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Ofrecemos
el cuento "La Habana Elegante", del libro homónimo, del narrador
cubano Arturo Arango (Manzanillo, 1955). Arango ganó el concurso
de cuento UNEAC (1988) con el libro
La vida es una semana.
En 1992, "Bola, bandera y gallardete" obtuvo premio en el Concurso Internacional
Juan Rulfo, en París; y en 1994 "Lista de espera" (recientemente
llevado al cine), se alzó con el Premio Carlos Castro
Saavedra en Medellín, Colombia.
La Habana Elegante por Arturo
Arango
para Reinaldo y Miriam
El
padre estaba abriendo la ventana y la dulce luz de octubre obligó
a Julián del Casal a abrir los ojos. En el cielo jaspeado
de púrpura y oro lo primero que vio fue una bandada de cisnes, el
aire estaba impregnado de aromas sutiles y en la calle un caramillo reiteraba
una melodía desconocida y
maravillosa. Papá, quiso decir. La luz que Juana prefería
para sus cuadros revelaba la habitación, el cielo tenía un
limpio azul turquí y el padre, como tantas veces, no estaba.
O estaba sólo para mirarlo: él, tendido sobre el lecho de
sándalo, como un clavel tronchado de raíz, y su padre de
pie junto a la ventana, padeciendo por su Julián indefenso y enfermo.
Si se nublara un poco, si esa luz cayera al gris perla de mi melancolía
y protegido en las tinieblas pudiera dormir horas y horas, entrar en una
noche interminable y única en la que el alma errante de mi padre,
solo en la vida y en la soledad de la muerte, encuentre al fin consuelo.
Estar con él a solas, en silencio, los dos envueltos en la penumbra
de ese pequeño cuarto donde había temido la posibilidad de
ser feliz, de tener un poco de paz, la certeza de un amparo, la amistad
de una familia que no espera más que gratitud.
Las nueve de la mañana. En el buró de caoba, un papel recordaba las obligaciones del día: revisar la crónica semanal sobre la ciudad, escrita la noche antes, y llevarla a la revista, corregir las pruebas de la plaquette con sus Rimas, pasar por casa de Blanquita. Pero hoy no quiero más que este cuarto, que la silenciosa compañía de estas paredes que no piden nada, que no exigen nada, que me protegen sin preguntar, sin desear, sin temer por mi destino. Echarme en la cama, dormido o despierto, vivo o muerto, a soñar o a leer, a imaginar fantasías o a padecer espantos, no importa. Quisiera morir de soledad, pero tampoco eso puedo, tampoco. ¿No mata la soledad? Nada debía importar, pero no tengo valor para oponerme al orden de una vida que no me pertenece: bajaré esas escaleras, daré los buenos días a la mamá de Domingo, tomaré la taza de café con leche y comeré mi porción de pan sin preguntar cómo los obtuvo, estaré en la calle, experimentando el aislamiento entre la multitud, la indefensión y el miedo. Candil, alabastro, arena, nieve. Palabras sobre el papel, palabras en la punta de mis dedos, palabras y palabras: ¿Escribir es creer o mentir? O callar. Aún no lo sé. Una gota de té había caído anoche sobre las cuartillas de la crónica, y ahora la mancha semejaba un corondel que rematara el título: "Máscaras para la ciudad". ¿Lo aprobará la Marquesa de la Pacotilla? ¿Lo entenderá? La Habana escondida por palabras, palabras ocultando el rostro o el alma de la ciudad: ómnibus que anuncian productos vendidos en Cádiz o Barcelona, que advierten itinerarios de calles remotas que jamás caminaré, latones de basura del Ayuntamiento de Sevilla, murales donde se saludan (horror de palabra) aniversarios cumplidos en 1991, anuncios de establecimientos desaparecidos hace cuatro décadas: La Ideal, Joyería, El Caballero, venta y arreglo de sombreros de todo tipo, Annet, modas. Almacén de Insumos. Frisos que ofrecen comidas que no han pasado de ser ilusión: chocolate caliente, helados, tostadas con mantequilla, croquetas de carne, pudín, refrescos. Palabras revelándose, empeñadas en mostrar la ciudad que fue, que quiso ser, que no pudo hacerse a sí misma, una Habana perdida para siempre. Palabras como la cáscara de un huevo, protegiendo la transformación, el nacimiento, ¿de qué?, ¿hacia qué? "Máscaras para la ciudad". O mejor: "de la ciudad". Que la Marquesa decida, si es que puede. Cuando se despojó del kimono, el biombo de paisajes japoneses protegió su cuerpo del espejo oval. Desnudo, cerró los ojos y volvió a imaginarse como un hombre muy bello: un cuerpo delgado, grácil, tenso, discretamente alto, la cabeza erguida, el pelo castaño desordenándose con elegancia, un brillo de ternura, de sabiduría, de misterio en su mirada verde. Hoy se vestiría de azul pálido, pañuelo negro al cuello. ¿O la bufanda de arabescos persas? Pobre país cuyo clima no permite la elegancia. En la cocina lo esperaba Esthercita, el pequeño cuerpo apresado en la misma imagen: de pie ante el fogón o la meseta, sus manos picando, macerando, deshaciendo, mezclando (inventando, decía ella) de la mañana a la noche, sin que nadie más en la casa tuviera que desvelarse por las obligaciones de la sobrevivencia. La mesa estaba puesta con mantel y servilletas, y en cuanto lo sintió bajar, puso en la candela el jarro de la leche y le llevó una tacita de café. Dios mío, que usted siempre me priva de mi té, Julián le tomó una mano, besó el anillo de la Escuela Normal para Maestros, y ya hace una semana que no soy capaz ni de soñar. Tiene que alimentarse Esthercita, embarró un pan con puré de tomates y lo puso en la mesa. El humo del café con leche empañó los espejuelos. Alimentarse, en este país no se piensa en otra cosa que en comer y comer y comer, qué pobreza de espíritu. Aliméntese y sueñe, usted que puede, ella raspaba la lata del azúcar. ¿El alma del país olería a café con leche? El mismo humo levantándose todas las mañanas en todas las casas, semejantes ceremonias de una en otras: verter la leche, oscurecerla al gusto, endulzarla, mojar la punta del pan que se iría desboronando, integrándose al alimento sagrado. Café con leche y pan con mantequilla en las cafeterías por las que él pasaba, cuando su padre lo llevaba a la escuela, café con leche en los termos de la merienda que los más pequeños guardaban para el recreo, café con leche en las noches, para sosegar el hambre antes de dormir. Pobreza, humildad, resignación, hastío. Esthercita vino con el pomo de miel y las vitaminas: No me las vuelva a dejar. Nada más que debían quedarle nueve, porque hoy estamos a 21, y mire agitó el sobre, no va ni por la mitad. Fetichismos. Los médicos también tienen que ganarse la vida. Será lo que usted quiera, pero tómeselas de la hornilla de luzbrillante se levantó un humo negro y Esthercita corrió a apagarla. Domingo me dijo que no podía venir a almorzar, así que espero por usted para freír el pescado. No vaya a quedarse por ahí, en blanco. Si me hace camino vendré. Caminar cansa. Antes, pocas distracciones le daban tanto placer como andar La Habana a tientas, sometiéndose al azar. Seguir un rumbo vago, doblar esquinas recomendadas por la intuición o buscando las manzanas donde el rigor del sol era atenuado por hileras de framboyanes o álamos, y llegar a recovecos de la ciudad que jamás imaginó existieran: un parque de intenciones japonesas oculto por espantosos edificios al por mayor, una casita art nouveau rodeada de palacetes coloniales, una quinta semiderruida que aún guardaba una imagen rural, ofrendas abandonadas a los pies de palmas y ceibas, rostros, olores, sonidos. O caminar despacio, mirando lo que permanecía encima de todos, oculto por la rutina: hacer que en lugar de luz, fuera nieve lo que bañara los guardavecinos de un balcón hasta entonces no visto, o las molduras de un portón respetado por el tiempo, o lo que hacía más dulce la gracia de un capitel que intentaba reproducir la solemnidad clásica en el calor y la humedad del trópico. Vastedad de La Habana, ciudades protegidas dentro de la ciudad, mundos que conquistar por el módico precio de un paseo. Ahora, en cambio, que caminar se había vuelto una obligación, había decidido seguir siempre los mismos itinerarios, aturdirse con la monotonía, cegarse con la reiteración. Para llegar a la revista, Galiano, Reina, Carlos III, anchas avenidas desoladas, semáforos abandonados a la intermitencia inútil, vendedores que empobrecían el paisaje con sus baratijas, ciclistas que atravesaban las calles en cualquier sentido, como si estuvieran en un parque de provincia. Entre bostezos, la portera le dijo que la directora quería verlo. El ascensor estaba roto y Julián sumó al paseo los cuatro pisos hasta el despacho de la Marquesa. La secretaria lo hizo pasar de inmediato y Julián entró a la oficina sintiéndose sudado, acesante, pálido. Al verlo, la Marquesa abandonó su butaca y fue hasta él. Vestía un pulóver rosado y una falda pantalón de mezclilla, con los bolsillos rematados por lentejuelas. Julián sentía terror ante los ojos azules de la Marquesa, y miró los diplomas que tapizaban la pared del fondo cuando ella lo besó en la mejilla, rozándole los labios. Lo hizo sentarse en el sofá, junto a ella. La Marquesa parecía feliz de verlo. Como sabía que venías, mandé a hacer té. Al destapar el termo Julián supo de inmediato que habían profanado el té con zumo de limón. ¿Qué me trajiste? Julián puso la crónica en manos de la Marquesa. "Máscaras para la ciudad", ¿sobre los carnavales? Por suerte, el té apenas tenía azúcar. La Marquesa contó cuatro cuartillas y las dejó sobre el buró. En cuanto te vayas me las leo. Tomó una cartulina, la miró antes de mostrársela a Julián. Estoy enloquecida, preparando una edición especial para el Aniversario de La Habana. Bajó la voz. Si vieras el papel que nos dieron, se volvieron locos. ¿Qué te parece para la portada? En la cartulina, el Morro de La Habana sonreía, uniformado de verde olivo, una pañoleta azul al cuello y rematado con una boina roja. Los ojos de la Marquesa se apagaron. ¿No te gusta? A mí tampoco. La Marquesa bajó aún más la voz. Ya me dijeron que parecía una pinga. Julián hundió el rostro en la taza de té. Perdóname. Desde que estoy dirigiendo esto hablo como un carretonero. Si mi padre me oyera, se pasaba el día partiéndome la boca. Los ojos azules habían tomado una desgarradora expresión de tristeza y por primera vez Julián los miró de frente. ¿La belleza podía ser ajena a la inteligencia? ¿La inteligencia a la belleza? La Marquesa tomó entre las suyas una mano de Julián. Quiero que en la Edición Especial haya un poema tuyo. Sobre La Habana, por supuesto, pero nada de teques. Mientras que sea sobre la ciudad, lo que te dé la gana. Estoy pensando en las páginas centrales y que tú mismo me digas quién te conviene que haga las ilustraciones. Olvídate de esto. La cartulina voló sobre el buró. Las manos de la Marquesa, blancas como lirios, eran suaves y cálidas. Juana tenía azabaches en los ojos y los dedos largos y expresivos. María Cay tenía pequeños dedos de asiática y de una lejana y sutil delicadeza. Tan misteriosa como sus rasgados ojos amarillos. El error de la Marquesa estaba en la boca, en el mohín vulgar de sus labios. Estoy cansada, Julián, muy cansada. No te imaginas lo que es pasarse la vida en esta oficina, leyendo y leyendo lo mismo y lo mismo un día y otro día y otro día. Julián miró el reloj de pared: faltaban diez minutos para las once. Y tú nada más que vienes los viernes y si me descuido te vas sin que te vea. Un soneto a sus ojos, la Edición Especial con un soneto a los ojos de la Marquesa en las páginas centrales. ¿Entendería? El pecado de maltratar la belleza, de traicionarla. Ayúdame, Julián, dame cariño, que me hace mucha falta. Al acercarse el mediodía, aun en octubre, el aire se esconde en la transparencia de la excesiva luz. Es imposible ser inteligente, y delicado, y bello, con este sol cuarteándonos la piel y esta humedad pudriéndonos en vida. A Collazo, que no soportaba La Habana Vieja, le encantaba caminar por las calles de El Vedado, detenerse frente a las casonas donde la ingenuidad o la incultura habían mezclado sin pudor los órdenes clásicos con la dulzura morisca, disfrutar los jardines donde palmas y malangas pretendían recordarnos (como si se pudiera olvidar) que estamos en el trópico. Pero Julián no podía con esa mediocridad aristocrática. Y esas largas cuadras siempre rectas e iguales, y estas lomas que me dejan sin aire, un peso de muerte en las piernas, un sudor frío que lo obligó a quitarse el pañuelo del cuello, enjugarse la frente, detenerse bajo los laureles de la Avenida de los Presidentes. Mis pulmones no están hechos para respirar este vapor, mis ojos no pueden soportar este fuego que desdibuja la ciudad, la borra, la deshace. Nos deshace. Algunos metros más arriba, la mole blanca del monumento a Francisco José marcaba el fin de esta parte de su agonía y Julián intentó caminar otra vez, muy despacio, mirando sólo el fulgor de los mármoles que lo esperaban. El Vedado era la verdadera máscara de la ciudad, el centro de sus simulaciones: escaleras y parqueos, monumentos y edificios, jardines y automóviles que siempre aspiraban a esconder su verdadera naturaleza y parecerse a alguien, a otros. Un siglo de simulaciones, otro título para la revista. Al final de la Avenida, el mar extendía su insultante azul. Y luego, la impudicia del mar. La Habana Vieja se recoge, se encaracola, se oculta del mar. El Vedado se abre, se ofrece, se desnuda frente al azul. Una ciudad dominada por el mar y aún nadie ha comprendido ese color, su intensidad de gema, sus veleidades. Amo el mar: vasto y llano, igual y frío, como los ojos de la Marquesa. Una isla, un punto mínimo empeñado en resistir la infinitud azul que lo circunda. He ahí la tragicidad de nuestro destino. El tabaco que fumaba Luis Marré detenía su humo pestilente en la pequeña oficina donde los redactores de la Editorial esperaban la hora del almuerzo. El viejo poeta sacó del portafolio las pruebas de imprenta de las Rimas de Julián. Dos años atrás, mientras escribía esos versos, los había imaginado bajo una cubierta de tonos ocres, con una tipografía cuyos arabescos recordaran alguno de los símbolos de la muerte. Una visión macabra de cabellos blancos, con una hoz de plata en la mano, en un bosque de naranjos, segando cabezas de dioses, de reyes, de guerreros, de sacerdotes, de enamorados. Y al final, él mismo, olvidado por la muerte. A pesar de la modestia de la plaquette, las veinte páginas del cuadernillo parecían pulcramente impresas y Julián volvió a sentirse satisfecho por la elegancia de la caligrafía y el dibujo que adornaban la portada. No tenían la fineza de las líneas que él hubiera recomendado, pero la ambigedad de esas abstracciones que parecían elaboradas con ramas de bambúes aliviaba los excesos que ahora creía encontrar en sus versos. Ansias de aniquilarme solo siento, o de vivir en mi eterna pobreza. ¿Era verdad, sería verdad dentro de un mes o de un año, cuando tuviera en sus manos al fin publicadas sus Rimas? Gemir, fea palabra. Gemirá para siempre tu alma cansada. Llorará es peor. Qué inseguridad, qué suplicio. Cuando no se es genio, escribir es estar eternamente sometido al ridículo. ¿Y si le pido a Marré que olvide estos versos, que no los quiero, que los desprecio? Escribir es una arrogancia ineludible. Divina belleza. En las horas dolientes de la vida, tu protección demando. Y como nunca en mi áspero sendero, cual te soñé te hallo, voy a morir de buscarte por el mundo, sin haberte encontrado. A las doce y media, el ruido de vasos y cubiertos distrajo a Julián de su lectura. Marré le ofreció una vulgar cuchara de calamina. Vamos, para que almuerces con la tarjeta de Pancho de Oráa, que nunca viene. Comer en bandejas de aluminio le recordaba sus años de internado. No podía, la mamá de Domingo estaba esperándolo. Marré insistió. ¿Voy a morir, o moriré? Julián tachó, escribió al margen. Marré revisó las correcciones. En este tiempo uno no puede estar diciendo que no cuando lo invitan a almorzar. Esta noche comes lo que tenías para el almuerzo, y como quiera que sea es un alivio. ¿Has tenido noticias de Yoel Mesa? El comedor ocupaba un amplio portal de columnas latinas, rodeado de crotos y malangas, sombreado por enormes laureles, y provisto con pequeñas mesas redondas de marmolina y sillas de hierro pintadas de blanco. Marré trajo su bandeja: potaje de frijoles negros, arroz blanco, picadillo de pescado, boniato hervido, tomates de ensalada. Te pusiste de suerte. En la primera mesa, el grupo de la Gaceta Literaria hablaba de política. Nicolás Heredia aseguraba que había visto entrar un barco petrolero esta mañana y dos la semana anterior. Al fin los rusos cuadraron la caja. Norberto Codina se había entrevistado ayer con alguien recién llegado de Miami, donde era evidente que la ultraderecha estaba a la defensiva. Arturo Arango y Emilio Comas se repartían el arroz de una bandeja sobrante. A Leonardo Padura un mexicano le había comentado exactamente lo contrario. Reinaldo Montero, que parecía no haberse peinado en los últimos días, opinaba que los dos tenían razón, y empezó a recordar una situación parecida, ocurrida en Cayo Hueso, en 1893. Francisco López Sacha, recién llegado de Venezuela, se detuvo en la entrada del comedor, las manos como bocina: ¡Arturete, te traje el cheque enterete! Los de la revista rompieron en una carcajada. En la mesa contigua, Rodríguez Feo, Hernández Miyares y Antón Arrufat, inmersos en una acalorada discusión sobre béisbol, recibieron la algarabía con un gesto de desagrado. ¿Cómo implantar mis ensueños donde sólo se habla de dinero, política y pelota? El alma del país estaba condenada por las bajas pasiones, y la culpa fue de Domingo del Monte. Tertulias contra la soledad, deberes en vez de angustias, obedecer a ideas y no al supremo mandato de la belleza. Marré no había dejado de hablar, al parecer elogiando las Rimas de Julián. Le habían recordado un libro que unos años atrás le regaló un poeta búlgaro, que era además muy buena persona. Julián no creía haber leído a ningún poeta búlgaro. Pues mira, que hay algunos muy buenos. Rodríguez Feo llamó a Julián. Arrufat y Hernández Miyares aún polemizaban sobre la calidad de un pitcher que había ido a probar fortuna a las Grandes Ligas. A pesar de su edad, Arrufat hablaba con el énfasis de un adolescente. Haciendo un aparte, Rodríguez Feo entregó a Julián un sobre de manila. Tienes que leértelo en tres días. Julián quiso ver de qué libro se trataba. Rodríguez Feo lo detuvo. Aquí no, niño, que me llevan preso. Te lo lees en tu casa, sin que nadie te vea. Ni Domingo, fíjate. Y el lunes a esta misma hora me lo traes. Es una delicia. Julián sintió que Rodríguez Feo había dejado de atenderlo. Pablo Armando entraba, agitando la blanca melena y repartiendo besos. Al ver a Julián se detuvo, abrió sus pequeños ojos verdes, simuló una exclamación. Este país es mágico. Besó a Julián y lo llevó aparte. Rubén Darío está en Cuba. Llegó anoche de México y mañana viaja a París, y me dijo que no se podía ir sin conocerte. Esta noche va a comer en casa y a la única persona que me pidió que invitara fue a ti. Sacó un billete de cinco dólares. Esto es para que cojas un taxi. No puedes dejar de ir. Pablo abrazó de nuevo a Julián, le dio otro beso. Príncipe, tú no sabes cuánto te quiero. Julián del Casal abandonó la Editorial aturdido por el resplandor de las paredes encaladas. Rubén Darío estaba en Cuba y bajo los álamos de la acera el grupo de la gaceta prolongaba la tertulia. Parecen campesinos satisfechos por las lluvias oportunas. Arturo Arango, que se despedía del grupo en ese instante, iba en dirección al Túnel e invitó a Julián a irse en su automóvil. Julián sentía pánico ante la reiteración de la buena suerte y estuvo a punto de rechazar el ofrecimiento. El sol estaba en el cenit y el asfalto de la calle ardía. Algo terrible me ha de pasar hoy para compensarme estas bondades. El auto arrancó a duras penas. Tratando de no llamar la atención de Arango, Julián intentó ver el libro que le entregó Rodríguez Feo. La Loma del Angel, de Cirilo Villaverde. Sus precauciones fueron inútiles. Es divertido, pero nada del otro mundo. Un escritor tan bien dotado y como desperdició el talento en frivolidades. Y Rodríguez Feo, como siempre, disfrutando con sus aspavientos. Cuando lo devuelvas, pídele prestado Nunca más el mar, que es mucho mejor. Dentro del auto se esparció un humillo que provocó a Julián un acceso de tos seca y penetrante, como si brotara de un pecho de cristal. Es el aceite, que se está botando. El mecánico quiere cobrarme en fulas y el aceite está perdido. En la grave voz de Arango la palabra fulas sonó impostada. Julián suspiró. A dónde iremos a parar. A ninguna parte. La barba de Arango había encanecido en el último año y la calvicie abría en su frente surcos irregulares. Somos ancianos, y no hemos comenzado a vivir. Aquí ya pasó todo lo que iba a pasar. Un río de ciclistas avanzaba por Malecón y varios autos de turismo corrían a excesiva velocidad. A veces siento mucho miedo. No por mí, por el país. ¿Tú tienes hijos, no? Una ancha nube cenicienta se interpuso ante el sol. Detrás de ella, impulsado por el aire, un ejército de nubecillas róseas, verdes, moradas, purpúreas y amarillas se fueron fundiendo en una sola, de color gris metálico. Al llegar a Belascoaín el auto tuvo que bordear las ruinas de un edificio derrumbado la noche anterior. Dentro aún se veían escaparates, camas, un juego de sala Luis XVI. Un vestido malva pendía de una viga y varios policías ayudaban a cuidar las pertenencias de los vecinos, amontonadas en un portal. Este país no se va a morir, nunca. La gente se preocupa por la economía, y la crisis fue ideológica, espiritual. A Julián lo asustaban estas conversaciones. Profetizar, aventurar presagios, qué soberbia inútil. Mejor era cerrar los ojos, someterse al tiempo, dejar que el destino cumpliera su fatalidad. Estábamos enajenados, ciegos, inmóviles. El optimismo de Arango siempre irritaba a Julián. En el semáforo del Prado una multitud se desesperaba por abordar los autos que cruzarían el Túnel. En esta situación, cualquier cosa que suceda es preferible a la inercia. ¿Hasta la muerte? La enorme nube gris, como un murciélago de alas enormes, cubría el firmamento azul. Rubén Darío estaba en Cuba. Todas las cuarterías de La Habana tenían el mismo olor. Una vez que se cruzaba el portón, junto a la oscuridad del zaguán, al amasijo de cables eléctricos tapizados de insectos y los mármoles rotos de las escaleras, estaba ese vaho repugnante que sintió por primera vez cuando tuvo que mudarse al fondo de la Droguería Sarrá. Humedad, orines. Entonces culpó a la familia que ocupaba los bajos, a los incontables niños que corrían a toda hora por los corredores apuntalados. Más tarde, en el cuarto de la calle Aguiar, en los altos de la Galería Literaria, el olor era el mismo, a pesar de que los humos del Café Europa llenaban las tardes del aroma de sus infusiones y fritadas, y de que los cinco cuartos restantes eran ocupados por ancianos que apenas salían de sus aposentos. Humedad, orines, polvo. También hollín, aguas albañales derramadas, empozadas. Julián aspiró, retuvo el aire. Pobres pulmones míos. La puerta del cuarto de Blanquita estaba cerrada y Julián tocó tres veces seguidas, esperó, dio dos golpes más. Adentro se escuchó el crujido de las maderas de la barbacoa y uno de los postigos chirrió al abrirse. ¡Pipo, tú! Julián retuvo el aliento para besar a Blanquita. Ahora mismo estaba pensando en ti. Mira que eres sinvergüenza. El gato abandonó la poltrona que Julián solía ocupar. A que vienes a buscar el azúcar. Ayer te la saqué, la prieta nada más porque la blanca todavía no la han traído. Julián estaba sediento y las piernas le dolían. Y las ganas que tenía yo de verte. Se nota que te están alimentando bien en esa casa. Hasta tienes otro color. El agua estaba helada y el vaso tenía el lejano recuerdo de un perfume barato. Si te hubieras quedado solo en ese cuarto, fueras cadáver. Ya puse el agua del té. Esta semana me trajeron del que a ti te gusta. ¿Por qué se sentía bien en esta habitación, oyendo la cháchara infatigable de Blanquita, rodeado de santos de yeso y flores de papel, el gato echado a sus pies, la luz entrando sin piedad entre los cartones que cubrían el espacio donde estuvo la luceta? Julián se descalzó para sentir el fresco de las baldosas de mármol. Blanquita trajo el pote del té. Hazlo tú. Julián caminó hasta el lugar donde estaba la hornilla eléctrica. Te tengo una sorpresa. Blanquita le dio un sobre. Mi novio belga, el del mes pasado, se acordó de mí, me mandó la invitación. Ayer mismo empecé los trámites y tengo que hacer una cantidad de papeles. Me tienes que ayudar, porque de eso sí que yo no sé ni pitoche. Cuando el agua estaba a punto de hervir, Julián apagó la hornilla y contó tres cucharadas de té. Lo revolvió con cuidado, limpió las partículas que quedaron en la cucharilla y, antes de taparlo, aspiró el aroma. Eran las dos y treinticinco en el despertador de Blanquita. Embúllate y vámonos juntos. Mira que en Bélgica, por haber hay hasta nieve. Julián destapó la infusión. El té era auténtico y debía de haber recorrido un largo camino desde alguna comarca remota de la China hasta las manos de Blanquita. Tú te imaginas, nosotros dos juntos caminando por Europa. Si partiera, al instante yo quisiera regresar. Tú estás loco. Con esa inteligencia tuya, allá afuera pudieras estar viviendo como un rey. Sin mujer, sin hijos, sin padres, yo tú me hubiera ido hace años. Vaya, por probar nada más, por salir aunque sea un año de esta miseria. Dale, embúllate y hablo con el belga. ¿Qué me importa vivir en tierra extraña o en la patria infeliz donde he nacido, si en cualquier parte he de encontrarme solo? En cualquier parte, menos en este cuarto, menos con ella. ¿Se irá? ¿Volverá? Una flor de papel en el cofre de las pérdidas. Dos cucharadas de azúcar blanca para el té. Blanquita enjuagó la taza japonesa en que Julián siempre bebía. Si me voy, te la dejo para que me recuerdes y me escribas. Pero que yo entienda las cartas. Si Blanquita tenía que responderle al belga, Rubén Darío podía echar la carta en París. Blanquita corrió a buscar bolígrafo y papel. Pero dile a ese socio tuyo que si me bota la carta lo mato. Una ráfaga salida del mar agitó los batientes de la ventana. Afuera, un remolino de polvo envolvió los edificios vecinos y a los pocos minutos no se escuchaba más que el ruido monótono del agua cayendo sobre las calles desiertas. Para Rubén Darío me vestiré de seda, y que Pablo Armando ponga el grito en el cielo cuando me vea. ¿Debía callar, o ser locuaz? ¿Aparentar indiferencia o hacerle saber lo mucho que le admiro? Un libro, dedicarle un libro. Los dos últimos ejemplares de sus Hojas al viento tenían la cubierta rasgada y sucia y de Nieve sólo quedaba uno. ¿Me deshago de él? Nadie se lo merece más. Para el Maestro, estos pobres versos de su Phocás. No, es ridículo y pobre. Son las siete y media, afuera la llovizna aún tiende su cortina perlada y no puedo pensar. Mejor presentarme con las manos vacías. Si me quiere conocer, es que algo mío habrá leído. ¿Será hermoso, o tendrá la misma cabezota que se ve en las fotos? Basta de frivolidades. El fresco de la noche me permite llevar la bufanda. ¿Qué pensará de mí, que querrá de mí? Nada, no esperaré nada. Darle la mano, conversar. ¿De qué? Que no sea de política, que no me pregunte nada de la situación, que no quiera de mí más de lo que ha encontrado en mis versos. El disco ambarino de la luna, inmóvil contra una nube blanca, parecía el rostro de una princesa oriental dormida sobre un cojín de armiño. Las luces de algunas casas, reflejadas en los charcos de la calle, convertían el pavimento en una alfombra de cristales de hielo. Comerían arroz imperial, ensalada de tomates, yuca hervida, flan de calabaza, tartaletas de almendra, beberían vino blanco, pero Rubén Darío no estaba. Se le presentó un compromiso ineludible, allá, tú sabes. Pero mejor, así el invitado especial eres tú, y a ti te queremos más porque eres nuestro. Julián había entrado a la casa en un temblor y sintió que el alma se le sosegaba al saber que el Maestro no vendría. A lo mejor se aparece más tarde, pero pidió que no esperáramos por él. Esta es sin dudas la desgracia que temía, puedo comer en paz, regresar a mi cuarto con las ilusiones perdidas, iniciar mañana el suplicio de otro día. ¿Hasta cuándo? A Maruja le encantó la bufanda de arabescos persas, y pidió usarla durante la comida. A Julián le sedujo la idea, pero se requería una ceremonia. Cuando la mesa estuvo servida, Pablo Armando hizo sonar un gong, Julián pidió que Maruja se arrodillara. La bufanda era un atributo real, y Maruja la besó antes de que Julián la pusiera alrededor de su cuello. En la biblioteca, un arcón guardaba sombreros de época y Julián escogió para sí uno de copa. Para Pablo, un bonete francés. ¿Comer con la cabeza cubierta? Si andamos todo el día semidesnudos. Mejor, un sombrero para cada plato. Hongo y canotier para el entrante. Birrete y cordobés para los postres. Un gran espejo ocupaba la pared final del comedor, y los tres posaron antes de sentarse a comer. Estaban magníficos. Un brindis. Por la poesía. Por la belleza. Por nuestra belleza. Chin, Chin. El arroz imperial tenía aceitunas y el vino blanco era español. Hace tiempo queríamos invitarte a una comida así, pregúntale a Maruja. Viva Rubén Darío. No me desprecien la yuca, que es una seda. Julián no dejaba de mirarse en el espejo. ¿Soy elegante? Más, más erguida la cabeza, esa mano abajo, la servilleta aplicada con la punta de los dedos. Más vino, por favor. Esta comida merece un tabaco. Horror. El flan era una delicia, viniendo de una vianda tan vulgar como la calabaza. Julián quiso más. Maruja aconsejó que lo mezclara con las tartaletas. Cada sabor en su lugar. Yo soy un clásico. Las tartaletas habían sido horneadas hasta el punto exacto y la crema de almendras no estaba adulterada. ¿Más vino? Queda una tartaleta, quién la quiere. Cúcara, mácara, títere fue. De ninguna manera, cómetela tú, que eres la reina. Pablo trajo el Cointreau. Aquí está el aporte de Darío. ¿Hago ya el café? Otro brindis. ¿La etiqueta permite que se brinde con Cointreau? Yo, Pablo I, rey de la poesía, te lo ordeno. La copa de Pablo detuvo su brillo en el aire. Por ti, príncipe. Julián del Casal se vio sonreír en el espejo. Qué dulce expresión, qué perfecta en su belleza. Sus ojos verdes resplandecían y los labios fueron abriéndose, buscando la risa. Por primera vez en la vida sintió que podía soportar sin miedo la felicidad, enfrentarse a su rostro desnudo. Los ojos verdes se empequeñecían, los blancos dientes brillaban en el espejo, el rostro se transformaba en el rictus de una carcajada. Oh, divina belleza, ¿al fin te encuentran mis cansados ojos? ¿Estás en mí reinando? La carcajada de Julián del Casal permaneció breves segundos en el espejo, Pablo y Maruja inmóviles, como hipnotizados. Al caer, el birrete rompió una copa. Maruja se cubrió el rostro con la bufanda de arabescos persas. La cabeza de Julián del Casal golpeó sobre el mantel, la carcajada vuelta estertor, agonía, nada. Un hilo púrpura corrió entre los platos vacíos. Las esmeraldas de sus ojos fijas para siempre en el cristal helado. del
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