos
que
mueren si paran de toser,
que
ya no cumplen años
fundidos
para siempre a sus abrigos
–
los abrigos no guardan el color
ni
el último estertor de los visones –
y
yo escondido en mi sombrero,
entrando
en la casa de Tolstoi.
Y
adentro, bien adentro,
después
del gran salón
y
el retumbar de voces de las nobles visitas,
después
de la escalera,
en
el aséptico orden de manuscritos inconclusos,
simétricos
ejércitos detenidos en el último ajedrez,
fundidos
a la nieve del tiempo
y
la sombra de una mano sobre los reyes de marfil.
Ventana
pariendo los soles opacos del invierno
y
un par de atardeceres
que
regalan la vida y el tiempo y la memoria.
CORAZÓN
En el principio
soñó Dios los cielos y la tierra.
Y dijo Dios en medio de su sueño: Sea la luz y el corazón
del hombre. Soñó Dios un corazón que latía...
caluroso,
secreto, del grandor de un puño cerrado... en la penumbra
de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo. Y fue la luz
y el corazón del hombre, y fue la tarde y la mañana el día
primero. En la alta mañana de un olvidado caserío de provincias,
en el día primero de un mes y un tiempo demasiado largos, cansado
de andar plazas y desesperanzas, sudoroso y flácido, buscando en
los abier_ tos muros que ya no tienen cal ni tienen canto, parado ante
la puerta y las columnas de silencio que suelta la campana del templo,
morada – según ellos, los que esperan – de un encallecido Dios de
compasión y sueño, el corazón decidió crecer.
Y creció, creció y colmó el parque con sus ceibas
de siglos y no se vieron más los bancos de concreto ni la iglesia,
y ellos dejaron de esperar ante el milagro que tocaban. El corazón
cubrió los barrios del centro, los límites del pueblo y toda
la extensión de la provincia, que para entonces ya había
salido del olvido; alcanzar las fronteras del país le tomó
el tiempo que demoran los discursos en ser polvo sobre la frente de los
hombres. El corazón fue criticado por los viejos partidos y alabado
en el corazón de los humildes. Una sombra inmensa proyectaba el
enorme corazón con vida propia, una sombra de carne para el hambre
de todos los espíritus. Una sombra hermosa y esperada por las razas
vecinas ya adentraba sus pasos en el continente y en los marinos de ambas
mares era el regocijo y los deseos que se cumplen y una estrella fugaz
cruzando el cielo y el vasto corazón que se inflamaba... Aurículas
y ríos, ventrículos y montes, viñedos y árboles
de pan brotaron en las planicies del músculo. Gaviotas y topó_
grafos, fundidores de acero y fundadores de ciudades fueron los prime_
ros habitantes del lugar donde latía la esperanza. Y la Tierra quedó
deshabitada, tierra en la memoria de la Tierra, hermana de la Luna en su
redondo viaje; y fue la Luna lo que siempre ha sido, roca de la desolación
y añosa luz para el ladrido de los perros.
En el principio soñó Dios con los planetas, y fueron los
planetas, y fue la tarde y la mañana el día segundo.
Osmar
Sánchez Aguilera
Palabras
babélicas, discontinuidades
A Osmar Sánchez Aguilera lo conocí hace muchos años,
en un encuentro de investigadores universitarios. No sé si él
recuerda aquel encuentro en la Colina, pero a partir de entonces fue para
mí una referencia respetable y recurrente no sólo en los
medios universitarios, sino también en los ambientes poéticos.
Años después nos encontramos, aunque no físicamente,
en la antología Detransparencia
en transparencia, que compiló mi querida amiga Puchi Fajardo
a mediado de los noventa. Y el encuentro más cercano ocurrió
en México, donde ambos residimos. Este encuentro propició
un conocimiento mayor y un afecto sostenido y justificado. Ahora puedo
decir con toda certeza que si un tipo estudioso y aplicado conozco en esta
vida, ése es Osmar Sánchez Aguilera.
Debo decirles, ahora que presento estos poemas para La Habana Elegante,
que la mirada escrutadora de Osmar asiste en ellos al derrumbe del mito
que refrenda lo efímero y lo aparencial, la eterna relatividad,
lo vívido y lo ausente. Ante ese ojo escrutador alcanza una nueva
dimensión el lado vulnerable de lo grande, como los elefantes o
los bienaventurados, idos ya, que pueblan la luz. O el prepotente orgullo
del humano, habitante de una tierra donde se siente todopoderoso y que
no es más que una hormiga del universo.
Apegado a las visiones "otras", retrata Osmar el instante distinto, el
despertar de una ciudad que parece otra a determinada hora o los signos
incompletos que no alcanzan a percibirse en el ligero andar, tantas veces
indiferente, de la cotidianidad, y tras los que suele ocultarse la turgente
inminencia de un deseo.
En estos poemas deambula el exquisito poeta que comparte el mismo recipiente
corpóreo con el acucioso investigador, el hombre admirable y el
fino amigo. Yo que he aprendido a valorar a los amigos en todas sus dimensiones,
ya no puedo separar al Omar poeta y académico del hombre familiar,
padre y esposo. Ellos tres --Osmar, Mayuli y Beatriz-- forman un conjunto
prácticamente indivisible en mis afectos.
Presentarle a Osmar Sánchez Aguilera y compartir estos poemas con
usted es para mí un gusto, un placer y una satisfacción.
Odette
Alonso Yodú
identidad
qué
descansada muerte llamarse manuela.
el
señor aquel ¿te acuerdas? «turco»: todo su nombre.
y
no acordarse nadie, ni tampoco haber sido,
cuando
se fue, sino aquel otro, por fin,
que
al sustraerse arrastró consigo
los
dispendios gratuitos, fatales, de la memoria.
afortunado,
él, que absorbió total su muerte.
la
recibida propia, la repartida suya.
de
una buena vez.
qué
descansada muerte, morir, sin más,
completo
cuanto se fue. creído o no.
con
uno. a pesar de uno.
desde
siempre. también después.
escolios
mientras
avanzaba ahora, fijándolas como si nada,
pensando
me sorprendo en la extrañeza
o
momentáneo vértigo
que
habrá de suscitar en alguno
de
mis descendientes, o curioso
lector
de antiguallas, estas breves líneas
de
vivir, estas apretadas huellas
de
tinta ya entonces borrosa,
que
en las páginas ajenas, al pie, en los márgenes,
algún
desconocido, esperanzado tal vez
en
volver por ellas, fue dejando.
y
ya no puedo subrayar si no admirado
--
descendiente primero de mí, al parecer, yo mismo --
escrito
está en mi alma vuestro gesto, en vez de la palabra
de
Dios estarán tus palabras y mi fe
serás
tú...
como
una hormiga caligrafía eterna el mármol
impenetrado
de los monumentos.
los
párpados. la realidad. las palabras
en
el interior de tus ojos ha de tener lo feo su oscura residencia. la fealdad
de cuanto ves ha de alojarse
en tus ojos. no puede ser, has de aprenderlo, tanta grisura en las calles
de afuera, tanto desvencijamiento en sus fachadas, e incluso tribulaciones
en los rostros de quienes pasan a tu alrededor vertiginosos, nocturnas
mariposas, desaladas. no puede ser que la realidad sea esto que desfila
y se te entierra y un coro canta ciudad hermosa, la, obsedido, a la: debes
ser tú que la inventas; tú, que pondrás la intermitencia
espesa del humo donde hay otra espesura no alcanzada por tus ojos; tú,
que instalarás el murmullo, absorbente, colectivo, donde el sosiego
reina; tú, dependiente de esos ojos, que se enferman, como si no
bastara. esencial es eso que sucede afuera. apréndelo. sin tus ojos.
amores
de ciudad grande
«Que
sus misterios,
como
dijo el poeta, son del alma,
pero
un cuerpo es el libro en que se leen».
J. G. B
recuerda,
cuerpo, no sólo los cuerpos
que
amaste o deseaste
sin
la apetecida
consumación.
también las almas, cuerpo,
recuerda,
las
gozadas espiritualidades.
como
insondables puentes. las almas
corporizadas
-para ti- de pronto
en
un refugio armónico de la noche.
por
la irrupción cabal de un gesto. un signo
al
azar. otras palabras.
agradecido
recuerda, endeudado cuerpo mío.
con
legitimidad, si no mayor, igual,
esas
entrañables sutilezas de etéreas tramas
en
cuyo extraño y fugazmente compartido roce
quedamos,
por rarísima vez, del todo incluidos,
alma
tú, y el alma cuerpo, a la deriva
yo,
y en la deriva, por fin,
mi
centro.
aunque
no tengan nombres. o sus nombres
de
entonces ya no sean los mismos. agradécele
a
todas -almas vírgenes para ti en la carne-
haberte,
cuerpo, restituido.
fragmento
[?]
ahora
no es mi ausencia lo que me preocupa.
ni
la memoria. a mi pesar.
sino
el espacio que usurpará indiscreto,
contumaz,
por cuenta propia,
el
cadáver.
Tomados
del libro Dfe y otras erratas (Ediciones Muglifo), Mérida,
Venezuela, 1999
*
respeto
más los elefantes ahora que vi
su
inocencia
enorme,
inerme,
desangrándose,
y
cual hormigas, entrando y saliendo
de
su interior, a seres armados,
entrando
y saliendo
de
un indefenso castillo
en
ruinas, cuyo tesoro mayor
había
ahuyentado el súbito soplo
y
el estropicio.
respeto
ahora
más los elefantes,
porque
la inmensa, añosa mole de vida
que
supuse total, discreta, invulnerable,
puede
ser
derribada,
negada, muerta,
por
aquellos, por ti:
por
mí mismo.
qué
pequeños debemos de ser nosotros,
moradores
en
turno de la tierra,
cuán
pequeños,
para
que las montañas
de
un planeta -entre miríadas de otros-
descomunales
-montañas- nos parezcan;
sus
fosas marinas, abisales hoyos;
baobabs
sus árboles; cóndores
u
oropéndolas
sus
aves;
la
historia breve de nuestra errancia,
eterna;
deshabitado el cielo; y estéril,
como
una transparencia, el aire.
todo,
recuerdo,
aunque
no lo haya vivido, todo
horizonte.
qué
pequeños,
pero,
sobre todo, qué frágiles, nosotros,
los
vecinos tal vez más recientes
(o
próximos), los que guardamos
por
toda herencia palabras,
babélicas
palabras
que,
se desgañiten o susurren, arrastran,
en
sus ascensos y caídas, adioses,
siempre,
a dioses, carencias, lejanías:
discontinuidades...
“y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.”
J. L. B.
bienaventurados,
vida, los que pueblan tu luz,
ahuyentados
por la imperfecta sombra
de
tus famas;
bienaventurados,
los
que triunfar
(de
sí)
pudieron,
cobijados
por el polvo
milenario
de tu fuente, y entre páginas
arduas
apenas
inscribieron: bienaventurados, vida,
los
que pueblan tu luz
ausentes,
allí, bienaventurados.
despertar
poco
antes del alba. amanecer
sin
ruidos ni señales
de
ciudad, sin otro orgullo
ni
bandera
que
la serosa latencia del alba,
su
humedad cariciosa toda mi piel,
su
lenta luz inestrenada, todo mi credo.
De
semióticas
hay
signos que no percibo
y
signos, también,
que
no interpreto.
signos,
como esta lluvia
queriendo,
acaso, significar
la
turgente
inminencia
de
un deseo.
son
signos, lo sé
porque
se resisten, porque no
me
llegan
completos.
signos
como
este raro
estremecimiento
que
sube, sutil
relámpago,
al
cerebro, para avisar
que
estás cerca
tú,
mi solo
amor,
en un gesto
ajeno.
*los
textos que siguen, sin titular -excepto el último-, son inéditos
|