Enrique Hernández Miyares (Santiago de Cuba, 1859 -- La Habana,
1914). A los 15 años se trasladó a La Habana y casi
adolescente aún se inició en el periodismo con Diego Vicente
Tejera. Fue redactor del Diario de Señoras y de El
Almendares. Trabajó en El País como corrector
de pruebas y colaborador. Su labor más importante la desarrolló
en La Habana Elegante, cuya dirección ocupó a partir
de 1888. Junto a Alfredo Zayas dirigió La Habana Literaria,
que surgió tras la desaparición de la anterior en 1891.
Tras la muerte de Casal presidió el comité encargado de levantar
un mausoleo al poeta e instituyó el «Día de Casal»
el 21 de octubre. En 1895 emigró a Estados Unidos donde formó
parte de la redacción de Patria y dirigió el semanario
Cacarajícara.
Regresó a Cuba en 1903 y se reintegró al periodismo.
Usó los pseudónimos de Grisóstomo,
Hernán
de Henríquez y Juan de Jiguaní.
Miyares fue el más apasionado, y el más íntimo, de
todos los amigos de Casal. La exclusividad con que intenta (res)guardar
su trato, su compañía, envuelve a la relación que
ambos sostuvieron con una suave, pero visible aura homoerótica.
Nosotros hemos seleccionado tres de los más hermosos artículos
que Miyares escribiera luego de la muerte de Casal. Los que se acerquen
a su lectura deben tener cuidado: la tinta está fresca todavía,
y también la pasión en que se mojó para hacerse escritura.
ANIVERSARIO
DE CASAL*
Hoy, veinte y uno de octubre,
hace un año que murió, como herido por un rayo, víctima
de cruel y aguda enfermedad, aquel que fué nuestro más querido
amigo y compañero, el poeta originalísimo, genial,
maestro de la forma: el autor de Hojas al viento, Nieve y
Bustos y Rimas.
Ni un solo instante, desde que se alejó Casal para siempre de la
vida hemos olvidado sus amigos y admiradores, ni al genio desaparecido,
ni al hermano por quien siempre guardará luto nuestro corazón.
Junto con el clamor universal de llanto que se levantara alrededor de su
féretro, no faltaron al insigne artista de las rimas de oro, apasionados
censores, envidiosos de su fama, y pedantes aristarcos, que buscaran entre
la obra exquisita del poeta tratando de anublar su gloria; pero a medida
que el tiempo avanza, se advierte la honda estela de poesía nueva
que dejó con sus versos Julián, cuando miramos rodar día
por día sus brillantes estrofas por todos los periódicos
y los libros de la joven América, y su gloria aumentarse y su recuerdo
esculpirse en los corazones que sienten amor por el ideal.
“La Habana Elegante”, al conmemorar el primer aniversario de la muerte
del que fué su glorioso redactor, no pronuncia ni una sola palabra
de queja para los indiferentes que han permanecido sordos a su llamamiento,
para enaltecerlo en el mármol...
Son tiempos de prueba estos en que nos agitamos; por encima del canto harmonioso
del trovador de las rarezas y las amarguras humanas, pasa el ruido atronador
de los gritos del combate por la vida; el rumor sordo de los egoísmos
en guerra y el somatén general de los que ansían hallar reposo
cierto, paz tranquila y perdurable, aún a trueque de que todo quede
talado, desde el roble, hasta la flor.
Tengamos fe, los que no nos hemos abatido de un todo, en un porvenir de
tranquilidad. patriarcal.
No es la hora todavía de llevar lauros al poeta muerto, que tanto
amó a su patria; es tiempo éste de que aturdan el espacio
las voces de los luchadores impacientes.
¡Descanse en paz eterna, el que tanto la ansiaba, el que cayó
en la ruta con la sonrisa en los labios y el alma virgen de rencores!
Para la tumba de Casal solo habrá lágrimas hoy, y algunas
rimas tan cariñosas como tristes!
1894.
MI
POBRE CASAL
El día veinte y
uno de octubre hará dos años que me separé de él,
dejándolo risueño y esperanzado después que los dos
creíamos que ya estaba sano, y salvo del peligro de muerte. Lo dejé
contento, sonriendo, con los ojos claros relampagueándole, respirando
vida, como el árbol que azotó violentamente la tempestad,
y en la calma se yergue, extiende su copa y agita las ramas reverdecidas...
¡Pobre Casal! La tempestad no había pasado para él;
y cuando vino la calma, fué la quietud de la tumba quien terminó
su fatiga. Murió violentamente, de un golpe de tos, envuelto en
sangre, como si hubiera sido un gladiador.
Yo nunca lo podré olvidar, nunca, nunca. Desde que nos encontramos
en el camino, nos dimos las manos para andar juntos queriéndonos
como hermanos. Desde que se fué para ese viaje desconocido, siento
como si me faltara ese apoyo, ese cariño entrañable de fraternal
amistad, esa comunión de ideas que nos ligaba, y que aun hoy parece
que me ligan a su recuerdo; y a ocasiones no mido bien la distancia que
nos separa, como si en vez de estar cubierto de tierra se hallara durmiendo
para luego despertar sonriéndome.
Hace dos años que murió sin que haya muerto para mí
ni un sólo rasgo de su carácter, ni un sólo gesto
de su cara, ni el eco siquiera de su voz, que muchas noches oigo en sueños,
que muchos días, mientras ando codeándome con los demás,
me hace volver la cara sorprendido. Son cosas que parecerán ridículas
acaso, y que no diría sin la certeza de que hay quienes me comprenden:
los que han querido mucho.
Y nada de extraño tiene que estas cosas me sucedan a mí,
que lo traté en aquella intimidad tan íntima – puesto que
no encuentro la palabra – porque yo sé que el poeta ha dejado detrás
de sí un coro de admiradores, de apasionados y de compadecidos.
En Cuba, la verdad, menos que en ninguna
parte, ya sea porque el estrépito de las armas no deja escuchar
alabanzas, hosannas o plegarias; ya sea porque dentro de ningún
escnario se inician jamás los aplausos al artista preferido; pero
sus amigos, los que nunca creemos que pasó de una vez por nuestro
lado como pasan tantos brillando un punto y apagándose, sino que
dejó huella profunda en los corazones que aman sus rimas sonoras
y tristes y buscan su prosa artística y rotunda, para nosotros es
un consuelo, una reparación, observar uno y otro día cuál
va acrecentándose su fama por la joven literatura americana, y cómo
vuelan su nombre envidiable y sus versos de hoja en hoja, de libro en libro,
de carta en carta...
No hay periódico de Hispanoamérica que no haya hablado de
Julián del Casal, que no haya reproducido sus versos o su prosa.
Su “manera” ha tenido imitadores ; su alma ha sido comprendida por infinidad
de poetas jóvenes; su vida ha sido preguntada, inquirida; su muerte
ha arrancado cuando no lágrimas, elegías.
El veintiuno de octubre del año pasado, día de su primer
aniversario, mientras nos hallábamos en el cementerio fastuoso,
alrededor de su tumba, uno de nosotros llamó la atención
sobre un ramo de flores frescas que había atado tierna mano femenil
a la cerca de hierro. “Para Casal”, decía una tarjeta en blanco.
Entre los árboles, por uno de los senderos, a lo lejos, divisamos
dos enlutadas que se recataban.
– “Para Casal” se escriben muchas cosas y nacen muchas flores del alma,
dijo uno de los amigos.
Para Casal, digo yo, importa ya poco que haya estrépito de armas
que ahogue el ruido de su fama, ni que en Cuba menos que en ninguna parte
se le estime hoy por hoy; porque mañana ha de resucitar a nueva
vida; a la de la consagración como eminente y como genial.
¡Mi
pobre Casal! Yo nunca te olvidaré, nunca; aunque pasen muchos años
y se me tiñan de blanco los cabellos y de negro las ideas.
Mañana, iré a ponerte flores nuevas sobre tu lecho de piedra.
¡Ah, si yo pudiera infundirte nueva vida! Pero tú, estoy seguro
de ello, no querrías despertar.
1895.
JULIÁN
DEL CASAL
Empiezo a darme cuenta de su muerte; poco a poco,
cuando se aplanan mis nervios y me fijo en la
fecha del almanaque; cuando voy recordando con la debida gradación
todo lo que me pasó desde la noche del sábado hasta hoy,
en que ya miro que comienzo a sentar la cabeza, es decir, a no sentir tanto
y a poder confundirme con los indiferentes: con el Sol, que alumbra lo
mismo; con la noche que se viene encima al morir el día; con el
que charla, el que habla de negocios, el que me pide un cigarrillo, hasta
con el que ríe..... A confundirme con todo el que no lo quería
tanto como yo lo quería.
Casal y yo nos conocimos un día, hace muchos años, cuando
el bozo nos sombreaba incipientemente los labios. Nos conocimos de ser
presentados, de darnos la mano; porque hacía mucho tiempo antes
que nos conocíamos de vista. Cuando yendo por una acera, me pasaba
por el lado, yo lo miraba como diciéndole ¡quiero ser tu amigo!
y él me miraba a mí – generoso y más apasionado –
como queriéndome contestar ¡ya lo soy tuyo! Pero seguíamos
caminando, cada cual por opuesto rumbo, y, siempre, como yo volviese la
cara para verlo por la espalda, me encontraba con sus ojos claros que habían
tomado la misma determinación.
Y aquel día que nos dimos la mano, con verdadera efusión,
nos contamos uno al otro, tratándonos de usted, todas estas circunstancias,
y cuand.o me hubo recitado de memoria una rimilla mía y yo le declamé
con entusiasmo una de sus primeras estrofas, habíamos llegado al
anal de la escalera de mármol, donde ya nos tuteábamos, cogidos
del brazo, contentísimos de haber anudado simpatías mutuas,
ofreciéndonos todo lo que poseíamos, aparte de la amistad:
libros, periódicos, grabados, fotografías..... ¡qué
se yo! el tesoro de los años juveniles, aumentado con el entusiasmo
y el fervor de ricos gustos y ensueños literarios.
Al otro día me fué a buscar a cara; al otro día yo
lo fuí a buscar a él; y entonces se inició una amistad
estrecha, íntima; una confraternidad, una comunión de ideas,
de propósitos, y aún de finalidades, tanto más rara
cuanto eran diferentes nuestros caracteres: yo, asemejándomele sólo
en el fondo romántico y melancólico de mis tristezas no dichas
y de mis noches inenarrables; pero jovial, bullicioso, enamorado del mundo
y de lo superficial, en lo aparente; y él, producto maldito de herencias
fatales, de desencadenadas tormentas morales y materiales, que engendraron
en su alma el odio inextinguible al medio en que había nacido, al
mundo que lo rodeaba, a las cosas tangibles; mostrando siempre indiferencia
por todo lo que no fuera la Belleza, el arte quintaesenciado, la frase
cincelada, la rima más harmoniosa y el asunto más original.
Poco después ya yo tenía cierta participación y mando
en “La Habana Elegante”, y, como era natural, a mi lado siempre, en las
columnas de este mismo añejo periódico del que ha salido
el alma, comenzó a darse a conocer como poeta genial desde el primer
día, primero; como prosista correcto, atildado, atrayente, elegantísimo
y depurado, luego; y en “La Habana Elegante”, con excepciones contadísimas,
han visto la luz todas las rimas de su lira de oro y sombras, y todos los
párrafos admirables de sus cuentos, esbozos, narraciones y bustos.
Cierta ocasión (perdónenseme las fechas) llegó a casa
regocijado en extremo, luciendo un nuevo traje, hecho todo un dandy
– un Barbery d’A,urevilly, como él decía – y me refiero a
aquella época en que, arrastrado por mí, estrechó
algunas amistades, visitó diversos salones, y con el frac al hombro
y el lápiz pronto, escribió los célebres artículos
“La Sociedad de la Habana” (1), en los que satirizó al General
Marín y habló tal vez con irreverencia del señor Obispo
(lo que le valió su cesantía, porque entonces era empleado
– ¡amanuense! – de Hacienda; y lo que fué la base o partida
de la excomunión lanzada contra este periódico) aquella ocasión,
decía, llegó a casa, me invitó a almorzar en “El Louvre”,
y en mitad del almuerzo me mostró una gran cantidad de dinero. “He
vendido el solar... ya sabes, y no me regañes – me dijo – tal día
me embarco en el vapor francés, y ni sé a qué voy,
ni cuando he de volver, ni si he de quedarme en Europa... ¡Quién
sabe! Si mis lejanos parientes del Cardenal de La Lastra me valen ¡quien
sabe! – repetía; si aquello es lo que me figuro y puedo vencer,
tal vez me quede. Me hastía esto; desde el sol refulgente y ardoroso,
hasta los mercaderes; sólo pudieran atraerme muchos de mis compatriotas
infelices; pero de todos modos, me voy, aunque, como me sospecho, vuelva
pronto y en tercera”.
Se fué. Yo Io acompañé a bordo, junto con algunos
pocos amigos íntimos, hasta que el vapor levó anclas y fué
a refugiarse en el lecho del horizonte, envolviéndose con el manto
oscuro del crepúsculo...
En el primer puerto (Santander) me escribió incluyéndome
su soneto “En el mar”, que luego formó parte de su primer libro
“Hojas al viento” :
Abierta
al viento la turgente vela
y
las rojas banderas desplegadas,
cruza
el barco las ondas azuladas,
dejando
atrás fosforescente estela.
El
sol, como lumínica rodela,
aparece
entre nubes nacaradas,
y
el pez, bajo las ondas sosegadas,
como
flecha de plata raudo vuela.
¿Volveré?
¿Quién lo sabe? Me acompaña
por
el largo sendero recorrido
la
muda soledad del frío polo.
¿Qué
me importa vivir en tierra extraña
o
en la patria infeliz en que he nacido
si
en cualquier parte he de encontrarme solo?
Pocos meses después, una mañana, cuando menos lo esperaba,
al salir de casa tropecé con él en un abrazo húmedo
de lágrimas.
Pasada, la emoción del primer instante, lo vi con trazas de obrero,
casi andrajosamente vestido, con una maleta al pie, como único equipaje.
Había venido en el sollado del vapor, junto con los jornaleros malolientes,
“tejiéndole la coleta a un torero en cambio de pitillos”!
En Madrid visitó los Museos, conoció personalmente a muchos
literatos; gastó en unas cuantas semanas el dinero presupuesto para
muchos meses, sin darse cuenta, “porque lo tenía”; y cuando el hambre
de Europa, que no hay quien la ampare, le avisó a su estómago,
y cuando el gaban y la chistera, las ropas interiores y los libros fuerou
empeñados, volvió a la Habana desalentado, macilento, con
un nuevo fardo de desilusiones y “sin solar”.
Pero en medio de su carácter y de su idealismo incorregibles, su
hidalguía no le permitió soportar por más tiempo el
abrigo ofrecido y la modesta mesa compartida; y se echó a la calle,
hizo de tripas corazón, se contrató como una máquina
para escribir en “La Discusión” artículos con temas impuestos
las más de las veces por el imperioso exigir de los compromisos
de un diario moderno; y tanto con el sueldo de ese simpático periódico,
como por algunos honorarios conseguidos aquí y allí con eficacia
digna de mejores emolumentos, el pobre Casal levantó tienda propia,
volvió a rodearse de libros franceses y de chinerías, y pudo
dentro de la seguridad material de la vida del bohemio, seguir soñando,
soñando, soñando con sus poetaa simbolistas, con sus pintores
sobrehumanos, con París.... al que luego no deseaba visitar, por
no palpar la realidad de las cosas y mantener latente y virgen su “última
ilusión”.....
El rudo batallar de la vida, sus necesidades, tropezaban cotidianamente
con la altivez de su carácter – que no por bueno dejaba de ser noble
– y con la dulce sumisión que prestaba a sus caprichos y a sus quimeras.
Y por eso, si se enteraba de alguna crítica hecha a sus espaldas,
al otro día presentaba su renuncia de redactor; y si adivinaba que
no era comprendido en alguna parte, ponía la ausencia de por medio.
¡Ah! ¡Ya no le veré más nunca, como lo veía
cada hora, sonriéndome, tomándome como confidente de sus
penas y como cómplice de sus ensueños! Su naturaleza física
no pudo resistir los embates de su ser moral. Cayó enfermo, casi
nada, la grippe de los trópicos que no es fulminante. El
mal lo fué minando; apareció un día la toz pertinaz
y seca; la Ciencia – ¡vanidad ilusoria! – no pudo atajar las brechas
de una explosión que se preparaba, y el sábado ha muerto
repentinamente, bañado en el río de sangre que arrojó
de los pulmones, como un emperador envuelto en su manto de púrpura.
¿Qué me resta por decir? Un cuento fantástico, a lo
Poe, que anda de boca en boca por la ciudad. Yo recibí fuera de
la Habana la noticia seca y rudamente, por teléfono; corrí
hecho un loco a su casa y me abalancé a un cadáver que no
era el suyo por rara coincidencia, sino de otro joven que vivía
en el mismo hotel.
Acababa de verlo; todo el día habíamos estado juntos; él,
más contento que nunca, creyéndose en vías de la más
completa curación; yo... con más fe que él, la tenía,
puesta en verlo bueno y sano otra vez azotar las calles, como un beodo,
porque andaba siempre mirando al cielo y tropezando con la tierra....
¡Amigos! Los que me quedan. ¿Me queda alguno? No dejeis de
creer que lo quise como a un hermano, como a un maestro, como a un padre,
como a un hijo.
.............................................................................................................
¿ Qué he dicho de Casal en estas líneas? Apenas he
escrito algo; necesitaría un libro, porque sé su vida entera,
día por día, hasta que ha muerto virgen de pasiones viles,
herido por el rayo de la hada inexorable.
Los que lo amaron, que me amen; los que lo envidiaron que me odien; porque
puedo alardear de que Julián del Casal yace en dos tumbas: en la
de mármol que encierra sus despojos, y en mi corazón, que
guarda la esencia sutil de su alma pura, sus más recónditos
secretos, como en urna sagrada.
1898.
Notas
(1)
A imitación de los de Paul Vasili, (Mme. Adam.– Juliette Lamber)
La
Societé de Madrid, La Societé de Vienne,
etc.
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Todos los textos de Enrique Hernández Miyares que aquí aparecen
los hemos tomado de: Enrique Hernández Miyares. Obras Completas.
Tomo II. Prosas. Introducción de José Manuel
Carbonell. La Habana: Imp. Avisador Comercial, 1916.
Hemos
respetado escrupulosamente la ortografía y otras características
tipográficas como el uso de itálicas y de "negritas" (bold).
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