AIRE
DE LA HABANA
(1958)
por Luis
Cernuda
Hay gentes para quienes entender es cuestión de dístancia.
El contacto crea en ellas, sí no siempre una confusión, al
menos una ofuscación del entendimiento.
No quiere esto decir que cuando a uno de dichos seres se le ponga bruzcamente
ante una experiencia
para él inusitada vaya a conducirse oon inconsciencia o irresponsabilidad.
Lo que suele ocurrir es todo lo contrario. Pues que no ve sino lo que quiere
y no qiuere sino lo que conoce, de ahí que, en aquel trance, haya
en él un retraimiento dentro de su conciencia, traducido a lo exterior
por una impasibilidad que los demás suelen llamar frialdad, mientras
por lo interior todas las potencias actúan para asimilar, entender
y revelar a la manera que la placa fotográfica herida por la luz.
Más tarde es cuando la reacción aparece, cuando el entendimiento
puede ya pronunciarse a la distancia.
Llévese a una de esas personas a quienes inhibe la presencia real
de las cosas, a una tierra y ciudad nuevas, y ellas comenzarán por
parecerle no existir sino en presentimiento, raramente como actualidad
inteligible inmediata y su visión primera de las mismas como capricho
irrazonado. Pues que yo mismo soy uno de esos seres a que venía
aludiendo, ¿sería esa la razón para que La Habana,
en mi primera y única visita, me pareciese como amontonamiento blanco
en torno del cual y encima del cual el aire se levantaba desmesurado? Verdad
es que los horizontes marinos tienen una transparencia y una amplitud peculiares,
que parecen restar importancia a la ciudad que cobijan. Pero luego, a distancia
de aquellos días en La Habana, comencé a entrever y a comprender
mi visión y sus razones.
Quienes hablan de una ciudad sólo se refieren, por lo general, a
una parte de ella: ésa que está en el suelo, con sus calles
y sus casas, como si nada tuviera que ver con otra aún más
importante, que
es el aire y la luz que la envuelven. El aire y la luz son parte integrante
de la ciudad, y de tal modo, que son ellos quienes confieren a la ciudad
su carácter singular, quienes hacen de ella lo que la ciudad íntimamente
es. Puedo hablar de esto pues que nací y viví la niñez
y gran parte de la juventud en una ciudad que es toda ella una gran fantasmagoría
de la luz, y supongo que puede adivinarse a qué ciudad me refiero:
a Sevilla. Como no llegue a salir de ella hasta muy tarde, me faltaba término
de comparación con otra, lo cual me hubiera descubierto el artificio
con que la luz hace de Sevilla lo que quiere.
Sólo más tarde, al ir a Madrid por vez primera, me di cuenta,
antes que de otras diferencias, de ésa primordial de la luz. Madrid
no me parecía austero por ser castellano, sino porque su luz no
tenía artificio. La claridad del aire, su limpidez, eran para mi
cosa inusitada. Poder observar los objetos distantes con tanta nitidez
de contornos me producía cierta tristeza, cuya pausa no sabía
entonces y hoy sí: porque me faltaba por primera vez la caricia
envolvente, la protección amorosa del aire. Ante los lienzos de
Velázquez, en el Prado, comprendí que éste pintaba
en Castilla como hubiera pintado en Andalucía, sumiendo a los cuerpos
y a las cosas en una atmósfera irreal, de fantasmagoría luminosa.
Al mismo tiempo, de rechazo, comprendí la pintura andaluza clásica,
en la que la luz y el color son resultado del aire que los tamiza, dándoles
suavidad y delicadeza. Quien quiera orgías de color que no vaya
a tierras del sur, que vaya al norte a buscarlas.
Antes de caer en La Habana había yo visto tierras del trópico,
y aunque no mucho, lo bastante para
per percatarme que, al contrarío de la creencia común, una
de sus más elementales características puede ser la mesura.
La Habana me confirmó en dicha creencia, quedando ya para mí
como ejemplo de ella. Y es que paradójicamente, como ciudad, parece
existir por su cielo y quien quiera hablar de ella no puede hacerlo sin
antes hablar de su aire. Para conocerla hay que mirar hacia arriba, y no
en cualquier momento del día, sino de preferencia al atardecer.
Algunas ciudades conozco de cuyo atardecer guardo memoria: Sevilla y su
poniente junto al río; Cambridge,*
con sus nubes marmóreas de verano paradas en círculo sobre
el horizonte; México, tendido en su valle bajo la claridad roja
y gris del crepúsculo. También en La Habana el atardecer
es memorable: el aire ahí no se ensancha tanto como se ahonda, entreabriendo
camino, como para unas alas, hacia el fondo mismo del cielo, en cuyas nubes
o, mejor, en cuyos celajes, vibran los colores ensordecidos. La silueta
de la ciudad entonces, al ahondarse de tal modo el aire sobre ella, parece
descansar, igual que la superficie de un agua quieta, bajo la maravilla
de su cielo.
¿Dónde había yo visto algo afín? No en la realidad,
probablemente. ¿Venecia? El Malecón, recorrido aprisa en
coche, desplegando su curva un poco solemne, no me retraía tanto
a cierta vislumbre de Cádiz como a Venecia que, por lo demás
no conozco. Entonces, ¿por qué Venecia? Ahí está
la clave de lo que trato de sugerir: no la ciudad por mí no vista,
sino su pintura de horizontes marinos y aires levantados. La Habana, en
esa tamización final del recuerdo, con los celestes, los violados,
los grises de su celaje crepuscular, de una sin par delicadeza pictórica,
ahondaba para mí el decorado a lo Tiépolo de una Ascensión.
Le
Habana es su cielo, y éste no parece parte del cielo común
a toda la tierra, sino proyección del alma de la ciudad, afirmación
soberana de ser lo que ella es. ¿No se diría que hermosa,
airosa y aérea: un espejismo?
*
Advertiré, aunque acaso sea innecesario, que me refiero a Cambridge,
Inglaterra, no a Cambridge, Mass.
Tomado
de Luis Cernuda. Prosa completa. Barcelona: Barral Editores,
1975., pp.1099-1102.
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