La
crucifixión del intelectual y el colapso del relato moral en El
fiscal de Augusto Roa Bastos
Jorge
Marturano
Duke
University
Pese al empeño que el mismo Augusto Roa Bastos ha puesto en resaltar
la importancia de El fiscal dentro del contexto de su obra, no es
esta una novela que haya merecido especial atención por parte de
la crítica. Sería interesante preguntarse por su razón
de ser, ya que publicada en el año '93 aparece como fuera de lugar.
La respuesta que intento dar aquí --y que la convierte, al menos
para mí, en un texto atractivo -- tiene que ver con la clausura
de un modelo de intelectual que ha sido tradicional tanto en la esfera
de la política como en el de la representación literaria.
Lo que pone en
escena esta novela es el colapso del lugar de enunciación social
del intelectual-escritor, agonista del poder autoritario. Este colapso
no parece ajeno al compromiso político, al exilio o a la relación
con las mujeres o con el Estado, como tampoco es ajeno a las opciones estéticas
representadas en el texto. Es por esta razón que la problemática
de la representación1, tanto en su faz política
como estética, se convierte en un punto central en la producción
de la narración, o dicho de otro modo, en el punto central desde
donde se despliega el proceso de la escritura. Esta problemática
es posible ponerla en correlación con un recorrido del intelectual
que parece estar jalonado por una serie de derrotas, en todo tipo de ámbitos,
que van minando la significación social de su lugar y, también
por razones estéticas, la dimensión moral de su relato.
Este derrotero es lo que intentan explicar o revelar los papeles,
en forma de carta, que este intelectual-escritor dirige a Jimena, su mujer,
y que constituyen la casi totalidad del texto. Félix Moral --así
se hace llamar-- ha adoptado ese nombre y un nuevo semblante en el exilio,
donde vive en una suerte de ostracismo de provincias en Francia, mientras
sueña con la posibilidad del regreso. Está obsesionado no
sólo con la situación política de Paraguay y con la
figura del dictador -- más bien con su eliminación --, sino
también con el misterio sexual del ombligo femenino, con Leda --una
alumna alemana de la universidad-- y con un momento particular de la historia
de su país, la derrota y martirio de Solano López, crucificado
en Cerro Corá por las tropas del Brasil. Esta última obsesión
lo acompaña a lo largo de sus reflexiones acerca del pintor Cándido
López, de un retablo de Cristo crucificado de Grünewald y,
además, lo empuja a escribir el frustrado guión para
una película sobre la Guerra Grande.
En este trabajo me voy a centrar en la escena de
la crucifixión porque es la que se convierte en el punto de cruce
de los dos aspectos --político y estético-- de la problemática
de la representación de la que hablé anteriormente. Lo que
propongo es que esta escena, primero, es el sitio donde aparecen confrontadas
distintas tecnologías de representación -- como la pintura,
el cine, la literatura, incluso la fotografía -- y, segundo, a la
vez funciona como el elemento por medio del cual se da cuenta de la relación
fetichista que mantiene el intelectual con el Estado. Es decir, posee una
significación político-estética, ya que la escena
de la crucifixión se convierte en el sitio donde se discuten cuáles
son las tecnologías de representación que pueden dar cuenta
mejor de lo que sucedió, de la verdad; pero también
posee una significación político-histórica, por la
cual se llega al punto culminante de la representación político-estatal:
la crucifixión de López es a la vez la del Paraguay.
Ahora bien, ni la reflexión sobre el lugar de enunciación
social ni la escena de la crucifixión como pivote alrededor del
cual giran sus obsesiones estéticas y políticas son elementos
nuevos en Roa Bastos. Por un lado, como ha señalado John Kraniauskas
en
su obra Roa Bastos pone a prueba y experimenta con una serie de casos (psíquicos)
o tipos (sociales) o, incluso, funciones (estructurales), como espacios
de enunciación político cultural. En este sentido,
sus personajes encarnan el discurso, son más bien "performances",
en el sentido de Judith Butler, iterando modos de actuar y narrar históricos
en conflicto" (210).2
Por otro lado, es verdad que a lo largo de toda su obra es posible asistir
a la repetición de la escena de la crucifixión, utilizada
como lugar de cristalización de sentidos relacionados con el Estado,
los individuos, los sujetos sociales y la historia del Paraguay -- Hijo
de hombre y el relato “El sonámbulo” son los mejores ejemplos.3
Sin embargo, si este texto resulta particularmente difícil de procesar
es, primero, porque el lugar de enunciación social no es
el del dictador sino justamente el del intelectual opositor y perseguido;
y segundo, en ningún otro texto se reflexiona tanto acerca
de la escena de la crucifixión, en cuanto a sus modos de ser construida,
representada, repetida, como en El fiscal.
Lo que se analiza en esta novela es este régimen de opciones político-estéticas,
voluntarias o involuntarias, que marcan un modelo de intelectual que, irónicamente,
podría caracterizar al mismo Roa Bastos, si se tiene en cuenta que
se podrían trazar muchos paralelismos entre uno y otro. Por esta
razón, la reflexión política de Moral no se puede
separar de sus reflexiones estéticas, y yo diría directamente,
de su práctica en tanto escritor, ya que en definitiva la misma
escritura de los papeles que deja a Jimena, su mujer, se propone como cifra
de su actuar político, y es a la vez la huella de su opción
estética.
Así, lo primero que llama la atención, entonces, es que el
intelectual exiliado que es Moral no utiliza, ni siquiera la considera,
a la literatura como un instrumento viable en la lucha contra la dictadura
política4, sino que más bien el relato
en primera persona, y más aún concebido como una carta, busca
garantizar el estatuto de verdad de lo que se dice. Ahora bien, tampoco
deja de ser llamativo que, a pesar de ser el adalid de una noble causa,
su posición se vuelva insostenible (e insoportable), aún
en el lugar mismo de condena de un régimen dictatorial. Más
que al dictador, a quien dota de una perversidad casi mitológica,
el que termina condenado en la novela es el mismo Moral, o para decirlo
de otra forma, a través de su narración Félix Moral
se convierte, no obstante la enunciación autobiográfica (o
tal vez justamente por ella), en el fiscal más despiadado de la
moral --y no sólo política -- que encarna. Y si digo que
no es sólo política es porque su condena no se debe únicamente
a la dinámica con el poder estatal en la que está atrapado
--de lo que hablaré hacia el final-- sino que se debe también
al fracaso estético como escritor.
La realización cinematográfica de Bob Eyre señala
este fracaso al ser reemplazado el guión que había escrito
para la película sobre la Guerra Grande por un libreto hecho por
el mismo Eyre, que convierte en un melodrama lo que para Moral era pura
tragedia. Pero lo peor no es eso sino que Eyre supera estéticamente
a su guión con los agregados holywoodenses sobre los sucesos de
Cerro Corá:
[n]o
ahorró ningún detalle para que la epopeya sagrada para los
paraguayos cayera en el absurdo y el grotesco más infames. Pero
ese absurdo y ese grotesco llevados a su máxima exasperación,
desde el punto de vista fílmico, eran geniales. (45)
Lo que había hecho Eyre era convertir el sacrificio y la inmolación
de un pueblo en un duelo entre Pancha, una ex-amante de Solano López,
y Madame Lynch. Y lo interesante justamente es la transformación
que se opera en la manera de narrar del mismo Moral. El relato introduce
también una dinámica en la sucesión de los hechos
que entronca directamente con el imaginario cinematográfico de los
films de aventuras y espionaje, incluso en el momento en que se aborda
la cuestión del martirio y el sacrificio de él mismo.
Es que para Moral la opacidad que suele caracterizar a la realidad paraguaya
necesita de otros medios y de artistas ajenos a la literatura para ser
develada.5 Esto introduce la cuestión de la jerarquización
entre las distintas tecnologías de representación. La pintura
puede dar cuenta de la
crucifixión literalmente, sin ejercer sobre ella operaciones de
metaforización, de simbolización, y este es el punto, de
moralización. La pintura justamente puede representar la escena
de la crucifixión porque no intenta insertarla en ningún
encadenamiento de hechos, que funcione a modo (haciéndola posible
además) de una narrativa maestra. Hayden White ha sugerido que “la
exigencia de cierre en el relato histórico es una demanda de significación
moral, un demanda de valorar las secuencias de acontecimientos reales en
cuanto a su significación como elementos de un drama moral” (37).
Si no se puede narrar sin moralizar, y toda la novela parece así
demostrarlo, la cruz indica el lugar de la puesta en escena de esa problemática.
No es que la crucifixión resulte irrepresentable sino que se resiste
a una rápida moralización, en el sentido en que no puede
ser ficcionalizada porque no hay causalidad, por delirante o despiadada
que sea, que pueda restituir un lugar para ella en un ordenamiento secuencial.
Pero además la crucifixión aparece ligada a la posibilidad
de un momento de condensación que excede a la experiencia personal.
Es lo contrario de lo que le sucede a Félix Moral, ya que aunque
lo que busca desesperadamente es inscribirse nuevamente en el flujo de
la experiencia colectiva de su país, para hacerlo elige un acto,
el magnicidio, de consecuencias colectivas, tal vez, pero de ejecución
puramente individual --agregaría, también, solitaria. Previamente,
sin embargo, en gran parte de la novela se ha volcado obsesivamente a la
narración de sus experiencias individuales, en las que el registro
de la realidad se va adelgazando hasta terminar en el episodio de Leda,
donde el límite entre lo real y la alucinación se pierde
totalmente. Así, para Moral “Existía la otra hipótesis:
la de una fantasmagoría urdida por la trama de los sueños.[...]
Sueño o realidad, igual me quedo vacío como se queda el mar
sin la gota de eternidad que le falta” (156).
El vacío del que habla sólo puede ser un vacío experiencial,
que se puede definir como la ausencia de la dimensión de la temporalidad.
John Kraniauskas ha planteado que “la crisis de futuricidad de la cultura
contemporánea (…) la siente Moral literalmente (en vez de
irónicamente como, posiblemente, el autor Roa Bastos) en dos niveles
personales -- a nivel sexual y a nivel político — y ambas en términos
de su experiencia fundamental del exilio, es decir, estructuradas por el
mitema del retorno” (212). Esta crisis se vincula con la imposibilidad
de que sus vivencias se proyecten más allá del plano introspectivo
de su escritura. De ahí, que necesite, primero, inscribir, territorializar
en una escritura, esas vivencias, y segundo, que trate de inscribirse en
la historia de su país. Esta crisis de futuricidad, que en el texto
se relaciona con la posibilidad de Jimena de tener hijos, posibilidad que
a Moral le está vedada debido a las torturas recibidas antes de
su exilio, funciona también en la contraposición de los distintos
medios de representación. La novela de Roa Bastos en definitiva
se despliega socavando la posibilidad de la poética realista como
relato moral, a la vez que muestra los límites en la práctica
literaria que está contaminada del tempo y las marcas de
estilo de la industria cultural. La construcción de la realidad
se lleva a cabo en la novela a través de la utilización de
la figura de un dictador -- sin nombrar a Stroessner -- y la caracterización
de su gobierno (a la que se agrega trenes de alta velocidad, cubos de hielo
de ópalo y guantes anticontagio), de la retórica del sacrificio
político, de la narración de torturas, de la moral sexual
'revolucionaria'.
Sin embargo, todo esto en lugar de dramatizar el texto, lo desdramatiza
vaciándolo de contenido y convirtiéndolo en la mesa de ensayos
donde distintos medios de enunciación y representación se
confrontan. El texto funciona exhibiendo la construcción de nuevas
temporalidades, o temporalidades ficticias (como la referencia a la creación
de un falso 29 de febrero previo al desenlace de Cerro-Corá, es
decir, la implementación de un falso bisiesto que dé un día
más de vida al Mariscal) como las llamaría Fred Jameson,
que no pueden dejar de romper una y otra vez la ilusión realista
que, por otro lado, intenta imprimir Moral a lo largo de todos sus relatos.
La novela que desde el punto de vista político
exhibe cierta resignación, e incluso escepticismo, también
exhibe pesimismo desde el punto de vista artístico. Buscando dar
cuenta del problema al que se enfrenta en su relato (cómo representar
el martirio y el sacrificio de un intelectual -- es decir, de sí
mismo) Moral adopta el imaginario cinematográfico. Si la ficción
viene a ser el lugar de la experiencia de la temporalidad, de la memoria,
frente a una cultura posmoderna presumiblemente dominada por categorías
de espacio, las ficciones de crucifixión, es decir, las "crucificciones"
del cine, vacían el carácter fuertemente condensador de sentidos
y de efectos de verdad que puede haber en las otras representaciones de
las que da cuenta el texto: la del retablo de Grünewald, la del cuadro
de Cándido López, el pintor paraguayo ficticio -- y no el
argentino -- que llegó a pintar el martirio de Cerro Corá
y cuyo cuadro fue quemado en la casa de Juan D. Perón, incluso la
del relato que continúa la narración del cuento “El sonámbulo.”
Pero, por otro lado, si se liga a la experiencia colectiva es porque la
escena de la crucifixión se convierte en ese lugar privilegiado
donde Moral intenta inscribirse en el Estado. Sin embargo, este es un punto
de intersección donde los lugares no pueden intercambiarse, ya que
la cruz distribuye los roles de agencia y victimización. Por más
que Moral intente inscribirse a través de un magnicidio siguiendo
los dictados de su moral revolucionaria (a la vez dogmática y dramática,
egoísta, elitista y burguesa), no puede sino ser víctima
del poder estatal. El intelectual representado por esta moral no sólo
mantiene una relación fetichista con Leda -- su alumna -- y con
la escena de la crucifixión, sino también con el Estado mismo.
Moral se muestra en todo momento asqueado por la imagen del dictador, pero
a la vez colapsa bajo el peso de su seducción. El maleficio del
que habla Michael Taussig en “Maleficium: State Fetishism” es el mismo
del que ha sido víctima Moral, donde una y otra vez se encuentra
sumido en sus fantasías acerca del centro. Todas estas fantasías
reproducen una lógica de atracción mística y repulsión,
de fijación concreta y física combinada con un sentimiento
de trascendencia religiosa o espiritual. No es casual entonces que estos
tres elementos (Leda, la crucifixión, el Estado), los tres elementos
que funcionan como fetiches a lo largo de la novela, compensando la ausencia
de futuricidad de Moral (y se podría decir, de la moral revolucionaria),
aparezcan entremezclados en la última escena, no casualmente la
escena de su muerte. En palabras de Taussig
[…]
there’s something else, more metonymic, more carnal, tactile and sensuously
material that is central here –and this is the issue of the fetish, of
the State with its big S rearing, of the Domination Order as that which
oscillates, like Durkheim’s “society,” between res and Deus,
between thing and God, with a carnal and ritualized relation to objects,
as with totems. (242)
La búsqueda de una relación carnal y ritualizada con los
objetos -- de la que habla Taussig cuando se refiere al maleficio
que produce el fetichismo de Estado -- ha funcionado como disparador de
los relatos de Moral, sobre todo a través de la historia de Leda,
del magnicidio y, por supuesto, a través de la escena de crucifixión.
La inscripción dentro del Estado sólo puede realizarla a
través de la inoculación de veneno, una imagen que se relaciona
con la penetración corporal, en el cuerpo del dictador. Lo que Jimena
intentó decirle muchas veces, justamente, es que no cayera en una
relación fetichista con el Estado paraguayo, relación que
convierte al "tiranosaurio" en su máscara. Moral no puede evitar
caer en esta compulsión, como no ha podido evitar a Leda, al Cristo
de Grünewald, al calvario de Cerro-Corá. Moral ha decidido
su muerte porque ella está indisolublemente ligada al fetichismo
del que no puede desprenderse , ya que -- y se justifica citarlo in
extenso -- como señala Taussig:
Like
the Nation-State, the fetish has a deep investment in death –the death
of the conciousness of the signifying function. Death endows both the fetish
and the Nation-State with life, a spectral life, to be sure. The fetish
absorbs into itself that which it represents, leaving no traces of the
represented (…) In like fashion the State solemnly worships the tomb of
the unknown soldier and (many) young men are (at least sometimes, crucial
times), as Benedict Anderson remind us, not only prepared to go to
war and kill their nation’s enemies, but ready to die themselves. With
this erasure we are absorbed into the object’s plenitude of emptiness.
(246)
La única manera que tiene Moral de inscribirse en el Estado-Nación,
de territorializarse carnal y espiritualmente en su país, es morir
por
él: esto no sólo forma parte de la lógica narrativa
dadas las
características de este intelectual, sino que ha caracterizado las
fantasías de muchos militantes de izquierda en América Latina
que los ha llevado, como Moral, a morir en las fronteras de sus países,
más que como una forma viable de lucha política, para resolver
de alguna forma el cuestionamiento que solía acarrear el exilio.
La novela de Roa Bastos parece impugnar ese comportamiento porque forma
parte del maleficio que produce el Estado, a través de esa capacidad
de crear ficciones, fantasías en este caso, que se encarnan, personalizándose
en cada sujeto individual. La novela misma funciona como el fiscal de esta
moral revolucionaria y de este tipo de intelectual: Jimena al poseer el
futuro, ese don de ver más allá, hace las veces de memoria
y testigo de cargo: no hay muerte heroica ni épica posible en el
sacrificio "político". El calvario de Solano López sobre
el que se recorta la muerte sucia de Moral (se haya tumbado sobre el suelo
cuando es fusilado: aferrado a la tierra-nación a la cual desea
incorporarse), aunque guarde una semejanza degradada con la de aquel, no
deja de ser un simulacro, una copia sin original (Cándido López
no estuvo en Cerro-Corá). Según consta en la carta de Jimena
que cierra la novela:
Poderosos
reflectores y aparatos parecidos a cámaras de televisión
enfocaban el anfiteatro donde se desarrollaba una confusa escena. Algo
como la semi inconsciencia de un recuerdo se iba despertando en Félix
(…) Desde un promontorio cercano contemplamos la escena inenarrable: la
crucifixión de Solano López ejecutada por hombres disfrazados
de “macacos brasileiros” (…) Félix murió sin saber
que la escena de la crucifixión de Solano López no era un
fragmento real de la historia que creyó revivir … (348-49)
El calvario al que finalmente asiste en persona hacia el final de la novela,
es sólo una ficción de la crucifixión,
el set de filmación de la película cuyo guión original
había escrito Moral, es decir, se trata de una escena ficticia pero
tal como la había imaginado en el guión que había
ocasionado su primera detención. Félix ejecuta, en el sentido
de performance, su muerte como lo ha deseado siempre, de acuerdo
a la fantasía y al modelo de martirio que ha retomado una y otra
vez en su relato. Pero esto en lugar de redimirlo, parece mostrar la novela,
como ocurre con la relación que mantiene con Jimena, con el contenido
reaccionario de muchas de sus ideas, finalmente lo condena a actuar la
fantasía revolucionaria que el Estado ha producido para él,
y que lejos de desafiar su poder revela el funcionamiento de sus mecanismos
más íntimos.
Notas
1."One
obvious question that comes up in contemporary theories of representation,
consequently, is the relationship between aesthetic or semiotic representation
(things that "stand for" other things) and political representation (person
who "act for" other persons)". W.J.T.Mitchell, "Representation" in Frank
Lentricchia and Thomas McLaughlin, Critical Terms for Literary Study,
Chicago, University of Chicago Press, 1995.
2.
John Kraniauskas, "Retorno, melancolía y crisis de futuro: El
fiscal Augusto Roa Bastos", Las culturas de fin de siglo
en América Latina, Josefina Ludmer (comp.) (Rosario: Beatriz
Viterbo, 1994) 210.
3.
En Hijo de hombre tienen lugar una serie de crucifixiones "reales",
que ocurren en los distintos espacios históricos sociales donde
ocurren los hechos que se narran en la novela. La primera de ellas es la
crucifixión del Cristo leproso de Gaspar Mora: momento complejo
en el comienzo mismo de la narración, la ascención del Cristo
al monte implica de alguna forma una reapropiación de ciertos leitmotiv
cristianos por parte de la gente del pueblo en desmedro de la Iglesia.
Cristóbal Jara muere a su vez crucificado dentro de su camión.
Por último, los gemelos Goiburú vengan la suerte de su hermana
ahorcando y colgando de la cruz al comisario Melitón.
4.
Incluso a través de la semblanza de un Sarmiento ya viejo (su abuelo
Ezequiel Gaspar lo trataba con bastante asiduidad) se resalta que, debido
a la continua repetición de lo que ya otros dijeron, la literatura
está llamada a desaparecer (252).
5.
"Hay cosas de la historia y de la gente de este país que sólo
ahora, cuando ya es demasiado tarde para mí se me van revelando
en su profundidad y complejidad. Lo curioso es que las veo y las
comprendo mejor en el prisma un poco especular de los relatos extranjeros"
(297).
Obras
consultadas
Jameson,
Fredric. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo
avanzado. Buenos Aires: Paidós, 1992.
Kraniauskas,
John. "Retorno, melancolía y crisis de futuro: El fiscal de Augusto
Roa Bastos." Las culturas de fin de siglo en América Latina.
Ed. Josefina Ludmer. Rosario: Beatriz Viterbo, 1994. 209-217.
Roa
Bastos, Augusto. Hijo de hombre. Barcelona: Seix-Barral, 1988.
---.
El
fiscal. Buenos Aires: Alfaguara, 1993.
---,
"El sonámbulo." Cándido López. Imágenes
de la Guerra del Paraguay con un relato de Roa Bastos. Ed. Franco
Maria Ricci, Milán: n.p, 1984.
Taussig,Michael.
Malefium: "State-Fetishism.” En Fetishism Cultural Discourse. Ed.
Emily Apter and William Pietz. Ithaca and London: Cornell UP, 1993.
217-247.
White,
Hayden. El contenido de la forma. Barcelona: Paidos, 1992.
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