La
Habana Elegante dedica la página del Café París al
artista Eduardo Hernández. Queremos expresar nuestra gratitud
al propio Eduardo quien nos envió, especialmente para este número,
muchas de las fotografías aquí incluidas, así como
el ejemplar de la revista Unión que contiene un artículo
sobre su trabajo, escrito por el joven y talentoso crítico Andrés
Isaac Santana. El mismo Isaac nos había entregado anteriormente
un diskete con el primero de los artículos que presentamos a los
lectores. De modo que, una vez más, expresamos nuestra gratitud
a Eduardo y a Isaac por hacer posible esta exposición virtual. También
nuestra más profunda gratitud para con nuestro corresponsal en La
Habana, Jorge Gómez de Mello, quien nos facilitó la muestra
del pintor Eduardo Rubén. Finalmente, y para poner punto final a
tantos -afortunadamente- agradecimientos, el que debemos al pintor Eduardo
Rubén y a un viejo amigo de esta revista: Orlando Hernández.
El esfuerzo mancomunado de todos estos amigos y colaboradores hizo posible
el éxito de estas dos exposiciones: la de Eduardo Hernández
y la de Eduardo Rubén (vaya eduardiana que nos quedó
la paginita).
La
Redacción
EL
OTRO Y NADA OBSCURO OBJETO DE DESEO
La
Habana, Andrés Isaac Santana
El arte contemporáneo ha elegido, en no pocos de sus creadores,
el terreno de lo sexual para, desde una postura transgresora, eludir las
barreras entre lo que necesariamente ha de ser privado/silenciado
y lo que socialmente se acepta como público. Algunos seleccionan
su propia práctica sexual para celebrarla o parodiarla, al tiempo
que para subvertir ideas y nociones canonizadas. Otros convierten
el tema sexual en pretexto para el análisis y comentario de problemas
más generales relacionados con la conducta humana y sus imperativos
éticos.
Cuando los cuerpos se confiesan, abarcadora serie del artista plástico
Eduardo Hernández Santos, actual profesor de grabado en la Academia
de Bellas Artes San Alejandro, viene a funcionar como una metáfora
de las alucinantes visiones sexuales del artista. Aquí el
deseo sexual, explícito o encubierto, se convierte en uno de los
ejes ordenadores que diagraman y estructuran su poética. Para
tales propósitos, Eduardo selecciona el cuerpo masculino como soporte
principal de su creación y sus especulaciones sociales. El
cuerpo del hombre deja de funcionar como obstáculo o simple escenario
físico para adquirir una dimensión cultural, al establecerse
un juego manipulador de reconversión de los roles sexuales.
En su obra, lo corporal se convierte en zona privilegiada, en vehículo
de lenguajes artísticos. La poética traza una línea
que va desde la muerte y negación del cuerpo, hasta su más
placentera y erótica reafirmación.
El uso que Eduardo hace del cuerpo masculino manifiesta una rebelión
contra los roles impuestos, determinados y construidos culturalmente.
Realiza un tipo de fotografía homoerótica en la
que, a partir de la manipulación un tanto irreverente de lo socialmente
aceptado como masculino, hace un guiño sardónico a la mirada
dominante que intenta preservar el régimen heterosexual. En
toda su obra es posible percibir el abordaje de lo masculino desde sus
dos versiones antagónicas: de lo estrictamente viril y falocéntrico,
hasta la postura más virginal y afeminada, pasando por el ideal
andrógino. Sin embargo, lo que más interesa al artista
no es la feminización de sus modelos siempre jóvenes, sino
la efebización. Su obra despliega una iconografía jovial
que se presenta como ambigua y transexual, respondiendo al deseo expreso
de subvertir lo establecido.
De este modo el tema, ¿a todas luces explícito?, ¿a
todas sombras sugerido?, involucra al espectador en un juego de confrontación
consigo mismo, donde la idea de confundirlo está siempre presente.
Para muchos, el enfrentarse a estas piezas constituye una excelente oportunidad
para liberar los posibles deseos reprimidos, amparados por prejuicios y
moralismos que impiden la libre expresión y manifestación
de la homosexualidad dentro de los límites de una cultura universal
bastante marcada por el síndrome de la homofobia.
El cuerpo, a pesar de la insistencia del artista en sus valores estéticos,
no es el objeto último de la obra, sino el centro de maniobra desde
el cual se procede a una deconstrucción del concepto de identidad
sexual y de género. En un acto de apropiación, el artista
retoma los símbolos y códigos de lo masculino y los inviste
de nuevos significados ambiguos. Esto deviene en estrategia para
revelar las múltiples relaciones de poder que se estructuran alrededor
de la hegemónica perspectiva heterosexual.
Una constante en su obra fotográfica es la referencia, a manera
de intertextualidad, a la cultura grecolatina, sobre todo al período
helénico y al mundo paleocristiano y medieval. Tales citas
no son casuales ni responden al mero hecho del placer esteticista que sobre
el autor ejercen estos iconos legitimados. La mirada hacia esos textos
culturales no sólo pretende retomar la morfología de lo masculino
como ideal de belleza y perfección, sino desenterrar algunas de
las costumbres alrededor de lo sexual, vigentes en esos estadios.
Establece así sutiles parábolas sobre la sexualidad en las
coordenadas actuales, dado que el amor entre personas del mismo sexo fue
un fenómeno socialmente aceptado y animado en el mundo clásico:
aquellas estatuaria y mitología estaban plagadas de figuras andróginas.
Sin embargo, en el medioevo esta práctica fue censurada, y circulaba
sólo a través de conversaciones privadas en la oscuridad
de los monasterios. Esta polaridad entre aceptación-represión
es una de las claves sobre las que se estructuran los trabajos.
En este sentido Homo-Ludens denuncia la profunda admiración
que el artista manifiesta hacia los griegos clásicos. La serie
enfatiza la belleza, el esplendor del cuerpo masculino desnudo, y las posibilidades
de este para convertirse en objeto de deseo sexual. Postula un ideal
de belleza joven, grácil e inocente, donde el empleo de la imagen
andrógina está en la base de un programa consciente desplegado
por el artista para conseguir efectos de ambigüedad. La obra
pone en precario algunas nociones de lo masculino y rechaza la estricta
polarización o escisión entre los sexos. Los cuerpos
son delicadamente acariciados y poseídos por un manejo espectacular
de la luz, que destaca los expresivos contornos de lo humano-hombre contrastados
de manera violenta con la obscuridad del fondo. Las complicadas poses
eróticas y los inteligentes encuadres fotográficos de ciertas
zonas de la arquitectura masculina, advierten de la voluptuosa y placentera
posesión que emprende el artista como sujeto explorador, ello a
través del ojo de la cámara.
En el tema religioso, especialmente en la iconografía cristiana,
encuentra Eduardo otra fuente referencial
eficaz para activar su discurso desmitologizador. Esta vez el martirio
de San Sebastián, devenido en patrono de súbditos que jamás
imaginó, fue convertido en el objeto de una profunda indagación
sobre el placer, el horror, la carnalidad de lo humano y lo divino, en
una de sus más recientes exposiciones, Objetos de deseo:
la irresistible carnalidad del mito. Eduardo manipula el símbolo
de referencia, lo sintetiza, lo deconstruye en un afán de retomar
no sólo los aspectos formales de la imagen tradicional, sino el
sentido cultural de ésta. De ese modo plantea un juego semántico
de alteración de sentidos, en el que la condena al santo viene a
ser, ahora, una fuerte denuncia a la postura homofóbica.
El artista despoja la imagen del aura original y recontextualiza el icono.
Las poses y los atributos son un pretexto para seducirnos con la
explosión de cuerpos hermosos y agresivos en un momento orgásmico.
Si ante el martirio del santo que registra el repertorio icónico
tradicional se siente aflicción, ante estas réplicas edulcoradas
quedamos seducidos por la ambigüedad y excelencia de la imagen, portadora
de una aprehensible carga erótica y sensual.
La obra se trasviste en exvoto a la tolerancia y a la igualdad que al cabo
son sólo fantasías, pues
desde
el principio del mundo viene ocurriendo que esta vida terrenal defrauda
a quienes se entusiasman con ella, engaña a quienes la creen deseable,
se burla de quienes a ella se apegan, a nadie satisface plenamente y todos
acaban dándose cuenta de que es breve y decepcionante. Es
un error estimarla en más de lo que vale. (San Sebastián
Mártir. La leyenda dorada, No.1, Santiago de la Vorágine).
El autor nos presenta al nuevo santo, que pude ser ahora un demonio de
la pasión y el horror, desde una morbidez erotizante, para alertarnos
sobre el embeleso a que está sujeta la humanidad por el consumo
de los esquemas prefabricados que dicta cierto poder.
A propósito de las flores, propuesta en la que el artista trabaja
actualmente, esboza una serie de relaciones
profundas y complejas que intentan cuestionar las fronteras entre sexo
y género. Propone, como solución emergente, una fractura
entre ambas categorías artificialmente construidas. El autor
es consciente de que lo masculino y lo femenino, así como sus respectivas
representaciones, constituyen convenciones normadas, y como tales pueden
variar. A propósito... transgrede el área de
lo tradicionalmente asignado al hombre, incorporando flores (estereotipo
de la fragilidad y sensualidad femeninas) que contrastan y/o armonizan
con la anatomía masculina. La flor actúa como metáfora
de una transgresión simbólica del género; es ofrecida
al hombre en un acto benévolo de reconciliación.
En esta serie reaparecen los modelos, en otra performance que coquetea
con/entre lo masculino y lo femenino. Estas imágenes son el
resorte a partir del cual el autor indaga en el miedo de lo masculino hacia
lo femenino. Apunta además un elemento cultural importante:
el problema de las razas. Hasta ahora, Eduardo sólo había
trabajado con ¿el componente blanco? que nos legó la cultura
occidental; sin embargo, la inclusión de nuevas razas pone
de manifiesto que es posible hablar desde cualquier cuerpo.
Los espléndidos cuerpos, rebosantes de carnalidad, con hombros sensuales,
curvas praxitélicas, poses seductoras, pectorales marcados y enfatizados
por la flor, aspiran, desde el ocultamiento y la obscuridad de la fotografía,
a confesarnos sus deseos.
Coartada
y esclerosis del canon*
A
Yohanis Balgas, por la coartada, claro
Desde la instauración de lo que por consenso se ha dado en llamar
sensibilidad posmoderna, las anquilosadas
nociones de estilo, originalidad, novedad y obra única (que justificaban
la anarquía y eficacia del concepto aurático del proyecto
moderno) se desdibujan en los marcos de una cartografía de dimensión
intertextual en la que toda producción simbólica involucra
y recicla creaciones textuales ya existentes. Esta ruptura del específico
artístico que garantiza la visión ecléctica y desacralizadora
hacia la historia del arte como relato, explícita una sintomatología
que ha marcado la retórica estética contemporánea:
lo referente a las oblicuidades y desvaríos del propio papel de
la obra de arte y las condiciones que tradicionalmente la han definido,
al margen ya de otras reflexiones de orden que cuestionan el status
de veracidad de un conjunto de funciones emancipatorias adjudicadas al
arte en un mundo donde la utopía (no sólo estética),
pulula bajo el acecho inexcusable de un escepticismo de nuevo tipo.
El relativo movimiento de los márgenes, la desestabilización
de los verticalismos hegemónicos, la subversión
de los ideales estéticos, la asistencia crítica a todo valor
cultural – hasta entonces – juzgado subalterno y los sardónicos
coqueteos con los textos, intertextos, paratextos..., como estrategia que
permite releer la más ortodoxa narrativa histórica, son algunos
de los indicadores que cualifican la semiosis artística más
reciente, en la que destaca la diversidad de tendencias, la pluralidad
de tratamientos, la polifocalidad locutiva, el agotamiento del género
y la implementación de un particular modelo de travestismo generador
de múltiples sentidos.
En medio de esta apoteosis epocal descentrada, de inobjetable impronta
en los enclaves periféricos de la cultura, el gusto por la cita,
el juego de apropiaciones, junto al pastiche, la parodia, el simulacro
y el discurrir tropológico, entre otros procedimientós similares,
parecen definir el poliglotismo estético del actual movimiento plástico
cubano.1 Los creadores más jóvenes
manifiestan un placer por el ejercicio citatorial en el que se reunen referentes
de los más variados contextos culturales. Sin embargo, resulta
curioso cómo dentro de esa compleja dramaturgia referencial soy
– casi siempre – privilegiados los textos clásicos, ya sea para
boicotear su dimensión de canon o para celebrar su ineludible cualidad
metafórica en la enunciación de tropas visuales que desvelan
las múltiples fracturas del sujeto contemporáneo. En
esta última línea que hiperboliza una asimilación
hedonista (no por ello menos crítica) de las modulaciones del imaginario
clásico, sobresale el artista plástico Eduardo Hernándes
Santos con una obra paradigmática de sesgos francamente neohistoricistas,
sobre todo dentro de la vertiente del denominado neohistoricismo clásico.
En una de sus más recientes series titulada Fragmentos clásicos:
La divina confluencia de todaslas
cosas 2, el autor implementa una poética artística
de profundo sentido humanista que halla sus fundamentos esenciales en las
concepciones ideoestéticas y en las coordenadas axiológicas
de la civilización grecorromana entendida como texto. De ahí
que la presencia de estos contenidos culturales en toda su obra fotográfica,
más que responder a una corriente de moda, se convierten en homenaje
y testimonio de los presupuestos básicos que dan origen a la cultura
occidental, justo en un momento en que la balanza del posmodernismo se
inclina a favor del redimensionamiento de otros componentes culturales,
más ligados a lo étnico y lo marginal. El uso de estos
referentes clásicos, como pretexto lingüístico por medio
de los cuales el autor traza una reflexión (a veces elíptica,
otras explícita) sobre asuntos relacionados con la sexualidad, el
poder y la ambivalencia de los signos, tiene tras sí una constante
y sistemática investigación de más de diez años,
evidente en la solidez de su propuesta, que ya ha despertado el interés
y la preocupación de la crítica con no pocos reconocimientos
de orden.3
En el simbolismo fotográfico esbozado por el artista, la intertextualidad
no sólo se utiliza como procedimiento, sino como un principio constructivo
central del curso de su poética. La dimensión intertextual
se expresa en una doble acepción: la cita al mundo clásico,
al repertorio de iconos y motivos que integran esa cultura, y la cita a
su propia obra, o sea, a los pretextos que él mismo articuló.
En la primera vertiente, el énfasis recae en el redescubrimiento
de la complexión masculina bajo los encabritados efectos puntuales
de las fugas del eros. Eduardo actualiza los textos clásicos
del cuerpo masculino entendido como ideal de belleza y de proporción,
desempolva los principios estéticos de la estatuaria grecolatina
y rescata la sensualidad del cuerpo del hombre desnudo de las claustrofóbicas
restricciones y tabúes propagados por la cultura judeocristiana,
aquellos que, de alguna forma, gozan de un gran rendimiento en los actuales
predios de exhibición y promoción del arte, a pesar de todas
las áreas tabuadas “conquistadas” por éste. Así,
cada fragmento tomado en calidad de préstamo, adquiere nuevas significaciones
en el espacio textural de su obra, devenida una suerte de mosaico manierista
(quizás mejor neobarroco) en el que la arquitectura se entrelaza
como filigrana con la figura del hombre, símbolo ontológico
de las culturas mediterráneas en un sugerido acoplamiento de tintes
orgásmicos.
La estética griega supo advertir el punto medio de las relaciones
existentes entre las dimensiones
de un templo y la anatomía del cuerpo humano (la columna era entonces
la escala referencial de mediciones antropológicas). Por medio
de sus supuestos teoréticos y prácticos logró una
mixturización de ambos elementos, una armonía en la que se
registraba un orden infinito. Esta lección ha fascinado al
artista, quien encuentra en la composición, la simetría y
el equilibrio (indicadores culturales que definen lo clásico), aparentes
resortes para la construcción de su obra. Sólo que esta vez
la simetría se vulnera, el equilibrio se descompensa y una supuesta
antilógica domina el ritmo total de la poética. En tal sentido,
esta serie de ¿collages fotográficos?4
portadores de un exquisito sabor posmoderno, armados desde una facturación
prácticamente artesanal e ilusionista y sobre la base de grabados
originales del siglo XIX, desvelan la (mal)intencionada desconstrucción
acometida por el artista con el afán de instalar sugestivas anfibologías
en la articulación áe nuevos sentidos.
Los collages de Eduardo funcionan como hedonistas escenografías
de imágenes y estilos con una marcada
orientación efectista, en la que se focaliza el viejo ardid del
“engaño al ojo”. Los simulacros visuales van ubicando y desubicando
a sus interlocutores en el vértigo de un recorrido de difícil
logicidad. Por ello, lo que se pensara fuera una simple invitación
a la percepción complaciente y sencilla, oculta una trampa retiniana
que recaba de profundas y agudas lecturas (acaso menos furibundas) para
trascender la obviedad del objeto de la contemplación. El
artista obliga a pensar los espacios, a escrutar en la intención
enmascarada dé una anfibología sobre las que se arman abarcadoras
parábolas que disienten del reflejo como criterio de valor.
En las primeras series de su trabajo como fotógrafo, los espacios
y las escenografías eran reducidos al máximo, por lo que
el cuerpo del hombre cobraba un protagonismo manifiesto.5
Sin embargo, en estos collages heterotópicos, signados por
una manipulación aguda e irreverente del código aludido,
los cuerpos efebizados, a ratos horrendos, contrastan con la angulosidad
y rectitud fálica casi penetrante de los perfiles arquitectónicos.
Esta vez el espacio adquiere una dimensión simbólica equiparable
a la de la figura humana, aunque cabría señalar que la desnudez
del cuerpo masculino, en tanto ideal de belleza, continúa siendo
el emblema central de toda su obra, incluso en las últimas series
donde el artista procura una escatológica distorsión e hibridación
transversal de la identidad anatómica de género masculino.
La inclusión, sospechosa e intrusa, de los modelos desnudos “recortados”
en las coordenadas del nuevo escenario, establecen un diálogo paroxístico
entre lo humano y lo arquitectónico, que deja abierta la posibilidad
para adentrarnos en el peligroso campo de las perversiones no sublimadas,
a través de las cuales la subjetividad se plenifica.
La ambivalencia de las escenas que se dibujan ante nosotros, en las que
se constata el drama ritual del deseo, encubren la propuesta de una existencia
no represiva que dé cuenta de la naturaleza contradictoria y plural
de la existencia humana, en donde el principio del placer no es
desviado por el principio de realidad.
Estos juegos conceptuales entre poder y placer, libertad, sexualidad y
censura que toman el repertorio clásico como subterfugio, como pretexto
de indagación, procuran una particular (y muy personal) disolución
de la fotografía como género autónomo. Eduardo
vulnera la licitud comunicativa y
representacional del soporte fotográfico más ortodoxo, estimado
sólo en su capacidad de testimonio y prótesis descriptiva
que indexa un fragmento narrativo de realidad. Sus collages
amplían las fronteras del medio a través de una continuidad
entre zonas consideradas exclusivas de cada género y explicitan
la naturaleza travesti de este soporte, por lo que en gran medida desmienten
el mito falaz de la fotografía como instrumento de la verdad. En
tal sentido las transiciones registradas en la obra de este artista, no
por gusto uno de los máximos exponentes de la manipulación
fotográfica no sólo en Cuba sino en el Caribe, describen
la evolución del medio desde el estadio en que éste es sólo
un reflejo de la realidad hasta el momento en que se metamorfosea en herramienta
conceptual, aportando nuevas formas de representación, a ratos algo
imprecisas.
En los desdibujos y transmutaciones de Eduardo, de inobjetable desconstrucción
canibalista respecto a la superficie inmaculada de la fotografía,
más interesante resulta aún el hecho de que lo que está
en juego no es el valor estético del proyecto, como habitualmente
suele ocurrir con las propuestas que intentan superar un orden instituido.
La suya es una subversión hedonista en la que, a tenor de una cierta
restitución del aura y la noción de obra única, termina
por reforzar un nuevo paradigma de artisticidad signado por un tipo de
(anti)lógica alusiva al eclecticismo multicultural e identitario
en los finales de este siglo.
Los collages vienen a ser entonces, amén de la pasión
declarada y el apego al cosmos clasicista y su ideología, verdaderos
simulacros textuales en los que el autor ensaya una mitología íntima
para especular sobre referentes culturales que, tenidos por reales, no
son más que el resultado del cruce y la elucubración hormonal.
Los nuevos escenarios favorecen un dialogismo caótico donde junto
al concierto de inusitadas sintaxis referativas, el sujeto se expone al
autismo en su animal desnudez, con un sentido francamente diabólico.
A partir de estos sugestivos pastiches iconográficos, el artista
busca establecer otras direcciones en
el juego de miradas. Por esta vez, asistimos a una perversa inversión
del objeto de representación. En sintonía con el proyecto
antropocéntrico griego, Eduardo coloca al hombre-objeto (a solas
o en el complicado escarceo homoerótico) en la diana, conminándonos
a convertirnos en posibles voyeurs de una experiencia estética
altamente erosionadora. En la sustitución del objeto genérico
femenino por la supremacía del objeto masculino andrógino,
subyace, de manera implícita, la intención de desnudar al
poder, comúnmente asociado a los valores de una heterosexualidad
hegemónica y excluyente que aborrece la otredad. Los modelos
concebidos como ideales de eterna juventud, ensayan la pose femenina, procurando
una distorsión de los apetitos sexuales del espectador, en la medida
que son el objeto de un deseo tangible, no escamoteado, que sumerge al
receptor-cómplice en un mundo androginal, sexualmente indefinido,
donde los demarcadores genéricos son refutados con el propósito
de encontrar una imagen hermafrodita que inocule el absoluto. La
implicación de los espléndidos cuerpos en alusivas orgías
de actores masculinos, acentúa la condición homoerótica
de estas piezas, aspecto ostensiblemente marcado por la cultura y paradojalmente
velado en los sistemas de representación artística.
Desde la creación de estos espacios metahistóricos
plagados de múltiples mitologías, el artista propone un discurso
reflexivo en el que acciona una subversión/sublimación de
los significados canónicos de tales códigos. Con este
juego entre sublime y peligroso, nos advierte sobre los derroteros fin
de siglo a los que se expone el uso retórico en el ejercicio
de descentralización cultural del canon. Su obra corrobora una hipótesis
de orden y es el hecho de que el canon genera su propia esclerosis como
coartada perfecta para su seductora subversión. Aunque, cabría
advertir, el artista es consciente de que en cuestiones de arte la necesidad
de subvertir genera nuevos cánones.
Notas
1
En
torno al dimensionamiento de la apropiáción y los procedimientos
intertextuales como síntomas caracterizadores del discurrir plástico
en los años noventa, consultar el enjundioso ensayo del crítico
e investigador cubano Rufo Caballero: “Intertextualidad y dialogismo en
la pintura de Armando Marino”, en Unión, La Habana, 29, 1997.
2
Para la publicación de este texto el artista habrá concluído
una extensa serie en la que trabaja actualmente. En ella, sin aminorar
sus motivaciones por el panteón de lo clásico, se aventura
en la especulación sobre las realidades múltiples del ser.
Una de las figuras protag6nicas del nuevo discurso lo constituye el ideal
andrógino y la postulación travesti, por medio de las cuales
habla también sobre la muerte del soporte fotográfico.
Un asunto que se comporta como regularidad de la fotografía contemporánea.
3
Recientemente recibió un importante premio en el Primer Salón
de Fotografía Cubana, auspiciado por el Consejo Nacional de las
Artes Plásticas y la Fototeca de Cuba, además del Premio
especial por su labor pedagógica en el pasado Evento Académica
98, en la sede de San Alejandro.
4
El
subrayado e interrogación refieren el carácter intersticial
y ambiguo de estas modulaciones sígnicas que declaran ineficaces
los intentos de clasificación según la nomenclatura dominante,
abocada a un profundo replanteo de sus propios presupuestos y límites.
La inmensa mayoría de la especulaciones teóricas contemporánea
ha insistido en el desdibujo de las nociones genéricas. En
tal sentido la obra de este artista resulta paradigmática.
5
C f. Andrés Isaac Santana: “El otro y nada obscuro objeto de deseo”,
en Revolución y Cultura, La Habana, 5, 1998.
*
Tomado de la revista Unión (año X, no. 37, octubre-diciembre
de 1999), p. 86-88.
Eduardo
Rubén: hallazgo o invención de un nuevo peldaño
La Habana, Orlando Hernández
Es curioso como a veces un simple elemento dentro de la pintura
–un personaje, un color, un objeto cualquiera — se convierte de pronto
en el centro de nuestra atención, de nuestro interés, al
punto de invadir y ocupar todo el espacio del significado haciendo
que el resto de la imagen resulte, al menos en ese instante, comparativamente
secundario, accesorio. En realidad no es infrecuente que esto suceda; más
bien sucede siempre. Nuestra ansiedad por encontrar algún sentido
en la obra artística –cualquiera que éste sea-- hace
que nuestra mirada se desplace constantemente entre los muchos accidentes
físicos, formales, temáticos, simbólicos que generalmente
la componen hasta que el secreto radar de nuestro espíritu
nos detiene en aquél que por alguna razón resulta ser más
misterioso o más revelador, y que de inmediato se instaura como
el núcleo o la médula significativa de todo el conjunto.
En vano puede haberse esforzado el artista en indicarnos o dirigirnos hacia
otros territorios con la intención de satisfacer un supuesto apetito
de amplitud, de diversidad, de universalidad: nuestros ojos se resisten,
lo ignoran, sólo se empeñan en perseguir a esa pequeña
y caprichosa liebre que ha saltado en la esquina del cuadro y que parece
prometernos la más sorprendente de las maravillas.
He recorrido de nuevo las últimas obras de Eduardo Rubén
–y ya sabemos que en su caso tal “recorrido” resulta casi literal— y me
he topado con uno de esos elementos aparentemente fortuitos, eventuales
cuyo intenso magnetismo siempre me ha hecho renunciar a las dañinas
generalizaciones en beneficio del detalle, de las minucias, de los pormenores.
Esta vez sólo encontré
escaleras,
escalas,
escalones,
peldaños,
que me hicieron subir y bajar
a mi antojo sin obligarme a permanecer, a demorarme. Las escaleras habían
estado siempre ahí, por supuesto, quizás desde sus cuadros
más remotos, pero sólo ahora se me presentaban en todo el
esplendor de su simbolismo, como objetos magnificados, enfáticos,
dotados de una nueva y extraña elocuencia. Subí por ellas
presuroso hacia todos los sitios y bajé luego corriendo, casi despeñándome,
con la indecible felicidad de quien no tiene un motivo especial para detenerse,
para quedarse, para estar, y mucho menos en las alturas. El simple hecho
de subir y bajar me parecía suficiente. Entrar, salir, cruzar, moverme.
Todos sus cuadros de ambiente arquitectónico perdieron por un momento
su habitabilidad, su sentido protector, defensivo, hospitalario, y me mostraron
solamente su aspecto menos permanente y estático: la soledad y el
desamparo de sus vías de acceso, transformándolo todo en
algo igualmente fugaz, provisorio.
Todo es circunstancial, pasajero, parecía decirme esta vez su pintura.
No sólo estos cuadros, sino
el arte, tú mismo, todo a tu alrededor es sólo eso, un punto
intermedio, de tránsito, un momento cualquiera en el infinito recorrido
de avance o retroceso, de ascenso o descenso: la vida, el mundo es eso,
un confuso laberinto de escaleras dirigidas al cielo o al infierno. ¿Acaso
había enfatizado Eduardo este mensaje dentro de sus cuadros, prefiriéndolo
a cualquier otro? ¿O era algo puesto allí en primer plano
por mí mismo, a espaldas de la decisión del artista, con
el fin de poder pronunciarme sobre la fugacidad de la vida, sobre la vanidad,
sobre las tontas ambiciones, sobre lo pernicioso de toda idea de superioridad,
de jerarquía? Qué me importaba quién fuera el responsable
del mensaje. Estaba allí en los cuadros. Y en ese momento sus cuadros
hablaban sólo para mí. Y hablaban de eso. Sólo de
eso.
Veía escaleras moverse en todas direcciones, rectas, en espiral,
en ángulo, entrando y saliendo como
serpientes de lo visible a lo invisible, ascendiendo sinuosamente de lo
oscuro a lo claro, descendiendo, perdiéndose, extraviándose
en profundos abismos o mostrando simplemente su lado absurdo, su elegante
inutilidad. ¿A dónde se llega por ahí? Esos
finos peldaños incrustados en la pared a manera de escalerilla de
emergencia ¿de qué, de quién me proponen huir?, ¿de
qué peligro me invita a escapar esa escalera que desemboca en el
vacío?, un poco más allá de aquel peldaño ¿me
espera la felicidad o la muerte?
Había tratado muchas veces de entender la poética de Eduardo
atendiendo fundamentalmente a cuestiones de orden formal y ahora
encontraba con sorpresa una oculta dimensión filosófica,
ética que venía a incrementar su innegable potencial sugestivo,
su fascinación. ¿Sería muy aventurado suponer también
tras la sosegada e intemporal apariencia de su pintura una discreta vocación
cuestionadora, crítica o cuando menos capaz de dejar entrever las
preocupaciones e inconformidades que cotidianamente compartimos? ¿O
sería quizás que la pintura era un objeto neutro, indeterminado,
un raro espejo que soportaba con resignación la impronta de cada
rostro que se le enfrentaba?
Mi descubrimiento podía haber ocurrido ante las innumerables rejas
que aparecían en sus cuadros (después de todo ¿no
era la reja la mejor y más clara metáfora del encierro, del
amordazamiento, de
la falta de libertad?) O ante las puertas (¿no se habían
cerrado muchas de ellas ante las narices de nuestras más íntimas
esperanzas, clausurando muchos de nuestros anhelos, de nuestros deseos?)
Cada objeto --en la pintura, en cualquier sitio-- podía contener
un silencioso e indescifrado manifiesto sobre nuestra existencia que cada
cual tenía la opción de traducir o dejar simplemente en la
sombra. Los artistas podían ser conscientes o no del alcance de
sus invenciones. E incluso era mejor cuando su intención,
su premeditación, permanecía un poco al margen. De cualquier
manera el mensaje siempre estaría allí, brillando provocativamente
en la oscuridad.
En la pintura de Eduardo Rubén la obsesiva reiteración de
la escalera me parecía uno de esos secretos y poderosos mensajes.
subir
Sólo debíamos
o
para comprobarlo.
bajar
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