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¿Dónde está la Princesa?: muerte y enfermedad, en puntas, sobre el escenario

por Víctor Fowler 
 

     Hace treinta años, bajo el auspicio del Ministerio de Educación, tuvo lugar en la Habana una reunión de autores y todo tipo de expertos cubanos en literatura infantil; el momento fue medular, puesto que lo principal de las ponencias y debates estaba referido a una pregunta: ¿qué deben de leer nuestros niños?  Que tal evento haya debido esperar al año decimotercero de la Revolución apunta a una tensión acumulada, a la existencia de contradicciones que no era posible solventar con un cómodo dictado de las "instancias superiores"; que la fecha se ubique en pleno corazón de lo que
se ha convertido en tópico crítico llamar el "quinquenio gris" de la cultura cubana, también ilustra el modo en el que las tensiones de la época y las estrategias de control implementadas se extienden en dirección al futuro.  De hecho, aquella reunión fue sitio privilegiado donde definir el desarrollo de la lectura en el país y, en consecuencia, dado que hablamos del mundo infanto-juvenil, lo que debía ser el individuo cubano de lo que entonces era futuro, es decir, nuestro presente.
     Las tensiones a las que aludo se ilustran al analizar dos de los principales textos leídos en aquella ocasión; las ponencias de Cira Romero y Manuel Cofiño (El libro infantil y juvenil sobre la base William Borrego: obra de arte digitalde nuestra ideología) y de Mirta Aguirre (Verdad y fantasía en la literatura para niños).  Para los primeros: "Está muy bien que los muñecos caminen, los animales hablen, las flores sientan los ríos sean espejos, los hilos de lluvia varillas de cristal y que una silla se convierta en un coche y un palo de escoba en un caballo, pero nos oponemos a las situaciones sobrenaturales oscuras y truculentas, al lobo asesino, al ogro que devora niños, a la bruja que mete miedo, a los maleficios, a la madrastra cruel, a las apariciones, a los malos agüeros, a los muertos que resucitan." (Pgs. 165-166); para la
segunda: "...respetando el criterio de quienes puedan pensar que es mejor otra cosa,  votamos porque no se tema demasiado a que la literatura infantil y juvenil muestre los costados feos de la vida...." (p. 174).  Ambos textos parecen tener como substrato la que entonces era una pregunta central del campo literario: ¿cómo mostrar la crueldad a los niños? o, mejor aún, ¿tenía algún sentido enseñar la crueldad a los niños, era eso justo o necesario?  Si la respuesta de Romero y Cofiño apuntaba a identificar dicha crueldad con las condiciones sociales en las que se origina, los sistemas feudales y capitalista, la de Aguirre tiene de lo mismo, pero dentro de mayor complejidad; para ella es justo y, sobre todo, necesario enseñar la crueldad en un mundo todavía dividido en clases y donde la explotación del hombre es lo habitual. Lo curioso de ambas posturas es su ajenidad respecto a la vida cubana del presente en el que fueron formuladas; el texto de Romero y Cofiño ataca con violencia la representación de un pasado lejanísimo y el de Aguirre las condiciones de un mundo exterior respecto a Cuba.  La gran pregunta, entonces, que permanece sin responder en ambos, es: ¿cómo
representar para los niños el dolor en el mundo en el que realmente viven?  O sea, en Cuba, en el presente, la injusticia, la miseria, la enfermedad, la muerte.
     La reciente aparición de la noveleta ¿Dónde está la princesa?, del santaclareño Luis Cabrera Delgado, se inscribe dentro de la inmensa transformación que en la última década se viene dando en la escritura para niños y jóvenes en nuestro país; sucesos editoriales como El oro de la edad, de Ariel Ribeaux; Escuelita de horrores, de Enrique Pérez Díaz; Ikebana, de Emma Pérez; Fangoso, de Enid Vian; Cartas al cielo, de Teresa Cárdenas, e Ito, del propio Cabrera Delgado, son ejemplo del cambio que aludimos, lo mismo referido a las temáticas que a los modos de escribir.  La formidable hibridez cultural sobre la cual descansa una narración como Ikebana o la recomposición de un documento mítico de nuestra tradición cultural, como la que emprendiera Ribeaux en El oro de la edad, nos hablan de búsquedas que exigen un lector, sumamente activo, capaz de armar los rompecabezas culturales de las historias y de captar los juegos intertextuales que proponen.  En el caso de Pérez Díaz, aunque sus relatos también desborden referencias culturales, muy en especial al archivo de las propias historias infantiles (en oposición o como continuidad de tales pudiera ser leído), sus mayores virtudes están en el manejo del humor y en su decidida vocación por centrar el relato en personajes con todas las características del antihéroe clásico: feos, gordos, fracasados, echados a un lado por el grupo. Fangoso, de Enid Vian, es portadora de una penetrante reflexión sobre la tiranía, al tiempo que critica la imprevisión en quienes se rebelan contra ella y apela a la unión de bondad y sabiduría para el logro de la felicidad y la libertad.  Cartas al cielo, de Teresa Cárdenas, se vale de delicados cuadros para seguir a una niña negra en su paso hacia la adolescencia dentro de una atmósfera impregnada de racismo en la Cuba del presente; al retratar las contradicciones del medio familiar que ha tocado a la protagonista, pone especial énfasis en destacar el componente de auto-alineación que tales prácticas adquieren en los sujetos marginados a causa del color de su piel y destaca la solidaridad y el amor como vehículos de dignificación humana.  Ito, breve relato de Luis Cabrera publicado en 1994, nos enfrenta a la identidad homosexual de un niño y a los obstáculos que enfrenta en sus relaciones con la autoridad, simbolizada en la directora de la escuela en la que estudia.  En todos los anteriores casos el conflicto de los personajes nace de acciones que emprenden ellos, o quienes los rodean, para adaptarse o rechazar las condiciones de vida en las que se hallan insertos, pero nunca para rechazar la vida en sí; en oposición a esto ¿Dónde está la princesa? ahonda aquellos debates que al inicio citamos, pero en términos más que reno vados y pone el acto de escritura en uno de sus extremos más dolorosos.
     La historia de Germancito, hijo de padres enfermos ambos de SIDA, es uno de los relatos de amor filial más bellos que se hayan publicado jamás en nuestra literatura.  El texto comienza cuando "la Princesa", que es como llamaban sus amigos a la madre del niño, antigua cantante de un grupo de
rock, va a ser enterrada; el inmenso vacío que ello deja en el niño será el motor del resto de su devenir futuro, pues a partir de allí la mayor parte de cuanto leemos de él son sus esfuerzos para reencontrarse con la Princesa.  Puesto que semejante cosa no puede suceder en el plano de la realidad, la única vía posible está en la imaginación, pero no mediante fabulaciones cuyo fin primero es escapar de la crueldad de la sucedido, sino justo lo contrario: viajando repetidas veces al interior de la muerte para encontrar el objeto de amor.  Las sucesivas visitas de Germán a todo tipo de
dependencia celeste en busca de su madre, ocurre cuando las personas que integran su grupo cercano van una tras una muriendo por causa del contagio y, violando la separación tajante entre vivos y muertos, lo aceptan como acompañante; de esta manera, no es sólo un vivo quien penetra en las
diversas variantes que recibimos del espacio de los muertos, sino que es un niño, el más imposible de los viajeros, quien busca la tarea.  Sólo la imaginación infantil puede volver de revés la tragedia y extraer humor de lo que ocurre en cada uno de estos sitios, pues al descubrir la presencia de Germán en sitios donde aún no le pertenece estar, lo expulsan de vuelta a su vida una y otra vez; al hacer del deseo de atravesar el dolor y la muerte una aventura posible, Germán cumple la paradoja de devolverle a su vida un sentido que le ha sido arrancado por la enfermedad, pues allí resulta el héroe que su condición física le impide ser en la vida real.
     Con una economía de recursos impresionante, la noveleta hace una representación inolvidable de un mundo marginal (el de esos enfermos entre los que hay homosexuales, drogadictos y promiscuos) para rescatar lo mejor de cada uno en cuanto humanos; todos, con lo poco que pueden ofrecer (compañía, algo de dinero, protección), se esfuerzan por disminuir el sufrimiento del niño y hacer menos dolorosa la pérdida de la madre y sus mismas muertes.  De todo cuanto tienen nada más importante que el tiempo y ése lo dan a Germán quien escasamente va a sobrevivirlos, pues también está contaminado, en su caso desde nacimiento.  Cuando al final de la historia el niño descubre en el dorso de una de sus manos la primera mancha, del sarcoma de Káposi que le confirma que también él padece la enfermedad, se encuentra internado en un albergue infantil; a estas alturas el único ser aún vivo del antiguo grupo es Melao, su padre, quien ya se encuentra tan próximo al fin que ni siquiera ha podido levantarse de la cama para darle un beso.  Puesto que nada queda de las que fueron estructuras de su vida el descubrimiento provoca una explosión de alegría; la muerte, hecho que Germán ya entiende y sabe que no demorará, se convierte en vehículo de afirmación de la vida: gracias a ella, experimentada en carne propia, se abrirán el camino para encontrarse con la Princesa en cualquiera de esos sitios donde antes estuvo sin derecho.
     La terrible realidad de esa muerte próxima con la que finaliza la historia, establece en no pocos sentidos un límite luego del cual ya no hay lenguaje.  El proceso restante, situado fuera del libro, va a ser devastador, pero ¿qué dolor hiere cuando está puesto al servicio del más desmesurado acto de amor?  Si la historia estuviese escrita según las coordenadas de un drama, con toda esa sucesión de muertes alrededor de un niño que finalmente morirá también, a causa del virus que lleva en la sangre desde que nació, tal vez fuese de una intensidad casi insoportable; si se hubiese apelado a los mecanismos de construcción del melodrama bordearía las reducciones propias de la sensiblería kitsch, pero Cabrera Delgado opta por la más complicada de las vías y contrapesa lo terrible con el desborde de humor presente en los viajes imaginarios de Germán: sus diversas penetraciones en la muerte están llenas de irreverencia y detalles absurdos que hacen las cortas estancias episodios tan delirantes como los de la Alicia de Carroll con la Reina de Espadas o del Paraíso una enorme ciudad burocrática con severas jerarquías sociales e incluso prostitutas.  Sostener el pulso entre alegría y dolor, vida y muerte, fue un inmenso desafío que se propuso el autor y su victoria, el libro, reactualiza la pregunta que recordamos al inicio cual si nos dijese que la crueldad es justa cuando genera su superación.  ¿Nos pide la muerte que traspasemos hacia su lado?  ¿Cómo amar si no deseando acompañar, aún en la no existencia, a aquel a quien se ama?  Durante al menos un segundo, una milésima, querer ser llevado también.  Dar o recibir en la dimensión de intensidad que en su escaso tiempo conocerá Germán es un privilegio, todo un programa de vida y lección ética.

Obras mencionadas

Aguirre, Mirta. "Verdad y fantasía en la literatura para niños". En: Primer Fórum sobre Literatura Infantil y Juvenil. Boletín para las Bibliotecas Escolares. Año III, marzo-junio/1973. No. 2-3

Romero, Cira y Cofiño, Manuel. "El libro infantil y juvenil sobre la base de nuestra ideología". En: Primer Fórum sobre Literatura Infantil y Juvenil. Boletín para las Bibliotecas Escolares. Año III, marzo-junio/1973. No. 2-3, Pgs. 165-166.

Cabrera Delgado, Luis. ¿Dónde está la Princesa? La Habana: Editorial Gente Nueva, 2000.
 

Lunes, 20 de agosto de 2001
 
 

     Como cortesía de su autor, Luis Cabrera Delgado, y de nuestro amigo y asiduo colaborador, el peta y ensayista Víctor Fowler, ofrecemos el primer capítulo de la noveleta ¿Dónde está la Princesa?
 
 
 

Capítulo Primero

    Bamboleo, ¿por qué mi mamá me engañó?  Bamboleo había caminado hasta el sitio donde se encontraba Germán y con la dificultad propia de su gordura, se sentó sobre la piedra junto a él.
     -- ¿Qué te pasa Man? -- le había preguntado sin imaginar aquella interrogante que el niño le haría como respuesta a su pregunta.
     -- ¿Por qué me engañó?
     -- ¿Que te engañó? -- y sin dar tiempo para la respuesta, se abanicó con la penca de guano tejido que siempre lo acompañaba y agregó --: Ella siempre te dijo que se iba a morir.  Eso tú lo sabías bien.
     -- No es eso, Bamboleo -- dijo Germán y, antes de que cayera al suelo, se secó con las yemas de los dedos una lágrima que le había corrido por la cara --.  No es eso.
     -- ¡Ah...! -- exclamó Bamboleo con la cadencia característica con que acostumbraba a hablar.  Se abanicó fuertemente, como si necesitara aire después de haberse desinflado con aquel "ah" y, tras una breve pausa, preguntó --: ¿Y de qué se trata entonces?
     Germán bajó la cabeza y con más deseos de llorar que ninguna otra cosa en el mundo, dijo muy bajito, como en un susurro:
     -- Por lo del cielo.
 

     Cuando regresaron del cementerio, varios amigos fueron a casa de la difunta a preguntar por Germán.
     -- Está por el fondo de los patios -- dijo Vidatriste.
     -- ¿Y por qué tú no estás con él? -- preguntó Le Monde encarándosele a la muchacha.
     -- Para eso te dejamos aquí, ¿no? -- dijo Medellín.
     -- Es que me pidió estar solo -- y antes de que volvieran a cuestionarla, preguntó --: ¿Y Melao?
     -- Se quedó un momento en el cementerio para recojer un documento.
     -- Ahora lo importante es Germancito -- dijo Le Monde y, dirigiéndose nuevamente a la muchacha, agregó --: Hay que buscarlo, porque de seguro está llorando y a Melao no le va a gustar.
     -- ¡Mira que ustedes son brutos y machistas! -- exclamó molesto Bamboleo y, al ver que Le Monde lo miraba de manera especial, se dirigió a él -- Sí, Le Monde, no me mires con esa cara.  Al muchacho se le muere la madre, y tú y el padre encuentran mal que Germancito llore.
     -- ¡Eso sí es verdad, Bamboleo! -- apoyó Vidatriste.
     -- ¡Eh, eh!, no la cojan conmigo.  Yo sé cómo es Melao y quiero evitarle otro mal rato al pobre muchacho.
     -- Germancito no quiere que nadie esté con él -- volvió a decir Vidatriste.
     -- Yo voy a ir -- dijo Bamboleo y se dispuso a salir en busca del niño --.  ¿Para qué parte está? -- le preguntó a la muchacha.
     Sin mucha disposición para responder, la joven a quien todos llamaban Vidatriste se limitó a alzar el brazo derecho para, con un movimiento de la mano, indicarle una dirección; vio cuando el gordo se alejaba y no pudo dejar de mirar el movimiento de carnes que se producía al paso apresurado de Bamboleo y por ello demoró en tomar una decisión.  Iba a detenerlo, pero Medellín se lo impidió.
     -- Déjalo.  Bamboleo es quien mejor lo entiende.
 

     Bamboleo había querido ser bailarín de ballet.  De niño siempre se imaginó de príncipe en un escenario haciendo saltos y piruetas para impresionar a la más bella de las doncellas y que esta... de príncipe en un escenario... cayera rendida de amor en sus brazos para entonces girarla vertiginosamente, levantarla en vilo y, en una pose de brazos y tules, rendirla cerca del suelo con un apasionado beso.
     Como está seguro de no haber visto ni oido hablar de la danza de las puntas y los tutús antes de sus doce años, la explicación de su innata vocación la tiene en la creencia de la reencarnación.
     -- Yo antes fui una famosa bailarina de los teatros europeos.
     Lo supo cuando, precisamente a los doce años, su familia vino a vivir a la ciudad.  Una tarde vio el anuncio de las funciones de ballet para ese fin de semana en el Teatro Municipal y le pidió a una de sus hermanas mayores que lo llevara a la tanda vespertina del domingo.
     -- Pero si no sabemos si nos va a gustar.
     -- A mí, sí -- afirmó el entonces esbelto muchacho.
     Cuando después de la obertura de la obra y de abrirse el rojo telón de boca, las jóvenes bailarinas comenzaron a aparecer en el escenario aleteando los brazos, Joaquín, nombre con que inscribieron a Bamboleo cuando nació, cayó en un trance hipnótico en el cual fue capaz de relatarle a la hermana los movimientos de la danza antes de que éstos ocurrieran.
     -- ¿Y cómo tú lo sabes?
     -- Porque yo fui Madame Taglioni.
     En la escuela se negó a participar en ninguna actividad vocacional y al terminar el noveno grado, se presentó a las pruebas de aptitudes para ingresar en la Escuela de Arte.
     -- ¿Especialidad?
     -- Ballet.
     Una semana después llegó a su casa un sobre con el resultado de su examen:
 

Sujeto de buena estatura y con una adecuada
proporción de sus miembros.  Posee amplia
elasticidad y flexibilidad.  Sentido del ritmo
presente.  Alto nivel de improvisación y 
creatividad.  Óptima percepción musical y buena
expresividad, pero tiene los pies planos y no está
apto para bailar ballet.


     Convencido de que no le habían asignado el cuerpo idóneo para cumplir la misión que le correspondía en esta vida, decidió suicidarse, y esa noche se tomó todas las pastillas que encontró en el botiquín de su casa.
     -- Cuando vuelva a nacer, vendré mujer con empeine.
     Fue la psicóloga que lo atendió en esa época quien le dio la solución a su conflicto.
     -- Mata al bailarín que hay en ti.
     -- ¿Cómo?
     -- Comiendo.
     Y comiendo desaforadamente fue como Joaquín perdió su grácil figura de mancebo griego y se convirtió en el barril de manteca que Germancito conoció.  Inconforme consigo mismo, a Joaquín dejó de interesarle el futuro y se dedicó a disfrutar el presente, por eso comía cuanta bola de helado le pusieran delante, iba a todas las fiestas y comelatas a las que lo invitaran y hacía el amor con cualquiera.
     -- El SIDA es mi boleto de avión para regresar de primera bailarina.
 

     -- ¿Cómo que por lo del cielo?
     -- Mi mamá me dijo que cuando ella se muriera, iba para el cielo y desde allí me estaría mirando.
     -- Así es.  ¿Por qué dices que te engañó?
     -- Porque sí -- contestó Germán.
     -- "Porque sí" no me dice nada.  Explícate mejor -- y antes de que el niño pudiera responderle, Bamboleo agregó, exagerando las sílabas que pronunciaba --: Tú sabes... yo soy un poco bruto.
     -- A mi mamá la echaron en una caja.  Allí estaba cuando yo la vi.
     -- ¿Sí?
     -- ¿Y cómo va a llegar al cielo? -- el niño hizo una pausa y, como si temiera lo que iba a decir, agregó como en un susurro --: Además...
     -- ¿Además qué, Germancito?
     -- Hoy, cuando se estaban poniendo de acuerdo para ver quién se quedaba conmigo, dijeron...
     Bamboleo se abanicó pacientemente en espera de que Germancito continuara, pero como éste mantenía su silencio y volvía a bajar la cabeza, le puso la mano en el hombro y le preguntó:
     -- ¿Qué dijeron?
     -- Tú también -- afirmó como en una acusación y, sin dar tiempo para la réplica, continuó --: Dijeron que irían al cementerio para el entierro de mi mamá y que yo no debía ir -- se puso de pie y se le enfrentó a Bamboleo --: ¡Mi mamá no está en el cielo!  ¡Está en el cementerio!
     El hombre mantuvo unos segundos la vista en los ojos del niño y después, haciendo un marcado esfuerzo, se incorporó de la piedra donde estaba sentado y él también se puso de pie.  Cogió la penca con la mano izquierda para poder meter la derecha en el bolsillo del pantalón, sacó de allí un pequeño pomo de cristal y se lo dio a oler al niño.
     -- ¿Qué es esto?
     -- Tu perfume.  Siempre andas con él.
     -- Un día, al pomo en que lo compré, se le rompió la boca...
     -- Y mi mamá te regaló ese pomito para echar el perfume.
     -- Y el roto lo botamos, ¿no te acuerdas?
     Bamboleo esperó a que el niño afirmara con un movimiento de cabeza para continuar --: Las personas, Man, tenemos dos partes, el cuerpo, que es como el pomo, y el alma es como el perfume.  Lo importante es el alma.  El cuerpo de tu mamá está enterrado en el cementerio porque es como un pomo roto, pero su esencia está en el cielo.  La Princesa no te engañó.
 

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